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Londres, diciembre de 1940 4 page

—Buenas noches —dijo al verlos, juntando las manos y haciendo una ligera reverencia—. ¿Están aquí por la fiesta de los Dumphee?

—Qué club tan maravilloso —ronroneó Dolly, sin responder a la pregunta—. Cuánto tiempo, demasiado... Lord Sandbrook y yo precisamente estábamos diciendo que deberíamos venir a Londres más a menudo. —Miró a Jimmy, sonriendo de modo alentador—. ¿No es así, querido?

El ceño del señor Rossi amenazaba con fruncirse mientras se devanaba los sesos para ubicarlos, pero no duró mucho. Gracias a los años pasados al timón de su club nocturno, sabía cómo mantener el rumbo del buque de la alta sociedad y a los pasajeros halagados y satisfechos.

—Querida lady Sandbrook —dijo, tomando la mano de Dolly, cuyo dorso rozó con los labios—, estábamos sumidos en las tinieblas sin usted, pero ya está aquí y por fin la luz nos ilumina. —Centró su atención en Jimmy—. Y usted, lord Sandbrook. Espero que le haya ido bien.

Jimmy no dijo nada y Dolly contuvo el aliento; sabía qué pensaba de sus «jueguecitos», como él los llamaba, y sintió en la espalda que su mano se volvía rígida en cuanto comenzó a hablar. Para ser sinceros, esa incertidumbre era uno de los alicientes de la aventura. Hasta que respondió, todo se agigantó: mientras esperaba su respuesta, Dolly oyó los latidos de su corazón, un feliz chillido entre la multitud, la rotura de una copa en alguna parte, los compases de la banda al comenzar otra canción...

 

El italiano bajito que lo había llamado por el apellido de otro hombre aguardaba con suma atención la respuesta, y Jimmy tuvo una súbita visión de su padre, en casa vestido con su pijama de rayas, las paredes empapeladas con un verde tristón, Finchie en la jaula entre galletas rotas. Sentía la mirada fija de Dolly, que lo instaba a interpretar su papel; sabía que lo observaba, sabía qué deseaba que dijese, pero un peso aplastante le impedía contestar asumiendo un apellido como ese. Habría sido una deslealtad con su pobre padre, cuya mente erraba perdida, que esperaba a una esposa que no volvería nunca y lloraba a un hermano muerto hacía veinticinco años, y que había dicho al ver ese apartamento espantoso cuando llegaron a Londres: «Está realmente bien, Jimmy. Buen trabajo, muchacho: tu papá y tu mamá no podrían estar más orgullosos».

Miró a un lado, a la cara de Dolly, y vio lo que esperaba ver: la esperanza, innegable, perceptible en cada uno de sus rasgos. Estos juegos de ella lo exasperaban, y no era la razón menos importante que, cada vez más, resaltaba la distancia entre lo que ella quería de la vida y lo que él podía ofrecerle. Sin embargo, no hacían daño a nadie. Nadie iba a salir herido esta noche porque Jimmy Metcalfe y Dorothy Smitham pasasen al otro lado de un cordón rojo. Y lo deseaba, se había tomado tantas molestias con el vestido y todo, le había convencido para ir con traje: los ojos, a pesar del maquillaje abundante, estaban tan abiertos y expectantes como los de una niña, y cómo la quería, no podía defraudarla, no, por culpa de su propio orgullo insensato. No por una vaga idea según la cual su precaria posición social era algo de lo que enorgullecerse, y menos aún cuando era la primera vez desde la muerte de su familia que Dolly volvía a ser ella misma.



—Señor Rossi —dijo con una amplia sonrisa, dando un firme apretón de manos al hombrecillo—. Qué enorme alegría volver a verlo, amigo. —Era la voz más refinada de la que era capaz sin previo aviso; esperaba que fuese suficiente.

 

Estar en el otro lado resultaba tan maravilloso como Dolly había soñado. Era glorioso, al igual que las historias de lady Gwendolyn. No se trataba de diferencias obvias —las alfombras rojas y paredes cubiertas de seda eran iguales, las parejas bailaban mejilla con mejilla a ambos lados del cordón, los camareros llevaban comidas y bebidas de un lado a otro— y, de hecho, una observadora menos perspicaz ni habría percibido que había dos lados, pero Dolly lo sabía. Y cómo se alegraba de encontrarse en este.

Por supuesto, una vez encontrado el Santo Grial, no sabía muy bien qué hacer a continuación. A falta de una idea mejor, Dolly se hizo con una copa de champán, tomó a Jimmy de la mano y se dejó caer en una lujosa banqueta situada junto a la pared. Realmente, si dijera la verdad, mirar era suficiente: el constante carrusel de coloridos vestidos y rostros sonrientes la apasionaba. Un camarero se acercó y les preguntó qué deseaban, a lo que Dolly respondió que huevos y tocino, y llegaron al instante, su copa de champán nunca pareció vaciarse, la música no paraba.

—Es como un sueño, ¿a que sí? —dijo radiante—. ¿No son todos maravillosos?

A lo cual Jimmy, tras una pausa para encender una cerilla, respondió con un evasivo: «Cómo no». Dejó la cerilla encendida en un cenicero y dio una calada al cigarrillo.

—¿Y tú cómo estas, Doll? ¿Qué tal lady Gwendolyn? ¿Aún al mando de los nueve círculos del infierno?

—Jimmy, no hables así. Sé que quizás me quejase un poco al principio, pero en realidad es un encanto una vez que la conoces. Me llama mucho últimamente, hemos llegado a estar muy unidas, a nuestra manera. —Dolly se acercó para que Jimmy le encendiese un cigarrillo—. A su sobrino le preocupa que me deje la casa en el testamento.

—¿Quién te ha dicho eso?

—El doctor Rufus.

Jimmy gruñó de manera ambigua. No le gustaba que mencionase al doctor Rufus; por mucho que Dolly le asegurase que el médico era amigo de su padre y que era demasiado viejo, en realidad, para interesarse por ella de esa manera, Jimmy torcía el gesto y cambiaba de tema. Tomó su mano sobre la mesa.

—¿Y Kitty? ¿Cómo está?

—Oh, bueno, Kitty... —Dolly vaciló, recordando esas opiniones infundadas sobre Vivien y sus amoríos—. Está en plena forma; por supuesto, las mujeres como ella siempre lo están.

—¿Las mujeres como ella? —repitió Jimmy socarronamente.

—Quiero decir que le vendría bien prestar más atención a su trabajo y menos a lo que ocurre en la calle y en los clubes nocturnos. Supongo que algunas personas no pueden contenerse. —Miró a Jimmy—. No te caería bien, creo.

—¿No?

Dolly negó con la cabeza y dio una calada.

—Es una chismosa y, tengo que decirlo, inclinada a la indecencia.

—¿Indecencia? —Divertido, una sonrisa juguetona se asomaba a sus labios—. Vaya, vaya...

Dolly hablaba en serio: Kitty tenía el hábito de meter a sus amigos por la noche a hurtadillas; ella creía que Dolly no lo sabía, pero, qué diablos, con el ruido que armaban, debería haber estado sorda para no darse cuenta.

—Ah, sí, claro —dijo Dolly. En la mesa había una solitaria vela que parpadeaba en su vaso y ella la giraba, distraída, de un lado a otro.

Todavía no había hablado con Jimmy acerca de Vivien. No sabía por qué, exactamente; no se debía a que temiese que él no aprobase su relación con Vivien, claro que no, pero el instinto le pedía que mantuviese esa amistad naciente en secreto, como algo solo suyo. Esta noche, sin embargo, al verlo en persona, un poco achispada debido a ese champán dulce, Dolly sintió la necesidad de contarle todo.

—En realidad —dijo, nerviosa de repente—, no sé si lo he mencionado en mis cartas, pero he hecho una nueva amiga.

—¿Sí?

—Sí, Vivien. —Bastaba decir su nombre para que Dolly sintiese un poco de felicidad—. Casada con Henry Jenkins, ya sabes, el escritor. Viven al otro lado de la calle, en el número 25, y nos hemos hecho buenas amigas.

—¿Es eso cierto? —Jimmy se rio—. Qué extraña coincidencia, pero acabo de leer uno de sus libros.

Tal vez Dolly habría preguntado cuál, pero no estaba escuchando; en su mente se arremolinaban todas las cosas que quería decir acerca de Vivien y se había callado hasta ahora.

—De verdad, es alguien muy especial, Jimmy. Hermosa, por supuesto, pero no de una forma llamativa y vulgar; y es muy amable, siempre está ayudando al SVM... Te hablé de ese comedor que organizamos para los militares, ¿no? Eso pensaba. Además, comprende lo que pasó... a mi familia, en Coventry. Ella también es huérfana, ¿sabes?, criada por su tío tras la muerte de sus padres, en un gran colegio cerca de Oxford, construido en la finca familiar. ¿He dicho ya que es una heredera? Es la propietaria de la casa de Campden Grove, no el marido, es toda suya... —Dolly se detuvo a respirar, pero solo porque no estaba segura de los detalles—. Y no es que no pare de hablar de eso; ella no es una parlanchina de esas.

—Parece fantástica.

—Lo es.

—Me gustaría conocerla.

—Bu-bueno —balbuceó Dolly—, un día de estos. —Dio una calada al cigarrillo, preguntándose por qué sentía algo parecido al pavor ante esa sugerencia. Entre las muchas posibilidades que había previsto, no figuraba que Vivien y Jimmy se conociesen; por un lado, Vivien era muy reservada; por otro, bueno, Jimmy era Jimmy. Un encanto, por supuesto, inteligente y amable..., pero no la clase de persona que Vivien vería con buenos ojos, no para ser el novio de Dolly. No porque Vivien fuese una desalmada, sino porque pertenecía a otra clase, no a la de ellos, pero Dolly, bajo la protección de lady Gwendolyn, había aprendido lo suficiente para que la aceptase alguien como Vivien. Dolly detestaba mentir a Jimmy, pues lo quería; pero no estaba dispuesta a herir sus sentimientos por decir las cosas claras. Posó la mano en su brazo y retiró una pelusa de la desgastada manga de la chaqueta.

—Todo el mundo está demasiado ocupado por la guerra, ¿verdad? No hay mucho tiempo para quedar con nadie.

—Podría ir a...

—Jimmy, escucha: ¡es nuestra canción! ¿Bailamos? Anda, vamos a bailar.

 

Su pelo olía a perfume, ese olor embriagador que había notado al llegar, casi abrumador por su intensidad y sus promesas, y Jimmy podría haberse quedado así para siempre, con la mano en la parte baja de su espalda, la mejilla contra la de ella, ambos cuerpos moviéndose despacio. Le tentó olvidar sus evasivas cuando le propuso conocer a su amiga; sospechó que la distancia entre ellos no se debía solo a la pérdida de su familia, sino que esta Vivien, la vecina ricachona, quizás tenía algo que ver. Con toda probabilidad no sería nada: a Dolly le gustaban los secretos, siempre le habían gustado. Y, de todos modos, ¿qué importaba, aquí y ahora, mientras durase la música?

No importaba, por supuesto, pero nada dura para siempre y la canción, traicionera, terminó. Jimmy y Dolly se separaron para aplaudir y fue entonces cuando Jimmy percibió a un hombre de fino bigote observándolos desde el borde de la pista de baile. Este sencillo hecho no habría sido motivo de alarma, pero, además, el hombre mantenía una conversación con Rossi, quien se rascaba la cabeza con una mano mientras hacía gestos exagerados con la otra y consultaba una lista.

La lista de invitados, comprendió Jimmy, que se sobresaltó. ¿Qué otra cosa podía ser?

Había llegado el momento de hacer mutis por el foro. Jimmy tomó a Dolly de la mano y la llevó lejos, con aire despreocupado. Era muy posible, calculó, si se movían con rapidez y discreción, que pudiesen escabullirse bajo el cordón rojo, fundirse con la multitud y hacer una escapada silenciosa.

Dolly, por desgracia, tenía otros planes; una vez en la pista de baile, no estaba dispuesta a irse.

—Jimmy, no —decía—, no, escucha, es Moonlight Serenade.

Jimmy comenzó a explicarse y miró atrás, hacia el hombre de fino bigote, solo para descubrir que estaba casi a su lado, con un cigarro entre los dientes y la mano tendida.

—Lord Sandbrook —dijo el hombre a Jimmy, con la sonrisa amplia y confiada de quien guarda montones de dinero bajo la cama—, es un placer, viejo amigo.

—Lord Dumphee. —Jimmy sintió una punzada de dolor—. Enhorabuena a usted y a... su novia. Una fiesta estupenda.

—Sí, bueno, me habría gustado algo más íntimo, pero ya conoce a Eva.

—Sí, cómo no. —Jimmy se rio nervioso.

Lord Dumphee dio una calada al puro, que soltó humo como una locomotora; entrecerró los ojos muy ligeramente, y Jimmy comprendió que su anfitrión también daba palos de ciego, haciendo lo posible por ubicar a sus misteriosos visitantes.

—Son amigos de mi prometida —dijo.

—Sí, eso es...

—Cómo no, cómo no —asentía lord Dumphee. Y a continuación hubo más caladas, más humo y, justo cuando Jimmy pensó que estaban a salvo—: Será mi memoria, claro (pésima, amigo, la culpa es de la guerra y todas estas malditas noches sin dormir), pero no creo que Eva haya mencionado nunca a los Sandbrook. ¿Son viejos amigos?

—Oh, sí. Ava y yo nos conocimos hace muchísimo tiempo.

—Eva.

—Eso he dicho. —Jimmy empujó a Dolly hacia delante—. ¿Conoce a mi esposa, lord Dumphee, conoce a...?

—Viola —dijo Dolly, que sonrió como una mosquita muerta—. Viola Sandbrook. —Tendió la mano y lord Dumphee se sacó el puro para besarla. Se apartó, pero sin soltar la mano, que sostuvo en alto, y sus ojos recorrieron con avidez el vestido y todas las curvas de su figura.

—¡Querido! —La llamada provenía del otro lado de la sala—. Querido Jonathan.

Lord Dumphee soltó la mano de Dolly al instante.

—Ah —dijo, como un colegial a quien sorprende la niñera viendo fotografías de mujeres desnudas—, aquí viene Eva.

—Vaya, qué tarde es —dijo Jimmy. Agarró la mano de Dolly y la estrechó con fuerza para hacerle saber sus intenciones. Ella le devolvió el gesto enseguida—. Discúlpeme, lord Dumphee —dijo—. Mi más sincera enhorabuena, pero Viola y yo hemos de coger un tren.

 

Y, sin más preámbulos, salieron a toda prisa. Dolly contuvo la risa a duras penas mientras corrían y zigzagueaban entre el gentío, se detenían ante el guardarropa para que Jimmy mostrase el vale y recogiese el abrigo de lady Gwendolyn, antes de precipitarse escaleras arriba, que subieron de dos en dos peldaños, hacia el fresco de una noche oscura de Londres.

Alguien los persiguió por el Club 400 (Dolly volvió la vista y vio a un hombre de cara enrojecida que jadeaba como un sabueso) y no se detuvieron hasta dejar atrás Litchfield Street, mezclarse con la muchedumbre que salía del teatro de St. Martin’s y hallar refugio en la diminuta Tower Lane. Solo entonces se dejaron caer sobre la pared de ladrillo, ambos sin aliento, riendo a carcajadas.

—Su cara... —dijo Dolly, que casi no podía respirar—. Oh, Jimmy, creo que no lo voy a olvidar jamás. Cuando hablaste del tren, se quedó tan..., tan perplejo.

Jimmy se reía también: era un sonido cálido en la oscuridad. Ahí, donde estaban, la oscuridad era impenetrable; ni siquiera la luna llena había logrado adentrarse en ese estrecho callejón con su luz plateada. Dolly estaba aturdida, desbordante de vida y felicidad, y esa energía especial de haber sido otra persona. No había nada que la exaltase de ese modo: ese momento invisible en el que dejaba de ser Dolly Smitham y se convertía en otra. No importaba quién fuese; era el escalofrío de la actuación lo que adoraba, el placer sublime de la mascarada. Era como adentrarse en la vida de otra persona. Robarla por un tiempo.

Dolly miró el cielo estrellado. Durante los apagones había muchas más estrellas; era una de las cosas más bellas relacionadas con la guerra. Se oían enormes estallidos que retumbaban en la distancia, los cañones antiaéreos que replicaban como podían; pero en lo alto las estrellas seguían centelleando por todo lo que valía la pena. Eran como Jimmy, comprendió, fieles, perseverantes, algo en lo que confiar para toda la vida.

—Harías cualquier cosa por mí, ¿a que sí? —dijo con un suspiro de satisfacción.

—Ya sabes que sí.

Había dejado de reírse y, raudo como el viento, en el callejón cambió el ambiente. «Ya sabes que sí». Lo sabía, y saberlo la encandiló y asustó al mismo tiempo. O, más bien, cómo reaccionó su cuerpo. Al oír esa respuesta, Dolly sintió un desgarro en la parte baja del vientre. Tembló. Sin pensar, buscó su mano en la oscuridad.

Era cálida, suave, grande, y Dolly se la llevó a la boca para darle un beso en los nudillos. Oyó la respiración de Jimmy y Dolly acompasó su respiración con la de él.

Se sentía valiente, madura, poderosa. Se sentía bella y viva. Con el corazón desbocado, tomó su mano y se la llevó al pecho.

En la garganta de Jimmy, un sonido delicado, un suspiro.

—Doll...

Lo silenció con un beso. No podía consentir que hablase, no ahora; quizás nunca volviese a reunir el valor. Haciendo memoria de todo lo que había oído a las risueñas Kitty y Louisa en la cocina del número 7, Dolly bajó la mano para posarla en su cinturón. La dejó caer un poco más.

Jimmy gimió, se inclinó para besarla, pero ella movió los labios para susurrarle al oído:

—¿Es verdad que harías cualquier cosa por mí?

Él asintió contra el cuello de ella y respondió:

—Sí.

—¿Y si llevas a esta joven a casa y la dejas a salvo en la cama?

 

Jimmy se incorporó mucho después de que Dolly se quedara dormida. Había sido una noche gloriosa y no quería que se acabara tan pronto. No quería que nada rompiese el hechizo. Una bomba se estrelló en las cercanías y los marcos de las fotografías vibraron en la pared. Dolly se movió en sus sueños y Jimmy posó una mano en su cabeza con ternura.

Apenas habían hablado al volver a Campden Grove, ambos demasiado conscientes del significado implícito en sus palabras, de haber cruzado una línea y encontrarse en un rumbo del que no podrían desviarse. Jimmy nunca había estado en el lugar donde Dolly vivía y trabajaba; era una rareza suya: la anciana, explicaba, tenía ideas muy tajantes al respecto, y Jimmy siempre lo había respetado.

Cuando llegaron al número 7, ella lo dejó pasar entre los sacos de arena por la puerta principal, que cerró con delicadeza tras ellos. Dentro de la casa estaba a oscuras, más aún que en la calle debido a las cortinas, y Jimmy casi se tropezó antes de que Dolly encendiera una pequeña lámpara de mesa a los pies de la escalera. La bombilla emitió un inestable círculo de luz sobre la alfombra y la pared, y Jimmy vislumbró por primera vez qué grandiosa era esta casa de Dolly en realidad. No se entretuvieron, lo cual le alegró, pues tanto lujo era desconcertante. Era una muestra de todo lo que quería ofrecerle pero no podía, y no logró evitar la ansiedad al verla tan cómoda aquí.

Dolly se desabrochó las correas de los zapatos de tacón alto, los enganchó con un dedo y lo tomó de la mano. Con un dedo en los labios y la cabeza inclinada, comenzó a subir la escalera.

 

—Yo voy a cuidar de ti, Doll —susurró Jimmy cuando llegaron a su dormitorio. Ya no tenían más cosas que decirse el uno al otro y estaban de pie, junto a la cama, a la espera de que alguien hiciese algo. Ella se rio cuando lo dijo, pero esa risa delató sus nervios y él la quiso aún más por ese indicio de incertidumbre juvenil. Había ido a contrapié desde que Dolly lo invitó a la cama en ese callejón, pero ahora, al oírla reír así, al percibir su temor, Jimmy volvió a estar a cargo de la situación y de repente el mundo recuperó el orden.

Una parte de él quería arrancarle el vestido, pero, en vez de ello, deslizó un dedo por debajo de uno de los finos tirantes. Su piel estaba cálida, a pesar del frío de la noche, y sintió que se estremecía al tocarla. Ese movimiento sutil y repentino le cortó la respiración.

—Voy a cuidar de ti —dijo de nuevo—. Para siempre. —Ella no se rio esta vez, y Jimmy se agachó para besarla. Dios, qué dulce era. Desabotonó el vestido rojo, bajó los tirantes de los hombros y lo dejó caer con delicadeza al suelo. Ella se quedó de pie, mirándolo fijamente, los senos subiendo y bajando al compás de su aliento entrecortado, y sonrió, una de esas sonrisas insinuantes de Dolly que lo provocaban y le hacían sufrir, y, antes de que Jimmy supiese lo que estaba ocurriendo, le sacó la camisa de los pantalones...

Estalló otra bomba y cayó polvo de yeso de las molduras, por encima de la puerta. Jimmy encendió un cigarrillo mientras los cañones antiaéreos respondían al ataque. Las pestañas de Dolly, aún dormida, eran negras contra las mejillas húmedas. Jimmy le acarició el brazo con ternura. Qué tonto había sido, qué tonto de remate, al negarse a casarse con ella cuando casi se lo había rogado. Y aquí estaba él, enojado por la distancia entre ellos, sin detenerse un instante a pensar en su parte de culpa. Esas viejas ideas a las que se aferraba acerca del matrimonio y el dinero. Al verla esta noche, no obstante, al verla como no la había visto antes, al comprender qué fácil sería perderla en este nuevo mundo de ella, todo se volvió claro. Tenía suerte de que lo hubiese esperado, de que aún sintiese lo mismo. Jimmy sonrió, acariciándole el cabello oscuro y resplandeciente; estar aquí, junto a ella, era prueba suficiente.

Al principio tendrían que vivir en su apartamento: no era lo que había soñado para Dolly, pero su padre ya se había adaptado y no tenía mucho sentido mudarse en medio de una guerra. Cuando todo acabase podría alquilar algo en un barrio mejor, tal vez incluso hablar con el banco sobre un préstamo para su propio hogar. Jimmy había ahorrado un poco de dinero (durante años había guardado los centavos sueltos en una jarra) y su editor creía en sus fotografías.

Dio una calada al cigarrillo.

De momento, tendrían una boda de guerra, y no había nada de lo que avergonzarse. Era romántico, pensó: el amor en los tiempos de lucha. Dolly estaría bellísima en cualquier caso, sus amigas podrían ser las damas de honor (Kitty y la nueva, Vivien, cuya sola mención lo inquietaba) y tal vez lady Gwendolyn Caldicott, en lugar de sus padres; además, Jimmy ya tenía el anillo perfecto. Había pertenecido a su madre, y lo guardaba en una caja de terciopelo negro al fondo del cajón de su dormitorio. Lo había dejado cuando se fue, junto a una nota en la que explicaba por qué, sobre la almohada donde dormía su padre. Jimmy lo había cuidado desde entonces; al principio, para devolvérselo cuando regresase; más tarde, para recordarla; pero, cada vez más, a medida que pasaban los años, para poder comenzar de nuevo junto a la mujer que amaba. Una mujer que no lo abandonara.

Jimmy había adorado a su madre cuando era niño. Había sido su ídolo, su primer amor, la gran luna resplandeciente cuyos ciclos mantenían su diminuto espíritu humano bajo su poder. Solía contarle un cuento, recordó, cada vez que no podía dormir. Era acerca de La Estrella del Ruiseñor, un barco, decía, un barco mágico: un viejo galeón de velas amplias y mástil poderoso y seguro, que navegaba por los mares del sueño, noche tras noche, en busca de aventuras. Solía sentarse junto a él a un lado de la cama, acariciándole el pelo y tejiendo cuentos sobre la nave invencible, y su voz, mientras hablaba de esos viajes maravillosos, lo calmaba como nada más podía calmarlo. Hasta que se encontrase flotando en las orillas del sueño, en ese barco que lo llevaba hacia la gran estrella de Oriente, no se reclinaría a susurrarle al oído: «Ya te vas, cariño. Te veré esta noche en La Estrella del Ruiseñor. ¿Me vas a esperar? Vamos a vivir una gran aventura».

Durante mucho tiempo, lo creyó. Tras marcharse con el otro, ese ricachón de lengua sibilina y automóvil grande y costoso, se contó ese cuento a sí mismo cada noche, con la certeza de verla en sus sueños, donde la agarraría y la traería de vuelta a casa.

Pensó que nunca habría una mujer a la que amase tanto. Y entonces conoció a Dolly.

Jimmy se terminó el cigarrillo y miró el reloj; eran casi las cinco. Tenía que irse si quería llegar a tiempo para cocer el huevo del desayuno de su padre.

Se levantó tan silenciosamente como pudo, se puso el pantalón y se abrochó el cinturón. Se entretuvo un momento para contemplar a Dolly, tras lo cual se agachó para darle el más ligero de los besos. «Te veré en La Estrella del Ruiseñor», dijo en voz baja. Aunque se movió, Dolly no llegó a despertarse, y Jimmy sonrió.

Bajó por las escaleras y salió al frío gris invernal que precedía el amanecer en Londres. La nieve flotaba en el aire, podía olerla, y sopló grandes bocanadas de niebla al caminar, pero Jimmy no tenía frío. No esta mañana. Dolly Smitham lo amaba, se iban a casar y nunca nada más volvería a salir mal.

 


Capítulo 13

 

 

Greenacres, 2011

 

Al sentarse a cenar judías cocidas con tostadas, a Laurel le llamó la atención que quizás era la primera vez que estaba a solas en Greenacres. Ni mamá ni papá se ocupaban de sus cosas en otra habitación, ni las hermanas frenéticas hacían crujir el suelo de arriba y no había ni bebé ni animales. Ni siquiera una gallina empollando fuera. Laurel vivía sola en Londres, como había hecho la mayor parte del tiempo durante cuarenta años; estaba a gusto en su propia compañía. Esta noche, sin embargo, rodeada de las vistas y los sonidos de la infancia, sintió una soledad cuya hondura la sorprendió.

—¿Seguro que vas a estar bien? —preguntó Rose por la tarde, antes de irse. Se había quedado en la sala de entrada, retorciendo el extremo de un largo collar de abalorios africanos, la cabeza inclinada hacia la cocina—. Porque podría quedarme, ya sabes. No sería ninguna molestia. ¿Me quedo? Voy a llamar a Sadie para decirle que no puedo ir.


Date: 2016-03-03; view: 491


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