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DOS BUTACAS SE TRASLADAN DE HABITACIÓN

Don Gristobita ha estrenado casa: cuatro habitaciones, todas exteriores, hall, cocina, baño, aseo de servicio* y un armario empotrado* en el pasillo. Don Cristobita está encantado con su nueva casa y se pasea por las habitaciones de una a otra, echando discursos y andando a la pata coja*. Cada cual denota el contento como mejor puede.

Los muebles de don Cristobita vinieron por el aire, como las noticias lejanas —las noticias de las inundaciones del Nilo y de los descarrilamientos en Loussiana del Sur—, y don Cristobita, mientras veía sus mesas y sus sillas suspendidas en el vacío, como la espada de Damocles*, pasó un rato amargo, con los nervios de punta* y la atención en vilo.

Pero todo tiene su fin, y los muebles de don Cristobita, unos detrás de los otros, quedaron [80]

instalados en su nueva casa. Los dos butacones de orejas*, lustre y orgullo del ajuar de don Gristobita; los dos butacones, amplios como patronas romanas, acogedores como madres tiernas, cómodos como ataúdes de primera pre­ferente, clase A, gran lujo, no salieron de la habitación por cuyo balcón habían entrado, la habitación que había de ser precisamente el despacho donde don Gristobita había de despachar, como a criadas insurrectas, sus largas y vacías horas de aburrimiento y crucigramas.

Don Cristobita, con los muebles recién colocados —como huevos frescos y recién puestos— en su nueva casa, se volvió algo matilde, algo cocinilla*, y se dedicó durante algunos días a correrlos de sitio*, a quitarles el polvo, a darles un poco de barniz.

— ¡El hogar!—decía—. ¿Hay algo mejor que el hogar? Con un hogar confortable se ahorra dinero, casi no se sale a la calle, se baja menos al café... ¡Oh, el hogar!

Cuando don Cristobita acabó de arreglar su nueva casa cogió el portante* y se marchó al café. A don Gristobita le remordían un poco las largas y estériles horas del café, pero, ¡se estaba tan bien! Don Cristobita buscaba argumentos para quedarse en casa, pero no los encontraba. Al contrario, lo que le aparecían a cientos eran argumentos para marcharse: la criada cantaba con una voz estentórea y destemplada; la casa olía a aceite frito y a lombarda cocida, el niño estaba sucio y se pasaba las horas llorando a moco tendido*, la mujer le acosaba con la eterna cantinela de que no tenía medias... En fin...[81]

El pobre don Cristobita, acorralado por las circunstancias — como él decía—, procuraba comer aprisa y corriendo para largarse de nuevo al café. ¡Se estaba tan bien sentado sobre el peluche, tomando café con leche y oyendo hablar de literatura a los de la mesa de al lado!

Hasta que un día... El autor de estas líneas ha oído decir, no recuerda bien dónde, que los grandes descubrimientos de la Humanidad han sido siempre producto del azar: el baño de Arquímedes*, la manzana de Newton*, etcétera. A don Cristobita, aquel día debió pasarle algo parecido.



Don Cristobita estaba pensando en lo de la Alemania Occidental —si era bueno o si era malo—, y de repente se quedó parado y dijo:

— ¡Ya está! Lo que hace falta es cambiar el despacho de sitio!

Salió corriendo para su casa y le comunicó la decisión a su mujer.

—Mira, Paquita, hija, lo que hace falta es cambiar el despacho de sitio, ¿no te parece? Ahí donde está, mismo enfrente de la cocina, no es un sitio apropiado. Es de mal efecto que venga alguien a visitarme y pueda ver ahí una mesa llena de pescadillas muertas. ¿No te parece?

—Sí, sí, lo que tú quieras. Ya sabes que yo, lo que tú quieras...

Don Cristobita puso manos a la obra. Los muebles del comedor los puso en el hall, que estaba vacío, y empezó a sacar los muebles del despacho. Las sillas salieron muy bien. Dos estanterías pequeñas que tenía adosadas a la pared salieron bastante bien. La mesa salió [82]

bien; con algún trabajillo, pero salió bien. Lo malo fueron los dos butacones de orejas.

Llamaron a la puerta y don Cristobita tuvo que suspender un momento su quehacer para apartar un poco los muebles del comedor, que no dejaban llegar a la puerta.

—El gas.

—Bien, pase usted.

—¿De mudanza?

—Pues, no. Un arreglillo...

Los dos butacones de orejas pesaban como condenados; además, eran malos de manejar.

— ¡Paquita, échame una mano*!

-¡Voy!

La mano de Paquita no fue suficiente.

—Que venga la Lola.

La Lola vino, pero entre los tres tampoco pudieron sacar el butacón. El hombre del gas que salía de la cocina de anotar el contador, se consideró en el derecho de intervenir.

—¿Y dándole la vuelta?

El butacón de orejas, dándole la vuelta, tampoco salía. El hombre del gas era un hombre dinámico, peligroso.

—Yo creo que quitando la puerta tiene que salir. Lo que falta es ya muy poco.

Pero con la puerta fuera de sus goznes y apoyada, como una puerta enferma, en la pared del pasillo, el butacón tampoco salía.

Don Cristobita se sintió jefe.

—Nada. Dejémoslo. Hay que avisar a los hombres de las mudanzas; que los descuelguen a la calle y que los vuelvan a coger desde el otro balcón. Eso para ellos es facilísimo. Por la puerta está bien claro que no caben.

Don Cristobita se colgó al teléfono y habló con los de las mudanzas, que quedaron en ir a la mañana siguiente. Después, como tenía los nervios deshechos, se fue corriendo al café.

Y a la mañana siguiente...

A la mañana siguiente, a las ocho y media, la criada despertó a don Cristobita.

—Señorito, los de la mudanza.

Don Cristobita se echó de la cama y se puso la bata. Don Cristobita había dormido, en la noche, tres cuartos de hora escasos; el hombre se había desvelado pensando en sus butacones de orejas.

Don Cristobita salió al pasillo y allí se encontró con ocho mocetones garridos* —asturianos y gallegos— armados de garruchas, poleas, cuerdas y decisión. Don Cristobita se encontró muy pequeño al lado de ellos y sonrió.

— ¡Je, je!

El que parecía jefe tomó la palabra:

—Buenos días. ¿Qué hay que hacer?

Don Cristobita estaba un poco azarado; él no contaba con que hubieran venido más de dos hombres, uno para asomarse al balcón y otro para ponerse en la calle y coger las butacas.

— ¡Je, je! Pues, ya ven ustedes, ¡poca cosa! ¡Una chapucilla*! Estas butaquitas que quería llevarlas a esa habitación y, claro, como por la puerta no caben, pues pensé que lo mejor sería descolgarlas a la calle y volverlas a coger, ¡je, je!

El que parecía jefe, ni contestó. Miró las butacas, miró la puerta, se ajustó el cinturón,

cogió una butaca, le dio la vuelta y la puso en el pasillo. Con la otra hizo lo mismo.

Don Cristobita se puso colorado.

— ¡Je, de! Pesan, éeh?

—No, señor, ¡más pesa un piano!

Don Cristobita seguía sonriendo; el hombre se sentía profundamente desgraciado.

—¿Algo más?

Don Cristobita casi no tenía voz.

—No..., no..., no...

 


Date: 2015-12-11; view: 1407


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