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DÍAS DE CENIZA 1945-1949 6 page

El mendigo se dejó lavar como un niño, asustado y temblando. Mientras yo buscaba ropa limpia en el arcón para vestirlo, escuchaba la voz de mi padre hablándole sin pausa. Encontré un traje que mi padre ya no se ponía nunca, una camisa vieja y algo de ropa interior. De la muda que traía el mendigo no podían aprovecharse ni los zapatos. Le escogí unos que mi padre casi no se calzaba porque le quedaban pequeños. Envolví los andrajos en papel de periódico, incluidos unos calzones que exhibían el color y la consistencia del jamón serrano, y los metí en el cubo de la basura. Cuando volví al baño, mi padre estaba afeitando a Fermín Romero de Torres en la bañera. Pálido y oliendo a jabón, parecía un hombre veinte años más joven. Por lo que vi, ya se habían hecho amigos. Fermín Romero de Torres, quizá bajo los efectos de las sales de baño, se había embalado.

– Mire lo que le digo, señor Sempere, de no haber querido la vida que la mía fuese una carrera en el mundo de la intriga internacional, lo mío, de corazón, eran las humanidades. De niño sentí la llamada del verso y quise ser Sófocles o Virgilio, porque a mí la tragedia y las lenguas muertas me ponen la piel de gallina, pero mi padre, que en gloria esté, era un cazurro de poca visión y siempre quiso que uno de sus hijos ingresara en la Guardia Civil, y a ninguna de mis siete hermanas las hubiesen admitido en la Benemérita, pese al problema de vello facial que siempre caracterizó a las mujeres de mi familia por parte de madre. En su lecho de muerte, mi progenitor me hizo jurar que si no llegaba a calzar el tricornio, al menos me haría funcionario y abandonaría toda pretensión de seguir mi vocación por la lírica. Yo soy de los de antes, y a un padre, aunque sea un burro, hay que obedecerle, ya me entiende usted. Aun así, no se crea usted que he desdeñado el cultivo del intelecto en mis años de aventura. He leído lo mío y le podría recitar de memoria fragmentos selectos de La vida es sueño.

– Ande, jefe, póngase esta ropa, si me hace el favor, que aquí su erudición está fuera de toda duda -dije yo, acudiendo al rescate de mi padre.

A Fermín Romero de Torres se le deshacía la mirada de gratitud. Salió de la bañera, reluciente. Mi padre lo envolvió en una toalla. El mendigo se reía de puro placer al sentir el tejido limpio sobre la piel. Le ayudé a enfundarse la muda, que le venía unas diez tallas grande. Mi padre se desprendió del cinturón y me lo tendió para que se lo ciñese al mendigo.

– Está usted hecho un pincel -decía mi padre-. ¿Verdad, Daniel?



– Cualquiera lo tomaría por un artista de cine.

– Quite, que uno ya no es el que era. Perdí mi musculatura hercúlea en la cárcel y desde entonces…

– Pues a mí, me parece usted Charles Boyer, por la percha -objetó mi padre-. Lo cual me recuerda que quería proponerle a usted algo.

– Yo por usted, señor Sempere, si hace falta, mato. Sólo tiene que decirme el nombre y yo liquido al tipo sin dolor.

– No hará falta tanto. Yo lo que quería ofrecerle es un trabajo en la librería. Se trata de buscar libros raros para nuestros clientes. Es casi un puesto de arqueología literaria, para el que hace tanta falta conocer los clásicos como las técnicas básicas del estraperlo. No puedo pagarle mucho, de momento, pero comerá usted en nuestra mesa y, hasta que le encontremos una buena pensión, se hospedará usted aquí en casa, si le parece bien.

El mendigo nos miró a ambos, mudo.

– ¿Qué me dice? -preguntó mi padre-. ¿Se une al equipo?

Me pareció que iba a decir algo, pero justo entonces Fermín Romero de Torres se nos echó a llorar.

 

Con su primer sueldo, Fermín Romero de Torres se compró un sombrero peliculero, unos zapatos de lluvia y se empeñó en invitarnos a mi padre y a mí a un plato de rabo de toro, que preparaban los lunes en un restaurante a un par de calles de la Plaza Monumental. Mi padre le había encontrado una habitación en una pensión de la calle Joaquín Costa donde, merced a la amistad de nuestra vecina la Merceditas con la patrona, se pudo obviar el trámite de rellenar la hoja de información sobre el huésped para la policía y así mantener a Fermín Romero de Torres lejos del olfato del inspector Fumero y sus secuaces. A veces me venía a la memoria la imagen de las tremendas cicatrices que le cubrían el cuerpo. Me sentía tentado de preguntarle por ellas, temiendo quizá que el inspector Fumero tuviese algo que ver con el asunto, pero había algo en la mirada del pobre hombre que sugería que era mejor no mentar el tema. Ya nos lo contaría él mismo algún día, cuando le pareciese oportuno. Cada mañana, a las siete en punto, Fermín nos esperaba en la puerta de la librería, con presencia impecable y siempre con una sonrisa en los labios, dispuesto a trabajar una jornada de doce o más horas sin pausa. Había descubierto una pasión por el chocolate y los brazos de gitano que no desmerecía de su entusiasmo por los grandes de la tragedia griega, con lo cual había ganado algo de peso. Gastaba un afeitado de señorito, se peinaba hacia atrás con brillantina y se estaba dejando un bigotillo de lápiz para estar a la moda. Treinta días después de emerger de aquella bañera, el ex mendigo estaba irreconocible. Pero, pese a lo espectacular de su transformación, donde realmente Fermín Romero de Torres nos había dejado boquiabiertos era en el campo de batalla. Sus instintos detectivescos, que yo había atribuido a fabulaciones febriles, eran de precisión quirúrgica. En sus manos, los pedidos más extraños se solucionaban en días, cuando no en horas. No había título que no conociese, ni argucia para conseguirlo que no se le ocurriese para adquirirlo a buen precio. Se colaba en las bibliotecas particulares de duquesas de la avenida Pearson y diletantes del círculo ecuestre a golpe de labia, siempre asumiendo identidades ficticias, y conseguía que le regalasen los libros o se los vendiesen por dos perras.

La transformación del mendigo en ciudadano ejemplar parecía milagrosa, una de esas historias que se complacían en contar los curas de parroquia pobre para ilustrar la infinita misericordia del Señor, pero que siempre sonaban demasiado perfectas para ser ciertas, como los anuncios de crecepelo en las paredes de los tranvías. Tres meses y medio después de que Fermín hubiera empezado a trabajar en la librería, el teléfono del piso de la calle Santa Ana nos despertó a las dos de la mañana de un domingo. Era la dueña de la pensión donde se hospedaba Fermín Romero de Torres. Con la voz entrecortada nos explicó que el señor Romero de Torres se había encerrado en su cuarto por dentro, estaba gritando como un loco, golpeando las paredes y jurando que si alguien entraba, se mataría allí mismo cortándose el cuello con una botella rota.

– No llame a la policía, por favor. Ahora mismo vamos.

Salimos a escape rumbo a la calle Joaquín Costa. Era una noche fría, de viento que cortaba y cielos de alquitrán. Pasamos corriendo frente a la Casa de la Misericordia y la Casa de la Piedad, desoyendo miradas y susurros que silbaban desde portales oscuros que olían a estiércol y carbón. Llegamos a la esquina de la calle Ferlandina. Joaquín Costa caía como una brecha de colmenas ennegrecidas fundiéndose en las tinieblas del Raval. El hijo mayor de la dueña de la pensión nos esperaba en la calle.

– ¿Han llamado a la policía? -preguntó mi padre.

– Todavía no -contestó el hijo.

Corrimos escaleras arriba. La pensión estaba en el segundo piso, y la escalera era una espiral de mugre que apenas se adivinaba al reluz ocre de bombillas desnudas y cansadas que pendían de un cable pelado. Doña Encarna, viuda de un cabo, de la Guardia Civil y dueña de la pensión, nos recibió a la puerta del piso enfundada en una bata azul celeste y luciendo una cabeza de rulos a juego.

– Mire, señor Sempere, ésta es una casa decente y de categoría. Me sobran las ofertas y estos retablos yo no tengo por qué tolerarlos -dijo mientras nos guiaba a través de un pasillo oscuro que olía a humedad y a amoníaco.

– Lo comprendo -murmuraba mi padre.

Los gritos de Fermín Romero de Torres se oían desgarrando las paredes al fondo del corredor. De las puertas entreabiertas se asomaban varias caras chupadas y asustadas, caras de pensión y sopa aguada.

– Venga, y los demás a dormir, coño, que esto no es una revista del Molino -exclamó doña Encarna con furia.

Nos detuvimos frente a la puerta de la habitación de Fermín. Mi padre golpeó suavemente con los nudillos.

– ¿Fermín? ¿Está usted ahí? Soy Sempere.

El aullido que atravesó la pared me heló el corazón. Incluso doña Encarna perdió la compostura de gobernanta y se llevó las manos al corazón, oculto bajo los pliegues abundantes de su frondosa pechuga.

Mi padre llamó de nuevo.

– ¿Fermín? Ande, ábrame.

Fermín aulló de nuevo, lanzándose contra las paredes, gritando obscenidades hasta desgañitarse. Mi padre suspiró.

– ¿Tiene usted llave de esta habitación?

– Pues claro.

– Démela.

Doña Encarna dudó. Los demás inquilinos se habían vuelto a asomar al pasillo, blancos de terror. Aquellos gritos se tenían que oír desde Capitanía.

– Y tú, Daniel, corre a buscar al doctor Baró, que está aquí al lado, en el 12 de Riera Alta.

– Oiga, ¿no sería mejor llamar a un cura?, porque a mí éste me suena a endemoniado -ofreció doña Encarna.

– No. Con un médico va que se mata. Venga, Daniel. Corre. Y usted deme esa llave, haga el favor.

 

El doctor Baró era un solterón insomne que pasaba las noches leyendo a Zola y mirando estereogramas de señoritas en paños menores para combatir el tedio. Era cliente habitual en la tienda de mi padre y él mismo se autocalificaba de matasanos de segunda fila, pero tenía más ojo para acertar diagnósticos que la mitad de los doctores de postín con consulta en la calle Muntaner. Gran parte de su clientela la componían furcias viejas del barrio y desgraciados que apenas podían pagarle, pero a los que atendía igualmente. Yo le había escuchado decir más de una vez que el mundo era un orinal y que estaba esperando a que el Barcelona ganase la liga de una puñetera vez para morirse en paz. Me abrió la puerta en bata, oliendo a vino y con un pitillo apagado en los labios.

– ¿Daniel?

– Me manda mi padre. Es una emergencia.

Cuando regresamos a la pensión nos encontramos a doña Encarna sollozando de puro susto, al resto de los inquilinos con color de cirio gastado y a mi padre sosteniendo en sus brazos a Fermín Romero de Torres en un rincón de la habitación. Fermín estaba desnudo, llorando y temblando de terror. La habitación estaba destrozada, las paredes manchadas con lo que no sabría decir si era sangre o excremento. El doctor Baró echó un rápido vistazo a la situación y, con un gesto, le indicó a mi padre que tenían que tender a Fermín en la cama. Les ayudó el hijo de doña Encarna, que aspiraba a boxeador. Fermín gemía y se convulsionaba como si una alimaña le estuviese devorando las entrañas.

– Pero ¿qué tiene este pobre hombre, por Dios? ¿Qué tiene? -gemía doña Encarna desde la puerta, agitando la cabeza.

El doctor le tomó el pulso, le inspeccionó las pupilas con una linterna y sin mediar palabra procedió a preparar una inyección de un frasco que llevaba en el maletín.

– Sujétenlo. Esto lo pondrá a dormir. Daniel, ayúdanos.

Entre los cuatro inmovilizamos a Fermín, que se sacudió violentamente cuando sintió la punzada de la aguja en el muslo. Se le tensaron los músculos como cables de acero, pero en unos segundos los ojos se le nublaron v su cuerpo cayó inerte.

– Oiga, vigile, que este hombre es muy poca cosa y según lo que le dé lo mata -dijo doña Encarna.

– No se preocupe. Sólo está dormido -dijo el doctor, examinando las cicatrices que cubrían el cuerpo famélico de Fermín.

Le vi negar en silencio.

– Fills de puta -murmuró.

– ¿De qué son esas cicatrices? -pregunté-. ¿Cortes?

El doctor Baró negó, sin alzar la vista. Buscó una manta entre los despojos y cubrió a su paciente.

– Quemaduras. A este hombre lo han torturado -explicó-. Esas marcas las hace una lámpara de soldar.

Fermín durmió durante dos días. Al despertar no recordaba nada, excepto que creía haberse despertado en una celda oscura y luego nada más. Se sintió tan avergonzado por su conducta que se puso de rodillas a pedirle perdón a doña Encarna. Le juró que le iba a pintar la pensión y, como sabía que ella era muy devota, hacer decir diez misas por ella en la iglesia de Belén.

– Usted lo que tiene que hacer es ponerse bien, y no darme más sustos así, que yo estoy vieja para esto.

Mi padre pagó los desperfectos y rogó a doña Encarna que le diese otra oportunidad a Fermín. Ella asintió de buen grado. La mayoría de sus inquilinos eran desheredados y gente sola en el mundo, como ella. Pasado el susto, le cogió aún más cariño a Fermín y le hizo prometer que tomaría unas pastillas que el doctor Baró le había recetado.

– Yo por usted, doña Encarna, me trago un ladrillo si es necesario.

Con el tiempo todos hicimos como que habíamos olvidado lo sucedido, pero nunca más volví a tomarme a broma las historias del inspector Fumero. Después de aquel episodio, para no dejarlo solo, nos llevábamos a Fermín Romero de Torres casi todos los domingos a merendar al café Novedades. Luego subíamos andando hasta el cine Fémina en la esquina de Diputación y paseo de Gracia. Uno de los acomodadores era amigo de mi padre y nos dejaba colarnos por la salida de incendios de platea a medio No-Do, siempre en el momento en que el Generalísimo cortaba la cinta inaugural de algún nuevo pantano, lo cual a Fermín Romero de Torres le atacaba los nervios.

– Qué vergüenza -decía, indignado.

– ¿No le gusta a usted el cine, Fermín?

– En confianza, a mí esto del séptimo arte me la repampinfla. A mi entender no es más que pábulo para atontar a la plebe embrutecida, peor que el fútbol o los toros. El cinematógrafo nació como invento para entretener a las masas analfabetas, y cincuenta años más tarde no ha cambiado mucho.

Toda aquella reticencia cambió radicalmente el día que Fermín Romero de Torres descubrió a Carole Lombard.

– ¡Qué busto, Jesús, María y José, qué busto! -exclamó en plena proyección, poseído-. ¡Eso no son tetas, son dos carabelas!

– Cállese, so guarro, o ahora mismo llamo al encargado -masculló una voz de confesonario ubicada un par de filas a nuestras espaldas-. Habráse visto el poca vergüenza. Qué país de cerdos.

– Más vale que baje la voz, Fermín -aconsejé.

Fermín Romero de Torres no me escuchaba. Andaba perdido en el suave vaivén de aquel escote milagroso, con la sonrisa robada y los ojos envenenados de tecnicolor. Más tarde, caminando de vuelta por el paseo de Gracia, observé que nuestro detective bibliográfico seguía en trance.

– Creo que vamos a tener que buscarle a usted una mujer -dije-. Una mujer le alegrará la vida, ya lo verá.

Fermín Romero de Torres suspiró, su mente rebobinando aún las delicias de la ley de la gravedad.

– ¿Habla usted por experiencia, Daniel? -preguntó inocentemente.

Me limité a sonreír, sabiendo que mi padre me observaba de refilón.

Después de aquel día, Fermín Romero de Torres se aficionó a ir todos los domingos al cine. Mi padre prefería quedarse en casa leyendo, pero Fermín Romero de Torres no se perdía una sesión. Compraba un montón de chocolatinas y se sentaba en la fila diecisiete a devorarlas, esperando la aparición estelar de la diva de turno. El argumento le traía al pairo, y no paraba de hablar hasta que una dama de considerables atributos llenaba la pantalla.

– He estado pensando en lo que dijo usted el otro día sobre lo de buscarme una mujer -dijo Fermín Romero de Torres-. A lo mejor tiene usted razón. En la pensión hay un nuevo inquilino, un ex seminarista sevillano muy salado que de vez en cuando se trae unas chavalas imponentes. Oiga, cómo ha mejorado la raza. No sé cómo se lo hace, porque el muchacho es bien poca cosa, pero a lo mejor las atonta a padrenuestros. Como tiene la habitación de al lado, yo lo oigo todo, y a juzgar por lo que se escucha, el fraile debe de ser un artista. Lo que hace un uniforme. ¿A usted cómo le gustan las mujeres, Daniel?

– No sé yo mucho de mujeres, la verdad.

– Saber no sabe nadie, ni Freud, ni ellas mismas, pero esto es como la electricidad, no hace falta saber cómo funciona para picarse los dedos. Hala, cuente. ¿Cómo le gustan? A mí que me perdonen, pero una mujer tiene que tener forma de hembra y dónde agarrarse, pero usted tiene pinta de que le gusten las flacas, que es un punto de vista que yo respeto muchísimo, ¿eh?, no me malinterprete.

– Si he de serle sincero, no tengo mucha experiencia con las mujeres. Más bien ninguna.

Fermín Romero de Torres me miró con detenimiento, intrigado ante esta manifestación de ascetismo.

– Yo creía que lo de aquella noche, ya sabe, el porrazo…

– Si todo doliese como una bofetada…

Fermín pareció leerme el pensamiento, y sonrió solidariamente.

– Pues mire, que no le sepa mal, porque lo mejor de las mujeres es descubrirlas. Como la primera vez, nada de nada. Uno no sabe lo que es la vida hasta que desnuda por primera vez a una mujer. Botón a botón, como si pelase usted un boniato bien calentito en una noche de invierno. Ahhhhh…

En pocos segundos, Verónica Lake hacía su entrada en escena, y Fermín había saltado de dimensión. Aprovechando una secuencia en que Verónica Lake descansaba, Fermín anunció que se iba a hacer una visita al puesto de chucherías del vestíbulo para reponer existencias. Después de pasar meses de hambre, mi amigo había perdido el sentido de la medida, pero merced a su metabolismo de bombilla nunca llegaba a perder aquel aire hambriento y escuálido de posguerra. Me quedé solo, apenas siguiendo la acción en pantalla. Mentiría si dijese que pensaba en Clara. Pensaba sólo en su cuerpo, temblando bajo las embestidas del profesor de música, reluciente de sudor y de placer. Se me cayó la mirada de la pantalla y sólo entonces reparé en el espectador que acababa de entrar. Vi su silueta avanzar hasta el centro del patio de butacas, seis filas más adelante, y tomar asiento. Los cines estaban llenos de gente sola, pensé. Como yo.

Intenté concentrarme en retomar el hilo de la acción. El galán, un detective cínico pero con buen corazón, le explicaba a un personaje secundario por qué las mujeres como Verónica Lake eran la perdición de todo macho cabal y, aun así, no cabía sino amarlas con desesperación y perecer traicionado por su perfidia. Fermín Romero de Torres, que se estaba convirtiendo en crítico experto, denominaba a este género de historias «el cuento de la mantis religiosa». Según él no eran sino fantasías misóginas para oficinistas con problemas de estreñimiento y beatas ajadas de aburrimiento que soñaban con echarse al vicio y llevar una vida de putón desorejado. Sonreí al imaginar los comentarios a pie de página que hubiese hecho mi amigo el crítico de no haber acudido a su cita con el puesto de golosinas. La sonrisa se me heló en menos de un segundo. El espectador sentado seis filas al frente se había vuelto y me estaba mirando fijamente. El haz nebuloso del proyector taladraba las tinieblas de la sala, un soplo de luz parpadeante que apenas dibujaba líneas y manchas de color. Reconocí al instante al hombre sin rostro, Coubert. Su mirada sin párpados brillaba, acerada. Su sonrisa sin labios se relamía en la oscuridad. Sentí dedos fríos cerrándose sobre mi corazón. Doscientos violines estallaron en la pantalla, hubo tiros, gritos y la escena fundió a negro. Por un instante, la platea se sumió en la oscuridad absoluta y sólo pude oír los latidos que me martilleaban en las sienes. Lentamente, una nueva escena se iluminó en la pantalla, deshaciendo la oscuridad de la sala en vahos de penumbra azul y púrpura. El hombre sin rostro había desaparecido. Me volví y pude ver una silueta alejándose por el pasillo de la platea y cruzarse con Fermín Romero de Torres, que volvía de su safari gastronómico. Se adentró en la fila y retomó su butaca. Me tendió una chocolatina de praliné y me observó con cierta reserva.

– Daniel, está usted blanco como nalga de monja. ¿Se encuentra bien?

Un aliento invisible barría el patio de butacas.

– Huele raro -comentó Fermín Romero de Torres-. Como a pedo rancio, de notario o procurador.

– No. Huele a papel quemado.

– Ande, tenga un Sugus de limón, que lo cura todo.

– No me apetece.

– Pues se lo guarda, que nunca se sabe cuándo un Sugus le va a sacar a uno de un apuro.

Guardé el caramelo en el bolsillo de la chaqueta y navegué por el resto de la película sin prestar atención ni a Verónica Lake ni a las víctimas de sus fatales encantos. Fermín Romero de Torres se había perdido en el espectáculo y en sus chocolatinas. Cuando se encendieron las luces al término de la sesión, me pareció haber despertado de un mal sueño y me sentí tentado de tomar la presencia de aquel individuo en el patio de butacas como una ilusión, un truco de la memoria, pero su breve mirada en la oscuridad había bastado para hacerme llegar el mensaje. No se había olvidado de mí, ni de nuestro pacto.

El primer efecto de la llegada de Fermín se hizo notar pronto: descubrí que tenía mucho más tiempo libre. Cuando Fermín no andaba a la caza y captura de algún volumen exótico para satisfacer los pedidos de los clientes, se ocupaba de organizar las existencias de la tienda, idear estratagemas de promoción comercial en el barrio, sacarle brillo al cartel y a las cristaleras o dejar los lomos de los libros relucientes con un paño y alcohol. Dada la coyuntura, opté por invertir mi tiempo de ocio en dos aspectos que había dejado descuidados en los últimos tiempos: seguir dándole vueltas al enigma de Carax y, sobre todo, tratar de pasar más tiempo con mi amigo Tomás Aguilar, a quien echaba de menos.

Tomás era un muchacho meditabundo y reservado al que la gente temía por su aspecto de matón, serio y amenazador. Tenía una constitución de luchador, hombros de gladiador y una mirada dura y penetrante. Nos habíamos conocido muchos años atrás en una pelea durante mi primera semana en los jesuitas de Caspe. Su padre había venido a buscarle después de clase, acompañado de una niña presumida que resultó ser la hermana de Tomás. Se me ocurrió hacer una gracia imbécil sobre ella y, antes de que pudiese parpadear, Tomás Aguilar cayó sobre mí como un diluvio de puñetazos que me dejó varias semanas condolido. Tomás me doblaba en tamaño, fuerza y ferocidad. En aquel duelo de patio, rodeado de un coro de críos sedientos de combate sangriento, perdí un diente y gané un nuevo sentido de las proporciones. No le quise decir a mi padre ni a los curas quién me había zurrado de aquel modo, ni explicarles que el padre de mi adversario contemplaba la paliza complacido por el espectáculo y coreando con los demás colegiales.

– Ha sido por culpa mía -dije, dando el tema por zanjado.

Tres semanas más tarde, Tomás se me acercó durante el recreo. Yo, muerto de miedo, me quedé paralizado. Éste viene a rematarme, pensé. Empezó a balbucear, y al poco comprendí que lo único que quería era disculparse por la golpiza, porque sabía que había sido un combate desigual e injusto.

– Soy yo el que tiene que pedirte perdón por haberme metido con tu hermana -dije-. Lo hubiera hecho el otro día, pero me partiste la boca antes de que pudiese hablar.

Tomás bajó la mirada, avergonzado. Observé a aquel gigante tímido y silencioso que vagaba por las aulas y pasillos del colegio como alma sin dueño. Todos los demás chavales -yo el primero- le tenían miedo, y nadie le hablaba u osaba cruzar la mirada con él. Con los ojos caídos, casi temblando, me preguntó si yo querría ser su amigo. Le dije que sí. Me ofreció su mano y la estreché. Su apretón dolía, pero me aguanté. Aquella misma tarde, Tomas me invitó a merendar a su casa y me enseñó la colección de extraños artilugios hechos a partir de piezas y chatarra que guardaba en su habitación.

– Los he hecho yo -me explicó, orgulloso.

Yo era incapaz de entender qué eran o pretendían ser, pero me callé y asentí con admiración. Me parecía que aquel grandullón solitario se había construido sus propios amigos de latón y que yo era el primero a quien se los había presentado. Era su secreto. Yo le hablé de mi madre y de lo mucho que la echaba a faltar. Cuando se me apagó la voz, Tomás me abrazó en silencio. Teníamos diez años. Desde aquel día, Tomás Aguilar se convirtió en mi mejor -y yo en su único-, amigo.

Pese a su apariencia beligerante, Tomás era un alma pacífica y bondadosa a quien su aspecto evitaba toda confrontación. Tartamudeaba bastante, especialmente cuando hablaba con cualquiera que no fuese su madre, su hermana o yo, lo cual era casi nunca. Le fascinaban los inventos extravagantes y los ingenios mecánicos, y pronto descubrí que llevaba a cabo autopsias en todo tipo de artilugios, desde gramófonos hasta máquinas de sumar, a fin de averiguar sus secretos. Cuando no estaba conmigo o trabajando para su padre, Tomás pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado en su habitación, construyendo artefactos incomprensibles. Todo lo que le sobraba de inteligencia le faltaba de sentido práctico. Su interés en el mundo real se concentraba en aspectos como la sincronía de los semáforos de la Gran Vía, los misterios de las fuentes luminosas de Montjuïc o los autómatas del parque de atracciones del Tibidabo.


Date: 2016-01-05; view: 569


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