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SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA 7 page

– Sácalo de allí -le ordenó- y dile que, ahora que su madre ha muerto, no quiero volver a verlo por aquí.

– ¿Cómo…? -empezó a preguntar Bernat.

– Por el mismo sitio por el que se ha colado todos estos años -se le adelantó Ponç-; saltando la valla. Por mi casa no pasaréis.

– ¿Y la madre? -preguntó Bernat antes de que volviese a cerrar la puerta.

– La madre me la entregó el rey con orden de que no la matase, y al rey se la devolveré ahora que ha muerto -le contestó Ponç con rapidez-. Entregué unos buenos dineros como caución y por Dios que no pienso perderlos por una ramera.

 

Sólo el padre Albert, que ya conocía la historia de Joanet, y el viejo Pere y su mujer, a quienes Bernat no tuvo más remedio que contársela, supieron de la desgracia del pequeño. Los tres se volcaron en él. Pese a todo, el mutismo del niño persistía y sus movimientos, antes nerviosos e inquietos, eran ahora más lentos, como si cargara sobre los hombros un peso insoportable.

– El tiempo lo cura todo -le dijo una mañana Bernat a Arnau-. Tenemos que esperar y ofrecerle nuestro cariño y nuestra ayuda.

Pero Joanet siguió en silencio, a excepción de unas crisis de llanto que le asaltaban todas las noches. Padre e hijo se quedaban quietos, escuchando encogidos en sus jergones, hasta que parecía que le flaqueaban las fuerzas y el sueño, nunca tranquilo, le vencía.

– Joanet -oyó Bernat que lo llamaba Arnau una noche-, Joanet.

No hubo respuesta.

– Si quieres, puedo pedirle a la Virgen que sea también tu madre.

«¡Bien, hijo!», pensó Bernat. No había querido proponérselo. Era su Virgen, su secreto. Ya compartía a su padre: debía ser él quien tomase aquella decisión.

Y lo había hecho, pero Joanet no contestaba. La habitación se quedó en el más absoluto silencio.

– ¿Joanet? -insistió Arnau.

– Así me llamaba mi madre. -Era lo primero que decía desde hacía días y Bernat se quedó quieto sobre el jergón-Y ya no está.

Ahora soy Joan.

– Como quieras… ¿Has oído lo que te he dicho de la Virgen,

Joanet… Joan? -se corrigió Arnau.

– Pero tu madre no te habla y la mía sí lo hacía.

– ¡Dile lo de los pájaros! -susurró Bernat.

– Pero yo puedo ver a la Virgen y tú no podías ver a tu madre. El niño volvió a guardar silencio.

– ¿Cómo sabes que te escucha? -le preguntó por fin-. Es sólo una figura de piedra y las figuras de piedra no escuchan. Bernat contuvo la respiración.

– Si es cierto que no escuchan -replicó-, ¿por qué todo el mundo les habla? Hasta el padre Albert lo hace. Tú lo has visto. ¿Acaso crees que el padre Albert está equivocado?



– Pero no es la madre del padre Albert -insistió el pequeño-. Él me ha dicho que ya tiene una. ¿Cómo sabré que la Virgen quiere ser mi madre si no me habla?

– Te lo dirá por las noches, cuando duermas, y a través de los pájaros.

– ¿Los pájaros?

– Bueno -titubeó Arnau. Lo cierto es que nunca había entendido lo de los pájaros pero tampoco se había atrevido a decirselo a su padre-. Eso es más complicado.Ya te lo explicará mi…, nuestro padre.

Bernat notó cómo se le formaba un nudo en la garganta. El silencio se hizo de nuevo en la habitación hasta que Joan volvió a hablar:

– Arnau, ¿podríamos ir ahora mismo a preguntárselo a laVirgen?

– ¿Ahora?

«Sí. Ahora, hijo, ahora. Lo necesita», pensó Bernat.

– Por favor.

– Sabes que está prohibido entrar por la noche en la iglesia. El padre Albert…

– No haremos ruido. Nadie se enterará. Por favor. Arnau cedió y los dos niños abandonaron sigilosamente la casa de Pere para recorrer los pocos pasos hasta Santa María de la Mar. Bernat se arrebujó en el jergón. ¿Qué podía sucederles? Todos en la iglesia los querían.

La luna jugueteaba con las estructuras de los andamios, con los muros a medio construir, los contrafuertes, los arcos, los ábsides… Santa María estaba en silencio y sólo alguna que otra hoguera denotaba la presencia de vigilantes. Arnau y Joanet rodearon la iglesia hasta la calle del Born; la entrada principal estaba cerrada y la zona del cementerio de las Moreres, donde se guardaban la mayor parte de los materiales, era la más vigilada. Una solitaria hoguera iluminaba la fachada en obras. No era difícil acceder al interior: los muros y contrafuertes descendían desde el ábside hasta la puerta del Born, donde un tablado de madera señalaba el emplazamiento de la escalera de entrada. Los niños pisaron los dibujos del maestro Montagut, que indicaban el lugar exacto de la puerta y los escalones, penetraron en Santa María y se encaminaron en silencio hacia la capilla del Santísimo, en el deambulatorio, donde tras unas fuertes rejas de hierro forjado, hermosamente labradas, los esperaba la Virgen, siempre iluminada por los cirios que los bastaixos reponían constantemente.

Ambos se santiguaron. «Debéis hacerlo siempre que lleguéis a la iglesia», les tenía dicho el padre Albert, y se aferraron a las rejas de la capilla.

– Quiere que seas su madre -le dijo en silencio Arnau a la Virgen -. La suya ha muerto y a mí no me importa compartirte.

Joan, con las manos agarradas a las rejas, miraba a la Virgen y luego a Arnau, una y otra vez:

– ¿Qué? -lo interrumpió.

– ¡Silencio!

– Padre dice que ha tenido que sufrir mucho. Su madre estaba encerrada, ¿sabes?; sólo sacaba el brazo a través de una ventana muy pequeña y no podía verla, hasta que murió, pero me ha dicho que tampoco entonces la miró. Ella se lo había prohibido. El humo de las velas de cera pura de abeja que ascendía desde la palmatoria, justo bajo la imagen, volvió a nublar la vista de Arnau, y los labios de piedra sonrieron.

– Será tu madre -sentenció volviéndose hacia Joan.

– ¿Cómo lo sabes si has dicho que te contesta por las…?

– Lo sé y basta -lo interrumpió Arnau bruscamente.

– ¿Y si yo le preguntase…?

– No -volvió a interrumpirle Arnau. Joan miró aquella imagen de piedra; deseaba poder hablar con ella como lo hacía Arnau. ¿Por qué no lo escuchaba y a su hermano sí? ¿Cómo podía saber Arnau…? Mientras Joan se prometía a sí mismo que algún día también él sería digno de que ella le hablara, se oyó un ruido.

– ¡Chist! -susurró Arnau, mirando hacia el hueco del portal de las Moreres.

– ¿Quién vive? -El reflejo de un candil en alto apareció en el hueco.

Arnau empezó a andar en dirección a la calle del Born, por donde habían entrado, pero Joan permaneció inmóvil, con la mirada fija en el candil que ya se acercaba hacia el deambulatorio.

– ¡Vamos! -le susurró Arnau tirando de él. Cuando se asomaron a la calle del Born, vieron que varios candiles se dirigían hacia ellos. Arnau miró hacia atrás; en el interior de Santa María, otras luces se habían sumado a la primera.

No tenían escapatoria. Los vigilantes hablaban y se gritaban entre ellos. ¿Qué podían hacer? ¡El entarimado! Empujó a Joan al suelo; el pequeño estaba paralizado. Las maderas no cubrían los laterales. Volvió a empujar a Joan y los dos reptaron hacia el interior, hasta llegar a los cimientos de la iglesia. Joan se pegó a ellos. Las luces subieron a la tarima. Las pisadas de los vigilantes sobre las tablas resonaron en los oídos de Arnau y sus voces silenciaron los latidos de su corazón.

Esperaron a que los hombres inspeccionaran la iglesia. ¡Una vida entera! Arnau miraba hacia arriba, tratando de ver qué sucedía y, cada vez que la luz se colaba por las juntas de los tablones, se encogía para esconderse todavía más.

Al final los vigilantes desistieron. Dos de ellos se pararon sobre el entarimado y desde allí iluminaron la zona durante unos instantes. ¿Cómo podía ser que no oyeran los latidos de su corazón? Y los de Joan. Los hombres bajaron de la tarima. ¿Y los de Joan? Arnau volvió la cabeza hacia el lugar al que se había pegado el pequeño. Uno de los vigilantes colgó un candil junto a la tarima, el otro empezó a perderse en la distancia. ¡No estaba! ¿Dónde se había metido? Arnau se acercó al lugar donde los cimientos de la iglesia se unían a la tarima. Tanteó con la mano. Había un agujero, una pequeña mina que se había abierto entre los cimientos.

Joan, empujado por Arnau, había reptado hacia el interior de la tarima; nada se interpuso en su camino y el pequeño siguió reptando a través del agujero, por la mina, que descendía suavemente en dirección al altar mayor. Arnau lo empujó a reptar. «¡Silencio!», le exigió en varias ocasiones. El roce de su propio cuerpo contra la tierra de la mina le impedía oír nada, pero Arnau debía de estar tras él. Oyó que se metía bajo la tarima. Sólo cuando el estrecho túnel se ensanchó, permitiéndole dar la vuelta e incluso ponerse de rodillas, Joan se dio cuenta de su soledad. ¿Dónde estaba? La oscuridad era total.

– ¿Arnau? -lo llamó.

Su voz resonó en el interior. Era… era como una cueva. ¡Debajo de la iglesia!

Volvió a llamar, una y otra vez. En voz baja primero, gritando después, pero sus propios gritos lo asustaron. Podía intentar volver, pero ¿dónde estaba el túnel? Joan alargó los brazos pero sus manos no tocaron nada; había reptado demasiado.

– ¡Arnau! -gritó de nuevo.

Nada. Empezó a llorar. ¿Qué habría en aquel lugar? ¿Monstruos? ¿Y si era el infierno? Estaba debajo de una iglesia; ¿no decían que el infierno estaba abajo? ¿Y si aparecía el demonio?

Arnau reptó por la mina. Joan sólo podía haberse ido por allí. Nunca habría salido de debajo de la tarima.Tras recorrer un trecho, Arnau llamó a su amigo; era imposible que lo oyeran fuera del túnel. Nada. Reptó más.

– ¡Joanet! -gritó-. ¡Joan! -se corrigió.

– Aquí -oyó que le contestaba.

– ¿Dónde es aquí?

– Al final del túnel.

– ¿Estás bien?

Joan dejó de temblar.

– Sí.

– Pues vuelve.

– No puedo. -Arnau suspiró-. Esto es como una cueva y ahora no sé dónde está la salida.

– Tantea las paredes hasta que la… ¡No! -rectificó Arnau instantáneamente-. No lo hagas, ¿me oyes, Joan? Podría haber otros túneles. Si yo llegase hasta allí… ¿Se ve algo, Joan? -No -contestó el pequeño.

Podría continuar hasta encontrarlo, pero ¿y si se perdía él también? ¿Por qué había una cueva allí debajo? ¡Ah!, ahora ya sabía cómo llegar. Necesitaba luz. Con un candil podrían volver.

– ¡Espera ahí! ¿Me oyes, Joan? ¡Estáte quieto y espérame ahí!, sin moverte. ¿Me oyes?

– Sí, te oigo. ¿Qué vas a hacer?

– Voy a buscar una linterna y volveré. Espérame ahí sin moverte, ¿de acuerdo?

– Sí… -titubeó Joan.

– Piensa que estás debajo de la Virgen, tu madre. -Arnau no oyó ninguna contestación-. Joan, ¿me has oído?

¿Cómo no iba a oírlo?, se preguntó el pequeño. Había dicho «tu madre». Él no la escuchaba. Arnau, sí. Pero tampoco le había dejado hablar con ella. ¿Y si Arnau no quería compartir a su madre y le había encerrado allí, en el infierno?

– ¿Joan? -insistió Arnau.

– ¿Qué?

– Espérame sin moverte.

Con dificultad, Arnau se arrastró hacia atrás hasta que estuvo de nuevo bajo el entablado de la calle del Born. Sin pensarlo dos veces, cogió el candil que el vigilante había dejado colgado y volvió a meterse en el túnel.

Joan vio llegar la luz. Arnau aumentó la llama cuando las paredes de la galería se ensancharon. El pequeño se encontraba arrodillado a un par de pasos de la salida del túnel. Joan lo miró con pánico.

– No tengas miedo -trató de tranquilizarlo Arnau.

Arnau alzó el candil y aumentó todavía más la llama. ¿Qué era aquello…? ¡Un cementerio! Estaban en un cementerio. Una pequeña cueva que por alguna razón había permanecido bajo Santa María como una burbuja de aire. El techo era tan bajo que ni siquiera podían ponerse en pie. Arnau dirigió la luz hacia unas grandes ánforas, parecidas a las vasijas que había visto en el taller de Grau, pero más bastas. Algunas estaban rotas y dejaban ver los cadáveres que guardaban, pero otras no: grandes ánforas cortadas por la panza, unidas entre sí y selladas por el centro.

Joan temblaba; tenía la mirada fija en un cadáver.

– Tranquilo -insistió Arnau acercándose.

Pero Joan se apartó con brusquedad.

– ¿Qué…? -empezó a preguntar Arnau.

– Vamonos -le pidió Joan interrumpiéndole.

Sin esperar su respuesta, se introdujo en el túnel. Arnau lo siguió y cuando llegaron bajo la tarima, apagó ti candil. No se veía a nadie. Devolvió el candil a su lugar y volví: ron a casa de Pere.

– De esto ni una palabra a nadie -le dijo Joan de camino-. ¿De acuerdo?

Joan no contestó.

 

 

Desde que Arnau le había asegurado que la Virgen también era su madre, Joan corría hasta la iglesia en cuanto tenía algún momento libre y, agarrado con las manos a las rejas de la capilla del Santísimo, metía el rostro entre ellas y se quedaba contemplando la figura de piedra con el niño sobre su hombro y el barco a sus pies.

– Algún día no podrás sacar la cabeza de ahí -le dijo en una ocasión el padre Albert.

Joan sacó la cabeza y le sonrió. El sacerdote le revolvió el cabello y se acuclilló.

– ¿La quieres? -le preguntó señalando al interior de la capilla.

Joan titubeó.

– Ahora es mi madre -contestó, más movido por el deseo que por la certidumbre.

El padre Albert sintió un nudo en la garganta. ¡Cuántas cosas le podría contar sobre Nuestra Señora! Intentó hablar pero no pudo. Abrazó al pequeño en espera de que su voz regresara.

– ¿Le rezas? -preguntó una vez repuesto.

– No. Sólo le hablo. -El padre Albert lo interrogó con la mirada-. Sí, le cuento mis cosas.

El sacerdote miró a la Virgen.

– Continúa, hijo, continúa -añadió, dejándolo solo.

No le fue difícil conseguirlo. El padre Albert pensó en tres o cuatro candidatos y al final se decidió por un rico platero. En la última confesión anual, el artesano se había mostrado bastante contrito por algunas relaciones adúlteras que había mantenido.

– Si tú eres su madre -murmuró el padre Albert levantando la vista al cielo-, no te importará que utilice este pequeño ardid por tu hijo, ¿verdad, Señora?

El platero no se atrevió a negarse.

– Sólo se trata de un pequeño donativo a la escuela catedralicia -le dijo el cura-; con él ayudarás a un niño y Dios…, Dios te lo agradecerá.

Sólo le quedaba hablar con Bernat, y el padre Albert fue en su busca.

– He conseguido que admitan a Joanet en la escuela de la catedral -le anunció mientras paseaban por la playa, en los alrededores de la casa de Pere.

Bernat se volvió hacia el sacerdote.

– No tengo suficiente dinero, padre -se excusó.

– No te costará dinero.

– Tenía entendido que las escuelas…

– Sí, pero eso es en las de la ciudad. En la de la catedral basta…

– ¿Para qué explicárselo?-. Bueno, lo he conseguido. -Los dos siguieron paseando-. Aprenderá a leer y escribir, primero con libros de letras y después con otros de salmos y oraciones. -¿Por qué Bernat no decía nada?-. Cuando cumpla trece años podrá comenzar la escuela secundaria, el estudio del latín y el de las siete artes liberales: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, música y astronomía.

– Padre -le dijo Bernat-, Joanet ayuda en la casa, y gracias a ello Pere no me cobra una boca más. Si el muchacho estudia…

– Le darán de comer en la escuela. -Bernat lo miró y meneó la cabeza, como si lo estuviese pensando-. Además -añadió el sacerdote-, ya he hablado con Pere y está de acuerdo en seguir cobrándote lo mismo.

– Os habéis preocupado mucho por el niño.

– Sí, ¿te importa? -Bernat negó sonriendo-. Imagina que después de todo, Joanet pudiera acudir a la universidad, al Estudio General de Lérida o incluso a alguna universidad del extranjero, a Bolonia, a París…

Bernat estalló en carcajadas.

– Si os dijera que no, os llevaríais una desilusión, ¿me equivoco? -El padre Albert asintió-. No es mi hijo, padre -continuó Bernat-. Si así fuera, lo que no permitiría es que uno trabajase para el otro, pero si no me cuesta dinero, ¿por qué no? El muchacho se lo merece. Quizá algún día vaya a todos esos lugares que habéis dicho.

 

– Yo preferiría estar con los caballos como tú -le dijo Joanet a Arnau mientras paseaban por la playa, en el mismo lugar donde el padre Albert y Bernat habían decidido su futuro.

– Es muy duro,Joanet… Joan. No hago más que limpiar y limpiar y cuando lo tengo todo brillante, sale un caballo y vuelta a empezar. Eso cuando no viene Tomàs gritando, y me entrega alguna brida o algún correaje para que los repase. La primera vez me soltó un pescozón, pero entonces apareció nuestro padre y… ¡Si lo hubieras visto! Llevaba la horca y lo arrinconó contra la pared, con los pinchos sobre el pecho, y el otro empezó a balbucear y a pedir perdón.

– Por eso me gustaría estar con vosotros.

– ¡Uy, no! -replicó Arnau-. Desde entonces no me toca, es cierto, pero siempre hay algo que está mal hecho. Lo ensucia él, ¿sabes? Lo he visto.

– ¿Por qué no se lo decís a Jesús?

– Padre dice que no, que no me creería, que Tomàs es amigo de Jesús y éste siempre lo defenderá y que la baronesa aprovecharía cualquier problema para atacarnos; nos odia. Ya ves, tú estás aprendiendo muchas cosas en la escuela, y yo, limpiando lo que otro ensucia y aguantando gritos. -Ambos guardaron silencio durante un rato, pateando la arena y mirando al mar-. Aprovecha, Joan, aprovecha -le dijo Arnau de repente, repitiendo las palabras que había escuchado en boca de Bernat.

Joan no tardó en aprovechar las clases. Se puso a ello desde el mismo día en que el sacerdote que oficiaba de maestro lo felicitó públicamente. Joan sintió un agradable cosquilleo y se dejó contemplar por sus compañeros de clase. ¡Si viviera su madre! Correría en ese mismo momento a sentarse sobre el cajón y contarle cómo lo habían felicitado: el mejor, había dicho el maestro, y todos, todos, lo habían mirado. ¡Nunca había sido el mejor en nada!

Esa noche, Joan hizo el camino de vuelta a casa envuelto en una nube de satisfacción. Pere y Mariona lo escucharon sonrientes e ilusionados, y le pidieron que repitiese las frases que el muchacho creía haber pronunciado pero que se habían quedado en gritos y gestos. Cuando llegaron Arnau y Bernat, los tres miraron hacia la puerta. Joan hizo un amago de correr hacia ellos, pero el rostro de su hermano se lo impidió: se notaba que había llorado, y Bernat, con una mano sobre su hombro, no dejaba de achucharlo contra sí.

– ¿Qué…? -preguntó Mariona acercándose a Arnau para abrazarlo.

Pero Bernat la interrumpió con un gesto con la mano.

– Hay que aguantar -añadió sin dirigirse a nadie en concreto.

Joan buscó la mirada de su hermano, pero Arnau miraba a Mariona.

Y aguantaron. Tomás el palafrenero no se atrevía a pinchar a Bernat, pero sí lo hacía con Arnau.

– Está buscando un enfrentamiento, hijo -trataba de consolarlo Bernat cuando Arnau volvía a estallar en ira-. No debemos caer en la trampa.

– Pero no podemos seguir así toda la vida, padre -se quejó un día Arnau.

– Y no lo haremos. He oído que Jesús lo advertía en varias ocasiones. No trabaja bien y Jesús lo sabe. Los caballos que él toca son intratables: cocean y muerden. No tardará en caer, hijo, no tardará.

Y las consecuencias, como preveía Bernat, no se hicieron esperar. La baronesa estaba empeñada en que los hijos de Grau aprendieran a montar a caballo. Que Grau no supiera era admisible, pero los dos varones debían aprender. Por ello, varias veces a la semana, cuando los chicos terminaban sus clases, Isabel y Margarida -en el coche de caballos conducido por Jesús-, y los niños, el preceptor y Tomàs el palafrenero -a pie, y llevando a un caballo del ronzal este último- salían de la ciudad hasta un pequeño descampado situado extramuros, donde, uno a uno, recibían de Jesús las correspondientes clases.

Jesús cogía con la mano derecha una cuerda larga que había atado al freno del caballo, de forma que el animal se veía obligado a dar vueltas alrededor de él; con la mano izquierda empuñaba una tralla para azuzarlo y los aprendices de jinetes montaban uno tras otro y giraban y giraban alrededor del caballerizo mayor atendiendo sus órdenes y consejos.

Aquel día, desde el carruaje, donde vigilaba el tiro, Tomas no quitaba ojo de la boca del caballo; sólo sería necesario un tirón más fuerte de lo normal, sólo uno. Siempre había un momento en que el caballo se asustaba.

Genis Puig se hallaba a horcajadas sobre el animal. El palafrenero desvió la mirada hacia el rostro del muchacho. Pánico. Aquel chico tenía pánico a los caballos y se agarrotaba. Siempre había un momento en que un caballo se asustaba.

Jesús hizo restallar el látigo y azuzó al caballo para que galopase. El caballo pegó un fuerte cabezazo y tiró de la cuerda.

Tomàs no pudo evitar una sonrisa que instantáneamente se borró de sus labios, cuando el mosquetón se desprendió de la cuerda y el caballo quedó en libertad. No había sido difícil entrar a hurtadillas en el guadarnés y cortar la cuerda por dentro del mosquetón para dejarla precariamente agarrada.

Isabel y Margarida ahogaron sendos gritos. Jesús dejó caer la tralla al suelo e intentó detener al animal, pero fue en vano.

Genis, al ver que se soltaba la cuerda, empezó a chillar y se agarró al cuello del caballo. Sus pies y sus piernas se fijaron a los ijares del animal y éste, desbocado, salió a galope tendido, en dirección a las puertas de la ciudad, con Genis tambaleándose sobre él. Cuando el caballo saltó un pequeño montículo, el muchacho salió despedido por los aires y, después de dar varias vueltas por el suelo, se dio de bruces contra unos matorrales.

Desde el interior de las cuadras, Bernat oyó primero los cascos de los caballos sobre el empedrado del patio de acceso al palacio y, a renglón seguido, los gritos de la baronesa. En lugar de entrar al paso, con tranquilidad, como siempre hacían, los caballos golpeaban las piedras con fuerza. Cuando Bernat se encaminaba hacia la salida de las cuadras, Tomàs entró con el caballo. El animal estaba frenético, cubierto de sudor y resoplando por los ollares.

– ¿Qué…? -empezó a preguntar Bernat.

– La baronesa quiere ver a tu hijo -le gritó Tomás mientras golpeaba al animal.

Los gritos de la mujer seguían resonando en el exterior de las cuadras. Bernat miró de nuevo al pobre animal, que pateaba sobre el suelo.

– La señora quiere verte -volvió a gritar Tomàs cuando Arnau abandonó el guadarnés.

Arnau miró a su padre y éste se encogió de hombros.

Salieron al patio. La baronesa, encolerizada, blandiendo el látigo de mano que siempre llevaba cuando salía a montar, gritaba a Jesús, al preceptor y a todos los esclavos que se habían acercado. Margarida y Josep permanecían tras ella. A su lado, estaba Genis, magullado, sangrando y con las vestiduras rotas. En cuanto Arnau y Bernat aparecieron, la baronesa dio unos pasos hacia el niño y le cruzó la cara con el látigo. Arnau se llevó las manos a la boca y la mejilla. Bernat intentó reaccionar, pero Jesús se interpuso:

– Mira esto -bramó el caballerizo mayor entregándole a Bernat la cuerda desgarrada y el mosquetón-. ¡Éste es el trabajo de tu hijo!

Bernat cogió la cuerda y el mosquetón y los examinó; Arnau, con las manos en el rostro, miró también. Los había comprobado el día anterior. Alzó la vista hacia su padre justo cuando éste lo hacía hacia la puerta de las cuadras, desde donde Tomàs observaba la escena.

– Estaba bien -gritó Arnau cogiendo la cuerda y el mosque-tón y agitándola ante Jesús. Volvió a mirar hacia la puerta de las cuadras-. Estaba bien -repitió mientras las primeras lágrimas asomaban a sus ojos.

– Mira cómo llora -se oyó de repente. Margarida señalaba a Arnau-. El es el culpable de tu accidente y está llorando -añadió dirigiéndose a su hermano Genis-.Tú no lo has hecho cuando has caído del caballo por su culpa -mintió.

Josep y Genis tardaron en reaccionar, pero cuando lo hicieron se burlaron de Arnau.

– Llora, nenita -dijo uno.

– Sí, llora, nenita -repitió el otro.

Arnau vio que le señalaban y se reían de él. ¡No podía dejar de llorar! Las lágrimas corrían por sus mejillas y su pecho se encogía al ritmo de los sollozos. Desde donde estaba, alargando las manos, volvió a mostrar la cuerda y el mosquetón a todos, incluso a los esclavos.


Date: 2016-03-03; view: 498


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