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SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA 3 page

Arnau permaneció unos instantes en silencio antes de intervenir de nuevo:

– Y ¿para qué sirve una madre que está en el cielo? No me acariciará, ni jugará conmigo, ni me besará, ni…

– Sí que lo hará. -Bernat recordó con claridad las explicaciones que le había dado su padre cuando él hacía esas mismas preguntas-: Envía a los pájaros para que te acaricien. Cuando veas un pájaro, mándale un mensaje a tu madre y verás que vuela hacia el cielo para entregárselo a la Virgen María; después se lo contaran unos a otros y alguno de ellos vendrá a piar y a revolotear alegremente a tu alrededor.

– Pero yo no entiendo a los pájaros.

– Aprenderás a hacerlo.

– Pero nunca podré verla…

– Sí…, sí que puedes verla. La puedes ver en algunas iglesias, y hasta puedes hablarle.

– ¿En las iglesias?

– Sí, hijo, sí. Está en el cielo y en algunas iglesias, y le puedes hablar a través de los pájaros o en esas iglesias. Ella te contestará a través de los pájaros o por las noches, cuando duermas, y te querrá y te mimará más que cualquier madre de las que ves.

– ¿Más que Habiba?

– Mucho más.

– ¿Y esta noche? -preguntó el niño-. Hoy no he hablado con ella.

– No te preocupes, yo lo he hecho por ti. Duérmete y lo verás.

 

 

Dos nuevos amigos se encontraban todos los días, y juntos corrían hasta la playa para ver los barcos, o vagaban y jugaban por las calles de Barcelona. Cada vez que lo hacían tras la tapia, cada vez que las voces de Josep, Genis o Margarida resonaban más allá del jardín de los Puig, Joanet veía cómo su amigo levantaba la vista al cielo como si buscara algo que flotara sobre las nubes.

– ¿Qué miras? -le preguntó un día.

– Nada -contestó Arnau.

Las risas aumentaron y Arnau volvió a mirar al cielo.

– ¿Subimos al árbol? -preguntó Joanet, creyendo que eran sus ramas lo que atraía la atención de su amigo.

– No -contestó Arnau, mientras localizaba con la vista un pájaro al que darle un mensaje para su madre.

– ¿Por qué no quieres subir al árbol? Así podremos ver…

¿Qué podía decirle a la Virgen María? ¿Qué se le decía a una madre? Joanet no le decía nada a la suya; sólo la escuchaba y asentía… o negaba, pero claro, él podía oír su voz y sentir sus caricias, pensó Arnau.

– ¿Subimos?

– No -gritó Arnau, logrando que la sonrisa de Joanet se borrara de sus labios-. Tú ya tienes una madre que te quiere, no necesitas espiar a las de los demás.



– Pero tú no tienes -le contestó Joanet-; si subimos…

¡Que la quería! Eso es lo que le decían a Guiamona sus hijos. «Dile eso, pajarillo. -Arnau lo vio volar hacia el cielo-. Dile que la quiero.»

– ¿Qué? ¿Subimos? -insistió Joanet ya con una mano en las ramas bajas.

– No. Yo tampoco lo necesito…-Joanet se soltó del árbol e interrogó a su amigo con la mirada-.Yo también tengo una madre.

– ¿Nueva? Arnau dudó.

– No lo sé. Se llama Virgen María.

– ¿Virgen María? ¿Y quién es ésa?

– Está en algunas iglesias. Yo sé que ellos -continuó, señalando hacia la tapia- iban a las iglesias, pero a mí no me llevaban. -Yo sé dónde están. -Arnau abrió los ojos de par en par-. Si quieres, te llevo. ¡A la más grande de Barcelona!

Como siempre, Joanet salió corriendo sin esperar la respuesta de su amigo, pero Arnau ya le tenía tomada la medida y lo alcanzó en un momento.

Corrieron hasta la calle de la Boquería y rodearon la judería por la calle del Bisbe hasta dar con la catedral.

– ¿Tú crees que ahí dentro estará la Virgen María? -le preguntó Arnau a su amigo señalando el enjambre de andamios que se levantaba sobre las paredes inacabadas. Siguió con la vista una gran piedra que se izaba gracias al esfuerzo de varios hombres que jalaban de una polea.

– Claro que sí -le contestó convencido Joanet-. Esto es una iglesia.

– ¡Esto no es una iglesia! -oyeron ambos que les decían a sus espaldas. Se volvieron y se toparon con un hombre rudo que llevaba un martillo y una escarpa en la mano-. Esto es la catedral -espetó, orgulloso de su trabajo como ayudante del maestro escultor-; nunca la confundáis con una iglesia.

Arnau miró con rabia a Joanet.

– ¿Dónde hay una iglesia? -le preguntó Joanet al hombre cuando éste ya se marchaba.

– Ahí mismo -les contestó para su sorpresa, señalando con la escarpa la misma calle por la que habían venido-, en la plaza de Sant Jaume.

A todo correr desanduvieron la calle del Bisbe hasta la plaza de Sant Jaume, donde vieron una pequeña construcción diferente de las demás, con infinidad de imágenes en relieve esculpidas en el tímpano de la puerta, a la que se accedía por una pequeña escalinata. Ninguno de los dos lo pensó dos veces. Entraron a toda prisa. El interior era oscuro y fresco, y antes de que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse a la penumbra, unas fuertes manos los agarraron por los hombros y tal como habían entrado fueron arrojados escaleras abajo.

– Estoy harto de deciros que no quiero correrías en la iglesia de Sant Jaume.

Arnau y Joanet se miraron haciendo caso omiso del sacerdote. ¡La iglesia de Sant Jaume! Tampoco aquélla era la iglesia de la Virgen María, se dijeron el uno al otro en silencio.

Cuando el cura desapareció, se levantaron; estaban rodeados por un grupo de seis muchachos, descalzos, harapientos y sucios como Joanet.

– Tiene muy mala uva -dijo uno de ellos haciendo un gesto con la cara hacia las puertas de la iglesia.

– Si queréis podemos deciros por dónde entrar sin que se dé cuenta -les dijo otro-, pero luego tendréis que arreglároslas solos. Si os pilla…

– No, nos da igual -contestó Arnau-. ¿Sabéis dónde hay otra iglesia?

– No os dejarán entrar en ninguna -afirmó un tercero.

– Eso es cosa nuestra -contestó Joanet.

– ¡Mira el pequeñín! -rió el mayor de todos adelantándose hacia Joanet. Le sacaba más de medio cuerpo de altura y Arnau temió por su amigo-. Todo lo que sucede en esta plaza es cosa nuestra, ¿entiendes? -le dijo, empujándolo.

Cuando Joanet reaccionó e iba a lanzarse sobre el chico mayor, algo captó la atención de todos desde el otro lado de la plaza.

– ¡Un judío! -gritó otro de los muchachos.

Todo el grupo salió corriendo en dirección a un niño en cuyo pecho destacaba el redondel rojo y amarillo y que puso pies en polvorosa en cuanto se percató de lo que se le venía encima. El pequeño judío logró alcanzar la puerta de la judería antes de que el grupo le diese alcance. Los muchachos se detuvieron en seco ante la entrada. Junto a Arnau y Joanet seguía, sin embargo, un niño más pequeño aún que Joanet, con los ojos abiertos de asombro ante el intento de éste de rebelarse contra el mayor.

– Ahí tenéis otra iglesia, detrás de la de Sant Jaume -les indicó-. Aprovechad para escapar, porque Pau -añadió señalando con la cabeza hacia el grupo, que ya se dirigía otra vez hacia ellos- volverá muy enfadado y la pagará con vosotros. Siempre se enfada cuando se le escapa un judío.

Arnau tiró de Joanet, que, desafiante, esperaba al tal Pau. Al final, cuando vio que los muchachos empezaban a correr hacia ellos, Joanet cedió a los tirones de su amigo.

Corrieron calle abajo, en dirección al mar, pero cuando se dieron cuenta de que Pau y los suyos -probablemente más preocupados por los judíos que transitaban su plaza- no los seguían, recuperaron el ritmo normal. Apenas habían recorrido una calle desde la plaza de Sant Jaume cuando se toparon con otra iglesia. Se pararon al pie de la escalera y se miraron. Joanet hizo un gesto con los ojos y la cabeza en dirección a las puertas. -Esperaremos -dijo Arnau.

En ese momento una anciana salió de la iglesia y descendió lentamente la escalera. Arnau no lo pensó dos veces.

– Buena mujer -le dijo cuando alcanzó la calzada-, ¿qué iglesia es ésta?

– La de Sant Miquel -contestó la mujer sin detenerse.

Arnau suspiró. Ahora Sant Miquel.

– ¿Dónde hay otra iglesia? -intervino Joanet al ver la expresión de su amigo.

– Justo al final de esta calle.

– ¿Y cuál es ésa? -insistió, y logró captar por primera vez la atención de la mujer.

– Ésa es la iglesia de Sant Just i Pastor. ¿Por qué tenéis tanto interés?

Los niños no contestaron y se separaron de la anciana, que los miró mientras se alejaban cabizbajos.

– ¡Todas las iglesias son de hombres! -espetó Arnau-.Tenemos que encontrar una iglesia de mujeres; seguro que allí estará la Virgen María.

Joanet continuó caminando pensativo.

– Conozco un sitio… -dijo al fin-.Todo son mujeres. Está en el extremo de la muralla, junto al mar. Lo llaman… -Joanet trató de recordar-. Lo llaman Santa Clara.

– Tampoco es la Virgen.

– Pero es una mujer. Seguro que tu madre está con ella. ¿Acaso estaría con un hombre que no fuera tu padre?

Bajaron por la calle de la Ciutat hasta el portal de la Mar, que se abría en la antigua muralla romana, junto al castillo Regomir, y desde donde partía el camino hacia el convento de Santa Clara, que cerraba las nuevas murallas por su extremo oriental, lindando con el mar. Tras dejar atrás el castillo Regomir doblaron a la izquierda y continuaron hasta dar con la calle de la Mar, que iba desde la plaza del Blat hasta la iglesia de Santa María de la Mar, donde se desgajaba en pequeñas callejuelas, todas ellas paralelas, que desembocaban en la playa. Desde allí, cruzando la plaza del Born y el Pla d'en Llull, se llegaba por la calle de Santa Clara hasta el convento del mismo nombre.

Pese a la ansiedad por encontrar la iglesia que buscaban, ninguno de los dos niños pudo vencer el impulso de detenerse junto a las mesas de los plateros situadas a ambos lados de la calle de la Mar. Barcelona era una ciudad próspera y rica y buena muestra de ello eran los numerosos objetos valiosos expuestos en aquellas mesas: vajillas de plata, jarras y vasos de metales preciosos con incrustaciones de piedras, collares, pulseras y anillos, cinturones, un sinfín de obras de arte que refulgían bajo el sol del verano y que Arnau y Joanet intentaban mirar antes de que el artesano los obligase a continuar su camino, a veces a gritos o a coscorrones.

De esa forma, corriendo delante del aprendiz de uno de los plateros, llegaron a la plaza de Santa María; a su derecha un pequeño cementerio, el fossar Mayor, y a su izquierda, la iglesia.

– Santa Clara está por… -empezó a decir Joanet, pero calló de repente. Aquello…, ¡aquello era impresionante!

– ¿Cómo lo habrán hecho? -se preguntó Arnau antes de quedarse con la boca abierta.

Delante de ellos se alzaba una iglesia, fuerte y resistente, seria, adusta, chata, sin ventanales y con unos muros de un grosor excepcional. Alrededor del templo habían limpiado y allanado el terreno. Un sinfín de estacas clavadas en el suelo y unidas por cuerdas, formando figuras geométricas, la rodeaba.

Circundando el ábside de la iglesia pequeña, se alzaban diez esbeltas columnas de dieciséis metros de altura, cuya piedra blanca resaltaba a través del andamiaje que las envolvía.

Los andamios, de madera, apoyados en la parte posterior de la iglesia subían y subían como inmensos escalones. Aun a la distancia a la que se encontraba, Arnau tuvo que levantar la vista para divisar el final de los andamios, muy por encima del de las columnas.

– Vamos -lo instó Joanet cuando se cansó de mirar el peligroso trajinar de los obreros por los andamios-; seguro que es otra catedral.

– Esto no es una catedral -oyeron a sus espaldas. Arnau y Joanet se miraron y sonrieron. Se volvieron e interrogaron con la mirada a un hombre fuerte y sudoroso cargado con una enorme piedra a sus espaldas. ¿Y qué es?, parecía decirle Joanet sonriendo-. La catedral la pagan los nobles y la ciudad; sin embargo esta iglesia, que será más importante y más bella que la catedral, la paga y la construye el pueblo.

El hombre ni siquiera se había detenido. El peso de la piedra parecía empujarlo hacia delante; con todo, les había sonreído.

Los dos niños lo siguieron hasta el costado de la iglesia, situado junto a otro cementerio, el fossar Menor.

– ¿Quiere que lo ayudemos? -preguntó Arnau.

El hombre resopló antes de volverse y sonreír de nuevo.

– Gracias, muchacho, pero será mejor que no.

Al final, se agachó y dejó la piedra en el suelo. Los niños la miraron y Joanet se acercó a ella para intentar moverla, pero no pudo. El hombre soltó una carcajada y Joanet le contestó con una sonrisa.

– Si no es una catedral -intervino Arnau señalando las altas columnas ochavadas-, ¿qué es?

– Esta es la nueva iglesia que está levantando el barrio de la Ribera en agradecimiento y devoción a Nuestra Señora, la Virgen…

Arnau dio un respingo.

– ¿LaVirgen María? -lo interrumpió con los ojos abiertos de par en par.

– Por supuesto, muchacho -le contestó el hombre revolviéndole el cabello-. La Virgen María, Nuestra Señora de la Mar.

– Y…, ¿y dónde está la Virgen María? -preguntó de nuevo Arnau, con la mirada puesta en la iglesia.

– Allí dentro, en esa pequeña iglesia, pero cuando terminemos ésta, tendrá el mejor templo que ninguna Virgen haya podido tener jamás.

¡Allí dentro! Arnau ni siquiera escuchó el resto. Allí dentro estaba su Virgen. De repente, un rumor los obligó a todos a levantar la vista: una bandada de pájaros había emprendido el vuelo desde lo más alto de los andamios.

 

 

El barrio de la Ribera de Mar de Barcelona, donde se estaba construyendo la iglesia en honor de la Virgen María, había crecido como un suburbio de la Barcelona carolíngia, cercada y fortificada por las antiguas murallas romanas. En sus inicios fue un simple barrio de pescadores, descargadores de barcos y todo tipo de gente humilde. Ya entonces existía allí una pequeña iglesia, llamada Santa María de las Arenas, emplazada en el lugar donde supuestamente había sido martirizada santa Eulàlia en el año 303. La pequeña iglesia de Santa María de las Arenas recibió ese nombre por hallarse edificada precisamente en las arenas de la playa de Barcelona, pero la misma sedimentación que había hecho impracticables los puertos de los que había gozado la ciudad, alejaron la iglesia de los arenales que configuraban la línea costera hasta hacerle perder su denominación original. Pasó entonces a llamarse Santa María de la Mar, porque si bien la costa se alejó de ella, no ocurrió lo mismo con la veneración de todos los hombres que vivían del mar.

El transcurso del tiempo, que ya había logrado despejar de arenales la pequeña iglesia, obligó también a la ciudad a buscar nuevos terrenos extramuros en los que dar cabida a la incipiente burguesía de Barcelona que ya no podía establecerse en el recinto romano. Y de los tres lindes de Barcelona, la burguesía optó por el oriental, aquel por el que transcurría el tráfico del puerto hasta la ciudad. Allí, en la misma calle de la Mar, se instalaron los plateros; las demás calles recibieron su nombre de los cambistas, algodoneros, carniceros y panaderos, vinateros y queseros, sombrereros, espaderos y multitud de otros artesanos. También se levantó allí una alhóndiga donde se alojaban los mercaderes extranjeros de visita en la ciudad, y se construyó la plaza del Born, a espaldas de Santa María, donde se celebraban justas y torneos. Pero no sólo los ricos artesanos se sintieron atraídos por el nuevo barrio de la Ribera; también muchos nobles se trasladaron allí, de la mano del senescal Guillem Ramon de Monteada, a quien el conde de Barcelona, Ramon Berenguer IV, cedió los terrenos que dieron lugar a la calle que llevaba su nombre, que desembocaba en la plaza del Born, junto a Santa María de la Mar, y en la que se alzaron grandes y lujosos palacios.

Después de que el barrio de la Ribera de la Mar de Barcelona se convirtiera en un lugar próspero y rico, la antigua iglesia románica a la que acudían los pescadores y demás gente de la mar a venerar a su patrona se quedó pequeña y pobre para sus prósperos y ricos parroquianos. Sin embargo, los esfuerzos económicos de la iglesia barcelonesa y de la realeza se dirigían exclusivamente a la reconstrucción de la catedral de la ciudad.

Los parroquianos de Santa María de la Mar, ricos y pobres, unidos por la devoción a la Virgen, no desfallecieron ante la falta de apoyo y, de la mano del recién nombrado archidiácono de la Mar, Bernat Llull, solicitaron a las autoridades eclesiásticas el permiso para alzar lo que querían que fuera el mayor monumento a la Virgen María. Y lo obtuvieron.

Santa María de la Mar se empezó a construir, pues, por y para el pueblo, de lo cual dio fe la primera piedra del edificio que se colocó en el lugar exacto donde iría el altar mayor y en la que, a diferencia de lo que ocurría con las construcciones que contaban con el apoyo de las autoridades, tan sólo se esculpió el escudo de la parroquia en señal de que la fábrica, con todos sus derechos, pertenecía única y exclusivamente a los parroquianos que la habían construido: los ricos, con sus dineros; los humildes, con su trabajo. Desde que se colocó la primera piedra, un grupo de feligreses y prohombres de la ciudad llamados laVigesimoquinta debía reunirse, cada año, con el rector de la parroquia para, asistidos de un notario, entregarle las llaves de la iglesia para ese año.

Arnau observó al hombre de la piedra. Todavía sudoroso, jadeante, sonreía mientras miraba hacia la construcción.

– ¿Podría verla? -preguntó Arnau.

– ¿A la Virgen? -preguntó a su vez el hombre dirigiendo su sonrisa hacia el pequeño.

¿Y si los niños no podían entrar solos en las iglesias?, se preguntó Arnau. ¿Y si tenían que hacerlo con sus padres? ¿Qué les había dicho el sacerdote de Sant Jaume?

– Por supuesto. La Virgen estará encantada de que unos niños como vosotros la visitéis.

Arnau rió, nervioso. Después miró a Joanet. -¿Vamos? -le instó.

– ¡Ehhh! Un momento -les dijo el hombre-; yo tengo que volver al trabajo. -Miró a los operarios que trabajaban la piedra-. Àngel -le gritó a un muchacho de unos doce años que se acercó a ellos corriendo-, acompaña a estos niños a la iglesia. Dile al cura que quieren ver a la Virgen.

El hombre volvió a revolver el cabello de Arnau y desapareció en dirección al mar. Arnau y Joanet se quedaron con el tal Àngel, pero cuando el muchacho los miró, ambos bajaron la vista. -¿Queréis ver a la Virgen? Su voz sonó sincera. Arnau asintió y le preguntó: -Tú… ¿la conoces?

– Claro -rió Àngel-. Es la Virgen de la Mar, mi Virgen. ¡Mi padre es barquero! -añadió con orgullo-.Venid.

Los dos lo siguieron hasta la entrada de la iglesia, Joanet con los ojos muy abiertos, Arnau cabizbajo.

– ¿Tienes madre? -preguntó de repente. -Sí, claro -contestó Àngel sin dejar de andar delante de ellos. A sus espaldas, Arnau sonrió a Joanet. Cruzaron las puertas de Santa María, y Arnau y Joanet se detuvieron hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Olía a cera y a incienso. Arnau comparó las altas y esbeltas columnas que se alzaban por fuera con las del interior de la iglesia: bajas, cuadradas y gruesas. La única luz que penetraba lo hacía por unas ventanas estrechas, alargadas y hundidas en los anchos muros de la construcción, que dejaban aquí y allá rectángulos amarillos sobre el suelo. Colgando del techo, en las paredes, en todas partes, había barcos: algunos laboriosamente trabajados, otros más toscos.

– Vamos -les susurró Àngel.

Mientras se dirigían hacia el altar, Joanet señaló a varias personas postradas de rodillas en el suelo y que les habían pasado inadvertidas al principio. Al pasar junto a ellas, el murmullo de sus oraciones extrañó a los niños.

– ¿Qué hacen? -preguntó Joanet acercándose al oído de Arnau.

– Rezan -le contestó éste.

Su tía Guiamona, cuando volvía de la iglesia con sus primos, lo obligaba a rezar, arrodillado en su dormitorio, frente a una cruz.

Cuando estuvieron ante el altar, un sacerdote delgado se les acercó. Joanet se colocó detrás de Arnau.

– ¿Qué te trae por aquí, Àngel? -preguntó el hombre en voz baja, pero mirando no obstante a los dos niños.

El sacerdote tendió la mano hacia Àngel, ante la que el joven se inclinó.

– Estos dos chicos, padre. Quieren ver a la Virgen.

Los ojos del sacerdote brillaron en la oscuridad al dirigirse a Arnau.

– Allí la tenéis -dijo señalando hacia el altar.

Arnau siguió la dirección que indicaba el sacerdote hasta dar con una pequeña y sencilla figura de mujer esculpida en piedra, con un niño sobre su hombro derecho y un barco de madera a sus pies. Entornó los ojos; las facciones de la mujer eran serenas. ¡Su madre!

– ¿Cómo os llamáis? -preguntó el sacerdote.

– Arnau Estanyol -contestó el uno.

– Joan, pero me llaman Joanet -respondió el otro.

– ¿Y de apellido?

La sonrisa desapareció del rostro de Joanet. Ignoraba cuál era su apellido. Su madre le había dicho que no debía utilizar el de Ponç el calderero, que si éste se enteraba, se enfadaría mucho, pero que tampoco utilizase el de ella. Nunca había tenido que decirle a nadie su apellido. ¿Por qué querría saberlo ahora ese sacerdote? Pero el cura insistía con la mirada.

– Igual que él -dijo al fin-. Estanyol.

Arnau se giró hacia él y leyó una súplica en los ojos de su amigo.

– Entonces sois hermanos.

– S…, sí -atinó a balbucear Joanet ante la silenciosa complicidad de Arnau.

– ¿Sabéis rezar?

– Sí -contestó Arnau.

– Yo no… todavía -añadió Joanet.

– Pues que te enseñe tu hermano mayor -le dijo el sacerdote-. Podéis rezar a la Virgen. Ven conmigo, Àngel, quisiera darte un recado para tu maestro. Hay allí unas piedras…

La voz del cura se fue perdiendo a medida que se alejaban; los dos niños quedaron frente al altar.

– ¿Habrá que rezar de rodillas? -le susurró Joanet a Arnau. Arnau volvió la vista hacia las sombras que le señalaba Joanet, y cuando éste ya se dirigía hacia los reclinatorios de seda roja que había frente al altar mayor, lo agarró del brazo.

– La gente se arrodilla en el suelo -le dijo también en un susurro señalando a los parroquianos-, pero además están rezando.

– ¿Y qué vas a hacer tú?

– Yo no rezo. Estoy hablando con mi madre. Tú no te arrodillas cuando hablas con tu madre, ¿verdad? Joanet lo miró. No, no lo hacía…

– Pero el cura no ha dicho que pudiéramos hablar con ella; sólo que podíamos rezar.

– Ni se te ocurra decirle nada al cura. Si lo haces, le diré que le has mentido y que no eres mi hermano.

Joanet se quedó junto a Arnau y se entretuvo mirando los numerosos barcos que adornaban la iglesia. Le hubiera gustado tener uno de aquellos barcos. Se preguntó si podrían flotar. Seguro que sí; si no, ¿para qué los habían tallado? Podría poner uno de aquellos barcos en la orilla del mar y…

Arnau tenía la vista fija en la figura de piedra. ¿Qué podía decirle? ¿Le habrían llevado el mensaje los pájaros? Les había dicho que la quería, se lo había dicho muchas veces.

«Mi padre me ha dicho que aunque era mora está contigo, pero que no puedo decírselo a nadie, porque la gente dice que los moros no van al cielo -siguió murmurando-. Era muy buena. Ella no tuvo la culpa de nada. Fue Margarida.»

Arnau miraba fijamente a la Virgen. Decenas de velas encendidas la rodeaban. El aire vibraba alrededor de la figura de piedra.

«¿Está contigo Habiba? Si la ves, dile que también la quiero. No te enfadas porque la quiera, ¿verdad?, aunque sea mora.»

Arnau, a través de la oscuridad, el aire y el titilar de las decenas de velas, observó cómo los labios de la pequeña figura de piedra se curvaban en una sonrisa.

– ¡Joanet! -le dijo a su amigo.

– ¿Qué?

Arnau señaló a la Virgen, pero ahora sus labios… ¿Tal vez la Virgen no quería que nadie más la viera sonreír? Tal vez fuera un secreto.

– ¿Qué? -insistió Joanet.

– Nada, nada.

– ¿Ya habéis rezado?

La presencia de Àngel y el clérigo los sorprendió.

– Sí -contestó Arnau.

– Yo no…-empezó a excusarse Joanet.

– Lo sé, lo sé -lo interrumpió cariñosamente el sacerdote acariciándole el cabello-.Y tú, ¿qué has rezado?

– El Ave María -contestó Arnau.

– Preciosa oración.Vamos, pues -añadió el cura mientras los acompañaba hasta la puerta.

– Padre -le dijo Arnau una vez en el exterior-, ¿podremos volver?

El sacerdote les sonrió.

– Por supuesto, pero espero que cuando lo hagáis, hayas enseñado a rezar a tu hermano. -Joanet aceptó con seriedad las dos palmadas que el sacerdote le propinó en las mejillas-.Volved cuando queráis -añadió éste-; siempre seréis bienvenidos.

Àngel empezó a andar en dirección al lugar en el que se amontonaban las piedras. Arnau y Joanet lo siguieron.


Date: 2016-03-03; view: 596


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