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Londres, diciembre de 1940 5 page

No era muy habitual que Rose se preocupase por ella, y Laurel se sorprendió.

—Qué tontería —dijo, tal vez un poco áspera—, no hagas eso. Voy a estar de maravilla.

Rose no acababa de convencerse.

—No sé, Lol, es que... no es muy propio de ti llamar así, sin razón aparente. Sueles estar tan ocupada, y ahora... —El collar parecía a punto de deshacerse en sus manos—. ¿Qué te parece si llamo a Sadie y le digo que nos vemos mañana? No es ninguna molestia.

—Rose, por favor... —Laurel sabía manifestar su exasperación de forma adorable—, por el amor de Dios, ve a ver a tu hija. Ya te lo he dicho, estoy aquí solo para descansar un poco antes de comenzar el rodaje de Macbeth. Para serte sincera, me hacía ilusión disfrutar de un poco de paz y tranquilidad.

Y era cierto. Laurel agradecía que Rose hubiese venido con las llaves, pero en su cabeza se arremolinaba tanto lo que ya sabía como lo que necesitaba averiguar acerca del pasado de su madre, así que quería poner en orden sus pensamientos. Ver el coche de Rose desaparecer por el camino la colmó de intensas expectativas. Parecía ser el comienzo de algo. Al fin estaba aquí; lo había hecho, abandonar su vida londinense para llegar al fondo del gran secreto de su familia.

Ahora, sin embargo, a solas en la sala de estar con un plato de comida como toda compañía y una larga noche que se extendía ante ella, Laurel comprobó que su certeza decaía. Deseó haber sopesado mejor la oferta de Rose; el amable parloteo de su hermana era lo mejor para evitar que sus pensamientos se adentrasen en las tinieblas; ahora, a Laurel le habría venido bien esa ayuda. El problema eran los fantasmas, pues en realidad no estaba sola, pululaban por todas partes: ocultos tras las esquinas, subiendo y bajando por las escaleras, ruidosos sobre los azulejos del baño. Niñas pequeñas, descalzas, vestidas con canesú, que crecían desgarbadas; la figura delgada de papá que silbaba en las sombras; y, sobre todo, mamá, en todas partes al mismo tiempo, que era la casa, Greenacres, cuya pasión y energía impregnaba cada tabla de madera, cada panel de vidrio, cada piedra.

Se encontraba en un rincón de la sala ahora mismo... Laurel la veía ahí, envolviendo un regalo de cumpleaños para Iris. Era un libro sobre historia antigua, una enciclopedia para niños, y Laurel recordó la impresión que le causaron esas hermosas ilustraciones, en blanco y negro, que retrataban misteriosos lugares de un pasado remoto. El libro, como objeto, le pareció muy importante a Laurel, y se sintió celosa cuando Iris lo desenvolvió en la cama de sus padres a la mañana siguiente, cuando comenzó a pasar las páginas con celo de propietaria y colocó la cinta de lectura. Los buenos libros inspiraban dedicación y un deseo creciente de poseerlos, especialmente a Laurel, que no tenía muchos.



No habían sido una familia muy aficionada a los libros (a la gente le sorprendía saberlo), pero nunca prescindieron de los cuentos. Papá se mostraba pletórico de anécdotas durante la cena y Dorothy Nicolson era ese tipo de madre que inventaba sus propios cuentos de hadas en lugar de leerlos.

—¿Alguna vez te he hablado —dijo una vez a la pequeña Laurel, que se resistía a dormir— de La Estrella del Ruiseñor?

Laurel negó con la cabeza, entusiasmada. Le gustaban las historias de mamá.

—¿No? Vaya, eso lo explica todo. Me preguntaba por qué nunca te veía por ahí.

—¿Dónde, mamá? ¿Qué es la estrella del ruiseñor?

—Vaya, es el camino a casa, por supuesto, angelito. Y, además, es el camino hacia allá.

—¿El camino adónde? —Laurel estaba confundida.

—A todos los lugares... A cualquier lugar. —Sonrió entonces, de esa manera que siempre alegraba a Laurel por estar cerca de ella, y se inclinó, como si fuera a decir un secreto. Su cabello oscuro caía sobre un hombro. A Laurel le encantaba escuchar secretos; además, se le daba muy bien guardarlos, así que prestó suma atención cuando mamá dijo—: La Estrella del Ruiseñor es un gran barco que zarpa cada noche de las orillas del sueño. ¿Has visto alguna vez una foto de un barco pirata, uno de velas blancas y escaleras de soga meciéndose al viento?

Laurel asintió esperanzada.

—Entonces, lo vas a reconocer nada más verlo, pues es así. El mástil más recto que puedas imaginar, y una bandera en lo alto, de color plateado, con una estrella blanca y un par de alas en el centro.

—¿Cómo podría subir a bordo, mami? ¿Tengo que ir nadando? —Laurel no era una nadadora muy diestra.

Dorothy se rio.

—Eso es lo mejor de todo. Lo único que tienes que hacer es desearlo y, cuando te quedes dormida esta noche, te verás en esas cálidas cubiertas, a punto de zarpar hacia una gran aventura.

—¿Y tú estarás ahí, mamá?

Dorothy tenía la mirada ausente, una expresión misteriosa que adoptaba a veces, como si recordase algo que le hiciese sentirse un poco triste. Pero entonces sonrió y alborotó el pelo de Laurel.

—Claro que sí, tesoro. ¿Es que crees que te dejaría ir sola?

 

En la lejanía, un tren tardío entró silbando en la estación y Laurel dejó escapar un suspiro. Dio la impresión de retumbar de una pared a otra y Laurel consideró encender la televisión, solo por tener un poco de ruido. Sin embargo, mamá se había negado rotundamente a comprar un aparato nuevo con mando a distancia, así que sintonizó BBC Radio 3 en la vieja radio y cogió el libro.

Era su segunda novela de Henry Jenkins, La musa rebelde, y, a decir verdad, le estaba resultando árida. De hecho, empezaba a sospechar que el autor era un machista redomado. Sin duda, el protagonista, Humphrey (tan irresistible como el galán de su otro libro), tenía algunas ideas cuestionables acerca de la mujer. La adoración era una cosa, pero él parecía considerar a su esposa, Viola, como una preciada posesión; no tanto una mujer de carne y hueso como un espíritu burlón al cual había capturado y que, por tanto, le debía su salvación. Viola era un «ser de la naturaleza» venido a Londres para ser civilizado (por Humphrey, cómo no), pero a quien la ciudad no debía «corromper». Laurel puso los ojos en blanco, impaciente. Deseaba que Viola recogiese sus bonitas faldas y saliese corriendo tan rápido y tan lejos como pudiese.

No lo hizo, por supuesto: accedió a casarse con su héroe; al fin y al cabo, era la historia de Humphrey. Al principio a Laurel le había gustado la joven, pues parecía una heroína vívida y digna, impredecible y fresca, pero, cuanto más leía, menos quedaba de ella. Laurel comprendió que se mostraba injusta: la pobre Viola era apenas adulta y, por tanto, inocente de sus discutibles criterios. Y, en realidad, ¿qué sabría Laurel? Nunca había logrado mantener una relación más de dos años. No obstante, el matrimonio de Viola con Humphrey no se correspondía con su idea de un bonito romance. Persistió durante otros dos capítulos, que llevaron a la pareja a Londres, donde Viola entró en su jaula dorada, antes de perder la paciencia y cerrar el libro con un gesto de frustración.

Apenas eran las nueve, pero Laurel decidió que ya era bastante tarde. Estaba cansada después de viajar durante todo el día y quería despertarse temprano para llegar al hospital a buena hora y, con suerte, encontrar a su madre en su mejor momento. El marido de Rose, Phil, le había prestado un coche (un Mini de 1960, verde como un saltamontes) y Laurel iba a dirigirse al pueblo en cuanto estuviese lista. Con La musa rebelde bajo el brazo, lavó el plato y se metió en la cama, abandonando la planta baja a los fantasmas de Greenacres.

 

—Está de suerte —dijo una enfermera antipática cuando Laurel llegó por la mañana, con un tono que parecía lamentar esa buena suerte—. Su madre está despierta y en plena forma. La fiesta de la semana pasada la dejó agotada, ya sabe, pero las visitas de la familia parecen sentarle de maravilla. Aunque intente no animarla demasiado. —Sonrió con una llamativa falta de calidez y centró la atención en unas carpetas de plástico.

Laurel se resignó a no bailar danzas irlandesas y se dirigió al pasillo. Llegó a la puerta de su madre y llamó con delicadeza. Como no hubo respuesta, abrió con cuidado. Dorothy se encontraba recostada en el sillón, y la primera impresión de Laurel fue que estaba dormida. Al acercarse, en silencio, comprendió que su madre se hallaba despierta y prestaba atención a algo que sostenía en las manos.

—Hola, mamá —dijo Laurel.

La anciana se sobresaltó y giró la cabeza. Su mirada parecía perdida entre brumas, pero sonrió al distinguir a su hija.

—Laurel —dijo en voz baja—. Creía que estabas en Londres.

—Y estaba. Pero me voy a quedar aquí un tiempecito.

Su madre no le preguntó por qué y Laurel se cuestionó si, al llegar a cierta edad, cuando se tomaban tantas decisiones a sus espaldas y tantos detalles permanecían ocultos, las sorpresas ya no eran desconcertantes. Se preguntó si también ella descubriría un día que la claridad absoluta no era posible ni deseable. Qué espantosa perspectiva. Apartó la bandeja y se sentó en la silla de vinilo.

—¿Qué tienes ahí? —Señaló con la cabeza el objeto que tenía su madre en el regazo—. ¿Es una fotografía?

La mano de Dorothy tembló al sostener el pequeño marco plateado. Aun siendo viejo y maltrecho, estaba reluciente. Laurel no recordaba haberlo visto antes.

—De Gerry —dijo su madre—. Un regalo de cumpleaños.

Era el regalo perfecto para Dorothy Nicolson, la patrona de todos los viejos desechos, lo cual era típico de Gerry. Justo cuando parecía ajeno por completo al mundo y a todos sus habitantes, mostraba una lucidez asombrosa. Laurel sintió una punzada al pensar en su hermano: le había dejado un mensaje en el buzón de voz de la universidad (tres, de hecho), desde que tomó la decisión de irse de Londres. En el más reciente, a última hora de la noche, tras tomarse media botella de tinto, habló con más claridad, se temía, que en los anteriores. Le dijo que estaba en casa, en Greenacres, decidida a averiguar qué sucedió «cuando éramos niños», que las otras hermanas no lo sabían todavía y que necesitaba su ayuda. Parecía una buena idea en ese momento, pero no había recibido respuesta alguna.

Laurel se puso las gafas de lectura para observar de cerca la fotografía de tonos sepia.

—Una boda —dijo, fijándose en la disposición de unos desconocidos de atuendos formales detrás del cristal moteado—. No conocemos a nadie, ¿verdad?

Su madre no respondió, no exactamente.

—Qué cosa tan preciosa —dijo, negando con la cabeza, con una tristeza parsimoniosa—. Una tienda de la beneficencia, ahí es donde la encontró. Esas personas... deberían estar en la pared de una casa, no al fondo de una caja de cosas tiradas... Es terrible, ¿verdad, Laurel?, cómo apartamos a la gente.

Laurel mostró su acuerdo.

—Es una foto preciosa, ¿verdad? —dijo, pasando un dedo por el cristal—. Eran tiempos de guerra, por el tipo de ropa, aunque él no lleva uniforme.

—No todo el mundo llevaba uniforme.

—¿Haraganes, quieres decir?

—Había otros motivos. —Dorothy tomó de nuevo la fotografía. La estudió una vez más, tras lo cual extendió una mano temblorosa para dejarla junto a la fotografía enmarcada de su propia boda, tan austera.

Al mencionar la guerra, Laurel sintió, ante la oportunidad que se presentaba, el vértigo de la expectativa. No iba a encontrar otro momento mejor para charlar sobre el pasado de su madre.

—¿Qué hiciste en la guerra, mamá? —preguntó con una despreocupación estudiada.

—Estuve en el Servicio Voluntario de Mujeres.

Así, sin más. Ni rastro de duda, ni reticencia, ni nada que sugiriese que era la primera vez que madre e hija abordaban el tema. Laurel se agarró con ímpetu a ese hilo de la conversación.

—Es decir, ¿tejías calcetines y servías comida a los soldados?

Su madre asintió.

—Teníamos una cantina en una cripta. Servíamos sopa... A veces íbamos en una cantina móvil.

—¿Qué? ¿Por las calles, esquivando las bombas?

Otro ligero gesto con la cabeza.

—Mamá... —Laurel no encontraba palabras. Una respuesta, había recibido una respuesta—. Qué valiente eras.

—No —dijo Dorothy, con un tono sorprendentemente cortante. Le temblaron los labios—. Había personas mucho más valientes que yo.

—Nunca habías hablado de esto.

—No.

¿Por qué no?, quiso indagar Laurel. Dime. ¿Por qué era todo un gran secreto? Henry Jenkins y Vivien, la infancia de su madre en Coventry, los años de guerra antes de conocer a papá... ¿Qué había sucedido para que su madre se aferrase a esa segunda oportunidad con todas sus fuerzas, para convertirla en una persona capaz de matar al hombre que amenazaba con revivir su pasado? En vez de ello, Laurel dijo:

—Ojalá te hubiese conocido entonces.

Dorothy sonrió débilmente.

—Habría sido difícil.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Su madre cambió de postura en la silla. El malestar se reflejó en las líneas de su frente acartonada.

—No creo que te hubiese caído muy bien.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?

La boca de Dorothy se retorció, como si las palabras se negasen a salir.

—¿Por qué no, mamá?

Dorothy se obligó a sonreír, pero una sombra, en su voz y en sus ojos, desmentía esa sonrisa.

—Las personas cambian a medida que van envejeciendo... Se vuelven más sabias, toman decisiones mejores... Yo soy muy vieja, Laurel. Para alguien que ha vivido tanto como yo, es imposible no arrepentirse de... cosas que hizo en el pasado..., cosas que le habría gustado hacer de otro modo.

El pasado, el arrepentimiento, las personas que cambian... Laurel sintió la emoción de haber llegado al fin. Procuró hablar con ligereza, como una hija cariñosa que pregunta a su anciana madre acerca de su vida.

—¿Qué cosas, mamá? ¿Qué habrías hecho de otro modo?

Pero Dorothy ya no estaba escuchando. Su mirada se extraviaba en la lejanía; sus dedos se afanaban recorriendo los bordes de la manta que le cubría el regazo.

—Mi padre solía decirme que me iba a meter en líos si no tenía cuidado...

—Todos los padres dicen eso —aseguró Laurel con cautela y ternura—. No me cabe duda de que no hiciste nada peor que el resto de nosotros.

—Trató de avisarme, pero yo nunca lo escuché. Pensé que sabía lo que me hacía. Fui castigada por mis malas decisiones, Laurel... Lo perdí todo..., todo lo que amaba.

—¿Cómo? ¿Qué pasó?

Pero el discurso anterior, y los recuerdos que trajo consigo, dejaron agotada a Dorothy y se desplomó sobre los cojines. Sus labios se movieron un poco, pero no emitieron sonido alguno y, al cabo de un momento, se dio por vencida y giró la cabeza hacia la ventana empañada.

Laurel estudió el perfil de su madre y deseó haber sido otro tipo de hija, disponer de más tiempo, poder volver atrás y comenzar de nuevo, no dejarlo todo para el final y encontrarse sentada junto al lecho de su madre con tantos espacios en blanco por rellenar.

—Oh, vaya —dijo con alegría, probando una táctica diferente—, Rose me mostró algo muy especial. —Buscó el álbum de familia en el estante y sacó la fotografía de su madre y Vivien. A pesar de todos sus intentos por mantener la compostura, notó que le temblaban los dedos—. Estaba en un baúl, creo, en Greenacres.

Dorothy tomó la fotografía que le ofrecía y la miró.

En el pasillo se abrieron y cerraron unas puertas, un timbre sonó a lo lejos, los coches frenaban y aceleraban en la rotonda.

—Erais amigas —comentó Laurel.

Su madre asintió, vacilante.

—Durante la guerra.

Asintió de nuevo.

—Se llamaba Vivien.

Esta vez Dorothy alzó la vista. En su cara arrugada se reflejó fugazmente la sorpresa, seguida de algo más. Laurel estaba a punto de explicarse acerca del libro y su dedicatoria cuando su madre, en voz tan baja que Laurel casi no lo oyó, dijo:

—Murió. Vivien murió en la guerra.

Laurel recordó haberlo leído en el obituario de Henry Jenkins.

—En un bombardeo —dijo.

Su madre no mostró señal alguna de haberla oído. De nuevo miraba la fotografía, fijamente. Tenía los ojos bañados en lágrimas y de repente sus mejillas estaban húmedas.

—Casi no me reconozco —dijo con una voz débil y remota.

—Fue hace muchísimo tiempo.

—En otra vida. —Dorothy sacó un pañuelo arrugado de algún lugar y lo apretó contra las mejillas.

Su madre aún hablaba en voz queda tras el pañuelo, pero Laurel no comprendió todas las palabras: hablaba de bombas y el ruido y de tener miedo de volver a empezar. Se acercó, con un hormigueo en la piel al presentir que las respuestas estaban al alcance.

—¿Qué has dicho, mamá?

Dorothy se volvió hacia Laurel y la miró asustada, como si hubiera visto un fantasma. Agarró la manga de Laurel; cuando habló, su voz estaba crispada.

—Hice algo, Laurel —susurró—, durante la guerra... No pensaba con claridad, todo salió terriblemente mal... No sabía qué otra cosa hacer y parecía el plan perfecto, que lo arreglaría todo, pero él lo descubrió... y se enfadó.

A Laurel le dio un vuelco el corazón. Él.

—¿Por eso vino ese hombre, mamá? ¿Por eso vino ese día, en el cumpleaños de Gerry? —Se le comprimió el pecho. Una vez más, tenía dieciséis años.

Su madre aún agarraba la manga de Laurel, tenía la cara pálida y su vocecilla oscilaba como un junco:

—Me encontró, Laurel... Nunca dejó de buscarme.

—¿Por lo que hiciste en la guerra?

—Sí. —Apenas audible.

—¿Qué fue, mamá? ¿Qué hiciste?

La puerta se abrió y apareció la enfermera Ratched con una bandeja.

—La hora de comer —dijo bruscamente, colocando la mesa en su sitio. Llenó a medias un vaso de plástico con té tibio y comprobó que quedaba agua en la jarra—. Toca el timbre cuando hayas terminado, cielo —canturreó con voz atronadora—. Cuando vuelva, te ayudo a ir al baño. —Echó un vistazo a la mesa para asegurarse de que todo estaba en orden—. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya?

Dorothy estaba aturdida, exhausta, y sus ojos exploraron el rostro de la mujer.

La enfermera sonrió de buen humor, se agachó para estar más cerca.

—¿Necesitas algo más, cielo?

—Oh. —Dorothy pestañeó y ofreció una sonrisa desconcertada y tenue que rompió el corazón a Laurel—. Sí, sí, por favor. Necesito hablar con el doctor Rufus...

—¿El doctor Rufus? Querrás decir el doctor Cotter, cielo.

La confusión se extendió como una sombra por su rostro pálido y dijo:

—Sí. —Su sonrisa eran aún más tenue—. Por supuesto, el doctor Cotter.

La enfermera, tras asegurarle que se lo pediría en cuanto pudiese, se volvió hacia Laurel con una mirada cómplice y se dio unos golpecitos en la frente con un dedo. Laurel resistió la tentación de estrangular con la correa del bolso a la mujer, que recorría la habitación haciendo ruido con el calzado de suela blanda.

La espera para que se marchara fue interminable: recogió las tazas usadas, tomó notas en el historial médico, se detuvo para hacer comentarios ociosos sobre la lluvia. Laurel estaba a punto de perder la paciencia cuando al fin se cerró la puerta detrás de ella.

—¿Mamá? —comenzó, más alto de lo que le hubiera gustado.

Dorothy Nicolson miró a su hija. Había una agradable inexpresividad en su rostro y Laurel se sobresaltó al comprender que había caído en el olvido lo que tanto le urgía decir antes de la interrupción. Se había retirado, allá donde los viejos secretos descansan. La frustración fue abrumadora. Podría preguntar de nuevo, por ejemplo: «¿Qué hiciste para que ese hombre te persiguiese? ¿Tenía algo que ver con Vivien? Por favor, dímelo, para olvidarme de toda esta historia», pero esa cara tan querida, esa cara anciana y agotada, la miraba ahora en un estado de leve perplejidad y una leve sonrisa se dibujó cuando dijo:

—¿Sí, Laurel?

Reuniendo toda la paciencia de la que era capaz (mañana, lo intentaría de nuevo mañana), Laurel le devolvió la sonrisa y dijo:

—¿Te ayudo con la comida, mamá?

 

Dorothy no comió mucho; se había marchitado durante la última media hora y una vez más a Laurel le impresionó lo frágil que era. El sillón verde, que habían traído de casa, era bastante humilde, y Laurel había visto a su madre ahí sentada muchísimas veces a lo largo de los años. No obstante, las proporciones del sillón habían cambiado en los últimos meses y era ahora una cosa descomunal que devoraba a mamá como un oso hambriento.

—¿Y si te cepillo el pelo? —dijo Laurel—. ¿Te gustaría?

El fantasma de una sonrisa se esbozó en los labios de Dorothy, que asintió levemente.

—Mi madre solía cepillarme el pelo.

—¿De verdad?

—Fingía que no me gustaba, quería ser independiente, pero era maravilloso.

Laurel sonrió mientras alcanzaba el cepillo de un estante detrás de la cama; lo pasó suavemente entre esas pelusas de diente de león y trató de imaginar a su madre de niña. Aventurera sin duda, traviesa en ocasiones, pero su forma de ser inspiraría cariño. Laurel supuso que nunca lo sabría, no a menos que su madre se lo contase.

Los párpados de Dorothy, finos como el papel, se cerraron y de vez en cuando se contraían ante las misteriosas imágenes que se formaban bajo esa oscuridad. Su respiración se volvió más pausada mientras Laurel le acariciaba el pelo y, cuando adquirió el ritmo del sueño, Laurel dejó el cepillo tan silenciosamente como pudo. Cubrió bien el regazo de su madre con la manta de ganchillo y la besó con ternura en la mejilla.

—Adiós, mamá —susurró—. Vuelvo mañana.

Estaba saliendo de puntillas, con cuidado de no mover demasiado el bolso ni hacer ruido con los zapatos, cuando una voz somnolienta dijo:

—Ese muchacho.

Laurel se giró, sorprendida. Los ojos de su madre aún estaban cerrados.

—Ese muchacho, Laurel —farfulló.

—¿Qué muchacho?

—Ese con el que andas..., Billy. —Sus ojos brumosos se abrieron y giró la cabeza hacia Laurel. Levantó un dedo y habló con una voz suave y triste—: ¿Es que crees que no me entero? ¿Es que crees que yo no fui joven una vez? ¿Que no sé qué es soñar con un muchacho apuesto?

Laurel comprendió que su madre ya no estaba en la habitación del hospital, que estaba de vuelta en Greenacres, hablando con su hija adolescente. Era un hecho desconcertante.

—¿Me estás escuchando, Laurel?

Tragó saliva, encontró la voz:

—Te estoy escuchando, mami. —Hacía mucho tiempo que no llamaba a su madre así.

—Si te pide que te cases con él y tú lo quieres, entonces di que sí... ¿Me comprendes?

Laurel asintió. Se sintió extraña, aturdida, acalorada. Las enfermeras le habían dicho que últimamente su madre divagaba entre el presente y el pasado como un sintonizador de radio que pierde el canal, pero ¿qué la había traído hasta aquí? ¿Por qué ese interés por un joven al que apenas había conocido, un idilio fugaz de Laurel de hace muchísimo tiempo?

Dorothy movió los labios uno contra el otro, suavemente, y dijo:

—He cometido tantos errores..., tantos errores. —Las lágrimas bañaban sus mejillas—. Amor, Laurel, esa es la única razón para casarse. Por amor.

 

Laurel necesitó entrar en los baños del pasillo del hospital. Abrió el grifo, juntó las manos y se echó agua en la cara; apoyó las palmas en el lavabo. Cerca del desagüe había unas grietas finísimas, que se fundieron cuando su visión se volvió borrosa. Laurel cerró los ojos. Le latía el pulso como un taladro contra los oídos. Dios, estaba perturbada.

No era el mero hecho de que le hablara como si fuera adolescente, de haber borrado al instante cincuenta años, el conjuro de la juventud de antaño, la lejana sensación del primer amor que la rodeaba. Eran las palabras en sí, el apremio en la voz de su madre, la sinceridad que sugería que lo que ofrecía a su hija adolescente era su propia experiencia. Que presionaba a Laurel para que tomase las decisiones que ella, Dorothy, no había tomado..., para que evitase los mismos errores que ella cometió.

Pero no tenía sentido. Su madre había querido a su padre; Laurel lo sabía con la misma certeza con que sabía su nombre. Habían estado casados cinco décadas y media antes de la muerte de él, sin ni siquiera un atisbo de crisis matrimonial. Si Dorothy se había casado por alguna otra razón, si había lamentado esa decisión todos esos años, lo había disimulado de maravilla. ¿Era posible prolongar en el tiempo una actuación semejante? Por supuesto que no. Además, Laurel había escuchado cientos de veces cómo sus padres se conocieron y se enamoraron; había visto cómo su madre miraba arrobada a su padre mientras él evocaba cómo supo al instante que su destino era estar juntos.

Laurel alzó la vista. La abuela Nicolson tuvo sus dudas. Laurel notó desde el principio cierta tirantez entre su madre y su abuela: la formalidad con que se hablaban, los labios fruncidos de la mujer mayor al contemplar a su nuera cuando pensaba que nadie la estaba mirando. Y entonces, cuando Laurel tenía quince años más o menos y estaban de visita en la pensión de la abuela Nicolson junto el mar, oyó algo que no debería haber oído. Una mañana pasó demasiado tiempo al sol y volvió temprano con un intenso dolor de cabeza y los hombros muy quemados. Estaba acostada en su habitación a oscuras, con una toallita húmeda en la frente y una sensación opresora en el pecho, cuando la abuela Nicolson y la señorita Perry, una anciana inquilina, pasaron por el pasillo.


Date: 2016-03-03; view: 500


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