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SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA 6 page

 

Y ciertamente la tenían. Un viudo rico en Barcelona, un viudo con aspiraciones… No había transcurrido aún el período de duelo cuando Grau empezó a recibir propuestas de matrimonio. Y no tuvo reparo en negociarlas. Finalmente, la elegida para convertirse en la nueva madre de los hijos de Guiamona fue Isabel, una muchacha joven y poco agraciada, pero noble. Grau había sopesado las virtudes de todas las aspirantes pero se decidió por la única que era noble. Su dote: un título exento de beneficios, tierras o riquezas, pero que le permitiría acceder a una clase que le había estado vedada. ¿Qué le importaban a él las cuantiosas dotes que le ofrecían algunos mercaderes, deseosos de unirse a la riqueza de Grau? A las grandes familias nobles de la ciudad no les preocupaba el estado de viudedad de un simple ceramista, por rico que fuera; sólo el padre de Isabel, sin recursos económicos, intuyó en el carácter de Grau la posibilidad de una conveniente alianza para las dos partes, y no se equivocó.

– Comprenderás -le exigió su futuro suegro- que mi hija no puede vivir en un taller de cerámica. -Grau asintió-.Y que tampoco puede desposarse con un simple ceramista. -En esta ocasión Grau intentó contestar, pero su suegro hizo un gesto de desdén con la mano-. Grau -añadió-, los nobles no podemos dedicarnos a la artesanía, ¿entiendes? Tal vez no seamos ricos, pero nunca seremos artesanos.

Los nobles no podemos… Grau ocultó su satisfacción al verse incluido. Y tenía razón: ¿qué noble de la ciudad tenía un taller de artesanía? Señor barón; a partir de entonces le tratarían de señor barón, en sus negociaciones mercantiles, en el Consejo de Ciento… ¡Señor barón! ¿Cómo iba un barón de Cataluña a tener un taller artesano?

De la mano de Grau, todavía prohombre de la cofradía, Jaume no tuvo problema alguno en acceder a la categoría de maestro. Trataron el asunto bajo la presión de las prisas de Grau por desposar a Isabel, agobiado por el temor a que esos nobles, siempre caprichosos, se arrepintieran. El futuro barón no tenía tiempo para salir al mercado. Jaume se convertiría en maestro y Grau le vendería el taller y la casa, a plazos. Sólo había un problema:

– Tengo cuatro hijos -le dijo Jaume-.Ya me será difícil pagaros el precio de la venta… -Grau lo instó a continuar-; no puedo asumir todos los compromisos que tenéis en el negocio: esclavos, oficiales, aprendices… ¡Ni siquiera podría alimentarlos! Si quiero salir adelante, debo arreglármelas con mis cuatro hijos.

La fecha de la boda estaba fijada. Grau, de la mano del padre de Isabel, adquirió un costoso palacete en la calle de Monteada, donde vivían las familias nobles de Barcelona.



– Recuerda -le advirtió su suegro al salir de la recién adquirida propiedad-, no entres en la iglesia con un taller a tus espaldas.

Inspeccionaron hasta el último rincón de su nueva casa; el barón asentía condescendientemente y Grau calculaba mentalmente lo que le costaría llenar todo aquel espacio. Tras los portalones que daban a la calle de Monteada se abría un patio empedrado; enfrente, las cuadras, que ocupaban la mayor parte de la planta baja, junto a las cocinas y los dormitorios de los esclavos. A la derecha, una gran escalinata de piedra, al aire Ubre, subía a la primera planta noble, donde estaban los salones y demás estancias; encima, en el segundo piso, los dormitorios. Todo el palacete era de piedra; los dos pisos nobles con ventanas corridas, ojivales, miraban al patio.

– De acuerdo -le dijo a quien durante años había sido su primer oficial-, quedas libre de compromisos.

Firmaron el contrato aquel mismo día y Grau, ufano, compareció ante su suegro con el documento.

– Ya he vendido el taller -anunció.

– Señor barón -le contestó aquél ofreciéndole la mano.

«¿Y ahora? -pensó Grau una vez solo-. Los esclavos no son problema; me quedaré con los que sirvan y los que no…, al mercado. En cuanto a los oficiales y aprendices…»

Grau habló con los miembros de la cofradía y recolocó a todo su personal a cambio de modestas sumas. Sólo quedaban su cuñado y el niño. Bernat carecía de cualquier título en la cofradía; no tenía ni el de oficial. Nadie lo admitiría en un taller, amén de estar prohibido. El niño ni siquiera había empezado su aprendizaje, pero existía un contrato y, de todas formas, ¿cómo iba a pedirle a alguien que admitiese a unos Estanyol? Todos sabrían que aquellos dos fugitivos eran parientes suyos. Se llamaban Estanyol, como Guiamona. Todos sabrían que había dado refugio a dos siervos de la tierra, y ahora que iba a ser noble… ¿Acaso no eran los nobles los más acérrimos enemigos de los siervos fugitivos? ¿Acaso no eran aquellos mismos nobles los que estaban presionando al rey para que derogase las disposiciones que permitían la huida de los siervos de la tierra? ¿Cómo iba a convertirse en noble con los Estanyol en boca de todos? ¿Qué diría su suegro?

– Vendréis conmigo -le dijo a Bernat, que ya llevaba algunos días preocupado por los nuevos acontecimientos.

Jaume, como nuevo dueño del taller, libre de las órdenes de Grau, se sentó con él y le habló con confianza: «No se atreverá a hacer nada con vosotros. Lo sé, me lo ha confesado; no quiere que se haga pública vuestra situación.Yo he conseguido un buen trato, Bernat. Tiene prisa, le urge arreglar todos sus asuntos antes de casarse con Isabel. Tú tienes un contrato firmado para tu hijo. Aprovéchalo, Bernat. Aprieta a ese desalmado. Amenázalo con ir al tribunal. Eres un buen hombre. Quisiera que entendieras que todo lo que ha sucedido durante estos años…».

Bernat lo entendía.Y llevado por las palabras del antiguo oficial se atrevió a plantar cara a su cuñado.

– ¿Qué dices? -gritó Grau cuando Bernat le contestó con un escueto «¿Adonde y para qué?»-. A donde yo quiera y para lo que yo quiera -continuó gritando, nervioso, gesticulando.

– No somos tus esclavos, Grau.

– Pocas opciones tienes.

Bernat tuvo que carraspear antes de seguir los consejos de Jaume.

– Puedo acudir al tribunal.

Crispado, tembloroso, pequeño y delgado, Grau se levantó de la silla. Pero Bernat ni siquiera pestañeó por más que leseara salir corriendo de allí; la amenaza del tribunal resonó en los oídos del viudo.

 

Cuidarían de los caballos que Grau se había visto obligado a adquirir junto con el palacete. «¿Cómo vas a tener unas cuadras vacías?», le había dicho su suegro de pasada, como si hablase con un niño ignorante. Grau sumaba y sumaba mentalmente. «Mi hija Isabel siempre ha montado a caballo», añadió.

Pero lo más importante para Bernat fue el buen salario que obtuvo para él y para Arnau, que también empezaría a trabajar con los caballos. Podrían vivir fuera del palacete, en una habitación propia, sin esclavos, sin aprendices; él y su hijo tendrían dinero suficiente para salir adelante.

Fue el propio Grau el que urgió a Bernat a anular el contrato de aprendizaje de Arnau y firmar otro nuevo.

 

Desde que le concedieron la ciudadanía, Bernat abandonaba el taller en escasas ocasiones y siempre solo o acompañado de Arnau. No parecía que hubiese ninguna denuncia contra él; su nombre constaba en los registros de ciudadanía. En ese caso ya habrían ido a buscarlo, pensaba cada vez que pisaba la calle. Solía andar hasta la playa y allí se mezclaba entre las decenas de trabajadores del mar, con la vista siempre puesta en el horizonte, dejando que lo acariciara la brisa, saboreando el ambiente acre que envolvía la playa, los barcos, la brea…

Hacía casi una década que golpeó al muchacho de la forja. Esperaba que no hubiera muerto. Arnau y Joanet saltaban a su alrededor. Se le adelantaban corriendo, volvían atrás con la misma rapidez y lo miraban con los ojos brillantes y una sonrisa en la boca.

– ¡Nuestra propia casa! -gritó Arnau-. ¡Vivamos en el barrio de la Ribera, por favor!

– Me temo que sólo será una habitación -trató de explicarle Bernat, pero el niño seguía sonriendo como si se tratara del mejor palacio de Barcelona.

– No es un mal lugar -le dijo Jaume cuando Bernat le comentó la sugerencia de su hijo-. Allí encontrarás habitaciones.

Y hacia allí iban los tres. Los dos niños corriendo, Bernat cargado con sus pocas pertenencias. Habían transcurrido casi diez años desde que llegara a la ciudad.

Durante todo el trayecto hasta Santa María, Arnau y Joanet no pararon de saludar a la gente con la que se cruzaban.

– ¡Es mi padre! -gritó Arnau a un bastaix cargado con un saco de cereales, señalando a Bernat, al que habían adelantado más de veinte metros.

El bastaix sonrió sin dejar de andar, encorvado por el peso. Arnau se volvió hacia Bernat y empezó a correr de nuevo hacia él, pero tras algunos pasos se detuvo. Joanet no lo seguía.

– Vamos -lo instó moviendo las manos.

Pero Joanet negó con la cabeza.

– ¿Qué pasa, Joanet? -le preguntó volviendo hasta él.

El pequeño bajó la mirada.

– Es tu padre -murmuró-. ¿Qué pasará conmigo ahora?

Tenía razón. Todos los tomaban por hermanos. Arnau no había pensado en ello.

– Corre.Ven conmigo -le dijo tirando de él.

Bernat los vio acercarse; Arnau tiraba de Joanet, que parecía reacio. «Le felicito por sus hijos», le dijo el bastaix al pasar junto a él. Sonrió. Más de un año correteando juntos. ¿Y la madre del pequeño Joanet? Bernat lo imaginó sentado sobre el cajón, dejándose acariciar la cabeza por un brazo sin rostro. Se le hizo un nudo en la garganta.

– Padre…-empezó a decir Arnau cuando llegaron a su altura.

Joanet se escondió tras su amigo. -Niños -lo interrumpió Bernat-, creo que… -Padre, ¿importaría ser el padre de Joanet? -soltó de corrido Arnau.

Bernat vio cómo el pequeño asomaba la cabeza por detrás de Arnau.

– Ven aquí, Joanet -le dijo Bernat-. ¿Tú quieres ser mi hijo? -añadió cuando el pequeño abandonó su refugio.

El rostro de Joanet se iluminó.

– ¿Significa eso que sí? -preguntó Bernat.

El niño se abrazó a su pierna. Arnau sonrió a su padre.

– Id a jugar -les ordenó Bernat con voz entrecortada.

 

Los niños llevaron a Bernat ante el padre Albert.

– Seguro que él nos podrá ayudar -dijo Arnau mientras

Joanet asentía.

– ¡Nuestro padre! -dijo el pequeño, adelantándose a Arnau y repitiendo la presentación que había estado haciendo durante todo el trayecto, incluso a quienes no conocía sino de vista.

El padre Albert pidió a los niños que los dejasen a solas e invitó a Bernat a una copa de vino dulce mientras escuchaba sus explicaciones.

– Sé dónde podréis alojaros -le dijo-; son buena gente. Dime, Bernat. Has conseguido un buen trabajo para Arnau; cobrará un buen salario y aprenderá un oficio, y los palafreneros siempre son necesarios. Pero ¿qué hay de tu otro hijo? ¿Qué piensas hacer con Joanet?

Bernat torció el gesto y se sinceró con el sacerdote.

El padre Albert los acompañó a todos a casa de Pere y su mujer, dos ancianos sin familia que vivían en un pequeño edificio de dos pisos, a pie de playa, con el hogar en la planta baja y tres habitaciones en el piso superior, y de quienes sabía que estaban interesados en alquilar una de ellas.

Durante todo el trayecto, y también mientras presentaba los Estanyol a Pere y a su mujer y observaba cómo Bernat les enseñaba sus dineros, el padre Albert no dejó de coger por el hombro a Joanet. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? ¿Cómo no se había dado cuenta del calvario que vivía aquel pequeño? ¡Cuántas veces lo había visto quedarse ensimismado, con la mirada perdida en el infinito!

El padre Albert apretó contra sí al pequeño. Joanet se volvió hacia él y le sonrió.

La habitación era sencilla pero limpia, con dos jergones en el suelo por todo mobiliario y con el constante rumor de las olas como compañía. Arnau aguzó el oído para escuchar el trajín de los operarios en Santa María, justo a sus espaldas. Cenaron la consabida olla, preparada por la mujer de Pere. Arnau observó el plato, levantó la vista y sonrió a su padre. ¡Qué lejos quedaban ahora los mejunjes de Estranya! Los tres comieron con fruición, observados por la anciana, presta en todo momento a llenarles de nuevo las escudillas.

– A dormir -anunció Bernat, ya satisfecho-; mañana tenemos trabajo.

Joanet titubeó. Miró a Bernat, y cuando ya todos se habían levantado de la mesa, se volvió hacia la puerta de la casa.

– No es hora de salir, hijo -le dijo Bernat en presencia de los dos ancianos.

 

 

Son el hermano de mi madre y su hijo -explicó Margarida a su madrastra cuando ésta se extrañó de que Grau hubiera contratado a dos personas más para sólo siete caballos. Grau le había dicho que no quería saber nada de los caballos y, de hecho, ni siquiera bajó a inspeccionar las magníficas cuadras de la planta baja del palacio. Ella se ocupó de todo: eligió los animales y trajo consigo a su caballerizo mayor, Jesús, quien a su vez le aconsejó que contratara los servicios de un palafrenero con experiencia: Tomás.

Pero cuatro personas para siete caballos era excesivo, incluso para las costumbres de la baronesa, y así lo expresó en su primera visita a las cuadras tras la incorporación de los Estanyol. Isabel instó a Margarida a continuar.

– Eran campesinos, siervos de la tierra.

Isabel no dijo nada, pero la sospecha germinó en su interior. La muchacha prosiguió:

– El hijo, Arnau, fue el culpable de la muerte de mi hermano pequeño, Guiamon. ¡Los odio! No sé por qué los habrá contratado mi padre.

– Lo sabremos -masculló la baronesa con la mirada clavada en la espalda de Bernat, ocupado en aquellos momentos en cepillar uno de los caballos.

Aquella noche, sin embargo, Grau no hizo caso de las palabras de su esposa.

– Lo consideré oportuno -se limitó a contestar tras confirmar sus sospechas de que eran dos fugitivos. -Si mi padre se enterase…

– Pero no se enterará, ¿verdad, Isabel? -Grau observó a su esposa, que ya estaba vestida para cenar, una de las nuevas costumbres que había introducido en la vida de Grau y su familia. Tenía apenas veinte años y era extremadamente delgada, como Grau. Poco agraciada y carente de aquellas voluptuosas curvas con que en su día lo recibiera Guiamona, era, sin embargo, noble y su carácter también debía de serlo, pensó Grau-. No te gustaría que tu padre se enterase de que vives con dos fugitivos.

La baronesa lo miró con los ojos encendidos y abandonó la habitación.

Pese a la animadversión de la baronesa y de sus hijastros, Bernat demostró su valía con los animales. Sabía tratarlos, alimentarlos, limpiarles los cascos y las ranillas, curarlos si era menester y moverse entre ellos; si en algo podía decirse que carecía de experiencia era en los cuidados destinados al embellecimiento.

– Los quieren brillantes -le comentó un día a Arnau de camino a casa-, sin una mota de polvo. Hay que rascar y rascar para extraer la arena que se les introduce entre el pelo y después cepillarlos hasta que brillen.

– ¿Y las crines y las colas?

– Cortarlas, trenzarlas, enjaezarlas.

– ¿Para qué querrán unos caballos con tantos lacitos? Arnau tenía prohibido acercarse a los animales. Los admiraba en las cuadras; veía cómo respondían a los cuidados de su padre y disfrutaba cuando, a solas con él, le permitía acariciarlos. Excepcionalmente, en un par de ocasiones y a salvo de miradas indiscretas, Bernat lo encaramó a uno, a pelo, en la misma cuadra. Las funciones que le habían encomendado no le permitían abandonar el guadarnés. Allí limpiaba una y otra vez los arneses; engrasaba el cuero y lo frotaba con un trapo hasta que absorbía la grasa y la superficie de monturas y riendas resplandecía; limpiaba los frenos y los estribos y cepillaba las mantas y demás adornos hasta que desaparecía el último pelo de caballo, tarea que tenía que finalizar utilizando los dedos y las uñas como pinzas para poder extraer aquellas finas agujas que se clavaban en la tela y se confundían con ella. Después, cuando le sobraba tiempo, se dedicaba a frotar y frotar el carruaje que había adquirido Grau.

Con el transcurso de los meses, hasta Jesús tuvo que reconocer la valía del payés. Cuando Bernat entraba en cualquiera de las cuadras, los caballos ni siquiera se movían y, en la mayoría de ocasiones, lo buscaban. Los tocaba, los acariciaba y les susurraba para tranquilizarlos. Cuando era Tomàs el que entraba, los animales agachaban las orejas y se refugiaban junto a la pared más lejana al palafrenero mientras él les gritaba. ¿Qué le sucedía a aquel hombre? Hasta entonces había sido un palafrenero ejemplar, pensaba Jesús cada vez que oía un nuevo grito.

 

Todas las mañanas, cuando padre e hijo partían al trabajo, Joanet se volcaba en ayudar a Mariona, la esposa de Pere. Limpiaba, ordenaba y la acompañaba a comprar. Después, cuando ella se enfrascaba en hacer la comida, Joanet salía corriendo a la playa en busca de Pere. Éste había dedicado su vida a la pesca y aparte de las esporádicas ayudas que recibía de la cofradía, obtenía algunas monedas por contribuir a arreglar los aparejos; Joanet lo acompañaba, atento a sus explicaciones, y corría de un lugar a otro cuando el anciano pescador necesitaba alguna cosa.

Y en cuanto podía, se escapaba a ver a su madre.

– Esta mañana -le explicó un día-, cuando Bernat ha ido a pagarle a Pere, éste le ha devuelto parte de sus dineros. Le ha dicho que el pequeño… El pequeño soy yo, ¿sabes, madre? Me llaman el pequeño. Bueno, pues le ha dicho que como el pequeño ayudaba en la casa y en la playa, no tenía que pagarle mi parte.

La prisionera escuchaba, con la mano sobre la cabeza del niño. ¡Cómo había cambiado todo! Desde que vivía con los Estanyol su pequeño ya no se quedaba sentado, sollozando, esperando sus silenciosas caricias y alguna palabra de cariño, un cariño ciego. Ahora hablaba, le contaba cosas, ¡hasta reía!

– Bernat me ha dado un abrazo -continuó Joanet- y Arnau me ha felicitado.

La mano se cerró sobre el cabello del niño.

Y Joanet continuó hablando. Atropelladamente. De Arnau y Bernat, de Mariona, de Pere, de la playa, de los pescadores, de los aparejos que arreglaban, pero la mujer ya no lo escuchaba, satisfecha de que su hijo supiera por fin qué era un abrazo, de que su pequeño fuera feliz.

– Corre, hijo -lo interrumpió su madre intentando ocultar el temblor de su voz-.Te estarán esperando.

Desde el interior de su prisión, Joana oyó cómo su pequeño saltaba del cajón y salía corriendo y se lo imaginó saltando aquella tapia que pugnaba por desaparecer de sus recuerdos.

¿Qué sentido tenía ya? Había aguantado años a pan y agua entre aquellas cuatro paredes cuyo más pequeño recoveco habían recorrido cientos de veces sus dedos. Había luchado contra la soledad y la locura mirando al cielo por la diminuta ventana que le había concedido el rey, ¡magnánimo monarca! Había vencido a la fiebre y la enfermedad y todo lo había hecho por su pequeño, por acariciar su cabeza, por animarlo, por hacerle sentir que, pese a todo, no estaba solo en el mundo.

Ahora ya no lo estaba. ¡Bernat lo abrazaba! Era como si lo conociese. Había soñado con él mientras las horas se eternizaban. «Cuídalo, Bernat», le decía al aire. Ahora Joanet era feliz, y reía y corría, y…

Joana se dejó caer al suelo y se quedó sentada. Ese día no tocó el pan, ni el agua; su cuerpo no lo deseaba.

Joanet volvió un día más, y otro y otro, y ella escuchó cómo reía y hablaba del mundo con ilusión. De la ventana ya sólo salían sonidos apagados: sí, no, ve, corre, corre a vivir.

– Corre a disfrutar de esa vida que por mi culpa no tuviste -añadía en un susurro Joana, cuando el niño había saltado la tapia.

El pan se fue amontonando en el interior de la prisión de Joana.

– ¿Sabes qué ha sucedido, madre? -Joanet arrimó el cajón a la pared y se sentó en él; los pies todavía no le llegaban al suelo-. No. ¿Cómo ibas a saberlo? -Ya sentado, acurrucado, apoyó la espalda contra el muro, allí donde sabía que la mano de su madre buscaría su cabeza-.Te lo contaré. Es muy divertido. Resulta que ayer uno de los caballos de Grau…

Pero de la ventana no salió brazo alguno.

– ¿Madre? Escucha. Te digo que es divertido. Se trata de uno de los caballos…

Joanet volvió la mirada hacia la ventana.

– ¿Madre?

Esperó.

– ¿Madre?

Aguzó el oído por encima de los martillazos de los caldereros, que resonaban por todo el barrio: nada.

– ¡Madre! -gritó.

Se arrodilló sobre el cajón. ¿Qué podía hacer? Ella siempre le había prohibido que se acercase a la ventana.

– ¡Madre! -volvió a gritar alzándose hacia la abertura.

Ella siempre le había dicho que no mirase, que nunca intentase verla. Pero ¡no contestaba! Joanet se asomó a la ventana. El interior estaba demasiado oscuro.

Se encaramó hasta ella y pasó una pierna. No cabía. Sólo podía entrar de lado.

– ¿Madre? -repitió.

Agarrado a la parte superior de la ventana, colocó ambos pies sobre el alféizar y, de lado, saltó al interior.

– ¿Madre? -susurró mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

Esperó hasta que pudo vislumbrar un agujero que desprendía un hedor insoportable y en el otro lado, a su izquierda, junto a la pared, hecho un ovillo, sobre un jergón de paja, vio un cuerpo.

Joanet esperó. No se movía. El repiqueteo de los martillos sobre el cobre había quedado fuera.

– Quería contarte una cosa divertida -dijo acercándose. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas-. Te hubieras reído -balbuceó ya a su lado.

Joanet se sentó junto al cadáver de su madre. Joana había escondido el rostro entre sus brazos, como si intuyera que su hijo entraría en su celda, como si quisiera evitar que la viera en esas condiciones incluso después de muerta.

– ¿Puedo tocarte?

El pequeño acarició el cabello de su madre, sucio, enredado, seco, áspero.

– Has tenido que morir para que pudiéramos estar juntos.

Joanet estalló en llanto.

 

Bernat no dudó un momento cuando, de vuelta a casa, interrumpiéndose el uno al otro, en la misma puerta, Pere y su mujer le comunicaron que Joanet no había regresado. Nunca le habían preguntado adonde iba cuando desaparecía; suponían que a Santa María, pero nadie lo había visto por allí aquella tarde. Mariona se llevó una mano a la boca.

– ¿Y si le ha sucedido algo? -sollozó ella.

– Lo encontraremos -intentó tranquilizarla Bernat.

Joanet permaneció junto a su madre, primero deslizó su mano sobre el cabello, después lo entrelazó con sus dedos, desenredándolo. No intentó ver sus facciones. Después se levantó y miró hacia la ventana.

Anocheció.

– ¿Joanet?

Joanet volvió a mirar hacia la ventana.

– ¿Joanet? -oyó de nuevo desde el otro lado de la pared.

– ¿Arnau?

– ¿Qué pasa?

Le contestó desde el interior:

– Ha muerto.

– ¿Por qué no…?

– No puedo. Por dentro no tengo el cajón. Está demasiado alto.

 

«Huele muy mal», concluyó Arnau. Bernat volvió a golpear la puerta de la casa de Ponç el calderero. ¿Qué habría hecho el chiquillo, allí dentro, todo el día? Llamó de nuevo, con fuerza. ¿Por qué no atendía? En aquel momento se abrió la puerta y un gigante ocupó casi totalmente el marco de la puerta. Arnau retrocedió.

– ¿Qué queréis? -bramó el calderero, descalzo y con una camisa raída que le llegaba a la altura de las rodillas por toda vestimenta.

– Me llamo Bernat Estanyol y éste es mi hijo -dijo cogiendo a Arnau por un hombro y empujándolo hacia delante-, amigo de vuestro hijo Joa…

– Yo no tengo ningún hijo -lo interrumpió Ponç, haciendo ademán de cerrar la puerta.

– Pero tenéis mujer -contestó Bernat presionando la puerta con el brazo. Ponç cedió-. Bueno… -aclaró ante la mirada del calderero-, teníais. Ha muerto.

Ponç no se inmutó.

– ¿Y? -preguntó con un imperceptible encogimiento de hombros.

– Joanet está dentro con ella. -Bernat trató de imprimir a su mirada toda la dureza de la que era capaz-. No puede salir. -Ahí tendría que haber estado ese bastardo toda su vida. Bernat sostuvo la mirada del calderero apretando el hombro de su hijo. Arnau estuvo a punto de encogerse, pero cuando el calderero lo miró, aguantó erguido.

– ¿Qué pensáis hacer? -insistió Bernat. -Nada -contestó el calderero-. Mañana, cuando derribe la habitación, el niño podrá salir.

– No podéis dejar a un niño toda la noche…

– En mi casa puedo hacer lo que quiera.

– Avisaré al veguer -lo amenazó Bernat a sabiendas de lo inútil de su amenaza.

Ponç entrecerró los ojos y sin decir palabra desapareció en el interior de la casa dejando la puerta abierta. Bernat y Arnau esperaron hasta que volvió con una cuerda, que le entregó directamente a Arnau.


Date: 2016-03-03; view: 465


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