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UNA IMAGEN VALE MÁS QUE MIL PALABRAS

Había dado por supuesto que, de los tres, Keaty sería el más difícil de convencer. Llevaba viviendo en la playa más tiempo que ninguno de nosotros, y carecía del apego de Françoise a Étienne así como del desolado desencanto de Jed. Sin embargo, apenas si costó persuadirlo. Todo lo que tuve que hacer fue mostrarle que la barca había desaparecido, y la idea se le ocurrió por sí sola.

—No me lo puedo creer -dijo al ver que la embarcación ya no estaba, y a continuación hundió las manos en el agua como si pretendiese dar con la proa sumergida-. Es imposible.

-Pero es así.

-No me lo puedo creer -repitió.

-Ha desaparecido.

-¡Ya veo que ha desaparecido!

-No sé qué dirá Sal cuando...

-¡Yo sí lo sé! ¡Se agarrará un cabreo de mil demonios! ¡Se volverá loca! Es capaz de... -Se irguió de un brinco y se llevó las manos a la cabeza-. Oh, Dios mío, Rich.

-¿Qué pasa? -pregunté, tratando de poner cara de inocente.

-Fui yo quien la amarró... Fui yo quien... ¡Dios mío!

-¿Qué ocurre? ¡Dime!

-¡Soy hombre muerto! -exclamó.

-¿Por qué?

-Primero, la intoxicación, y ahora, esto. ¡Mierda! ¡Joder! ¡Tenía que ser la barca! ¿No lo ves? ¡Sal me va a ajustar las cuentas! Me las va a ajustar como se las ajustó a... a... ¡Oh, no! -Dio un salto y comenzó a retroceder rápidamente-. Me has traído hasta aquí por eso, ¿verdad? Ella ya lo sabía. ¡La muy zorra lo sabía!

Yo me puse de pie.

-¡Quédate donde estás! -gritó.

-Keaty...

-¡Quédate donde estás! -insistió, levantando los puños.

-Keaty...

-¡Como te muevas te juro que...!

-¡Keaty! -De repente me sentí furioso-. ¡Corta el puto rollo! ¡No voy a hacerte daño!

-¡Atrás!

-¡De acuerdo! ¡De acuerdo! -Retrocedí unos pasos.

-¡Más! ¡Pégate a la roca!

Hice lo que me pedía.

-¿Así? ¿Conforme?

Keaty se quedó quieto, con los puños en alto.

-Al menor movimiento...

-Acabarás conmigo. Lo sé.

-¡Dalo por seguro! ¡Yo no soy Karl! ¡No voy a implorar!

-No necesito que me lo recuerdes. Tú eres capaz de hacerme puré. Pero debes creerme... No tengo nada contra ti. Y no sé cómo me consideras capaz de... ¡Eres uno de mis mejores amigos!

Bajó un poco la guardia.

-¿Sabe Sal lo de la barca? -preguntó.

-No.

-¿Me lo juras?

-Por mi vida. La única razón por la que te he traído aquí es para que lo vieras antes de que ella se entere. Piensa un poco, Keaty. ¿Cómo va a saberlo Sal? ¿Cómo va a echarte la culpa si no te ha visto desde anoche?



Keaty se lo pensó unos segundos antes de bajar completamente los brazos.

-Sí-farfulló-. Eso es verdad... Ella no puede saberlo...

-Exacto.

-Pero... no tardará en enterarse, y entonces...

-Tardará muy poco en enterarse, eso es cierto.

-¡Mierda! -exclamó, presa otra vez del pánico-. ¿Qué va a ser de mí? ¡Ya no podré pegar ojo! ¡No podré ir solo a ningún sitio! Tengo que...

-¿Escapar?

-¡Sí, escapar! ¡Dios! ¡Eso es! ¡Debo escapar ahora mismo! Puedo... -Se volvió hacia la cueva-. ¡Oh, Dios mío! -susurró-, ¡Es imposible! Estoy atrapado... Atrapado...

-No -repliqué, llevándome un dedo a la sien como si acabara de ocurrírseme una idea tan sencilla como brillante-. Quizás exista una salida.

SOBRE ASCUAS

Estaba de buena suerte. Y sabía lo que hacía. Había convencido a los dos más reacios, y ahora sólo me quedaba persuadir a Jed y esperar la oportunidad de largarnos. Me sentía tan contento que mientras regresaba al claro con Keaty me puse a tararear la canción del ratoncito. Lo malo fue que él también se puso a tararearla, aunque de un modo espantoso, desentonando y equivocándose con la letra.

-Pero ¿qué haces? -le pregunté, siseando-. Cantas que pareces una matraca.

-No puedo evitarlo -respondió con una sonrisa de ventrílocuo-, Estoy nervioso. Tengo la impresión de que todo el mundo nos mira.

-Compórtate con normalidad.

-No sé si seré capaz de hacerlo, Richard.

-La Gameboy. Vete a jugar con la Gameboy. Y si Sal te dice que eches una mano, tú como si tal cosa.

-De acuerdo -susurró antes de encaminarse hacia su tienda.

Françoise y Étienne lo sobrellevaban muchísimo mejor, entre otras cosas porque ellos se tenían el uno al otro. Estaban sentados junto a la cocina, charlando mientras destripaban un enorme cubo de pescados.

Por lo demás, Sal no daba señales de vida. Intenté localizarla antes de ir a la tienda hospital -pues recordaba que me había dicho que me mantuviera alejado de Jed- y anduve un rato por el centro del claro, para ver si estaba con Bugs y los carpinteros.

El espacio destinado a la fiesta había mejorado mucho. Habían clavado en el suelo ramas de bambú sobre las que nuestras sábanas y un par de sacos de dormir abiertos formaban un entoldado de unos ocho metros de diámetro. Cassie, subida a los hombros de Bugs y encantada, a juzgar por sus risitas, extendía hojas de palmera sobre las sábanas. Supuse que había que crear una cubierta lo bastante espesa como para ocultar el brillo de nuestras luces y barbacoas a los aviones que sobrevolaran la isla aquella noche.

Sin embargo, Sal tampoco estaba entre los carpinteros, por lo que había muchas posibilidades de que se encontrara con Jed en la tienda hospital.

-Mierda -dije.

-¿No te gusta? -preguntó una voz áspera a mis espaldas.

Me concedí un segundo para serenarme y organizar rápidamente las ideas, y me volví.

-Hola, Sal. ¿Qué se supone que es lo que no me gusta?

-Nuestro montaje.

-¡Qué va! Me gusta mucho. De verdad. Lo que pasa es que estaba pensando en otra cosa.

-¿Mmm?

-En mis cigarrillos. Me he dejado un paquete medio lleno en la playa.

-No me digas.

-No importa. Además, a estas alturas la marea debe de habérselo llevado. No se puede ser tan distraído.

-Bueno, tampoco es importante.

-No, no. -Sacudí la cabeza-. En absoluto.

-Bien... Me alegro de verte mucho más animado que esta mañana.

-Estoy mucho mejor.

-Supongo que eso significa que esta noche no nos llevaremos sorpresas.

-Así es. Está todo resuelto... Olvídalo.

-¿Olvidarlo? -dijo Sal, que no dejaba pasar una-. ¿De quién tengo que olvidarme?

-De... Karl.

-¿De quién? -preguntó, mirándome de un modo raro.

-De Karl.

-¿Quién es Karl?

Entonces caí en la cuenta.

-Nadie.

-Pensé que te referías a alguien del grupo.

-No.

-Muy bien. -Asintió lentamente-. Ahora he de volver al trabajo. Hay mucho que hacer.

-Ya lo creo.

-Si te entran ganas de trabajar, dímelo. Ya te encontraré algo.

-Estupendo.

Poco después ya estaba bajo el entoldado señalándole a Bugs los huecos entre las sábanas, aunque él no prestara mucha atención. Aún llevaba a Cassie sobre sus anchos hombros, y prefirió dar una galopada para divertirla.

Eran más de las cuatro cuando al fin conseguí pasarme por la tienda hospital y aprovechar la ocasión para hacer otra cosa, algo que en aquel momento me pareció realmente inspirado.

Para entonces los preparativos para la fiesta prácticamente habían llegado a su fin. El entoldado había sido terminado, los guisos burbujeaban, los pollos estaban listos para la barbacoa, las verduras peladas y todas las plumas y las tripas de pescado habían sido llevadas al Paso de Jaibar para tirarlas. Al comprobar que todo se encontraba en orden, Sal propuso jugar un buen partido de fútbol en la playa. «Para abrir el apetito», según ella.

Una excelente idea. Como Keaty y yo nunca jugábamos al fútbol, teníamos la excusa perfecta para quedarnos en el campamento. Y, además, nos ofrecimos a vigilar los pucheros a fin de que Antihigiénix pudiera unirse a los demás. Diez minutos después el claro estaba vacío.

-Lo va a notar -dijo Keaty, muy nervioso, al verme espolvorear unos buenos puñados de hierba en los pucheros-. Lo notará en cuanto lo pruebe.

-En ese caso, confesaré que he sido yo y que lo he hecho para -crear un buen ambiente.

-Le jode que la gente meta mano en sus guisos.

-De acuerdo, pero algo tenemos que hacer para que la fiesta no dure toda la noche. -Dejé de hablar y eché unos quince gramos de marihuana en el puchero más grande-. Además, da lo mismo. Estará colocado en menos de una hora.

-Todos pillarán un buen ciego.

-Lo que sea. Pero no vayas a probar el guiso. Come sólo pollo y arroz. Y di a Françoise y a Étienne que hagan lo mismo.

-No sé cómo vamos a hacer para rechazar el estofado.

-Algo se nos ocurrirá. -Me limpié las manos y observé mi labor. Unas vueltas con un palo hicieron desaparecer todo rastro del nuevo ingrediente-. ¿Te parece que echemos unos hongos mágicos o algo por el estilo?

-No.

-De acuerdo. ¿Cuánto calculas que hemos echado?

-¿En total? ¿En todos los pucheros?

-En total.

-Mucho. Muchísimo. Estás como una puta cabra.

-¡Una puta cabra! -Me eché a reír-. Aguarda y verás.

SIN SENTIDO

El ambiente en la tienda hospital era de esos en los que uno se encuentra incómodo si tose o hace un movimiento brusco. Meditabundo y distante, me sentí como si estuviera en un templo, sobre todo porque me puse a rezar.

-Muérete -decía mi oración-. Que este aliento sea el último.

Pero Christo no dejaba de respirar. A pesar de los malos augurios, a pesar de los prolongados intervalos de ahogo, su pecho se inflaba súbitamente y se desinflaba. Seguía vivo, y la espera comenzaba de nuevo.

Dediqué la mayor parte del tiempo a estudiar a Jed, que tenía un aspecto rarísimo, con todo el pelo y la barba grasientos y apelmazados por el sudor y la sangre. Nunca le había visto así la cabeza, cuya forma era más afilada de lo que imaginaba; también me pareció más pequeña, y la piel del cráneo llamativamente blanca entre los húmedos rizos.

Cuando entré, Jed no me dirigió la mirada ni se dio por enterado siquiera. Mantenía los ojos fijos en el rostro sereno de Christo, y así seguiría hasta que todo estuviera bien y en orden. Advertí que el rostro de Christo era lo único limpio en la tienda. Se veían manchas oscuras bajo su barbilla, hasta donde Jed lo había limpiado. Más allá del cuello, la suciedad cubría por completo la piel.

Otra cosa que me llamó la atención fue la desaparición de la bolsa que hasta el día anterior había estado a la derecha de Jed. Se trataba de la bolsa de Karl; lo sabía porque siempre asomaba un trozo del bañador Nike que solía ponerse. Esa era la única evidencia -y aún lo es- de que Karl se había despedido de Christo antes de irse. Me gustó la idea. Visitar a los amigos, recoger su bolsa, robar la barca. Impecable.

El tiempo pasó mucho más rápido de lo que yo pensaba. Miré el reloj convencido de que eran las cuatro y media y resultó que eran las cinco y diez. Llevaba toda una hora allí. Me había excedido en cuarenta minutos, pero Christo era una visión absorbente, que me obligaba a pensar en cosas como el más allá porque algo en el modo en que estaba muriéndose hacía que la vida después de la muerte pareciera especialmente improbable. Es difícil explicar en qué consistía ese algo. Probablemente sus ojos, ligeramente abiertos aun cuando era obvio que se encontraba inconsciente. Aquellas dos brillantes rendijas le conferían el aspecto de algo desconectado. Como si se tratara de una máquina que, por la razón que fuese, hubieran abandonado.

Cuando miré el reloj comprendí que había llegado el momento de marchar. La gente no tardaría en volver al campamento, de modo que no tenía más remedio que romper aquella atmósfera litúrgica.

-Jed -susurré como si fuera un cura-. He de decirte algo.

-Te vas a ir -soltó sin mayores rodeos.

-Sí.

-¿Cuándo?

-Esta noche... Cuando todos estén durmiendo después de la fiesta del Tet. ¿Vendrás?

-Si Christo ha muerto.

-¿Y si no?

-Me quedaré.

Me mordí el labio inferior.

-Sabes que como no vengas esta noche, nunca conseguirás salir de la isla.

-Mmm.

-Tendrás que apechugar con lo que venga. Y el problema es que no van a ser viajeros quienes vengan. Karl se ha llevado la barca. Si se pone en contacto con su familia o con las de Sten o Christo...

-No será cuestión de vérselas solamente con la policía tailandesa...

-Y en cuanto Sal se entere de que nos hemos marchado, esto se va a poner muy jodido.

-Ya lo está.

-No podemos esperarte.

-Ni esperaba que lo hicierais.

-Quiero que vengas.

-Lo sé.

-¿Y no sabes que para Christo no significa nada el que estés aquí o no? Con la cantidad de oxígeno que respira es imposible que le funcione el cerebro.

-No habrá muerto mientras siga respirando.

-Bien. -Le di vueltas durante un par de segundos-. Entonces hagamos que deje de respirar. Tapémosle la boca. En cinco minutos todo habrá terminado.

-No.

-Tú no tienes que hacerlo. Yo lo haré por ti. Tú puedes tomarlo de la mano o algo así. Será una buena manera de morir. Morirá muy tranquilo y...

-¡Anda y que te folien, Richard! -Volvió la cabeza y me miró por primera vez; su expresión se hizo más suave. Me mordí el labio inferior de nuevo. No me gustaba que Jed me gritara-. Mira -añadió-. Christo tendría que estar muerto para que yo pudiera acompañaros esta noche.

-Pero...

-Y, ahora, ¿por qué no te vas? No creo que a Sal le guste mucho saber que has estado aquí.

-No, pero...

-No dejes de verme antes de irte.

Suspiré. Jed volvió a mirar a Christo.

Me quedé alrededor de un minuto y después abandoné la tienda retrocediendo.

Al salir vi a Keaty, que corría hacia el Paso de Jaibar con algo chorreante e irreconocible entre los brazos. Cuando regresó le pregunté qué había hecho.

-He sacado la hierba de los pucheros -me explicó, secándose el pecho pegajoso con una camiseta. Olía a limoncillo y las manos le temblaban.

-¿Por qué lo has hecho?

-No tuve más remedio. La hierba flotaba y Antihigiénix se habría dado cuenta de inmediato. Pero estuvo en el guiso más de una hora...

-Ten cuidado con los pantalones -apunté.

-¿Pantalones?

-Están sucios de estofado. Ve y cámbiatelos.

-¡Mierda! -masculló, con los ojos como platos-. Bueno, no importa. Me los cambio y listo.

-Eso es. Cámbiatelos.

Los demás volvieron al campamento antes de que regresara. Cantando, riendo, tomados del brazo. Estaba a punto de dar comienzo la fiesta del Tet.

POTCHENTONG

Se toma un coco verde que aún esté en el árbol y se le hace una pequeña incisión en la base. Bajo la incisión se pone un frasco para recoger la leche que gotea. Se lo deja así durante unas cuantas horas, al cabo de las cuales la leche ha fermentado, y si uno se la bebe, se mama. Funciona. Sabe bien, aunque un poco dulzón. Me sorprendió no haberlo visto hacer antes.

Gracias a los que trabajaban en la huerta todos teníamos copas hechas de corteza de coco llenas de aquel licor.

-¡De un solo trago! -gritó Bugs-. ¡Salud!

El efervescente jugo corrió por las barbillas y el pecho de todos. Françoise miró a Keaty, Étienne me miró a mí, y yo hice que me corriera por la barbilla más jugo que a nadie.

Bugs apuró el contenido de su copa y de una patada arrojó ésta a la jungla, como si fuera una pelota de fútbol. Debió de dolerle un poco, porque era como darle a un trozo de madera, pero a todos pareció gustarles la idea y se pusieron a imitarlo, con lo que el claro se llenó de gente quejándose y agarrándose los pies, mientras reían como locos.

-Están mal del coco -le dije a Keaty, pero no pilló el chiste.

-Sal no deja de mirarme -susurró-. Sabe algo. ¿Crees que debería darle una patada al coco? ¿Y si me rompo el pie? ¿No me abandonarías si...? -Dejó de hablar, soltó la copa y le dio una patada. Una expresión de dolor apareció en su rostro, y gritó más que nadie-. Lo hice -resolló-. ¿Sigue mirando?

Negué con la cabeza. Sal no le miraba ni lo había mirado.

Aproveché que Jean servía otra ronda de bebidas para ponerme junto a Françoise y Étienne. En parte, lo hice para alejarme de Keaty, cuyo nerviosismo no parecía mejorar con mi presencia. Quizá le recordaba lo que nos traíamos entre manos.

Françoise lo estaba haciendo muy bien. La suya era una gran interpretación que no sugería tensión alguna, si es que la sentía.

La impresión que daba era la de participar plenamente del espíritu de la fiesta. En cuanto llegué me dio un efusivo abrazo, un beso en cada mejilla y exclamó:

-¡Esto es maravilloso!

La felicité mentalmente. Su actuación resultaba tan buena que hasta hacía ver que se le trababa la lengua, aunque sin pasarse. Exactamente en su punto.

-¿No hay otro beso para mí? -preguntó Jesse, dando un codazo a uno de los carpinteros.

-No -respondió sonriendo como si estuviese mareada-. Eres demasiado feo.

Jesse se llevó una mano al corazón y la otra a la frente.

-¡Soy demasiado feo! ¡Demasiado feo para que me besen!

-Es verdad -intervino Cassie-. Lo eres. -Le pasó su copa y añadió-: Toma. Para que ahogues tus penas.

-¡Eso es lo que voy a hacer! -Jesse echó la cabeza hacia atrás, vació el cuenco de un trago y lo tiró a su espalda-. Pero todavía me quieres, ¿no es cierto, Caz?

-No cuando me llamas Caz, Jez.

-¡Caz! -gritó Jesse-. ¡Caz! ¡Jez! ¡Caz! -La tomó en volandas y se encaminó, tambaleándose, hacia el barracón.

Dos minutos después llamaron a Étienne para que ayudara a llevar la comida al lugar dispuesto como comedor, y Françoise y yo nos quedamos solos. Ella aprovechó para decirme algo que no oí porque estaba atendiendo a otra cosa. Miraba a Antihigiénix, que, junto a la cocina, probaba el guiso y ponía una cara rara.

-No me estás escuchando -dijo Françoise.

Antihigiénix se encogió de hombros y organizó la distribución de la comida.

-Ya no me prestas ninguna atención. Antes, cuando te hablaba, eras todo oídos, pero ahora ya no tienes ni tiempo para dirigirme la palabra.

-Sí... ¿Te ha dicho Keaty que no pruebes el estofado?

-¡Richard!

-¿Qué? -dije, frunciendo el entrecejo.

-¡No me estás escuchando!

-De acuerdo, lo siento. Es que tengo un montón de cosas que atender...

-Y cualquiera es más importante que yo.

-¿Qué?

-Que no soy digna de que me prestes un poco de atención.

-Esto... Naturalmente que lo eres.

-No lo soy. -Me hundió un codo en las costillas- Creo que ya no me amas.

La miré estupefacto.

-¿Hablas en serio?

-Muy en serio -repuso, enfurruñada.

-Pero... Vamos a ver... ¿Tenemos que discutirlo ahora? Quiero decir, ¿no podemos hablar de eso en otro momento?

-No. Ha de ser ahora. Étienne se ha ido, y es probable que no te vuelva a...

-¡Françoise! -gruñí en voz baja-. ¡Cállate!

-Quizá me calle o quizá no lo haga. Acuérdate de la plantación de marihuana, cuando no me podía estar quieta y me empujaste al suelo y me abrazaste. -Soltó una carcajada-. Fue muy excitante.

Eché un rápido vistazo alrededor, la tomé por el codo y la empujé hacia el extremo del claro. En cuanto estuvimos donde nadie podía vernos, me volví y, tomando su rostro entre mis manos, escruté sus pupilas perdidas.

-Dios mío -dije, furioso-. Estás borracha.

-Sí. Lo estoy. Por culpa del potchentong.

Potchentong? ¿De qué demonios me hablas?

-Jean llama potchentong a lo que estamos bebiendo, aunque no es el auténtico potchentong, porque...

-¿Cuánto has bebido?

-Tres copas.

-¿Tres? ¿Cuándo?

-Durante el partido de fútbol.

-¡Mira que eres idiota!

-¿Qué otra cosa podía hacer? Pasaban el cuenco y había que beber. ¿Qué iba a hacer si todo el mundo estaba mirando y jaleando?

-¡Joder! ¿Bebió Étienne también?

-Sí. Tres copas.

Cerré los ojos y conté hasta diez. Es un modo de hablar. Esa gilipollez nunca funciona y, además, no pasé de cuatro.

-Está bien -dije-. Ven conmigo.

-¿Adónde vamos?

-Allí.

Françoise jadeaba cuando la puse detrás de un árbol, y le ordené que abriera la boca.

-¿Vas a besarme?

Lo que más nervioso me puso fue la certeza de que si lo hubiese intentado estaba tan borracha que no se habría mostrado renuente en absoluto.

-No, Françoise -contesté, sacudiendo la cabeza-. No se trata de eso.

Cuando le metí los dedos en la garganta me los mordió con fuerza y comenzó a debatirse y retorcerse como si fuera una serpiente. Pero la tenía bien sujeta por el cuello, de modo que no consiguió hacer gran cosa.

En cuanto dejó de vomitar, me arreó una bofetada que no le devolví.

-Podía haberlo hecho sola -dijo.

-No había tiempo para discutir -repuse, encogiéndome de hombros-. ¿Te sientes mejor?

-Sí. -Escupió.

-Bien. Ahora ve a lavarte en el arroyo y regresa sin que nadie te vea. No bebas más potchentong. -Hice una pausa y añadí-: Ni pruebes el estofado.

Cuando volví a la fiesta, Étienne había terminado con su parte en la distribución de la comida y estaba solo, probablemente buscando a Françoise. Me dirigí a él directamente.

-Hola. ¿Estás borracho?

Asintió tristemente.

-El potchentong... Me hicieron beber y...

-Comprendo -dije, chasqueando la lengua para que no se sintiera tan solo-. Una bebida fuerte, ¿eh?

-Muy fuerte.

-Bueno, no te preocupes. Ven conmigo.

UN CABO SUELTO

La disposición era muy simple: unos círculos concéntricos bajo el dosel. En primer lugar un anillo de velas; en segundo, nuestros platos hechos con hojas de plátano; en tercer lugar, nosotros mismos, sentados y, para rematar, un último anillo de velas. Rostros anaranjados y vagas luces titilantes en medio de nubes de humo de marihuana. Y muchísimo ruido. La gente hablaba a gritos y, a veces, incluso chillaba.

No eran más que voces que pedían comida y contaban chistes, pero sonaba como un alboroto.

Hice que nos sentáramos los cuatro juntos porque mantenernos cerca facilitaba las cosas en todos los sentidos. Podíamos deshacernos del estofado con mayor facilidad y cuidar mejor de Françoise y de Keaty, sentados entre Étienne y yo. Además, hacía algo menos llamativa nuestra, digamos, sobriedad que, por otro lado, empezaba a constituir un problema; Keaty fue el primero en advertirlo, poco menos de una hora después de que nos pusiéramos a comer.

-Te digo que están colocados -insistió, sin molestarse en bajar la voz dado el griterío que nos rodeaba-. Echaste demasiada hierba.

-¿De veras crees que están colocados?

-Más de lo que parece, aunque...

Miré a Sal, sentada en el punto diametralmente opuesto al mío. Resultaba curioso que, a pesar de toda la bulla, su aspecto fuera el de un personaje de una película muda. Una imagen virada en tonos sepia, parpadeante, con los labios abiertos en una mueca silenciosa. Labios crispados. Cejas enarcadas. Quizá se estuviera riendo.

-Claro que están colocados -concluyó Keaty-, O lo están ellos o lo estoy yo.

Antihigiénix se acercó por detrás, gritando:

-Más estofado.

-Yo estoy lleno -dije, levantando una mano-. Ya no puedo más.

-¡Venga, un poco más! -insistió, y me sirvió una buena cucharada que rebosó los bordes de la hoja de plátano arrastrando granos de arroz. Por un instante me parecieron enanitos en una corriente de lava; quizá también yo estuviese un poco colocado. Alcé los pulgares y Antihigiénix prosiguió su ronda.

Media hora después, hacia las nueve menos cuarto, me ausenté con el pretexto de orinar. Tenía ganas de mear, desde luego, pero mi intención era echar un vistazo a Jed. Dado el cariz frenético que estaba tomando la situación no creía que la fiesta se prolongara más allá de la medianoche, y quería comprobar si nuestro problema ya se había resuelto.

Oriné en los alrededores de la tienda hospital, lo que, en circunstancias normales, no debía hacerse, pero las normas cívicas ya no formaban parte de mis prioridades.

Después asomé la cabeza por la puerta y, asombrado, vi que Jed dormía. Estaba donde lo había dejado unas horas antes, pero caído sobre un costado. Probablemente se había pasado la noche anterior sin pegar ojo.

Más asombroso resultaba que Christo siguiera con vida, ocupado en la penosa tarea de inflar y desinflar el pecho de manera tan tenue que casi no parecía que respirase.

-Jed -dije, pero no se movió.

Insistí, levantando la voz, y seguí sin obtener respuesta. Un clamor llegó hasta mí procedente del claro, y se prolongó por un buen rato. Cuando vi que ni con ésas se movía Jed, comprendí que tenía una oportunidad inmejorable.

Tendí la mano izquierda hacia Christo y, tal como le había sugerido a Jed, le tapé la nariz y la boca.

No hubo el menor movimiento de resistencia. Retiré la mano al cabo de unos minutos, conté hasta ciento veinte y salí de la tienda. Así de fácil.

Al cruzar de nuevo el claro, chasqueando los dedos al ritmo de mis pasos, descubrí la razón del clamoreo. Las dos chicas yugoslavas estaban en el centro del círculo interior de velas, cada una con las manos en los hombros de la otra, bailando lentamente al compás del vocerío.

ALGO PASA AQUÍ

Para cuando regresé a mi sitio, el ejemplo de las yugoslavas ya había cundido. Sal y Bugs se pusieron a bailar, seguidos de Antihigiénix y Ella, y de Jesse y Cassie.

Es probable que me faltaran unos cuantos tornillos, pero me quedaban los suficientes para entender la belleza del momento. Al ver a aquellas parejas dar vueltas sobre sí mismas, no pude evitar recordar el modo en que eran las cosas antes en la playa. Hasta Sal parecía relajada, lejos de todos sus planes y manipulaciones y únicamente consciente de su sincero amor hacia Bugs. De hecho, daba la impresión de ser una persona completamente distinta. Bailaba como si su seguridad en sí misma hubiera desaparecido. Sus pasos eran vacilantes y lentos, abrazaba con fuerza a Bugs y apoyaba la cabeza en su pecho.

-Está irreconocible -apuntó Gregorio, siguiendo la dirección de mi mirada. Mientras yo mataba a Christo, él se había sentado en mi sitio para charlar con Keaty-, ¿La habías visto así alguna vez?

-No... Nunca.

-¿Sabes por qué?

-No.

-Porque hoy es el Tet, y Sal sólo bebe o fuma en el Tet. Durante el resto del año mantiene la cabeza despejada. Todos podemos colocarnos, pero ella se abstiene para estar en condiciones de cuidar de nosotros.

-Se toma muy en serio la vigilancia de la playa.

-Muy en serio -convino Greg-. Ya lo creo. -Sonrió y se puso en pie-. Voy a tomar más licor. ¿Queréis que os traiga?

Keaty y yo negamos con la cabeza.

-Entonces ¿beberé solo?

-Eso parece.

Echó a andar pesadamente hacia los cubos del pescado, que era donde quedaban los restos del licor que Jean había preparado con el agua de coco.

Eran las diez en punto. El baile había terminado. Moshe estaba en el lugar que poco antes habían ocupado los bailarines, con una mano en la mejilla y sosteniendo una vela en la otra. Ignoro si alguien más que yo había reparado en él hasta ese momento.

-Mirad -musitó mientras un hilo de cera caliente le corría por la muñeca y el brazo hasta formar una delgada estalactita en el codo-. Prestad atención a la llama.

-Mirad -dijo Étienne señalando a Cassie, que también observaba las llamas de las velas, acuclillada y con expresión de ensimismado placer.

Jesse estaba a su lado, murmurándole algo al oído. Detrás de ellos, y apoyado contra una de las estacas de bambú, Jean se cubría los ojos con los dedos, los movía y bizqueaba como si fuera un gatito.

-Buenas noches, John -gritó uno de los carpinteros australianos.

Se pronunciaron seis o siete nombres al mismo tiempo, y una oleada de risas flotó bajo el dosel de ramas.

-Buenas noches, Sal -gritó Ella, imponiéndose sobre todas las voces.

-Buenas noches, Sal.

-Buenas noches, Sal.

-Buenas noches, Sal.

La iniciativa de Ella se convirtió en una dulce salmodia que duró lo que el cigarrillo que me estaba fumando.

-Buenas noches, chicos -respondió Sal al fin, provocando una nueva oleada de risas.

Unos minutos después, el carpintero que había dado el primer grito de buenas noches, preguntó:

-¿Hay alguien aquí que tenga visiones? -Al no obtener respuesta, añadió-: Veo todo tipo de visiones...

-Es el potchentong -dijo Jean.

Moshe dejó la vela en el suelo.

-Hablo en serio; veo cantidad de visiones.

-El potchentong.

-¿Pusiste hongos en el potchentong?

-Esta vela... -dijo Moshe-. Esta vela me ha quemado. -Comenzó a quitarse el chorretón de cera que tenía pegado al brazo.

-El jodido Moshe se está despellejando vivo.

-¿Se me cae la piel...?

-¡Se le cae la piel!

-El puto potchentong.

Me incliné hacia Keaty.

-La hierba no tiene estos efectos -murmuré-, ni aun tragándotela, ¿no te parece?

-Están todos pirados -dijo Keaty, secándose las gotas de sudor del cuello-. Aunque es peor estar sobrio. Se me revuelven las tripas sólo con verlos.

-Sí -terció Étienne-. Esto no me gusta nada. ¿Cuándo demonios nos vamos?

Miré el reloj por decimoquinta vez en otros tantos minutos. Tal como había supuesto, estaríamos en situación de marcharnos hacia las dos o las tres de la madrugada, en cuanto hubiera un atisbo de luz en el cielo. Sin embargo, Étienne tenía razón; tampoco a mí me gustaba el sesgo que estaba tomando el asunto, y en caso de apuro, tendríamos que irnos en plena noche.

-Esperaremos una hora -dije-. Creo que para entonces podremos irnos.


Date: 2015-12-11; view: 800


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