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Intervención providencial

 


Subí por la avenida, ligeramente en cuesta, que enfilaba desde Alfonso XII. Busqué un banco sombreado en el que sentarme a meditar. Había uno bastante limpio en la rotonda del Ángel Caído, cuya estatua, en actitud doliente, presidía esa mañana de la tardía primavera. Estaba sola. Supuse que era día laborable y la hora demasiado temprana para que el público rondara las cercanas casetas de la Feria del Libro. ¿O la falta de prójimos obedecía a mi aspiración al aislamiento, expresada poco antes? Necesito estar sola, había insistido. Hay que andarse con cuidado al formular deseos, cuando una usa superiores dones.

Recordé mis frecuentes visitas al parque, durante mi pasado madrileño. Aquellos casi veinte años, del 81 al 98 (del siglo XX) me sacudieron profesional y personalmente, me destartalaron y me rehicieron, llevándose cada marea las algas secas que se enredaban en mis pies y dejando, al retirarse, senderos en la arena que conducían a otra pleamar. Así fue conformándose —mientras me conformaba— la imagen del futuro apacible, el maduro reposo ajeno a sobresaltos y deslices, la seca espera consistente en no esperar.

Suspiré cual pastorcilla de Lladró, sí, pero reencarnada en madura mujer moderna. Siempre me emocionaron los árboles del Retiro, sus amenas variedades y serranos tamaños. No existe en Madrid espectáculo más hermoso que el de su breve primavera, representado con generosidad en árboles, arriates y floraciones diversas. No desdeñemos tampoco el no menos corto otoño, cuando el parque ofrece tal derroche de tonalidades cromáticas que...

—¡Si tuvieras que aguantar lo que yo, no te entregarías a cogitaciones tan almibaradas!

Miré en derredor. La rotonda se hallaba desierta.

—Hace calor —siguió la voz, que me pareció varonil—, y ni siquiera es mediodía. Así, una jornada tras otra. Verás cuando llegue el verano, la semana que viene.

Oh, no. No puede ser que aquí, en esta seleccionada mañana que no debería albergar más que el trino de los pájaros y mi propio ánimo bucólico, también se me aparezca alguien dispuesto a darme la tabarra. ¡No puede ser!

—Sí, puede ser —replicó la voz.

—¡Otro que lee el pensamiento! —grité—. ¡Sal de donde estés!

Cogí del suelo una rama seca y, esgrimiéndola a modo de bastón fustigador, me dirigí a los arbustos situados detrás del banco.

—¡Abandona tu anonimato! —conminé al oculto desconocido—. ¡Asoma la cara y explícate!

Volví al banco y pateé el suelo.

Una carcajada sorprendentemente simpática se alojó a mi lado. El individuo seguía sin materializarse, pero su manifestación vocal zumbaba a mi derecha. Bien, cosas más raras había visto y no visto en los últimos ¿días? Mi descontrol del horario era desmoralizador.



—Y tú, ¿de qué te ríes? —rezongué, dirigiéndome al vacío contiguo.

—Creo recordar al empezar este relato que le exigiste a Dios algo parecido. Para ser atea y estar medio muerta, conservas tu capacidad de fabula-ción en forma.

—Déjate de tonterías y dime quién eres. Si te apetece, porque a mí me toman por el pito del sereno. Nadie me da explicaciones.

Noté que mi banco se despoblaba, y un revoloteo como de palomas alejándose.

—¿Dónde estás? —me levanté.

—¡Eh, eh! ¡Aquí, aquí! —La voz, regocijada, provenía de las alturas—. ¡ Soy el traficante de almas!

—¿De armas?

—¡De almas, tonta! Ya sabes, Goethe y esos atormentados de la literatura romántica.

Me puse en jarras. Si era cierto lo que sospechaba, Lucifer en persona se aprestaba a irrumpir en mi soledad. Nada menos que El, quebrantando mi retiro en el Retiro. Me urgía mostrar un poco de carácter. Alcé la testa.

-solté el pronombre con claridad y aplomo.

El Ángel Caído me contempló desde el único monumento construido en su honor que existe en el Mundo Libre. Qué pose más retorcida le había dado el artista. Pobre, me compadecí. Ha de ser una auténtica matraca soportar el lento devenir de la Eternidad en postura tan incómoda.

—Pasé a menudo ante ti durante mi etapa madrileña, y no pocas veces admiré tu bella escultura —algo de oportuna adulación—, mas nunca me dirigiste la palabra y creí, como tantos otros, que eras un simple símbolo, una artística representación del Mal.

—Puedes deducir lo que te plazca. Habría continuado mudo bajo la solanera de no haberte sentado con talante tan confuso en ese banco, lo cual me distrajo de mis ejercicios zen.

—¿Practicas el budismo? ¿También tú?

—¿Cómo crees que aguanto esto? ¿Rezando? Iba a penetrar en el Camino Intermedio cuando tu presencia me ha interrumpido.

—¡Habráse visto, qué jeta! Si alguien ha interrumpido a alguien, has sido tú. Ni siquiera sé si este capítulo acaece de veras.

—¿Y qué te importa? Lo único que nos pertenece es el aquí y el ahora —sentenció—. Puro budismo zen.

Cavilé. Quizá no era una mala idea compartir mis cuitas con el Ángel Caído.

—Llámame Lucy —ordenó.

—¿Por Lucifer?

—Va a ser por Lucille Ball, tonta. ¿Crees que también yo soy un gay aficionado a las variedades?

—No te ofendas, Lucy. Uf, espero que no seas homófobo, porque en este caso mis principios me obligarían a abandonar la conversación y dejarte plantado.

—Para que lo sepas, pequeña terrestre extra, mi ser vagabundea por encima del Bien y del Mal y por debajo de cualquier opción sexual posible. Francamente, querida, a estas alturas el sexo me es indiferente. Llevo un montón de tiempo con esta puta serpiente cubriéndome las partes para que no se escandalice el pueblo llano, y ya no me las noto. El papa tendría que repartir sierpes entre sus milicianos para que se conserven castos, pero el Vaticano ya es en sí mismo una merienda de cobras.

—No divagues. ¿Es el Diablo pro o anti-gay? He de saberlo. También me interesa conocer tu postura respecto al feminismo, la poligamia, la violencia doméstica y...

—Te responderé con énfasis y sólo a la primera cuestión. Creo que no se trata de estar a favor ni en contra, que hay que hacer una propuesta más radical: negar el sexo como signo de identidad. El sexo no tiene trascendencia, ni peso moral. La intención de otorgárselo es reaccionaria.

—¡Te pillé! —Le señalé con el índice—. Esas palabras no son tuyas, sino de Manuel Puig. Las repetía a menudo. Yo misma se las escuché en una Feria del Libro.

¿Era casual aquella referencia al autor argentino más incomprendido y ninguneado por la ortodoxia machista literaria? ¿Sabía mi interlocutor que mis amigos estaban reunidos con él?

—Tienes razón —concedió—. Puig, que era una persona bondadosa y vulnerable, esperaba del género humano y del futuro más que nosotros. Por fortuna, no vivió lo suficiente para comprobar que Wikipedia acabó hace tiempo con su aspiración de que las personas no sean identificadas por sus actos sexuales. Pero vayamos a lo nuestro. ¿Algún cotilleo, alguna solicitud para el consultorio gratuito de Lucy?

Recapacité. Al fin, con sensatez de Wendy, expuse la siguiente petición:

—Si es bondad que puedo recibir de ti, y perdona si te ofende la palabra, me gustaría que charláramos en un plano de igualdad, de lo contrario no podré concentrarme. Entre la majestad que emanas y semejante tortícolis atacándome de tanto mirar a lo alto, difícilmente podré traficar contigo sobre el destino de mi alma inmortal.

Reconocerán que, aquella mañana, parecía una acertada decisión para salir del atolladero: venderme, a cambio de vivir. Que el Ángel Caído, con sus mañas, anulara la ejecución de mi testamento. Tiempo habría para ir al Infierno. Si es que existía.

Pero la vida, y no digamos la vejez, ¿no son el infierno mismo? Un embrollo.

Lucy se dejó caer a mi lado con festivo porte y las mismas hechuras de su estatua, pero en carne y hueso. Había abandonado a la serpiente que le tapaba la pudenda y bien dotada zona, y en su rostro no se reflejaba ya aquella mueca de aflicción y abandono, la desesperación de quien se ve privado de amor, confianza y privilegios, y que mantiene las pupilas fijas en el inalcanzable Paraíso. Me observaba con guasa. Imaginé que la posibilidad de hacerse con mi alma imperecedera le ponía de buen humor.

—Tú siempre tan errada. —Me acarició la mejilla con su mano de largas uñas, en un tierno gesto.

Se puso bien las alas, que al caer se le habían doblado contra el respaldo del banco, cruzó las piernas —no sería gay, pero tenía estilo— y preguntó:

—¿Cuál es el problema?

Le hice un resumen de mi situación: mi estado de salud, el encuentro con los amigos, el testamento, la intervención de Paula, nuestros temores, mi indecisión. Me escuchó con atención, pero sentí que estaba al cabo de la calle, y que su interés no era más que una añagaza para conocerme mejor, para obtener mi perfil psicológico mientras permitía que me desahogara. También advertí que, bajo los cuernecillos rojizos, su mente ardía a toda candela, porque fruncía y desfruncía las cejas a gran velocidad y sus pupilas de esmeralda lanzaban rayitos a juego con la graciosa cornamenta.

—Y aquí me tienes, amigo Lucy —concluí—. En ciernes de tomar una decisión-decisión. Hecha un océano de dudas.

Se rascó la barbilla.

—Tal como lo veo, el tuyo es un dilema entre la cobardía y el valor.

—O entre la razón y la insensatez —rebatí—. ¿No sería más razonable permanecer en el Otro Mundo, desdeñando el abismo terrenal que se abre a mis pies, el temblor de la vulnerabilidad, la pesadez del ser? Tú, que tantas veces compraste almas de ancianos que anhelaban beber en la fuente de la juventud, tentados por Margarita, o Daisy, dime si semejante sacrificio merece la pena. ¡Con lo bien que me va entre mis amigos muertos!

—No tan bien. Si así fuera no mantendríamos esta improbable conversación. —El Diablo volvió a sonreír.

—Según tu experiencia... Espera, esta parte me gustaría plantearla mientras doy unas zancadas delante de ti... Me ayuda a pensar y me apetece tener el Infierno a mi servicio. ¿Puedo?

Lucy estiró las alas y los brazos a la vez, en un gesto doblemente complaciente.

—Como te sea más fácil. Es repugnante esa costumbre sacerdotal de arrodillar a los fieles para extraerles una sumisa confesión. Help yourself!

Un hombre de mundo, pensé.

—Bien —me lancé, estimulada por su actitud—, a esos vejetes con cuyas frágiles almas te hiciste a cambio de que recuperaran su juventud y se enamoraran como becerros de una muchacha rubia con trenzas... ¿les compensó? Lo sé, la literatura nos asegura lo contrario, hubo arrepentimiento final y crujir de dientes, pero me temo que es sólo moral burguesa o morbosa inclinación estética hacia el fracaso. Me refiero a si la intensidad de lo vivido... no hablo del amor, o no sólo del amor, sino de los sentimientos intensos, de aquellos que exigen compromisos profundos... Te lo pregunto a ti, que has corrido tanto. He de saber si, a pesar de perder, porque siempre perdemos, porque no hay otro final que el de la pérdida, merece la pena embarrarse de nuevo en la lucha de vivir... De vivir, digo, no de vegetar como mis amigos denuncian que yo hacía últimamente, y he de reconocer que tienen razón... Te pregunto si regresar allá abajo, o aquí abajo, me lío con tanto imperio sobre la locomoción... No quiero ser más joven, no te pido eso. Mis amigos me han ayudado a comprender que deseo volver, con la edad que tenía, eso no importa. Lo que sí cuenta es dar. Dar lo que hasta ahora no he sabido, es decir, proporcionarle a mi vejez el ímpetu con que atravesé anteriores etapas de mi vida, idéntica pasión por el riesgo... A cara o cruz... Si arrojo sobre el tapete mis dados y obedezco al destino sin red protectora...

Me detuve, jadeante:

—Uf, nada cansa tanto en un soliloquio como los puntos suspensivos...

Lucifer seguía con expresión risueña. Con una mano se masajeaba la mandíbula, que debía de do-lerle, dada su postura en el obelisco. Con la otra se abanicaba. Tardé en verificar que, para ello, utilizaba una de sus alas.

—¿Se te ha roto? —me preocupé.

—Son portátiles, lo que facilita su limpieza. Abultan demasiado, no resultan prácticas. Me las saco cuando nadie me mira. ¿Te importa?

—Pierdes majestuosidad, pero da igual. ¿Qué es un ala más o menos, en comparación con mi dilema? Si debo venderte mi alma inmortal para aprovechar los años que me faltan hasta el desenlace-desenlace, viviendo, entre tanto, sometida a los tormentos que acechan a una mujer aventurada...

—Y jactanciosa —me cortó, irónico—. ¿Por qué habría de adquirir lo que llamas tu alma? ¿Cuáles son tus méritos? Eres atea, no crees en mí ni en el Otro. Te diré una cosa que achantará tu vanidad. Hay más alegría en la Casa del Hijo Rechazado por un beato que pide orgías que por mil ateos en oferta.

Volví a ponerme en jarras:

—¿Preferirías cerrar el trato con una pija del Opus? No te creo. Apenas te conozco, pero sé que te sobra clase.

Sacudió la cabeza y produjo un largo y aromático cigarrillo con filtro, que encendió con pestañeo ardoroso.

—¿Fumas? —era una cuestión retórica destinada a darme tiempo mientras planificaba cómo conseguir que me comprara algo.

—No me gusta —confesó—. Lo hago para no romper mi imagen.

—Entonces, ¿no quieres mi alma o lo que sea que tenemos los humanos y que siempre nos toca las narices? Conciencia de ser, deseo de trascender o como se llame...

Aspiró una profunda calada, perdido en sus pensamientos.

—Me fallan las relaciones públicas —musitó—. Somos esclavos de lo que los demás quieren ver en nosotros.

—Esa historia la conozco bien —dije—. Pero ¿qué hay de lo mío?

—Entre tú y yo, Lucy no compra almas. Las regala.

Me quedé planchada. Frené mi paseo meditativo.

—Luego, ¿mi oferta no te interesa?

Ahora fue él quien se levantó y se puso a caminar a grandes pasos. Admiré su atlético cuerpo. Madre de Dios, pensé, qué desperdicio.

Se detuvo frente a mí, cruzó los brazos, desplegó completamente las alas y la sombra que éstas crearon nos cubrió a ambos, provocando un interesante clima de intimidad.

—Tonta, tonta. También tú has creído esa propaganda enfermiza. Baudelaire, los poetas malditos, los Rolling Stones... Bulgákov me usó bien, lo de Bierce fue una chiquillada. El único que me comprendió fue Ernst Lubitsch. No creía en mí, pero me respetaba. Me representó tal como me gustaría ser, tal como habría sido, de haber contratado a un asesor de imagen que hubiera mostrado lo mejor de mí. Ernest sí experimentaba genuina simpatía por el Diablo, como evidencian algunas de sus películas. Su aguda compasión para con sus personajes la extendía también a mí. Pues de eso se trata, eso somos. Personajes.

—¿Y Milton? —inquirí, para poner mis conocimientos en la balanza.

—Ni Milton ni Dante. Con todos mis respetos, mucho arte pero demasiada moralina —sentenció, categórico—. Fin de este instructivo desvío. Continúa tu exposición.

—Si... —titubeé—. Si no poseemos alma, ni siquiera ese soplo interior que algunos ateos presentan como fruto del conocimiento, de la inteligencia, si no hay nada que vender ni comprar y, de existir, lo mío no te lo quedarías... ¿Por qué conversamos? ¿Para matar el rato? ¿Soy una mera distracción para ti, un capricho pasajero?

—Como dicen en Anglosajonia, cuanto más corto, mejor. Te lo expondré en estos términos. ¿Quieres vivir como si fueras el Nilo antiguo, inundando la tierra desenfrenadamente cada año, o, por el contrario, crees que el futuro es como la libreta de cliente de un supermercado, algo que irás rellenando con cupones que pegarás usando un poco, sólo un poco de saliva?

Comprendí que había chocado con un Lucifer excepcional, enterado hasta de las ofertas del súper de la esquina.

—Decide qué quieres ser.

Respiré hondo.

—El Nilo —dije, bajito.

—¿El qué?

Quería probarme.

—¡El jodido Nilo anterior a la construcción de las presas! —repetí, apoyando mi cabeza en su musculoso torso.

Me tomó entre sus brazos y sus alas, que no olían a plumaje de ave —al que soy alérgica—, sino a algodón de azúcar. De lejos me llegó la música de un carrusel... ¿O era un organillo como los de las ferias callejeras de mi infancia?

—¿Quién me defenderá de las expectativas? —Temía que se desvaneciera sin darme una receta final.

—Tus amigos —señaló el Diablo.

No era una respuesta, sino un comunicado. Dos hombres y tres perros descendían hacia nosotros desde el Paseo de Coches.

—Debo irme. Basta por hoy de vida social.

—¡Espera! —le agarré de un ala—. ¡No puedes marcharte sin más! ¡Enséñame un truco para que Paula pase del testamento! ¡Un conjuro, lo que sea!

—No te defiendas de las expectativas. —Me besó en la mejilla—. Ese es el truco más importante. Y no te preocupes. Vivirás. Yo me encargo.

Escuché un revuelo y palpé la oquedad entre mis brazos. Alcé la vista. En su obelisco, el Ángel Caído, imperturbable en su pose original, se entregaba al sufrimiento en bronce, ajeno a mis inquietudes.

—¿Quién soy? ¡Uuuuuuuuh! —Terenci, a mis espaldas, me cubrió los párpados.

Le aparté, y entonces me di cuenta de que tenía algo en mi mano. Era una pequeña pluma plateada. Olía a algodón de azúcar.

—Mira qué te hemos traído —dijo Manolo.

Movió el brazo como si le diera a una manivela, y un organillo antiguo, de chillones colores, se materializó arrojando al aire las castizas notas de un chotis.

—Qué buen aspecto, puñetera —comentó el otro—. Ya me contarás qué has hecho, aparte de tomar el sol.

Los perros rae dedicaron unos cuantos lame-tones.

—¿Pasa algo? —insistió Terenci—. Luces alelada.

Me eché a reír.

—Creo que por fin he conocido a un hombre de los de antes.

Y acaricié con disimulo la pluma, después de guardarla en mi bolsillo.

 

13

 


Date: 2016-01-14; view: 527


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