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SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA 2 page

La descolgaron en cuanto Grau abandonó el taller, pero ni siquiera supieron por dónde coger el cuerpo. Estranya corrió al taller llevando aceite y ungüentos, pero cuando se enfrentó con aquella masa de carne sanguinolenta se limitó a negar con la cabeza. Arnau lo presenciaba todo desde cierta distancia, quieto, con lágrimas en los ojos; Bernat intentó que se fuera, pero el niño se opuso. Esa misma noche Habiba falleció. La única señal que anunció su muerte fue que la mora dejó de emitir aquel constante quejido, semejante al llanto de un recién nacido, que los había perseguido durante todo el día.

Grau escuchó el recado de su cuñado de boca de Jaume. Era lo último que necesitaba: los dos Estanyol, con sus lunares en el ojo, recorriendo Barcelona, buscando trabajo, hablando de él con quien quisiera escucharlos…, y habría muchas personas dispuestas a hacerlo ahora que él estaba alcanzando la cima. Se le encogió el estómago y se le secó la boca: Grau Puig, prohombre de Barcelona, cónsul de la cofradía de ceramistas, miembro del Consejo de Ciento, dedicándose a proteger a payeses fugitivos. Los nobles estaban en su contra. Cuanto más ayudaba Barcelona al rey Alfonso, menos dependía éste de los señores feudales y menores eran los beneficios que los nobles podían obtener del monarca. ¿Y quién había sido el principal valedor de la ayuda al rey? Él. ¿Y a quiénes perjudicaba la huida de los siervos del campo? A los nobles con tierras. Grau negó con la cabeza y suspiró. ¡Maldita fuera la hora en que permitió que aquel payés se alojara en su casa! -Haz que venga -le ordenó a Jaume. -Me ha dicho Jaume -dijo Grau a su cuñado en cuanto lo tuvo delante- que pretendes dejarnos.

Bernat asintió con la cabeza.

– Y ¿qué piensas hacer?

– Buscaré trabajo para mantener a mi hijo.

– No tienes ningún oficio. Barcelona está llena de gente como tú: campesinos que no han podido vivir de sus tierras, que no encuentran trabajo y que al final mueren de hambre. Además -añadió-, ni siquiera tienes en tu poder la carta de vecindad, por más que lleves el tiempo suficiente en la ciudad.

– ¿Qué es eso de la carta de vecindad? -preguntó Bernat.

– Es el documento que acredita que llevas un año y un día residiendo en Barcelona y que por lo tanto eres ciudadano libre, no sometido a señorío.

– ¿Dónde se consigue ese documento?

– Lo conceden los prohombres de la ciudad.

– Lo pediré.

Grau miró a Bernat. Iba sucio, vestido con una simple camisa raída y esparteñas. Se lo imaginó frente a los prohombres de la ciudad, después de haber contado su historia a decenas de escribientes: el cuñado y el sobrino de Grau Puig, prohombre de la ciudad, ocultos en su taller durante años. La noticia correría de boca en boca. Él mismo había utilizado situaciones como aquélla para atacar a sus enemigos.



– Siéntate -lo invitó-. Cuando Jaume me ha contado tus intenciones, he hablado con tu hermana Guiamona -mintió para excusar su cambio de actitud- y me ha rogado que me apiade de ti.

– No necesito piedad -lo interrumpió Bernat, pensando en Arnau sentado sobre el jergón, con la mirada perdida-. Llevo años trabajando duramente a cambio de…

– Ése fue el trato -lo cortó Grau-, y tú lo aceptaste. En aquel momento te interesaba.

– Es posible -reconoció Bernat-, pero no me vendí como esclavo y ahora ya no me interesa.

– Olvidémonos de la piedad. No creo que encuentres trabajo en toda la ciudad y menos si no puedes acreditar que eres ciudadano libre. Sin ese documento sólo lograrás que se aprovechen de ti. ¿Sabes cuántos siervos de la tierra andan vagando por ahí, sin hijos a sus espaldas, aceptando trabajar de balde, única y exclusivamente para poder residir un año y un día en Barcelona? No puedes competir con ellos. Antes de que te den la carta de vecindad ya te habrás muerto de hambre, tú… o tu hijo, y pese a lo que ha sucedido no podemos permitir que el pequeño Arnau corra la misma suerte que nuestro Guiamon. Con uno basta. Tu hermana no lo resistiría. -Bernat guardó silencio a la espera de que su cuñado continuase-. Si te interesa -dijo Grau, enfatizando la palabra-, puedes seguir trabajando aquí, en las mismas condiciones… y con la paga que le correspondería a un obrero no cualificado, de la que se te descontarían la cama y la comida, tuya y de tu hijo.

– ¿Y Arnau?

– ¿Qué pasa con el niño? -Prometiste tomarlo como aprendiz. -Y así lo haré… cuando cumpla la edad. -Lo quiero por escrito. -Lo tendrás -se comprometió Grau. -¿Y la carta de vecindad?

Grau asintió con la cabeza. A él no le sería difícil conseguirla… con discreción.

 

 

– Declaramos ciudadanos libres de Barcelona a Bernat Estanyol y a su hijo, Arnau…» ¡Por fin! Bernat notó un escalofrío al escuchar las titubeantes palabras del hombre que leía los documentos. Había dado con él en las atarazanas, después de preguntar dónde podía encontrar a alguien que supiera leer, y le había ofrecido una pequeña escudilla a cambio del favor. Con el rumor de las atarazanas de fondo, el olor a brea y la brisa marina acariciándole el rostro, Bernat escuchó la lectura del segundo documento: Grau tomaría a Arnau como aprendiz cuando éste cumpliera diez años y se comprometía a enseñarle el oficio de alfarero. Su hijo era libre y algún día podría ganarse la vida y defenderse en esa ciudad.

Bernat se desprendió sonriente de la prometida escudilla y se encaminó de vuelta al taller. Que les hubieran concedido la carta de vecindad significaba que Llorenç de Bellera no los había denunciado a las autoridades, que no se había abierto ninguna causa criminal contra él. ¿Habría sobrevivido el muchacho de la forja?, se preguntó. Aun así… «Quédate con nuestras tierras, señor de Bellera; nosotros nos quedamos con nuestra libertad», murmuró Bernat, desafiante. Los esclavos de Grau y el propio Jaume interrumpieron sus labores al ver llegar a Bernat, radiante de felicidad. Todavía quedaban restos de la sangre de Habiba en el suelo. Grau había ordenado que no se limpiaran. Bernat intentó no pisarlos y mudó el semblante.

– Arnau -le susurró a su hijo aquella noche, tumbados los dos sobre el jergón que compartían. -Decidme, padre.

– Ya somos ciudadanos libres de Barcelona. Arnau no contestó. Bernat buscó la cabeza del niño y se la acarició; sabía lo poco que significaba aquello para un niño al que habían arrebatado la alegría. Bernat escuchó la respiración de los esclavos y continuó acariciando la cabeza de su hijo, pero una duda le asaltaba: ¿accedería el chico a trabajar para Grau algún día? Aquella noche Bernat tardó en conciliar el sueño.

Todas las mañanas, cuando amanecía y los hombres iniciaban sus labores,Arnau abandonaba el taller de Grau.Todas las mañanas,Bernat intentaba hablar con él y animarlo. Tienes que buscar amigos, quiso decirle en una ocasión, pero antes de que pudiera hacerlo Arnau le dio la espalda y se dirigió cansinamente hasta la calle. Disfruta de tu libertad, hijo, quiso decirle en otra, cuando el muchacho se quedó mirándolo tras hacer él ademán de hablarle. Sin embargo, justo cuando iba a hacerlo, una lágrima corrió por la mejilla de su niño. Bernat se arrodilló y sólo pudo abrazarlo. Después, vio cómo cruzaba el patio, arrastrando los pies. Cuando, una vez más, Arnau sorteó las manchas de sangre de Habiba, el látigo de Grau volvió a restallar en la cabeza de Bernat. Se prometió que nunca más volvería a ceder ante el látigo: una vez había sido suficiente.

Bernat corrió tras su hijo, que se volvió al oír sus pasos. Cuando se encontró a la altura de Arnau, empezó a rascar con el pie la tierra endurecida en la que permanecían expuestas las manchas de sangre de la mora. El rostro de Arnau se iluminó y Bernat rascó con más fuerza.

– ¿Qué haces? -gritó Jaume desde el otro extremo del patio.

Bernat se quedó helado. El látigo volvió a restallar en su recuerdo.

– Padre.

Con la punta de su esparteña, Arnau arrastró lentamente la tierra ennegrecida que Bernat acababa de rascar.

– ¿Qué haces, Bernat? -repitió.

Bernat no contestó. Transcurrieron unos segundos, Jaume se volvió y vio a todos los esclavos quietos… con la mirada clavada en él.

– Tráeme agua, hijo -lo instó Bernat aprovechando la duda de Jaume.

Arnau salió disparado y, por primera vez en varios meses, Bernat lo vio correr. Jaume asintió.

Padre e hijo, arrodillados, en silencio, rascaron la tierra hasta limpiar las huellas de la injusticia.

– Ve a jugar, hijo -le dijo Bernat aquella mañana cuando dieron por terminado el trabajo.

Arnau bajó la mirada. Le habría gustado preguntarle con quién debía hacerlo. Bernat le revolvió el cabello antes de empujarlo hacia la puerta. Cuando Arnau se encontró en la calle se limitó, como todos los días, a rodear la casa de Grau y encaramarse a un tupido árbol que se alzaba por encima de la tapia que daba al jardín. Allí, escondido, esperaba a que salieran sus primos, acompañados de Guiamona.

– ¿Por qué ya no me quieres? -murmuraba-.Yo no tuve la culpa.

Sus primos parecían contentos. La muerte de Guiamon se iba diluyendo en el tiempo y sólo el rostro de su madre reflejaba la pena del recuerdo. Josep y Genis fingían pelearse, mientras Margarida los observaba sentada junto a su madre, que apenas se despegaba de ella. Arnau, escondido en su árbol, sentía el aguijón de la nostalgia al recordar aquellos abrazos.

Una mañana tras otra, Arnau se encaramaba a aquel árbol.

– ¿A ti ya no te quieren? -oyó que le preguntaban un día.

El sobresalto le hizo perder momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caer desde lo alto.

Arnau miró a su alrededor buscando quién le hablaba, pero no logró ver a nadie.

– Aquí -oyó.

Miró hacia el interior del árbol, de donde había partido la voz, pero tampoco consiguió vislumbrar nada. Al final vio moverse unas ramas, entre las que pudo distinguir la figura de un niño que lo saludaba con la mano, muy serio y sentado a horcajadas en uno de los nudos del árbol.

– ¿Qué haces tú aquí… sentado en mi árbol? -le preguntó secamente Arnau.

El niño, sucio y mugriento, no se inmutó. -Lo mismo que tú -le contestó-. Mirar. -Tú no puedes mirar -afirmó Arnau. -¿Por qué? Llevo mucho tiempo haciéndolo. Antes también te veía a ti. -El niño sucio guardó silencio durante unos instantes-. ¿Ya no te quieren? ¿Por qué lloras tanto?

Arnau notó que le empezaba a resbalar una lágrima por la mejilla y sintió rabia: lo había estado espiando.

– Baja de ahí -le ordenó una vez en el suelo. El niño se descolgó ágilmente y se plantó frente a él. Arnau le sacaba una cabeza pero el niño no parecía asustado.

– ¡Me has estado espiando! -lo acusó Arnau.

– Tú también espiabas -se defendió el pequeño.

– Sí, pero son mis primos y yo puedo hacerlo. -Entonces, ¿por qué no juegas con ellos como hacías antes? Arnau no pudo resistir más y dejó escapar un sollozo. Su voz tembló cuando intentó responder a la pregunta.

– No te preocupes -le dijo el pequeño tratando de tranquilizarlo-, yo también lloro muchas veces.

– ¿Y tú por qué lloras? -preguntó Arnau balbuceando.

– No sé… A veces lloro cuando pienso en mi madre.

– ¿Tienes madre?

– Sí, pero…

– ¿Y qué haces aquí si tienes madre? ¿Por qué no estás jugando con ella?

– No puedo estar con ella.

– ¿Por qué? ¿No está en tu casa?

– No… -contestó el niño titubeando-. Sí que está en casa.

– Entonces, ¿por qué no estás con ella?

El muchachito sucio y mugriento no respondió.

– ¿Está enferma? -insistió Arnau.

Negó con la cabeza.

– Está bien -afirmó.

– ¿Entonces? -volvió a insistir Arnau.

El niño lo miró con expresión desconsolada. Se mordió varias veces el labio inferior y al final se decidió:

– Ven -le dijo tirando de la manga de la camisa de Arnau-. Sigúeme.

El pequeño desconocido salió corriendo a una velocidad sorprendente para su corta estatura. Arnau lo siguió tratando de no perderlo de vista, cosa que le fue fácil mientras recorrieron el abierto y amplio barrio de los ceramistas pero que se fue complicando a medida que se adentraban en el interior de Barcelona; las angostas callejuelas de la ciudad, llenas de gente y de puestos de artesanos, se convertían en verdaderos embudos por los que resultaba casi imposible transitar.

Arnau no sabía dónde estaba, pero le traía sin cuidado; su único objetivo era no perder de vista la ágil y rápida figura de su compañero, que corría entre la gente y las mesas de los artesanos causando la indignación de unos y otros. Arnau, más torpe cuando debía esquivar a los transeúntes, pagaba las consecuencias de la estela de enojo que iba dejando el muchacho y recibía gritos e improperios. Uno alcanzó a propinarle un coscorrón y otro trató de detenerlo agarrándolo de la camisa, pero Arnau se zafó de ambos aunque, con tantos tropiezos, perdió el rastro de su guía y de repente se encontró solo, en la entrada de una gran plaza repleta de gente.

Conocía aquella plaza. Estuvo allí una vez con su padre. «Ésta es la plaza del Blat -dijo-, el centro de Barcelona. ¿Ves aquella piedra en el centro de la plaza?» Arnau miró hacia donde señalaba su padre. «Pues esa piedra significa que a partir de ahí la ciudad se divide en cuartos: el de la Mar, el de Framenors, el del Pi y el de la Salada o de Sant Pere.» Llegó a la plaza por la calle de los sederos y, parado bajo el portal del castillo del Veguer, Arnau intentó distinguir la silueta del niño sucio, pero la multitud que se aglomeraba en ella se lo impidió. Junto a él, a un lado del portal, estaba el matadero principal de la ciudad y, al otro, unas mesas en las que se vendía pan cocido. Arnau se esforzó por encontrar al pequeño entre los bancos de piedra de ambos lados de la plaza, ante los que se movían los ciudadanos. «Este es el mercado del trigo -le había explicado Bernat-.A un lado, en aquellos bancos, venden el trigo los revendedores y los tenderos de la ciudad, y en el otro lado, en esos otros bancos, lo hacen los campesinos que acuden a la ciudad a vender su cosecha.» Arnau no daba con el niño sucio que lo había llevado hasta allí ni a un lado ni al otro, ni entre la gente que regateaba los precios o compraba trigo.

Mientras trataba de encontrarlo, de pie bajo el portal mayor, Arnau fue empujado por la gente que trataba de acceder a la plaza. Intentó esquivarla acercándose a las mesas de los panaderos, pero en cuanto su espalda tocó una mesa, Arnau recibió un doloroso pescozón.

– ¡Fuera de aquí, mocoso! -le gritó el panadero. Arnau volvió a verse envuelto por la gente, el bullicio y el griterío del mercado, sin saber adonde dirigirse y empujado de un lado al otro por personas que le superaban en altura y que, cargados de sacos de cereal, no reparaban en él.

Arnau empezaba a marearse cuando, de la nada, apareció frente a él aquella cara picara y sucia que había estado persiguiendo por media Barcelona.

– ¿Qué haces ahí parado? -le preguntó el niño levantando la voz para hacerse oír.

Arnau no le contestó. Esta vez optó por agarrar con firmeza la camisa del niño y se dejó arrastrar a lo largo de toda la plaza hasta la calle Bòria. Tras recorrerla, llegaron al barrio de los caldereros, en cuyas pequeñas callejuelas resonaban los golpes de los martillos sobre el cobre y el hierro. Por aquella zona no corrieron; Arnau, exhausto y aún aferrado a la manga del niño, obligó a su descuidado e impaciente guía a aminorar el paso.

– Ésta es mi casa -le dijo finalmente el niño señalándole una pequeña construcción de un solo piso. Ante la puerta había una mesa llena de calderos de cobre de todos los tamaños, donde trabajaba un hombre corpulento que ni siquiera los miró-. Aquél era mi padre -añadió una vez que hubieron pasado de largo la fachada del edificio.

– ¿Por qué no…? -empezó a preguntar Arnau volviendo la mirada hacia la casa.

– Espera -lo interrumpió el niño sucio.

Siguieron callejón arriba y rodearon los pequeños edificios hasta dar con la zona posterior, en la que se abrían los huertos anejos a las casas. Cuando llegaron al que correspondía a la casa del niño, Arnau observó cómo éste se encaramaba a la tapia que cerraba el huerto y le animaba a imitarle.

– ¿Por qué…?

– ¡Sube! -le ordenó el niño, sentado a horcajadas sobre la tapia.

Los dos saltaron al interior del pequeño huerto, pero entonces el niño se quedó parado, con la mirada fija en una construcción aneja a la casa, una pequeña habitación que en la pared que daba al huerto, a bastante altura, tenía una pequeña abertura en forma de ventana. Arnau dejó transcurrir unos segundos, pero el niño no se movió.

– ¿Y ahora? -preguntó al fin.

El niño se volvió hacia Arnau.

– ¿Qué…?

Pero el golfillo no le hizo caso. Arnau se quedó quieto mientras su acompañante cogía una caja de madera y la colocaba bajo la ventana; después se encaramó a ella con la vista fija en el ventanuco.

– Madre -susurró el pequeño.

El pálido brazo de una mujer asomó con esfuerzo, rozando los bordes de la abertura; el codo quedó a la altura del alféizar y la mano, sin necesidad de tantear, empezó a acariciar el cabello del niño.

– Joanet -oyó Arnau que decía una voz dulce-, hoy has venido antes; el sol todavía no ha alcanzado el mediodía.

Joanet se limitó a asentir con la cabeza.

– ¿Sucede algo? -insistió la voz.

Joanet se tomó unos segundos antes de contestar. Sorbió por la nariz y dijo:

– He venido con un amigo.

– Me alegro de que tengas amigos. ¿Cómo se llama?

– Arnau.

«¿Cómo sabe mi…? ¡Claro! Me espiaba», pensó Arnau.

– ¿Está ahí?

– Sí, madre.

– Hola, Arnau.

Arnau miró hacia la ventana. Joanet se giró hacia él.

– Hola…, señora -musitó, inseguro de qué debía decir a una voz que salía de una ventana.

– ¿Qué edad tienes? -lo interrogó la mujer.

– Ocho años…, señora.

– Eres dos años mayor que mi Joanet, pero espero que os llevéis bien y conservéis siempre vuestra amistad. No hay nada mejor en este mundo que un buen amigo; tenedlo siempre en cuenta.

La voz no volvió a decir nada más. La mano de la madre de Joanet siguió acariciándole el cabello mientras Arnau observaba cómo el pequeño, sentado sobre el cajón de madera apoyado en la pared, con las piernas colgando, se quedaba inmóvil bajo aquellas caricias.

– Id a jugar -dijo de repente la mujer mientras la mano se retiraba-. Adiós, Arnau. Cuida bien de mi niño, ya que tú eres mayor que él. -Arnau esbozó un adiós que no llegó a salir de su garganta-. Hasta luego, hijo -añadió la voz-. ¿Vendrás a verme?

– Claro que sí, madre.

– Marchaos ya.

 

Los dos chicos volvieron al bullicio de las calles de Barcelona y deambularon sin rumbo. Arnau esperó a que Joanet se explicase, pero como no lo hacía, por fin se atrevió a preguntar:

– ¿Por qué no sale tu madre al huerto?

– Está encerrada -le contestó Joanet.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Sólo sé que lo está.

 

– ¿Y por qué no entras tú por la ventana?

– Ponç me lo tiene prohibido.

– ¿Quién es Ponç?

– Ponçes mi padre.

– ¿Y por qué te lo tiene prohibido?

– No sé por qué.

– ¿Por qué le llamas Ponç y no padre?

– También me lo tiene prohibido.

Arnau se paró en seco y tiró de Joanet hasta que lo tuvo cara a cara.

– Y tampoco sé por qué -se le adelantó el muchacho.

Siguieron paseando; Arnau intentaba entender aquel galimatías y Joanet esperaba la siguiente pregunta de su nuevo compañero.

– ¿Cómo es tu madre? -se decidió Arnau al fin.

– Siempre ha estado ahí encerrada -contestó Joanet, haciendo esfuerzos por esbozar una sonrisa-. Una vez que Ponç estaba fuera de la ciudad intenté colarme por la ventana pero ella no me lo permitió. Dijo que no quería que la viera.

– ¿Por qué sonríes?

Joanet siguió caminando algunos metros antes de contestar:

– Ella siempre me dice que debo sonreír.

Durante el resto de la mañana, Arnau recorrió cabizbajo las calles de Barcelona tras aquel niño sucio que nunca había visto el rostro de su madre.

 

– Su madre le acaricia la cabeza a través de una ventanita que hay en la habitación -le susurró Arnau a su padre esa misma noche, tumbados ambos en el jergón-. No la ha visto nunca. Su padre no le deja, y ella tampoco.

Bernat acariciaba la cabeza de su hijo como Arnau le había contado que hacía la madre de su nuevo amigo. Los ronquidos de los esclavos y aprendices que compartían el espacio con ellos rompieron el silencio que se hizo entre ambos. Bernat se preguntó qué delito habría cometido aquella mujer para merecer tal castigo.

Ponç, el calderero, no habría dudado en contestarle: «¡Adulterio!». Lo había contado decenas de veces a todo aquel que había querido escucharle.

– La sorprendí fornicando con su amante, un jovenzuelo como ella; aprovechaban mis horas de trabajo en la forja. Acudí al veguer, por supuesto, para reclamar la justa reparación que dictan nuestras leyes. -El fuerte calderero, a renglón seguido, se deleitaba hablando de la ley que había permitido que se hiciera justicia-. Nuestros príncipes son hombres sabios, conocedores de la maldad de la mujer. Sólo las mujeres nobles pueden librarse de la acusación de adulterio mediante juramento; las demás, como mi Joana, deben hacerlo mediante una lucha y sometidas al juicio de Dios.

Quienes habían presenciado la lucha recordaban cómo Ponç había hecho pedazos al joven amante de Joana; poco había podido mediar Dios entre el calderero, curtido por el trabajo en la forja, y el delicado jovenzuelo entregado al amor.

La sentencia real se dictó conforme a los Usatges : «Si ganare la mujer la retendrá su marido con honor y enmendará todos los gastos que hubieren hecho ella y sus amigos en este pleito y en esta batalla y el daño del lidiador. Pero si fuere ésta vencida pasará a manos de su marido con todas las cosas que tuviere». Ponç no sabía leer pero cantaba de memoria el contenido de la sentencia a la vez que enseñaba el documento a quien quisiera verlo:

 

Disponemos que dicho Ponç, si quiere que se le entregue la Joana, debe dar buena caución idónea y seguridad de tenerla en su propia casa en lugar de doce palmos de longitud, seis de latitud y dos canas de altura. Que le deba dar un saco de paja bastante para dormir y una manta con la cual pueda cubrirse, debiendo hacer en dicho lugar un agujero para que pueda satisfacer sus necesidades corporales y dejar una ventana por la cual se den las vituallas a la misma Joana: que le deba dar dicho Ponç en cada día dieciocho onzas de pan completamente cocido, y tanta agua como quisiere y que no le dará ni hará dar cosa alguna para precipitarla a la muerte ni hará cosa alguna para que muera dicha Joana. Sobre todas las cuales cosas dé Ponç buena e idónea caución y seguridad antes de que se le entregue la referida Joana.

 

Ponç presentó la caución que le solicitó el veguer y éste le entregó a Joana. Construyó en su huerto una habitación de dos metros y medio por metro veinte, hizo un agujero para que la mujer pudiera hacer sus necesidades, abrió aquella ventana por la que Joanet, alumbrado a los nueve meses del juicio y nunca reconocido por Ponç, se dejaba acariciar la cabeza y emparedó de por vida a su joven esposa.

– Padre -le susurró Arnau a Bernat-, ¿cómo era mi madre?, ¿por qué nunca me habláis de ella?

«¿Qué quieres que te diga? ¿Que perdió su virginidad bajo el empuje de un noble borracho? ¿Que se convirtió en la mujer pública del castillo del señor de Bellera?», pensó Bernat.

– Tu madre… -le contestó- no tuvo suerte. Fue una persona desgraciada.

Bernat escuchó cómo Arnau sorbía por la nariz antes de volver a hablar:

– ¿Me quería? -insistió el niño con la voz tomada.

– No tuvo oportunidad. Falleció al dar a luz.

– Habiba me quería.

– Yo también te quiero.

– Pero vos no sois mi madre. Hasta Joanet tiene una madre que le acaricia la cabeza.

– No todos los niños tienen…-empezó a corregirlo.

¡La madre de todos los cristianos…! Las palabras de los clérigos resonaron en su memoria.

– ¿Qué decíais, padre?

– Sí que tienes madre. Por supuesto que la tienes. -Bernat notó la quietud de su hijo-.A todos los niños que se quedan sin madre, como tú, Dios les da otra: la Virgen María.

– ¿Dónde está esa María?

– La Virgen María -lo corrigió-, y está en el cielo.


Date: 2016-03-03; view: 599


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