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Aacute;lvaro de Laiglesia

Sixto Cámara

LA BODA DE ENCARNA

 

La del alba sería cuando han llamado a mi puerta, y en mi puerta se ha recortado una Encarna con sueño, pero alada y sonriente.

– Don Sixto. Me caso.

He vuelto a cerrar la puerta porque me ha parecido evidente que estaba soñando. Pero nuevamente el timbrazo. Abro y esta vez Encarna estaba menos alegre.

– Pero, ¿qué le pasa?

– Así que es verdad. Eres tú, Encarna, y te casas.

He dejado la puerta abierta a lo irremediable y Encarna ha desparramado su presencia por mi apartamento, hasta el punto que yo no podía ni sentarme en una silla porque hubiera sido algo así como rozar a la propia Encarna. Yo permanecía en pie, escuchando su afortunado resumen de una noche afortunada. El es músico. Es decir, toca la flauta y el tamboril. Iba para físico nuclear, pero lo dejó correr porque presenció un debate ante la televisión entre Oppenheimer y Teller, sobre la paz y la guerra. El es canadiense. Rubio y alto como la cerveza. En el pecho lleva tatuado un colibrí y el lema la ley es la selva.Se casan.

– ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?

– Mañana. Abajo, en mi piso. ¿Cómo? Pues hemos barajado varias soluciones y hemos aceptado la más poética e informal: la boda gitana. Cogeremos una olla de barro cocido y la tiraremos contra el suelo. Cada pedazo será un año de contrato matrimonial.

– Con lo que se ha adocenado lo de la alfarería, la olla se va a romper en doscientos pedazos y os van a enterrar en un ataúd doble.

– Pero qué mala intención tiene usted, don Sixto. Ya buscaremos una olla bien resistente para que se rompa en pocos pedazos. ¿Por qué no la busca usted que tiene tiempo libre?, y además quiero que sea el padrino.

Y a las nueve de la mañana he empezado mi perigrinación por las cacharrerías de Madrid. Creo que he dado el espectáculo. Porque yo pedía “familias de ollas”, ollas de la misma hornada. Y cuando me señalaban una familia de ollas, yo escogía una, la tiraba contra el suelo, comprobaba el número de pedazos, pagaba la rotura y me iba sin olla. Cerca del mediodía ya me seguía una veintena de curiosos, entre los que estaban los diez propietarios de cacharrerías, a los que había sorprendido con mis originales compras. Por fin, uno de ellos me ha abordado.

– Pero, ¿qué busca usted?

– De verdad, de verdad, busco una olla que no se rompa.

El hombre se ha rascado una oreja.

– Venga conmigo. Puedo encontrarle una olla que ofrece bastantes garantías. ¿Ha de ser de barro?

– De no poder ser de piedra...

– No hay ollas de piedra. De acero...

– No. No, se notaría.

– Bueno. Buscaremos un barro durísimo.



Me ha llevado a la tienda de un cacharrero de Legazpi y allí compré una olla increíble, que debía pesar sus buenos cinco kilos y parecía hecha de pared maestra.

En el piso de Encarna ya me esperaban los canapés de sardina de lata y los invitados enlatados como sardinas. Mucha juventud. El novio era un canadiense al que Baroja habría descrito así: largirucho, sin sustancia y nada relevante en su personalidad como no sea la melena despeinada. El novio ha auscultado la olla como un médico del seguro y Encarna me ha pedido que la tirase yo mismo contra el suelo. Los novios a mi lado, un cerco libre a mi alrededor. Expectación. Yo cojo la olla. Cierro los ojos. Concentro toda la energía espiritual de un “no”, tratando de impregnar de “no” la pobre carne de barro. Y tiro la olla.

Sigo con los ojos cerrados hasta que se acalla el ¡oh! que ha ocupado la estancia. Los abro: la olla está en el suelo, intacta. Varias voces dicen que vuelva a tirarse. Pero Encarna dice que no. Que la cosa está hecha, y que si la olla no quiere no hay boda. En vano el matemático, físico, músico o como quieran trata de convencerla con una serie de martingalas y ecuaciones, cálculos de probabilidades, etcétera, etcétera. Yo ya estoy tranquilo, porque nada enfurece tanto a Encarna como los vendedores a domicilio. Y se van. Y sólo nos quedamos Encarna, yo, la olla, restos de canapés de sardinas, de vino tinto. A las cuatro de la madrugada yo estaba empapado de sardinas y tinto cuando subía hacia mi piso con la olla colgada de mi mano, como un ser querido al que nunca abandonaré.

 

Aacute;lvaro de Laiglesia

LA CUERDA

– ¡María! – gritó el marido desde el jardín, con voz áspera.

– ¿Qué quieres, Esteban? – dijo la mujer, saliendo a la puerta.

– ¡En esta casa no hay manera de encontrar nada!

– ¿Qué es lo que buscas?

– La cuerda que me encargaste para tender la ropa. ¿Dónde la has metido?

– ¿No la tienes tú?

– ¿Yo? No digas tonterías. Te la di a ti cuando la traje de la tienda, para que la pusieras en el tendedero.

– Quise ponerla ayer, pero no la encontré. Y pensé que la habrías guardado tú en alguna parte.

– ¡Qué estupidez! ¿Para qué iba a guardar yo una cuerda de tender?

– Bueno, hombre, no te pongas así. En algún sitio estará.

– ¡En algún sitio, en algún sitio! – remendó el marido cada vez más furioso. – ¡Claro que estará en algún sitio! Pero ¿en cuál? Porque ya he mirado en el sótano, en el gallinero, ¡hasta en la caseta del perro! Y nada.

– Mira en el armario de la cocina.

– ¿Por qué no miras tú? ¿Crees que voy a perder toda la tarde del domingo buscando esa maldita cuerda? ¡El único día de descanso que tengo después de trabajar toda la semana como un burro, y quieres que me lo pase corriendo de un lado para otro!

– ¿Qué culpa tengo yo de que se te haya ocurrido buscar la cuerda hoy?

– Algún día tenía que ser, porque no la compré para que la perdieras. Pero como en esta casa se pierde todo...

– ¿Quieres decir que soy una desordenada? – dijo ella, ofendida.

– Exactamente. Y ya estoy harto de tu desorden, ¿comprendes? ¡Harto!

– No me grites, haz el favor, – le cortó la mujer empezando a encresparse.

– ¿Acaso no es verdad? – continuó el marido. – ¿Cuánto tiempo pierdo todas las noches buscando mis zapatillas, que nunca están en el mismo sitio? ¿Cuántas veces coges el libro que yo estoy leyendo y lo dejas en cualquier parte? ¿Cuántξs días llego tarde a la oficina porque la comida no está a su hora?

– ¿Y cuántas veces te he dicho yo que si quieres estar mejor servido tomes una asistenta para que me ayude? – saltó María, poniéndose en jarras. – Yo sola no doy abasto.

– Porque eres una inútil.

– Lo que no soy es una criada, como tú te imaginas.

– Es verdad, perdona, – se burló él. – Olvidaba que te educaste en un colegio para señoritas pitongas, en el que ni siquiera te enseñaron a zurcir un calcetín.

– Y a mucha honra, – replicó ella. – En la vida hay cosas mucho más importantes que zurcir calcetines.

– Tocar el piano, por ejemplo, que es lo único que sabes hacer.

– Pues sí, tocar el piano. Y no ser una persona tan grosera como tú. Porque si tú estás harto de mi desorden, yo también lo estoy de tus groserías, ¿entiendes?

– ¡Claro! – siguió burlándose él. – Una chica tan fina tiene que sufrir mucho viviendo al lado de un patán. Al menos eso piensan tus padres, que son tan aristocráticos.

– No mezcles en esto a mis padres.

– No hace falta. Ya se mezclan ellos solos en cosas peores.

– ¿Qué tratas de insinuar?

– Lo que todo el mundo dice a voces: que como son unos aristócratas arruinados, viven de dar sablazos.

– ¡Te prohibo que digas eso!

– ¿Acaso no es verdad?

– La culpa no es de ellos, sino mía. Por haberme casado con un pobrete que no puede ayudarles, porque ni siquiera gana lo suficiente para que yo viva con decoro.

– ¿Cómo? – dijo Esteban, encolerizado. – ¿Cuándo has vivido tú mejor que ahora, desgraciada? Te pasas todo el día metida en casa sin dar golpe, y aún te quejas.

– ¡Sin dar golpe dices, y soy yo la que tiene que hacerlo todo!

– Pero lo haces tan mal, que la casa parece una pocilga.

– ¡La casa parece una pocilga no porque yo no trabaje, sino porque en ella vive un cerdo! – estalló María, que ya no pudo seguir conteniendo toda la furia que había acumulado.

– ¡No tolero que me insultes! – gritó Esteban, amenazador.

– También me has insultado tú. A mí y a mis padres. Y no sigas tirándome de la lengua, porque yo también podría decir muchas cosas de tu familia.

– Como te atrevas a decir algo, no respondo.

– Y como sigas hablándome en ese tono, me iré a casa de mis padres.

– Eso dices siempre, pero por desgracia nunca lo harás. Sabes de sobra que no te alimentarán. ¿Cómo iban a alimentarte a ti si apenas tienen para comer ellos?

­­ – Tampoco creas que tú me das de comer maravillosamente. Tengo que hacer verdaderos equilibrios con tu sueldecito para que comamos todo el mes.

– Porque como eres tan desordenada para todo, no tienes ni idea de administrar. Yo, antes de casarme contigo, vivía muy bien con el mismo dinero.

– Tú solo, ¡mira qué gracia! Pero ahora somos dos.

– Ése fue mi error. Si llego a quedarme soltero, no pasaría estas estrecheces ni tendría que soportarte.

– La tonta fui yo por haberte aceptado cuando me sobraban pretendientes.

– ¿Que te sobraban? ¡No me hagas reír! Aparte de que nunca fuiste ninguna belleza, no tenías ni una perra de dote. Y para colmo, a los pocos que se acercaban a ti, tu padre les insinuaba que tendrían que ayudarle a pagar sus deudas.

– Tú no pagaste nada.

– Porque como viste que ninguno picaba, me aceptaste en última instancia para no quedarte solterona.

– ¡Tienes razón! – chilló María. – ¡Nunca estuve enamorada de ti! Me casé contigo para dejar de ser una carga para mis padres, pero siempre me pareciste un hombre odioso. ¡Te odio, para que lo sepas!

– No haces más que corresponder justamente a los sentimientos que me inspiras. La vida a tu lado es un auténtico infierno. Te aseguro que muchas veces he pensado en hacer alguna barbaridad.

– Te creo. Un bárbaro como tú es capaz de todo.

– ¡Pues cállate entonces y no sigas provocándome! – aulló el marido. – ¡Más te valdrá no perder el tiempo discutiendo y buscar la cuerda que te he pedido!

El tono de Esteban asustó a su mujer, que retrocedió unos pasos prudentemente.

– Ya te he dicho que debe de estar en el armario de la cocina.

– ¡Pues tráemela!

– ¿Para qué la quieres con tanta urgencia?

– ¿A ti qué te importa? Eso es cuenta mía.

La esposa entró en la casa, mientras el marido paseaba enfurecido por el jardín. Unos minutos después, volvió a salir María con un rollo de cuerda en la mano.

– Estaba encima de la carbonera, – dijo. – Debí de ponerla en un momento de distracción...

– Tú siempre estás distraída, – gruñó Esteban cogiendo la cuerda violentamente y alejándose sin dar las gracias.

– ¿Adónde vas? – le preguntó María al ver que se alejaba en dirección opuesta al tendedero de ropa.

– ¡Déjame en paz y vuelve a tus quehaceres! – ordenó su marido sin volverse.

María obedeció y se fue a la cocina. Allí estuvo cerca de una hora lavando los cacharros del almuerzo. Luego empezó a hacer los preparativos de la cena.

Pero Esteban no volvía. Tampoco se le oía andar por el jardín. Su esposa, inquieta, se secó las manos en el delantal y salió de la casa.

“¿Dónde se habrá metido?” pensó al no verle en el tendedero, donde la cuerda vieja, rota y anudada en varios puntos, continuaba soportando la ropa tendida.

María tuvo de pronto un presentimiento, y se dirigió rápidamente a la parte posterior de la casa. Allí también tenían unos metros de jardín con un par de árboles...

Y al llegar a aquella zona de sus pequeños dominios, María se detuvo. Acababa de comprobar que no se había equivocado.

Amarrado a una rama del árbol más corpulento, pendía un trozo de la cuerda de tender. Y al final de aquel trozo colgante, Esteban había hecho un nudo corredizo.

“Debí figurarme para qué necesitaba la cuerda,” pensó María al ver a su marido inmóvil y con los ojos cerrados.

Y satisfecha su curiosidad, regresó a la cocina para continuar preparando la cena.

Porque Esteban, pasada aquella discusión frecuente en tantos matrimonios, dormía tranquilamente su siesta dominical. Y es comprensible que se pusiera de mal humor; porque si no aparecía la cuerda, ¿cómo iba a atar los dos extremos de la hamaca a los árboles del jardín?

 

Antonio de Lara


Date: 2015-12-11; view: 822


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