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DÍAS DE CENIZA 1945-1949 5 page

– No sabe cómo se lo agradezco…

– Sin pamplinas. Si le he dejado pasar, es por respeto al padre de usted, de lo contrario le hubiese dejado en la calle. Haga el favor de seguirme. Y si se comporta, a lo mejor le cuento lo que sé de su amigo Julián Carax

De refilón, cuando creyó que no podía verle, advertí que se le escapaba una sonrisa de pillo redomado. Isaac estaba claramente disfrutando de su papel de siniestro cancerbero. Yo también sonreí para mis adentros. Ya no me cabía la menor duda de a quién pertenecía el rostro del diablillo del picaporte.

Isaac me echó un par de mantas finas por los hombros y me ofreció una taza con un mejunje humeante que olía a chocolate caliente con ratafía.

– Me contaba usted de Carax…

– No hay mucho que contar. Al primero que oí mencionar a Carax fue a Toni Cabestany, el editor. Le hablo de veinte años atrás, cuando aún existía la editorial. Siempre que volvía de sus viajes a Londres, París o Viena, Cabestany se dejaba caer por aquí y charlábamos un rato. Los dos nos habíamos quedado viudos y él se lamentaba de que ahora estábamos casados con los libros, yo con los viejos y él con los de la contabilidad. Éramos buenos amigos. En una de sus visitas me contó que acababa de adquirir por cuatro chavos los derechos en castellano de las novelas de un tal Julián Carax, un barcelonés que vivía en París. Eso debió de ser en el año 28 o 29. Al parecer, Carax trabajaba de pianista en un burdel de poca monta en Pigalle por las noches y escribía de día en un ático miserable en la barriada de Saint Germain. París es la única ciudad del mundo donde morirse de hambre todavía es considerado un arte. Carax había publicado un par de novelas en Francia que habían resultado ser un absoluto fracaso de ventas. Nadie daba un duro por él en París, y a Cabestany siempre le gustó comprar barato.

– ¿Entonces, Carax escribía en castellano o en francés?

– A saber. Probablemente las dos cosas. Su madre era francesa, maestra de música, creo, y él había vivido en París desde que tenía diecinueve o veinte años. Cabestany decía que recibían de Carax los manuscritos en castellano. Si eran una traducción o el original, tanto le daba. El idioma favorito de Cabestany era el de la peseta, lo demás le traía al pairo. Cabestany había pensado que tal vez, con un golpe de suerte, conseguir colocar unos miles de ejemplares de Carax en el mercado español.

– ¿Y lo consiguió?

Isaac frunció el ceño, escanciándome un poco más de su brebaje reparador.

– Me parece que de la que más, La casa roja, vendió unos noventa.



– Pero siguió publicando a Carax, aunque perdiese dinero -apunté.

– Así es. No sé por qué, la verdad. Cabestany no era un romántico, precisamente. Pero quizá todo hombre tiene sus secretos… Entre el 28 y el 36 le publicó ocho novelas. Donde Cabestany hacía de verdad el dinero era en los catecismos y en una serie de folletines rosa protagonizados por una heroína de provincias, Violeta LaFleur, que se vendían muy bien en quioscos. Las novelas de Carax, supongo, las editaba por gusto y por llevarle la contraria a Darwin.

– ¿Qué fue del señor Cabestany?

Isaac suspiró, alzando la mirada.

– La edad, que a todos nos pasa factura. Cayó enfermo y tuvo algunos problemas de dinero. En 1936, el hijo mayor se hizo cargo de la editorial, pero era de los que no saben ni leerse la talla de los calzoncillos. La empresa se vino abajo en menos de un año. Afortunadamente, Cabestany no llegó a ver lo que sus herederos hacían con el fruto de toda una vida de trabajo ni lo que la guerra hacía con el país. Se lo llevó una embolia la noche de Todos los Santos, con un Cohiba en la boca y una niña de veinticinco años en las rodillas. El hijo estaba hecho de otra pasta. Arrogante como sólo los imbéciles pueden serlo. Su primera gran idea fue intentar vender el stock de libros del catálogo de la editorial, el legado de su padre, para transformarlos en pasta de papel o algo así. Un amigo, otro niñato con casa en Caldetas y un Bugatti, le había convencido de que las fotonovelas de amor y el Mein Kampf se iban a vender de miedo y que haría falta celulosa a mansalva para satisfacer la demanda.

– ¿Llegó a hacerlo?

– No le dio tiempo. Al poco de tomar las riendas de la editorial, un individuo se presentó en su casa y le hizo una oferta muy generosa. Quería adquirir todo el stock de novelas de Julián Carax que todavía quedasen en existencias, y se ofrecía a pagarlas tres veces su precio de mercado.

– No me diga más. Para quemarlas -murmuré. Isaac sonrió, sorprendido.

– Pues sí. Y parecía usted tonto, tanto preguntar y no saber nada.

– ¿Quién era ese individuo? -pregunté.

– Un tal Aubert o Coubert, no recuerdo bien.

– ¿Laín Coubert?

– ¿Le suena?

– Es el nombre de un personaje de La Sombra del Viento, la última novela de Carax.

Isaac frunció el ceño.

– ¿Un personaje de ficción?

– En la novela, Laín Coubert es el nombre que emplea el diablo.

– Un tanto teatral, le diré. Pero sea quien sea, al menos tenía sentido del humor -estimó Isaac.

Yo, que todavía tenía fresca la memoria de mi encuentro con aquel personaje, no le encontraba la gracia ni de refilón, pero reservé mi opinión para mejor lance.

– Este individuo, Coubert, o como se llame, ¿tenía la cara quemada, desfigurada?

Isaac me observó con una sonrisa a medio camino entre la chanza y la preocupación.

– No tengo la menor idea. La persona que me contó todo esto no le llegó a ver, y lo supo porque Cabestany hijo se lo contó a su secretaria al día siguiente. De caras quemadas no mencionó nada. ¿Quiere decir que eso no lo ha sacado de un folletín?

Agité la cabeza, quitándole importancia al tema.

– ¿Cómo acabó el asunto? ¿Le vendió los libros el hijo del editor a Coubert? -pregunté.

– El botarate del niñato se quiso pasar de listo. Pidió más dinero del que Coubert le ofrecía, y éste retiró su propuesta. Días más tarde, el almacén de la editorial Cabestany en Pueblo Nuevo ardió hasta los cimientos poco después de la medianoche. Y gratis.

Suspiré.

– ¿Qué ocurrió con los libros de Carax? ¿Se perdieron?

– Casi todos. Por fortuna, la secretaria de Cabestany, al oír lo de la oferta, tuvo una corazonada y, por su cuenta y riesgo, fue al almacén y se llevó un ejemplar de cada título de Carax a su casa. Ella era la que mantenía toda la correspondencia con Carax y, a lo largo de los años, habían entablado cierta amistad. Se llamaba Nuria, y me parece que ella era la única persona en la editorial, y probablemente en toda Barcelona, que se leía las novelas de Carax. Nuria siente debilidad por las causas perdidas. De pequeña recogía animalillos de la calle y los llevaba a casa. Con el tiempo pasó a adoptar novelistas malditos, a lo mejor porque su padre quiso ser uno y nunca lo consiguió.

– Parece que la conozca usted muy bien.

Isaac blandió su sonrisa de diablillo cojuelo.

– Más de lo que ella se cree. Es mi hija.

Se me comió el silencio y la duda. Cuanto más oía de aquella historia, más perdido me sentía.

– Tengo entendido que Carax volvió a Barcelona en 1936. Hay quien dice que murió aquí. ¿Le quedaba familia en la ciudad? ¿Alguien que pudiera saber de él?

Isaac suspiró.

– Vaya usted a saber. Los padres de Carax se habían separado hacía tiempo, creo. La madre se había marchado a América del Sur, donde se volvió a casar. Con su padre, que yo sepa, no se hablaba desde que se marchó a París.

– ¿Por qué no?

– Qué sé yo. La gente se complica la vida, como si no fuese suficientemente complicada.

– ¿Sabe si vive aún?

– Eso espero. Era más joven que yo, pero uno ya sale poco y hace años que no leo las necrológicas porque los conocidos caen como moscas y uno se queda acojonado, la verdad. Por cierto, Carax era el apellido de la madre. El padre se apellidaba Fortuny. Tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio, y por lo que sé no se llevaba mucho con su hijo.

– ¿Pudiera ser entonces que al volver a Barcelona Carax se hubiese sentido tentado de acudir a ver a su hija Nuria, si tenían cierta amistad, aunque él no estuviese en buenos términos con su padre?

Isaac rió amargamente.

– Probablemente soy el menos indicado para saberlo. Después de todo, soy su padre. Sé que una vez, en el 32 o el 33, Nuria viajó a París por asuntos de Cabestany, y que se alojó en casa de Julián Carax un par de semanas. Eso me lo contó Cabestany, porque según ella estuvo en un hotel. Mi hija estaba por entonces soltera y a mí me daba en la nariz que Carax andaba un poco atontado con ella. Mi Nuria es de las que rompen corazones con sólo entrar en una tienda.

– ¿Quiere decir que eran amantes?

– A usted le va el folletín, ¿eh? Mire, yo en la vida privada de Nuria nunca me he metido, porque la mía tampoco es como para enmarcarla. Si algún día tiene usted una hija, bendición que no se la deseo yo a nadie, porque es ley de vida que tarde o temprano le romperá a uno el corazón, en fin, a lo que iba, que si algún día tiene usted una hija empezará sin darse cuenta a dividir a los hombres en dos clases: los que usted sospecha que se acuestan con ella y los que no. El que diga que no, miente por los codos. A mí me daba en la nariz que Carax era de los primeros, con lo cual me daba lo mismo si era un genio o un pobre desgraciado, yo siempre le tuve por un sinvergüenza.

A lo mejor estaba usted equivocado.

– No se ofenda, pero usted es todavía muy joven y sabe de mujeres lo que yo de hacer panellets.

– También es verdad -convine-. ¿Qué pasó con los libros que se llevó su hija del almacén?

– Están aquí.

– ¿Aquí?

– ¿De dónde piensa que salió ese libro que encontró usted el día que le trajo su padre?

– No lo entiende.

– Pues es bien sencillo. Una noche, días después del incendio del almacén de Cabestany, mi hija Nuria se presentó aquí. Estaba nerviosa. Decía que alguien la había estado siguiendo y que temía que el tal Coubert quisiera hacerse con los libros para destruirlos. Nuria me dijo que venía a esconder los libros de Carax. Se adentró en la sala grande y los ocultó en el laberinto de estanterías, como quien entierra tesoros. No le pregunté dónde los había puesto, ni ella me lo dijo. Antes de marcharse me dijo que, en cuanto lograse encontrar a Carax, volvería a por ellos. Me pareció que todavía seguía enamorada de Carax, pero no dije nada. Le pregunté si le había visto recientemente, si sabía algo de él. Me dijo que hacía meses que no tenía noticias suyas, prácticamente desde que él había enviado sus últimas correcciones del manuscrito de su último libro desde París. Si me mintió, no le sabría decir. Lo que sí sé es que después de aquel día, Nuria nunca más volvió a saber de Carax y aquellos libros se quedaron aquí, criando polvo.

– ¿Cree usted que su hija accedería a hablar conmigo de todo esto?

– Bueno, mi hija a todo lo que sea hablar se apunta, pero no sé si podrá decirle algo que no le haya contado ya un servidor. Piense que de todo esto hace ya mucho tiempo. Y la verdad es que no nos llevamos tan bien como quisiera. Nos vemos una vez al mes. Vamos a comer por aquí cerca y luego se va como ha venido. Sé que hace años se casó con un buen chico; periodista y un poco atolondrado, la verdad, de esos que siempre andan metidos en líos de política, pero de buen corazón. Se casó por lo civil, sin invitados. Yo me enteré un mes más tarde. Nunca me ha presentado a su marido. Miquel se llama. O algo así. Supongo que no está muy orgullosa de su padre, y no la culpo. Ahora es otra mujer. Mire que hasta aprendió a hacer punto y me dicen que ya no se viste de Simone de Beauvoir. Uno de estos días me enteraré de que he sido abuelo. Hace años que trabaja en casa como traductora de francés e italiano. No sé de dónde sacó el talento, la verdad. De su padre está claro que no. Deje que le apunte su dirección, aunque no sé si es muy buena idea que le diga que le envío yo.

Isaac anotó unos garabatos en una esquina de un diario viejo y me tendió el recorte.

– Se lo agradezco. Nunca se sabe, a lo mejor ella recuerda algo…

Isaac sonrió con cierta tristeza.

– De cría lo recordaba todo. Todo. Luego los hijos se hacen mayores y ya no sabes lo que piensan ni lo que sienten. Y así ha de ser, supongo. No le cuente a Nuria lo que le he explicado, ¿eh? Lo dicho aquí que quede entre nosotros.

– Descuide. ¿Cree que ella aún piensa en Carax? Isaac suspiró largamente, bajando la mirada.

– Yo qué sé. No sé si le quiso de verdad. Estas cosas se quedan en el corazón de cada uno, y ella ahora es una mujer casada. Yo a la edad de usted tuve una novieta, Teresita Boadas se llamaba, que cosía delantales en la textil Santamaría de la calle Comercio. Ella tenía dieciséis años, dos menos que yo, y era la primera mujer de la que me enamoré. No ponga esa cara, que ya sé que ustedes los jóvenes se creen que los viejos no nos hemos enamorado nunca. El padre de Teresita tenía un carromato de hielo en el mercado del Borne y era mudo de nacimiento. No sabe usted el miedo que pasé el día que le pedí permiso para casarme con su hija y se tiró cinco minutos mirándome fijamente, sin soltar prenda y con el pico del hielo en la mano. Llevaba yo ahorrando dos años para comprar una alianza cuando Teresita cayó enferma. Algo que había pillado en el taller, me dijo. En seis meses se me había muerto de tuberculosis. Aún me acuerdo de cómo gemía el mudo el día que la enterramos en el cementerio de Pueblo Nuevo.

Isaac se sumió en un profundo silencio. No me atreví ni a respirar. Al poco alzó la vista y me sonrió.

– Le hablo de cincuenta y cinco años atrás, ahí es nada. Pero, si he de serle sincero, no pasa un día que no me acuerde de ella, de los paseos que nos dábamos hasta las ruinas de la Exposición Universal de 1888 y de cómo se reía de mí cuando le leía los poemas que escribía en la trastienda del colmado de embutidos y ultramarinos de mi tío Leopoldo. Me acuerdo hasta de la cara de una gitana que nos leyó la mano en la playa del Bogatell y nos dijo que estaríamos juntos toda la vida. A su manera, no mentía. ¿Qué le puedo decir? Pues sí, yo creo que Nuria todavía se acuerda de ese hombre, aunque no lo diga. Y, la verdad, yo eso no se lo perdonaré a Carax jamás. Usted es muy joven todavía, pero yo sé lo que duelen esas cosas. Si quiere saber mi opinión, Carax era un ladrón de corazones, y el de mi hija se lo llevó a la tumba o al infierno. Sólo le pido una cosa, si es que la ve y habla con ella: que me diga cómo está. Que averigüe si es feliz. Y si ha perdonado a su padre.

Poco antes del alba, portando tan sólo un candil de aceite, me adentré una vez más en el Cementerio de los Libros Olvidados. Al hacerlo, imaginaba a la hija de Isaac recorriendo aquellos mismos corredores oscuros e interminables con idéntica determinación a la que me guiaba a mí: salvar el libro. En un principio creí que recordaba la ruta que había seguido en mi primera visita a aquel lugar de la mano de mi padre, pero pronto comprendí que los dobleces del laberinto combaban los pasillos en volutas que era imposible recordar. Tres veces intenté seguir una ruta que había creído memorizar, y tres veces me devolvió el laberinto al mismo punto del que había partido. Isaac me esperaba allí, sonriente.

– ¿Piensa volver algún día a por él? -preguntó.

– Por supuesto.

– En ese caso, quizá quiera usted hacer una pequeña trampa.

– ¿Trampa?

– Joven, usted es un poco duro de entendederas, ¿verdad? Acuérdese del Minotauro.

Tardé unos segundos en comprender su sugerencia. Isaac extrajo un viejo cortaplumas del bolsillo y me lo tendió.

– Haga usted una pequeña marca en cada esquina que tuerza, una muesca que sólo usted conozca. Es madera vieja y tiene tantos arañazos y estrías que nadie lo advertirá, a menos que sepa lo que está buscando…

Seguí su consejo y me adentré de nuevo en el corazón de la estructura. Cada vez que torcía el rumbo me detenía a marcar los estantes con una C y una X en el lado del corredor por el que me decantaba. Veinte minutos más tarde me había perdido completamente en las entrañas de la torre y el lugar en que iba a enterrar la novela se me reveló por casualidad. A mi derecha vislumbré una hilera de tomos sobre la desamortización debidos a la pluma del insigne Jovellanos. A mis ojos de adolescente, semejante camuflaje hubiera disuadido hasta las mentes más retorcidas. Extraje unos cuantos e inspeccioné la segunda hilera oculta detrás de aquellos muros de prosa granítica. Entre nubecillas de polvo, varias comedias de Moratín y un flamante Curial e Güelfa alternaban con el Tractatus Logico Politicus de Spinoza. Como toque de gracia, opté por confinar el Carax entre un anuario de sentencias judiciales de los tribunales civiles de Gerona de 1901 y una colección de novelas de Juan Valera. Para ganar espacio, decidí llevarme el libro de poesía del Siglo de Oro que los separaba y en su sitio deslicé La Sombra del Viento. Me despedí de la novela con un guiño, y volví a colocar en su lugar la antología de Jovellanos, amurallando la primera fila.

Sin más ceremonial me alejé de allí, guiándome por las muescas que había ido dejando en el camino. Mientras recorría túneles y túneles de libros en la penumbra, no pude evitar que me embargase una sensación de tristeza y desaliento. No podía evitar pensar que si yo, por pura casualidad, había descubierto todo un universo en un solo libro desconocido entre la infinidad de aquella necrópolis, decenas de miles más quedarían inexplorados, olvidados para siempre. Me sentí rodeado de millones de páginas abandonadas, de universos y almas sin dueño, que se hundían en un océano de oscuridad mientras el mundo que palpitaba fuera de aquellos muros perdía la memoria sin darse cuenta día tras día, sintiéndose más sabio cuanto más olvidaba.

 

Despuntaban las primeras luces del alba cuando regresé al piso de la calle Santa Ana. Abrí la puerta con sigilo y me deslicé por el umbral sin encender la luz. Desde el recibidor se podía ver el comedor al fondo del pasillo, la mesa todavía ataviada de fiesta. El pastel seguía allí, intacto, y la vajilla seguía esperando la cena. La silueta de mi padre se recortaba inmóvil en el butacón, oteando desde la ventana. Estaba despierto y aún vestía su traje de salir. Volutas de humo se alzaban perezosamente de un cigarrillo que sostenía entre el índice y el anular, como si fuese una pluma. Hacía años que no veía fumar a mi padre.

– Buenos días -murmuró, apagando el cigarrillo en un cenicero casi repleto de colillas a medio fumar.

Le miré sin saber qué decir. Su mirada quedaba velada al contraluz.

– Clara llamó varias veces anoche, un par de horas después de que te fueras -dijo-. Sonaba muy preocupada. Dejó recado que la llamases, fuera la hora que fuese.

– No pienso volver a ver a Clara, o a hablar con ella -dije.

Mi padre se limitó a asentir en silencio. Me dejé caer en una de las sillas del comedor. La mirada se me cayó al suelo.

– ¿Vas a decirme dónde has estado?

– Por ahí.

– Me has dado un susto de muerte.

No había ira en su voz, ni apenas reproche, sólo cansancio.

– Lo sé. Y lo siento -respondí.

– ¿Qué te has hecho en la cara?

– Resbalé en la lluvia y me caí.

– Esa lluvia debía de tener un buen derechazo. Ponte algo.

– No es nada. Ni lo noto -mentí-. Lo que necesito es irme a dormir. No me tengo en pie.

– Al menos abre tu regalo antes de irte a la cama -dijo mi padre.

Señaló el paquete envuelto en papel de celofán que había depositado la noche anterior sobre la mesa del comedor. Dudé un instante. Mi padre asintió. Tomé el paquete y lo sopesé. Se lo tendí a mi padre sin abrir.

– Lo mejor es que lo devuelvas. No merezco ningún regalo.

– Los regalos se hacen por gusto del que regala, no por mérito del que recibe -dijo mi padre-. Además, ya no se puede devolver. Ábrelo.

Deshice el cuidadoso envoltorio en la penumbra del alba. El paquete contenía una caja de madera labrada, reluciente, ribeteada con remaches dorados. Se me iluminó la sonrisa antes de abrirla. El sonido del cierre al abrirse era exquisito, de mecanismo de relojería. El interior del estuche venía recubierto de terciopelo azul oscuro. La fabulosa Montblanc Meinsterstück de Víctor Hugo descansaba en el centro, deslumbrante. La tomé en mis manos y la contemplé al reluz del balcón. Sobre la pinza de oro del capuchón había grabada una inscripción.

 

Daniel Sempere,1953

 

Miré a mi padre, boquiabierto. No creo haberle visto nunca tan feliz como me lo pareció en aquel instante. Sin mediar palabra, se levantó de la butaca y me abrazó con fuerza. Sentí que se me encogía la garganta y, a falta de palabras, me mordí la voz.

GENIO Y FIGURA 1953

Aquel año, el otoño cubrió Barcelona con un manto de hojarasca que revoloteaba en las calles como piel de serpiente. La memoria de aquella lejana noche de cumpleaños me había enfriado los ánimos, o quizá fue la vida que había decidido concederme un año sabático de mis penas de sainete para que empezase a madurar. Me sorprendí a mí mismo apenas pensando en Clara Barceló, o en Julián Carax, o en aquel fantoche sin rostro que olía a papel quemado y se declaraba personaje escapado de las páginas de un libro. Para noviembre había cumplido un mes de sobriedad, sin acercarme una sola vez a la plaza Real a mendigar un atisbo de Clara en la ventana. El mérito, debo confesar, no fue del todo mío. Las cosas en la librería se estaban animando y mi padre y yo teníamos más trabajo del que podíamos quitarnos de encima.

– A este paso vamos a tener que coger a otra persona para que nos ayude en la búsqueda de los pedidos -comentaba mi padre-. Lo que nos haría falta sería alguien muy especial, medio detective, medio poeta, que cobre barato y al que no le asusten las misiones imposibles.

– Creo que tengo al candidato adecuado -dije.

Encontré a Fermín Romero de Torres en su lugar habitual bajo los arcos de la calle Fernando. El mendigo estaba recomponiendo la primera página de la Hoja del Lunes a partir de trozos rescatados de una papelera. La estampa del día iba de obras públicas y desarrollo.

– ¡Rediós! ¿Otro pantano? -le oí exclamar-. Esta gente del fascio acabará por convertirnos a todos en una raza de beatas y batracios.

– Buenas -dije suavemente-. ¿Se acuerda de mí?

El mendigo alzó la vista, y su rostro se iluminó de pronto con una sonrisa de bandera.

– ¡Alabados sean los ojos! ¿Qué se cuenta usted, amigo mío? Me aceptará un traguito de tinto, ¿verdad?

– Hoy invito yo -dije-. ¿Tiene apetito?

– Hombre, no le diría que no a una buena mariscada, pero yo me apunto a un bombardeo.

De camino a la librería, Fermín Romero de Torres me relató toda suerte de correrías que había vivido aquellas semanas a fin y efecto de eludir a las fuerzas de seguridad del Estado, y más particularmente a su némesis, un tal inspector Fumero con el que al parecer llevaba un largo historial de conflictos.

– ¿Fumero? -pregunté, recordando que aquél era el nombre del soldado que había asesinado al padre de Clara Barceló en el castillo de Montjuïc a los inicios de la guerra.

El hombrecillo asintió, pálido y aterrado. Se le veía famélico, sucio y hedía a meses de vida en la calle. El pobre no tenía ni idea de adónde le conducía, y advertí en su mirada cierto susto y una creciente angustia que se esforzaba en vestir de verborrea incesante. Cuando llegamos a la tienda, el mendigo me lanzo una mirada de preocupación.

– Ande, pase usted. Ésta es la librería de mi padre, al que quiero presentarle.

El mendigo se encogió en un manojo de roña y nervios.

– No, no, de ninguna manera, que yo no estoy presentable y éste es un establecimiento de categoría; le voy a avergonzar a usted…

Mi padre se asomó a la puerta, le hizo un repaso rápido al mendigo y luego me miró de reojo.

– Papá, éste es Fermín Romero de Torres.

– Para servirle a usted -dijo el mendigo casi temblando.

Mi padre le sonrió serenamente y le tendió la mano. El mendigo no se atrevía a estrecharla, avergonzado por su aspecto y la mugre que le cubría la piel.

– Oiga, mejor que me vaya y les deje a ustedes -tartamudeó.

Mi padre le asió suavemente por el brazo.

– Nada de eso, que mi hijo me ha dicho que se viene usted a comer con nosotros.

El mendigo nos miró, atónito, aterrado.

– ¿Por qué no sube a casa y se da un buen baño caliente? -dijo mi padre-. Luego, si le parece, nos bajamos andando hasta Can Solé.

Fermín Romero de Torres balbuceó algo ininteligible. Mi padre, sin bajar la sonrisa, le guió rumbo al portal y prácticamente tuvo que arrastrarlo escalera arriba hasta el piso mientras yo cerraba la tienda. Con mucha oratoria y tácticas subrepticias conseguimos meterlo en la bañera y despojarlo de sus andrajos. Desnudo parecía una foto de guerra y temblaba como un pollo desplumado. Tenía marcas profundas en las muñecas y los tobillos, y su torso y espalda estaban cubiertos de terribles cicatrices que dolían a la vista. Mi padre y yo intercambiamos una mirada de horror, pero no dijimos nada.


Date: 2016-01-05; view: 551


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