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CAPÍTULO 28. EL HONOR DE M. DE RIVAROL

Durante la capitulación y por cierto tiempo, el Capitán Blood y la mayor parte de sus bucaneros habían estado en su puesto en las alturas de Nuestra Señora de la Poupa, totalmente en ignorancia de lo que estaba pasando. Blood, aunque principalmente, si bien no solamente, el hombre responsable por la rápida reducción de la ciudad, que probaba ser un verdadero cofre de tesoros, no recibió ni siquiera la consideración de ser llamado a un consejo de oficiales con el que M. de Rivarol determinó los términos de la capitulación.

 

Éste era un desprecio que en otros tiempos el Capitán Blood no hubiera soportado ni un momento. Pero al presente, en su curioso esquema mental, y su divorcio de la piratería, se limitaba a sonreír con desprecio al General francés. No así, sin embargo, sus capitanes, y mucho menos sus hombres. El resentimiento se generaba entre ellos y surgió violentamente al final de esa semana en Cartagena. Fue solamente con la promesa de llevar sus quejas al Barón que su capitán pudo por el momento pacificarlos. Hecho esto, fue inmediantamente a buscar a M. de Rivarol.

 

Lo encontró en las oficinas que el Barón había arreglado en la ciudad para él, con un grupo de empleados para registrar el tesoro recogido y para analizar los libros de cuentas, y así calcular las sumas que todavía le debían llevar. El Barón estaba allí sentado como un comerciante de la ciudad, vertificando cifras para asegurarse que todo estaba correcto hasta el último peso. Una ocupación poco adecuada para el General de los Ejércitos del Rey por Mar y Tierra.

 

Levantó la vista irritado por la interrupción que ocasionaba el Capitán Blood.

 

"M. le Baron," lo saludó este último. "Debo hablar francamente; y debéis soportalo. Mis hombres están a punto de motín."

 

M. de Rivarol lo observó con un suave levantar de las cejas.

 

"Capitán Blood, yo, también, hablaré francamente; y vos, también, debéis soportarlo. Si hay un motín, vos y vuestros capitanes seréis responsables personalmente. Vuestro error es tomar conmigo el tono de un aliado, mientras desde el principio os he indicado claramente que estáis simplemente en la posición de haber aceptado servir bajo mis órdenes. Vuestra apropiada percepción de los hechos nos ahorraría una buena cantidad de palabras."

 

Blood se contuvo con dificultad. Un día de estos, sintió, por el bien de la humanidad, debería bajarle los humos a este arrogante y presuntuoso gallito.

 

"Podéis definir nuestras posiciones como os plazca," dijo. "Pero os recuerdo que la naturaleza de un hecho no se cambia por el nombre que se le dé. Me importan los hechos; principalmente el hecho de que entramos con un contrato con vos. Ese contrato prevé cierta distribución del botín. Mis hombres lo exigen. No están satisfechos."



 

"¿Con qué no están satisfechos?" preguntó el Barón.

 

"Con vuestra honestidad, M. de Rivarol."

 

Una bofetada difícilmente hubiera cogido más de improviso al francés. Se puso tenso, se levantó, sus ojos llameando, su rostro de una palidez cadavérica. Los empleados en las mesas dejaron sus plumas y esperaron la explosión con terror.

 

Por un largo momento hubo silencio. Luego el gran caballero se expresó con una voz de concentrada rabia. "¿Realmente os atrevéis a tanto, vos y los sucios ladrones que os siguen? ¡Por la sangre de Dios! Me responderéis por esas palabras, aunque sea una peor deshonra enfrentarme con vos. ¡Faugh!"

 

"Os recuerdo," dijo Blood," que no hablo por mí, sino por mis hombres. Son ellos los que no están satisfechos, ellos que amenazan que si no se les da satisfacción, y rápido, la tomarán."

 

"¿Tomarla?", dijo M. de Rivarol, temblando de rabia. "Dejad que se atrevan, y ..."

 

"Vamos, no seáis imprudente. Mis hombres tienen su derecho, como sabéis. Quieren saber cuándo se les dará su parte del botín, cuándo van a recibir la quinta parte que les acuerda el contrato."

 

"¡Dios dame paciencia! ¿Cómo podemos compartir el botín antes de que haya sido completamente recogido?"

 

"Mis hombres tienen motivos para creer que está recogido; y, de todos modos, ven con desconfianza que sea cargado en vustros barcos, y quede en vuestro poder. Dicen que después no va a ser posible conocer el exacto monto a que asciende."

 

"Pero - ¡en nombre del Cielo! - he llevado libros. Allí están para que todos los vean."

 

"No quieren ver libros de cuentas. Pocos de ellos saben leer. Quieren ver el tesoro. Saben - me obligáis a ser directo - que las cuentas se han falsificado. Vuestros libros dicen que el botín de Cartagena suma alrededor de diez millones de libras. Los hombres saben - y son muy habilidosos en estos cómputos - que excede el total de cuarenta millones. Insisten que el tesoro sea pesado en su presencia, como es costumbre entre la Hermandad de la Costa.

 

"No sé nada de las costumbres filibusteras." El caballero hablaba con desprecio.

 

"Pero aprendéis rápido."

 

"¿Qué queréis decir, bribón? Soy un jefe de ejércitos, no de ladrones."

 

"¡Oh, pero por supuesto!" La ironía de Blood reía en sus ojos. "Pero, seáis lo que seáis, os aviso que o aceptáis una demanda que considero justa, o podéis esperar problemas, y no me sorprendería que nunca podáis dejar Cartagena, ni llevar una sola pieza de oro a vuestro hogar en Francia."

 

"¡Ah, perdieu! ¿Debo entender que me estáis amenazando?"

 

"¡Vamos, vamos, M. le Baron! Os estoy avisando sobre los problemas que un poco de prudencia pueden evitar. No sabéis sobre qué volcán estáis sentado. No conocéis las costumbres de los bucaneros. Si persistís, Cartagena se ahogará en sangre, y cualquiera sea el final, el Rey de Francia no habrá estado bien servido."

 

Eso llevó las bases del argumento a un terreno menos hostil. Continuó por un rato, para concluir finalmente con una aceptación poco amable de parte de M. de Rivarol de las demandas de los bucaneros. La dio de extremada mala gana, y sólo porque Blood le hizo ver finalmente que mantenerse en su posición sería peligroso. En una lucha, podría derrotar a los seguidores de Blood. Pero también podría que no. E incluso si tuviera éxito, el esfuerzo sería muy caro en hombres y tal vez no quedaría con fuerzas suficientes como para mantener el dominio de la ciudad tomada.

 

El final fue que hizo una promesa de tomar las medidas necesarias enseguida, y si el Capitán Blood y sus oficiales lo esperaban la mañana siguiente a bordo del Victorieuse, el tesoro se les mostraría, pesaría en su presencia, y su quinta parte se les entregaría para que ellos mismos la custodiaran.

 

Entre los bucaneros esa noche había hilaridad por el rápido abatimiento del monstruoso orgullo de M. de Rivarol. Pero cuando el día siguiente amaneció en Cartagena, tuvieron su explicación. Los únicos barcos que se veían en el puerto eran el Arabella y el Elizabeth, allí anclados, y el Atropos y el Lachesis en la playa para reparación del daño sufrido en el bombardeo. Los barcos franceses se habían ido. Habían salido despacio y en secreto del puerto, cubiertos por la noche, y tres velas, apenas visibles, en el horizonte hacia el oeste era todo lo que quedaba por verse de ellos. El prófugo M. de Rivarol se había ido con el tesoro, llevándose con él las tropas y marinos que había traído de Francia. Había dejado tras él en Cartagena no sólo a los bucaneros con las manos vacías, a quienes había estafado, sino también a M. de Cussy y a los voluntarios y negros de Hispaniola, a quienes no había estafado menos.

 

Las dos partes se fusionaron en su común furia, y ante su exhibición los habitantes de la desgraciada ciudad cayeron en un terror aún más profundo del que ya habían conocido desde la llegada de la expedición.

 

Sólo el Capitán Blood conservó su cabeza, dominando su profundo enfado. Se había prometido a sí mismo que antes de separarse de M. de Rivarol le haría pagar todos las pequeñas afrentas e insultos que este despreciable sujeto - ahora un ladrón comprobado - le había infligido.

 

"Debemos seguirlo," declaró. "Seguirlo y castigarlo."

 

Al principio ése fue el grito general. Luego vino la consideración de que sólo dos de los barcos bucaneros podían salir al mar - e incluso éstos no estaban con su total fuerza, estando además poco provistos en ese momento para un largo viaje. Las tripulaciones del Lachesis y el Atropos y con ellas sus capitanes, Wolverstone e Yberville, reunciaron a la intención. Después de todo, había una buena parte del tesoro todavía escondido en Cartagena. Se quedarían a conseguirlo mientras arreglaban los barcos para salir al mar. Que Blood y Hagthorpe y los que navegaban con ellos hicieran lo que quisieran.

 

Sólo entonces Blood se dio cuenta de lo precipitado de su propuesta, e intentando retirarla casi causa una batalla entre las dos partes en que esa propuesta había dividido a los bucaneros. Y mientras tanto, esas velas francesas en el horizonte se perdían cada vez más. Blood estaba desesperado. Si se iba ahora, sólo el Cielo sabría que le pasaría a la ciudad, considerando el estado de ánimo de los que quedaban atrás en ella. Pero si se quedaba, simplemente su propia tripulación y la de Hagthorpe aumentarían lo horrendo de los eventos ahora inevitables. Incapaz de tomar una decisión, sus propios hombres y los de Hagthorpe tomaron el tema en sus manos, ansiosos de perseguir a Rivarol. No solamente era un engaño ruin que castigar sino también un enorme tesoro que se podía ganar tratando como enemigo a este comandante francés que, él mismo, había tan villanamente quebrado su alianza.

 

Cuando Blood, dividido como estaba entre consideraciones en conflicto, aún dudaba, lo llevaron casi por fuerza a bordo del Arabella.

 

En una hora, con la provisión por lo menos de agua y comida suficiente abordo, el Arabella y el Elizabeth salieron al mar en esa furiosa cacería.

 

"Cuando estábamos bien adentrados al mar, y el curso del Arabella estaba establecido," escribe Pitt en su bitácora, "fui a ver al Capitán, sabiendo que estaba con un gran conficto en su mente por estos eventos. Lo encontré sentado solo en su cabina, su cabeza en sus manos, tormento en los ojos que miraban fijamente hacia delante, sin ver nada."

 

"¿Qué pasa ahora, Peter?", girtó el joven marino de Somerset. "Por Dios, hombre, ¿qué hay aquí que pueda inquietarte? ¡Seguramente no es por Rivarol!"

 

"No," dijo Blood espesamente. Y por una vez fue comunicativo. Probablemente fue porque o decía lo que lo oprimía o se volvería loco por ello. Y Pitt, después de todo, era su amigo y lo quería, y por lo tanto, un hombre adecuado para sus confidencias. "¡Pero si ella lo supiera! ¡Si lo supiera! ¡Oh, Dios! Creí haber terminado con la piratería, creí haber terminado con ella para siempre. Y acá he cometido por ese tramposo la peor piratería de la que jamás he sido culpable. ¡Piensa en Cartagena! ¡Piensa en el infierno que esos demonios deben estar haciendo de ella ahora! ¡Y todo esto debo tenerlo sobre mi alma!"

 

"No, Peter, no sobre tu alma sino sobre la de Rivarol. Fue ese sucio ladrón el que nos trajo a esto. ¿Qué hubieras podido hacer para evitarlo?"

 

"Me hubiera quedado si se hubiera podido evitar."

 

"No se podía, y lo sabes. Así que, ¿por qué darle vueltas?"

 

"Hay algo más en todo esto," gimió Blood. "¿Ahora qué? ¿Qué queda? Me hicieron imposible el servicio leal a los ingleses. El servicio leal a Francia nos ha traído a esto; y es igualmente imposible en el futuro. Para vivir limpio, creo que lo único que me queda es ira a ofrecer mi espada al Rey de España."

 

Pero algo quedaba - lo último que podría haber esperado - algo hacia lo que iban rápidamente navegando sobre el mar tropical iluminado por el sol. Todo esto contra lo que renegaba tan amargamente era sólo una etapa necesaria para darle forma a su extraño destino.

 

Poniendo rumbo a Hispaniola, dado que juzgaron que allí iría Rivarol a abastecerse antes de intentar cruzar a Francia, el Arabella y el Elizabeth marcharon rápidamente con un viento moderadamente favorable durante dos días y sus noches sin siquiera ver un atisbo de su presa. El amanecer del tercer día trajo con él una niebla que acortó su rango de visión a una distancia entre dos y tres millas, y profundizó su creciente irritación y su temor de que M. de Rivarol pudiera todavía escapar.

 

La posición entonces - según la bitácora de Pitt - era aproximadamente 75 grados 30' oeste de longitud por 17 grados 45' norte de latitud, así que tenían a Jamaica a unas treinta millas hacia el oeste, y, de hecho, lejos hacia el noroeste, apenas visible como un banco de nubes, aparecía la gran cadena de las Montañas Azules cuyos picos se recortaban en el aire límpido por sobre la niebla. El viento venía del oeste, y trajo a sus oídos un sonido de truenos que oidos menos experimentados podrían haber entendido como el de olas rompiendo en una orilla escarpada.

 

"¡Cañones!" dijo Pitt, de pie con Blood en la cubierta. Blood asintió, escuchando.

 

"A diez millas, tal vez quince - en algún lugar cerca de Port Royal, diría yo," añadió Pitt. Luego miró a su capitán. "¿Nos concierne eso?" preguntó.

 

"Cañones cerca de Port Royal ... eso parecería obra del Coronel Bishop. ¿Y contra quién estaría en acción si no fuera contra amigos nuestros? Creo que nos concierne. De todos modos, vamos a investigar. Ordena que se preparen."

 

Arrástrandose casi se dirigieron a sotavento, guiados por el sonido del combate, que crecía en volumen y definición a medida que se acercaban. Así pasó casi una hora. Luego cuando, con el telescopio en sus ojos, Blood logró despejar la niebla, esperando en cualquier momento divisar los navíos en batalla, los cañones cesaron abruptamente.

 

Mantuvieron su curso, a pesar de todo, a toda marcha, ansiosamente escudriñando el mar delante de ellos. Y de repente un objeto apareció a su vista, el que rápidamente se definió como un gran barco incendiado. Cuando el Arabella y el Elizabeth que lo seguía de cerca, se acercaron por su ruta del noroeste, el perfil del llameante barco se hizo más nítido. Sus mástiles se recortaban agudos y negros sobre el humo y las llamas, y por el telescopio Blood distinguió claramente el estandarte de St. George ondeando de su palo mayor.

 

"¡Un barco inglés!" gritó.

 

Escudriñó los mares buscando al conquistador de la batalla de cuya evidencia daba cuentas tanto este despojo como los ruidos que habían oído, y cuando finalmente, acercándose al navío condenado, vieron los fantasmales perfiles de tres altos barcos, a unas tres o cuatro millas de distancia, en camino a Port Royal, la primera y natural suposición fue que esos barcos debían pertenecer a la flota de Jamaica, y que el navío quemado era un bucanero derrotado, y por eso se apuraron a rescatar los tres botes que se alejaban del armarzón en llamas. Pero Pitt, que a través del telescopio examinaba al escuadrón que se retiraba, observó cosas visibles sólo para el ojo entrenado de un marino, e hizo el increíble anuncio de que el más grande de los tres navíos era el Victorieuse de Rivarol.

 

Desplegaron las velas e izaron a los botes que venían, cargados de supervivientes. Y había otros asidos a maderas y restos del naufragio que debían ser rescatados.

 

CAPÍTULO 29. A LAS ÓRDENES DEL REY WILLIAM

 

Uno de los botes golpeaba a lo largo del Arabella, y trepando la escala de llegada primero vino un pequeño y pulido caballero con una levita de satén morado y encaje de oro, cuyo marchito y amarillo rostro, más bien malhumorado, estaba enmarcado con una pesada peluca negra. Sus modales y costosa apariencia no habían sufrido con la aventura por la que había pasado, y se comportaba con la cómoda seguridad de un hombre de rango. Aquí, claramente, no había un bucanero. Muy de cerca lo seguía otro que en todos los téminos, salvo la edad, era físicamente su contrario, fuerte y musculoso en su corpulencia, con un rostro lleno y redondo, curtido por la intemperie, con una boca que indicaba buen humor y ojos azules y chispeantes. Iba bien vestido sin frívolos adornos, y tenía un aire de vigorosa autoridad.

 

Mientras el pequeño hombre bajaba de la escala a la cubierta, donde el Capitán Blood los esperaba para recibirlos, sus agudos e inquisidores ojos echaron una ojeada a los rústicos componentes de la tripulación del Arabella allí reunida.

 

"¿Y dónde demonios puedo estar ahora?" preguntó irritado. "¿Sois ingleses, o qué demonios sois?"

 

"Por mi parte, tengo el honor de ser irlandés, señor. My nombre es Blood - Capitán Peter Blood, y este es mi barco el Arabella, todo a vuestro servicio."

 

"¡Blood!" chilló el pequeño hombre. "¡Oh, Blood! ¡Un pirata!" giró hacia el coloso que lo seguía. "Un condenado pirata, van der Kuylen. Por mi vida, que vamos de mal en peor."

 

"¿Y qué?" dijo el otro con voz gutural, y nuevamente, "¿Y qué?" Luego el humor se apoderó de él, y se dejó llevar por la risa.

 

"¡Maldición! ¿Qué hay para reír, vos, marsopa?" le espetó la levita morada. "¡Una linda historia para contar en casa! El Almirante van der Kuylen primero pierde su flota en la noche, luego un escuadrón francés le incendia su buque insigna con él abordo, y termina todo siendo capturado por un pirata. Me alegra que lo encontréis de risa. Dado que por mis pecados sucede que estoy con vos, que me condenen si yo lo encuentro así."

 

"Hay un error de interpretación, si puedo animarme a indicároslo", dijo Blood calmadamente. "No estáis siendo capturados, caballeros; estáis siendo rescatados. Cuando os deis cuenta, tal vez, aceptéis la hospitalidad que os ofrezco. Puede ser pobre, pero es lo mejor que os puedo ofrecer."

 

El feroz hombrecito lo miró. "¡Maldición! ¿Os permitís ser irónico?" dijo con desaprobación, y posiblemente para corregir esa tendencia, procedió a presentarse. "Soy Lor Willoughby, Gobernador General del Rey William de las Indias Occidentales, y éste es el Almirante van der Kuylen, comandante de la flota de las Indias Occidentales de Su Majestad, al presente perdida en alguna parte de este condenado Mar Caribe."

 

"¿El Rey William?" repitió Blood, y era consciente de que Pitt y Dyke, que estaban a su espalda, se acercaban compartiendo su propio asombro. "¿Y quién puede ser el Rey William, y de qué país puede ser rey?"

 

"¿Qué es eso?" Con un asombro mayor que el suyo, Lord Willoughby le devolvía la mirada. Finalmente: "Me refiero a Su Majestad el Rey William III - William de Orange - quien, con la Reina Mary, ha estado gobernando Inglaterra por más de dos meses."

 

Hubo un momento de silencio, hasta que Blood logró entender lo que le estaban diciendo.

 

"Significa esto, señor, que se han levantado en nuestra patria, y han pateado para afuera al bandido de James y su banda de rufianes?"

 

El Almirante van der Kuylen le dio un golpecito con el codo a su señoría, con un destello de risa en sus ojos azules.

 

"Sus políticas son muy sólidas, pienso," gruñó, en su especial inglés.

 

La sonrisa de su señoría imprimió líneas como tajos en sus mejillas de cuero. "¡Es la vida! ¿No lo habíais oído? ¿Dónde diablos habéis estado?"

 

"Fuera de contacto con el mundo por los últimos tres meses," dijo Blood.

 

"¡Que me condenen! Debe haber sido así. Y en esos tres meses el mundo ha tenido algunos cambios." Escuetamente agregó un resumen de ellos. El Rey James había huido a Francia, y vivía bajo la protección del Rey Luis, así que por esto, y otras razones, Inglaterra se había unido a la liga contra Francia y estaba ahora en guerra con ella. Por eso la nave insignia del Almirante holandés había sido atacada por la flota de M. de Rivarol esa mañana, de donde se podía suponer que en su viaje desde Cartagena el francés debía haberse encontrado con otro barco que le dio las noticias.

 

Luego de ello, nuevamente asegurado que abordo de su barco serían honorablemente tratados, el Capitán Blood llevó al Gobernador General y al Almirante a su cabina, mientras el trabajo de rescate seguía. Las noticias que había recibido habían provocado un tumulto en la mente de Blood. Si el Rey James había sido destronado y no estaba más, esto era el final a su situación fuera de la ley por su presumible parte en un intento anterior de sacar al tirano. Se hacía posible para él volver a su hogar y retomar su vida donde había sido tan desafortunadamente interrumpida cuatro años atrás. Estaba encandilado por las posibilidades que abruptamente se le abrían, Esto llenó tanto su mente, lo conmovió tan profundamente, que debía expresarlo. Al hacerlo, reveló sus ideas más de lo que supo o pretendió al astuto pequeño caballero que lo observaba con tanta atención.

 

"Id a vuestro hogar, si queréis," dijo su señoría, cuando Blood se detuvo. "Podéis estar seguro que nadie os perseguirá por vuestra piratería, considerando qué os llevó a ella. ¿Pero por qué el apuro? Hemos oído de vos, con toda seguridad, y sabemos de lo que sois capaz en los mares. Aquí hay una gran oportunidad para vos, ya que os declaráis enfermo de la piratería. Si elegís servir al Rey William durante esta guerra, vuestro conocimiento de las Indias Occidentales os convertirán en un elemento muy valioso para el gobierno de Su Majestad, a quien no encontraréis desagradecido. Debéis considerarlo. Maldición, señor, os repito: se os ofrece una grana oportunidad."

 

"Me la ofrece vuestra señoría," corrigió Blood, "y estoy muy agradecido. Pero por el momento, confieso, no puedo considerar otra cosa que estas grandes noticias. Cambian la forma del mundo. Me debo acostumbrar a verlo como está ahora, antes de que pueda determinar mi lugar en él.

 

Pitt entró a informar que el trabajo de rescate estaba terminando y los hombres recogidos - unos cuarenta y cinco en total - estaban a salvo abordo de los dos barcos bucaneros. Preguntó por órdenes. Blood se puso de pie.

 

"Estoy siendo negligente en lo que concierne a su señoría por estar considerando mis problemas. Estaréis deseando que os desembarque en Port Royal."

 

"¿En Port Royal?" El hombrecillo se acomodó con rabia en su silla. con rabia y con detalles informó a Blood que habían llegado a Port Royal la tarde anterior para encontrar al Gobernador delegado ausente. "Había ido en una loca cacería a Tortuga tras unos bucaneros, llevando toda la flota consigo."

 

Blood lo miró un momento sorprendido, luego comenzó a reír.

 

"¿Se fue, supongo, antes de que las noticias del cambio de gobierno y la guerra con Francia le llegaran?"

 

"No fue así," estalló Willoughby. "Estaba informado de ambas noticias, y también de mi llegada antes de irse."

 

"¡Oh, imposible!"

 

"Lo mismo hubiera pensado yo. Pero tengo la información de un Mayor Mallard que encontré en Port Royal, aparentemente gobernando en la ausencia de este idiota."

 

"¿Pero está loco, dejar su puesto en semejante situación?" Blood estaba asombrado.

 

"Tomando toda la flota con él, os ruego recordéis, y dejando el lugar libre para un ataque francés. Este es el tipo de Gobernador delegado que el anterior gobierno pensó adecuado nombrar: el mejor ejemplo de su incompetencia, ¡maldición! Deja Port Royal sin vigilancia salvo por un destartalado fuerte que puede ser reducido a escombros en una hora. ¡Que me condenen! ¡Es increíble!"

 

La sonrisa que se paseaba por el rostro de Blood desapareció. "¿Rivarol sabe de esto?" preguntó rápidamente.

 

Fue el almirante holandés quien le contestó: "¿Acaso iría allí si no lo supiera? M. de Rivarol, él tomó algunos de nuestros hombres prisioneros. Tal vez le dijeron. Tal vez hizo que se lo dijeran. Es una gran oportunidad."

 

Su señoría gruñó como un gato montés. "Ese bribón de Bishop deberá dar cuentas de esto con su cabeza si algún daño sucede por su deserción. ¿Y si fuera deliberado,eh? ¿Y si es más listo que estúpido? ¿Y si es su manera de servir al Rey James, quien le dio su puesto?"

 

El Capitán Blood fue generoso. "Díficil que sea eso. Es simplemente venganza lo que lo mueve. Es a mí que está cazando en Tortuga, mi lord. Estoy pensando que mientras él anda por allí, mejor yo cuido Jamaica para el Rey William," Rió, con más alegría de la que había tenido en los últimos dos meses.

 

"Pon curso a Port Royal, Jeremy, y a toda vela. Todavía nos podemos encontrar con M. de Rivarol, y borrar algunas de las cuentas que tenemos al mismo tiempo."

 

Tanto Lord Willoughby como el Almirante se pusieron de pie.

 

"Pero no tenéis la misma fuerza, ¡maldición!" gritó su señoría. "Cualquiera de estos tres barcos franceses puede derrotar al vuestro, hombre."

 

"En cañones - sí," dijo Blood, y sonrió. "Pero importa algo más que cañones en estos temas. Si su señoría quiere ver una lucha en el mar como debe ser una lucha en el mar, es vuestra oportunidad."

 

Ambos lo miraban. "¡Pero su fuerza!" insistía su señoría.

 

"Es imposible," dijo van del Kuylen, sacudiendo su gran cabeza. "La destreza es importante. Pero cañones son cañones."

 

"Si no puedo derrotarlo, puedo hundir mis barcos en el canal, y bloquearlo hasta que Bishop regrese de su cacería con el escuadrón, o hasta que vuestra propia flota regrese."

 

"¿Y eso para qué servirá, por favor?" preguntó Willoughby.

 

"Os lo diré. Rivarol es un imbécil tomando un riesgo como este, considerando lo que tiene abordo. Lleva en sus bodegas el tesoro del pillaje de Cartagena, qu suma cuarenta millones de libras." Ambos saltaron a la mención de tan colosal suma. "Se ha metido en Port Royal con él. Me derrote o no, no sale de Port Royal con él nuevamente, y más tarde o más temprano ese tesoro hallará su camino hacia las arcas del Rey William, luego, por supuesto, de quitarle una quinta parte que será pagada a mis bucaneros. ¿Estamos de acuerdo, Lord Willoughby?"

 

Su señoría se puso de pie, y sacudiendo hacia atrás la nube de encaje de su muñeca, extendió una mano blanca y delicada.

 

"Capitán Blood, descubro grandeza en vos," dijo.

 

"Seguramente, es porque vuestra señoría tiene la agudeza necesaria para percibirla," rió el Capitán.

 

"¡Sí, sí! ¿Pero cómo lo haréis?" gruñó van del Kuylen.

 

"Venid a cubierta, y os daré una demostración antes de que el día avance demasiado."

 

CAPÍTULO 30. LA ÚLTIMA BATALLA DEL ARABELLA

 

"¿Por qué esperías, mi amigo?" gruñó van del Kuylen.

 

"Sí - ¡en nombre de Dios!" lanzó Willoughby.

 

Era la tarde de ese mismo día, y los dos barcos bucaneros se hamacaban gentilmente con perezosas velas al viento cerca de la larga lengua de tierra que forma el puerto natural del Port Royal y a menos de una milla del estrecho que lleva a él, que vigilaba el fuerte. Hacía más de dos horas que habían llegado allí, habíendose arrastrado sin ser observados por la ciudad y por los barcos de M. de Rivarol, y todo el tiempo el aire había estado agitado por el rugido de los cañones de mar y tierra, anunciando que la batalla se había formalizado entre los franceses y los defensores de Port Royal. Durante todo ese tiempo, la espera inactiva estaba tensando los nervios de tanto Lord Willoughby como de van der Kuylen.

 

"Nos dijísteis que nos mostraríais algunas cosas buenas. ¿Dónde están esas cosas buenas?"

 

Blood los enfrentó, sonriendo confiadamente. Estaba armado para la batalla, con peto y espalda de negro acero. "No estaré jugando con vuestra paciencia mucho más. Ciertamente, ya he notado una disminución del fuego. Pero el camino es éste, ahora: nada se gana con precipitarse, y mucho se gana con esperar, como os lo demostraré, espero."

 

Lord Willoughby lo analizó con sospechas. "Pensáis que mientras tanto Bishop puede volver o puede aparecer la flota de van der Kuylen?"

 

"Por supuesto que no estoy pensando en nada parecido. Lo que pienso es que en el encuentro con el fuerte, M. de Rivarol, que no es un sujeto hábil, como tengo motivos para saber, tendrá ciertos daños que harán nuestras diferencias un poco menores. Seguramente habrá tiempo más que suficiente cuando el fuerte haya acabado con sus municiones."

 

"¡Sí, sí!" La abrupta aprobación llegó como un estornudo del pequeño Gobernador General. "Veo vuestro punto y creo que estáis enteramente en lo cierto. Tenéis las cualidades de un gran comandante, Capitán Blood. Os pido disculpas por no haberos comprendido."

 

"Ah, eso es muy amable de vuestra parte, señoría. Como veis, tengo alguna experiencia en este tipo de encuentros, y aunque tomaré todos los riesgos que deba, no tomaré ninguno que no sea necesario. Pero..." se detuvo a escuchar. "Sí, estaba en lo cierto. El fuego aminora. Significa el fin de la resistencia de Mallard en el fuerte. ¡Atención allí, Jeremy!"

 

Se inclinó sobre la tallada barandilla y dio las órdenes rápidamente. El silbato del contramaestre chilló, y en un momento el barco que parecía dormitar allí, se despertó a la vida. Surgieron los pasos fuertes por la cubierta, el crujido de las maderas y el izado de las velas. El timón se movió fuertemente, y en un momento se estaban moviendo, con el Elizabeth siguiéndolos, siempre obedeciendo las señales del Arabella, mientras Ogle el cañonero, a quien había llamado, estaba recibiendo las instrucciones finales de Blood antes de volver a su lugar abajo en la cubierta de la artillería.

 

En un cuarto de hora habían rodeado la costa y se plantaban en la boca del puerto, casi a distancia de tiro de los tres barcos de Rivarol, a cuya vista abruptamente se mostraban ahora.

 

Donde había estado el fuerte ahora se veía una pila de escombros humeanes, y la victoriosa nave francesa con el estandarte de las flores de lis flotando desde su palo mayor, se dirigía hacia él para tomar el apreciado trofeo cuyas defensas había destrozado.

 

Blood analizó los barcos franceses y rió entre dientes. El Victorieuse y el Medusa aparentemente no tenían más que unas cicatrices; pero el tercer barco, el Baleine, se inclinaba pesadamente a babor para mantener el gran boquete de su estribor bien por encima del agua, por lo que estaba guera de combate.

 

"¡Ya veis!" le gritó a van der Kuylen, y sin esperar el gruñido de aprobación del holandés, gritó una orden: "¡Timón, directo al puerto!"

 

La vista del gran barco rojo con las aberturas de los cañones listas a cada lado debe haber aguado la alegría del triunfo de Rivarol. Peo antes de que se pudiera mover para dar una orden, antes de que pudiera resolver qué orden dar, un volcán de fuego y metal explotó sobre él de parte de los bucaneros, y sus cubiertas fueron barridas por la mortífera guadaña de la batería. El Arabella mantuvo su curso, dejando su lugar al Elizabeth, quien, siguiendo de cerca, ejecutó la misma maniobra. Y mientras los franceses estaban confundidos, golpeados por el pánico de un ataque que los tomó tan por sorpresa, el Arabella había girado y volvía sobre sus pasos, presentando ahora sus cañones de babor, y lanzando su segunda batería inmediantamente después de la primera. Y llegó aún otra descarga del Elizabeth y luego el trompeta del Arabella lanzó una llamada a través del agua, que Hagthorpe entendió perfectamente.

 

"¡Vamos ahora, Jeremy!" gritó Blood. "¡Derecho hacia ellos antes de que se recuperen! ¡Quieto ahora,allí! ¡Preparar el abordaje! ¡Hayton, los arpeos! Y avisad al cañonero en la proa que dispare tan rápido como pueda recargar."

 

Se sacó su emplumado sombrero, y se cubrió con un casco de acero que un joven negro le había traido. Tenía la intención de dirigir la partida de abordaje en persona. Rápidamente se explicó a sus dos huéspedes. "Abordarlos es nuestra única oportunidad acá. Tienen muchos más cañones que nosotros."

 

De esto pronto siguió rápidamente una completa demostración. Los franceses se habían recuperado finalmente, y ambos barcos se concentraban en el Arabella por ser el más cercano y el mayor, y por tanto, el más inmediatamente peligroso de los dos oponentes, disparando juntos y casi al mismo momento.

 

A diferencia de los bucaneros, que habían disparado alto para herir a sus enemigos sobre las cubiertas, los franceses disparaban bajo para destrozar el armazón de su asaltante. El Arabella se hamacó y se sacudió bajo esa terrorífica descarga, aunque Pitt lo mantenía de frente a los franceses para que ofreciera el menor blanco posible. Por un momento el barco pareció dudar, luego se lanzó nuevamente hacia delante, su espolón en astillas, su castillo de proa destrozado, y un boquete justo sobre la línea de navegación. Ciertamente, para salvarlo de hace agua, Bloos ordenó rápidamente el retiro de los cañones delanteros, anclas, barriles de agua y todo lo que pudiera moverse.

 

Mientras tanto, los franceses girando, le daban una recepción similar al Elizabeth. El Arabella, empujado por el viento, se dirigía a engancharse para el abordaje. Pero antes de poder lograr su objeto, el Victorieuse había cargado sus cañones de estribor nuevamente, y envió a su enemigo una segunda batería a quemarropa. Entre el ruido de los cañones, la caída de maderas, y los gritos de los heridos, el Arabella giró y se ladeó en la nube de humo que escondía a su presa, y luego vino el grito de Hayton de que se hundía por la proa.

 

El corazón de Blood se detuvo. Y en ese mismo momento de su desesperanza, el flanco azul y dorado del Victorieuse apareció entre el humo. Pero incluso cuando captó esa visión esperanzadora, pericibió también, qué lento era ahora su propio avance, y cómo con cada segundo se hacía más lento. Se hundirían antes de llegar a su presa.

 

Y entonces, con un juramento, opinó el Almirante holandés, y de parte de Lord Willoughby hubo una palabra de reproche sobre el buen oficio de Blood al haber ariesgado todo en una sola jugada de abordaje.

 

"¡No había otra oportunidad!" gritó Blood, con la angustia de su corazón partido. "Si decís que era desesperado y loco, bien, lo era; pero la ocasión y los medios no exigían menos. Pierdo a una partícula de la victoria."

 

Pero todavía no habían perdido completamente. El mismo Hayton, y una veintena de robustos rufianes que había reunido su silbato, se escondían entre las ruinas del alcázar con arpeos en las manos. A siete u ocho yardas del Victorieuse, cuando casi se detenían, y su cubierta delantera estaba ya bajo el agua bajo la mirada de los felices y burlones franceses, esos hombres saltaron hacia arriba y adelante y revolearon los arpeos a través del agua. De los cuatro que largaron, dos llegaron a la cubierta de los franceses, y se prendieron allí. Tan rápida como el mismo pensamiento, fue la acción de estos robustos y experimentados bucaneros. Sin dudar, todos se lanzaron sobre la cadena de uno de esos arpeos, ignorando la otra, y tiraron de ella con todas sus fuerzas para traer a los barcos uno junto al otro. Blood, observando desde su mirador, lanzó su voz en un grito de clarín:

 

"¡Mosqueteros a la proa!"

 

Los mosqueteros, desde su puesto en el centro, le obedecieron con la velocidad de los hombres que saben que en la obediencia está su única esperanza de vida. Cincuenta de ellos se lanzaron hacia delante al instante, y de las ruinas del castillo de proa brillaron sobre las cabezas de los hombres de Hayton, desconcertando a los soldados franceses que, incapaces de soltar los hierros, firmemente clavados en donde habían mordido profundamente las maderas del Victorieuse, se estaban preparando para disparar sobre la cuadrilla de los arpeos.

 

Estribor a estribor los dos barcos se balanceaban uno contra el otros con un chirrido. Pero entonces Blood estaba en el centro del barco, juzgando y actuando con la velocidad del huracán que la ocasión exigía. Las velas se habían arriado cortando las sogas que las mantenían. La avanzada de abordaje, de cien hombres, fue enviada a la popa, y los encargados de los arpeos se colocaron en su puesto, listos para obedecer sus instrucciones en el momento de impacto. Como resultado de esto, el Arabella se mantenía literalmente a flote por la media docena de arpeos que en ese instante lo mantenían firmemente asido al Victorieuse.

 

Willoughby y van der Kuylen en la popa habían observado con un asombro sin aliento la velocidad y precisión con que Blood y su desesperada tripulación se habían puesto a trabajar. Y ahora el Capitán venía corriendo hacia arriba, el trompeta tocando a carga, el mayor contingente de los bucaneros lo seguían, mientras la vanguardia, dirigida por el cañonero Ogle, que había dejado su puesto por la entrada de agua en el lugar, saltaba gritando a la proa del Victorieuse, a cuyo nivel la alta popa del Arabella cargado de agua, se había hundido. Dirigidos ahora por el mismo Blood, se lanzaron sobre los franceses como mastines. Tras ellos fueron otros, hasta que todos se habían ido y sólo Willoughby y el holandés se quedaronh para ver la lucha del mirador del abandonado Arabella.

 

Por media hora completa la batalla rugió abordo del buque francés. comenzando en la popa, recorrió el castillo de proa hasta el centro, donde alcanzó el máximo de su furia. Los franceses se resistían testarudamente, y tenían la ventaja de su número para animarlos. Pero, a pesar de su testarudo valor, terminaron retrocediendo a través de las cubiertas que estaban peligrosamente inclinadas a estribor por la fuerza del Arabella, lleno de agua. Los bucaneros lucharon con la desesperada furia de hombres que saben que la retirada es imposible, porque no había ningún barco al que retirarse, y aquí debían vencer y apoderarse del Victorieuse o perecer.

 

Y se apoderaron finalmente, al costo de casi la mitad de sus miembros. Replegados al mirador, los defensores sobrevivientes, presionados por el enfurecido Rivarol, mantuvieron un rato su desesperada resistencia. Pero al final, Rivarol cayó con una bala en su cabeza, y los franceses que quedaban, siendo apenas una veintena de hombres sanos, pidieron cuartel.

 

Pero aquí tampoco terminaron los problemas de los hombres de Blood. El Elizabeth y el Medusa estaban fuertemente encadenados, y los seguidores de Hagthorpe estaban siendo repelidos sobre su propio barco por segunda vez. Se tomaron urgentes medidas. Mientras Pitt y sus marinos tomaban su puesto con las velas, y Ogle bajaba con los artilleros, Blood ordenó que se soltaran enseguida los arpeos. Lord Willoughby y el Almiante ya estaban a bordo del Victorieuse. Mientras giraban para rescatar a Hagthorpe, Blood, desde el mirador del navío conquistado, miró por última vez al barco que le había servido tan bien, al barco que se había convertido en casi una parte de sí mismo. Por un momento se hamacó cuando lo dejaron libre, luego lenta y gradualmente se fue hundiendo, y el agua borbotando y haciendo remolinos alrededor de sus mástiles fue todo lo que quedó visible para marcar el lugar en donde había encontrado su muerte.

 

Mientras estaba allí, sobre los fantasmales restos en el Victorieuse, alguien le habló tras él. "Creo, Capitán Blood, que es necesario que os ruegue me perdonéis por segunda vez. Nunca antes vi lo imposible hecho posible por mérito del valor, o la victoria tan gallardamente arrancada de la derrota."

 

Se dio vuelta, y le presentó a Lord Willoughby un formidable espectáculo. Su casco había desaparecido, su coraza estaba abollada, su manga derecha estaba en jirones colgando desde su hombro sobre un brazo desnudo. Estaba salpicado desde la cabeza a los pies con sangre, y había sangre de una herida en su cabeza mezclada con su cabello y con los restos de pólvora en su rostro hasta dejarlo irreconocible.

 

Pero desde esa horrible máscara, dos vívidos ojos miraban siempre brillantes, y de esos dos ojos dos lágrimas habían cavado cada una un canal a través de la suciedad de sus mejillas.

 

CAPÍTULO 31. SU EXCELENCIA EL GOBERNADOR

Cuando el costo de esa victoria se pudo evaluar, se encontró que de los trescientos veinte bucaneros que habían dejado Cartagena con el Capitán Blood, apenas cien estaban sanos. El Elizabeth había sufrido daños tan severos que era dudoso que alguna vez pudiera salir al mar, y Hagthorpe, que tan valerosamente había comandado su última batalla, estaba muerto. Contra esto, del otro lado de la cuenta, estaban los hechos de que, con una fuerza muy inferior y solamente por habilidad y desesperado valor, los bucaneros de Blood habían salvado Jamaica del bombardeo y pillaje, y habían capturado la flota de M. de Rivarol y obtenido, en beneficio del Rey William, el espléndido tesoro que llevaba.

 

No fue hasta el atardecer del día siguiente que la flota de van der Kuylen con sus nueve barcos llegó a anclar al puerto de Port Royal, y sus oficiales, holandeses e ingleses, escucharon de su Almirante la opinión que tenía de su valía.

 

Seis barcos de esa flota fueron inmediantamente refaccionados para volver al mar. Había otros poblados de las Indias Occidentales que precisaban la visita de inspección del nuevo Gobernador General, y Lord Willoughby estaba apurado para navegar hacia las Antillas.

 

"Y mientras," se quejó a su Almirante, "estoy detenido acá por la ausencia de este imbécil del Gobernador Delegado."

 

"¿Y qué?", dijo van del Kuylen,"¿Por qué eso os detiene?"

 

"Para quebrar al perro como se merece, y nombrar como su sucesor a un hombre con el sentido de dónde yace su deber, y con la habilidad de llevarlo a cabo."

 

"¡Aha! Pero no es necesario que os quedéis por eso. Y éste no necesitará instrucciones. Sabrá cómo tener seguro a Port Royal, mejor que vos o yo.·"

 

"¿Decís Blood?"

 

"Por supuesto. ¿Podría otro hombre ser mejor? Habéis visto lo que puede hacer."

 

"¿Pensáis eso vos, también, eh? ¡Muy bien! Lo había pensado, y ¿por qué no? Es mejor hombre que Morgan, y Morgan fue nombrado gobernador."

 

Blood fue llamado. Llegó, nuevamente elegante y atildado, habiendo explotado los recuros de Prt Royal para lograrlo. Quedó un poco deslumbrado por el honor que se le proponía, cuando Lord Willoughby se lo hizo saber. Era mucho más de lo que nunca había soñado, y le asaltaron dudas de su capacidad apra llevar a cabo tan importante tarea.

 

"¡Maldición!" estalló Willoughby. "¿Os lo ofrecería si no estuviera satisfecho de vuestra capacidad? Si es vuestra única objeción ..."

 

"No lo es, mi lord. Había contado con irme a casa, así lo había hecho. Estoy hambriento de las verdes laderas de Inglaterra." Suspiró. "Debe haber manzanos en flor en las huertas de Somerset."

 

"¡Manzanos en flor!" La voz de su señoría se disparó como un cohete, y se quebró en la palabra. "¿Qué demonios...? ¡Manzanos en flor!" Miró a van del Kuylen.

 

El almirante levantó sus cejas y apretó sus gruesos labios. Sus ojos centelleban humorísticamente en su gran rostro.

 

"¡Así es!" dijo. "¡Muy poético!"

 

Mi lord se dirigió fieramente al Capitán Blood. "¡Tenéis un pasado que limpiar, mi buen hombre!" lo amonestó. "Habéis hecho algo en ese sentido, debo confesar; y habéis mostrado vuestras cualidades al hacerlo. Es por eso que os ofrezco la gobernación de Jamaica, en nombre de Su Majestad - porque os considero el hombre más adecuado para ese puesto de los que he conocido."

 

Blood se inclinó humildemente. "Su señoría es muy amable. Pero..."

 

"¡Tchah! No hay "pero". Si queréis que se olvide vuestro pasado, y se asegure vuestro futuro, ésta es vuestra oportunidad. Y no vais a tratarla ligeramente por manzanos en flor o cualquier otra maldita tontería sentimental. Vuestro deber está aquí, por lo menos mientras dure la guerra. Cuando termine la guerra, podréis vovler a Somerset y su sidra o a vuestra Irlanda nativa y sus destilados; pero hasta entonces sacaréis lo mejor de Jamaica y el ron."

 

Van del Kuylen explotó en risa. Pero de Blood no hubo sonrisas. Estaba solemne hasta el punto de malhumor. Sus pensamientos estaban en la Srta. Bishop, que estaba en algún lugar en esta casa en la que se encontraban, pero a quien no había visto desde su llegada. Si ella le hubiera mostrado alguna compasión ...

 

Y luego la aguda voz de Willoughby se impuso nuevamente, sacándolo de sus dudas, haciéndole notar su increíble estupidez de dudar frente a una oportunidad de oro como esta. Se puso tieso y se inclinó.

 

"Mi lord, estáis en lo cierto. Soy un tonto. Pero no me consideréis ingrato también. Si he dudado, es porque hay consideraciones con las que no quiero molestar a su señoría."

 

"Manzanos en flor, ¿supongo?" suspiró su señoría.

 

Esta vez Blood rió, pero aún quedaba una tristeza en sus ojos.

 

"Será como deseáis - estoy muy agradecido, permitidme que os lo asegure, su señoría. Sabré como ganar la aprobación de Su Majestad. Podéis contar con mi leal servicio."

 

"Si no fuera así, no os habría ofrecido la gobernación."

 

Y quedó resuelto. El nombramiento de Blood se hizo y selló en presencia de Mallard, el Comandante, y los otros oficiales de la guarnición, quienes miraban con asombro pero guardaron sus pensamientos para ellos.

 

"Ahora podemos seguir adelante," dijo van der Kuylen.

 

"Partimos mañana por la mañana," anunció su señoría.

 

Blood se alarmó.

 

"¿Y el Coronel Bishop?" preguntó.

 

"Pasa a ser vuestro problema. Sois ahora el Gobernador. Manejad el tema con él como consideréis adecuado cuando vuelva. Colgadlo de su propio palo mayo. Se lo merece."

 

" ¿No sería un poco denigrante?" se preguntó Blood.

 

"Muy bien. Le dejaré una carta. Espero que le guste."

 

El Capitán Blood se hizo cargo de sus tareas en seguida. Había mucho que hacer para colocar a Port Royal en un adecuado estado de defensa, después de lo que había sucedido allí. Hizo una inspección del arruinado fuerte, y dio instrucciones para trabajar en él, lo que debía comenzar inmediatamente. Luego ordenó que se repararan los tres navíos franceses para que quedaran adecuados para navegar nuevamente. Finalmente, con la aprobación de Lord Willoughby, reunió a sus bucaneros y les repartió la quinta parte del tesoro capturado, dejando a su elección si querían partir o enrolarse al servicio del Rey William.

 

Una veintena de ellos eligieron quedarse, y entre ellos estaban Jeremy Pitt, Ogle, y Dyke, cuya ilegalidad, como la de Blood, había terminado con la caída del Rey James. Eran - salvo el viejo Wolverstone que se había quedado atrás en Cartagena - los únicos sobrevivientes de la banda de rebeldes convictos que habían dejado Barbados más de tres años antes en el Cinco Llagas.

 

En la mañana siguiente, mientras la flota de van der Kuylen finalmente se preparaba para salir al mar, Blood se sentó en el espacioso salón blanqueado que era la oficina del gobernador, cuando el Mayor Mallard le informó que el escuadrón de Bishop estaba a la vista.

 

"Eso está muy bien," dijo Blood. "Me alegra que llegue antes de la partida de Lord Willoughby. Las órdenss, Mayor, son que lo pongáis bajo arresto al momento en que pise la costa. Luego me lo traéis. Un momento." Escribió una apurada nota. "Esto es para Lord Willoughby a bordo de la nave insignia del Almirante van der Kuylen."

 

El Mayor Mallard saludó y partió. Peter Blood se recostó en su silla y miró al cielo, con el ceño fruncido. El tiempo pasaba. Se sintió un golpecito en la puerta, y un negro anciado se presentó. ¿Su excelencia recibiría a la Srta. Bishop?

 

Su excelencia cambió de color. Se enderezó en la silla, mirando al negro un momento, consciente de que su pulso tamborileaba de una forma totalmente insual en él. Luego lentamente asintió.

 

Se puso de pie cuando ella entró, y si no estaba tan pálido como ella, era porque su bronceado lo disimulaba. Por un momento hubo silencio entre ellos, mientras se miraban uno al otro. Luego ella se adelantó, y comenzó finalmente a hablar, detenéndose, con una voz inestable, sorprendente en alguien usualmente tan calma y segura.

 

"Yo .. yo ... el Mayor Mallar me acaba de contar ..."

 

"El Mayor Mallard se ha excedido en sus deberes,· dijo Blood, y por el esfuerzo que hizo para controlar su voz, ésta sonó dura y demasiado fuerte.

 

La vio asustarse, y frenar, e instantáneamente buscó arreglarlo. "Os alarmáis sin motivo, Srta. Bishop. No importa lo que haya entre vuestro tío y yo, podéis estar segura que no voy a seguir el ejemplo que me ha dado. No abusaré de mi posición para perseguir una venganza personal. Por el contrario, abuasaré de ella para protegerlo. La recomendación que me dio Lord Willoughby fue que lo trate sin clemencia. Mi propia intención es mandarlo de nuevo a su plantación en Barbados."

 

Ella vino lentamente hacia adelante ahora. "Estoy... estoy contenta que hagáis eso. Contenta, sobre todo, por vos mismo." Extendió una mano hacia él.

 

Blood la examinó críticamente. Luego se inclinó sobre ella. "No tengo la presunción de tomarla en las manos de un ladrón y un pirata," dijo amaragamente.

 

"No sois más eso", dijo ella intentando sonreír.

 

"Y sin embargo no os debo las gracias por no serlo más," respondió. "Creo que no hay nada más que decir, salvo agregar que os aseguro que Lord Julian Wade tampoco tiene nada que temer de mí. Eso, sin duda, es la tranquilidad que vuestra paz de espíritu necesita."

 

"Por vos mismo - sí. Pero sólo por vos mismo. No quisiera que hagáis nada mezquino o deshonesto."

 

"¿Aunque sea ladrón y pirata?"

 

Ella cerró su puño e hizo un pequeño gesto de desesperanza e impaciencia.

 

"¿Nunca me perdonaréis esas palabras?"

 

"Lo encuentro un poco difícil, debo confesar. ¿Pero qué importa, cuando todo se ha dicho?"

 

Sus claros ojos color almendra los miraron un momento con tristeza. Luego extendió su mano nuevamente.

 

"Me voy, Capitán Blood. Ya que sois tan generoso con mi tío, volveré a Barbados con él. Posiblemente no nos encontremos nuevamente - nunca. ¿Es imposible que nos separemos amigos? Una vez os agravié, lo sé. Y he dicho que me arrepiento. ¿No me ... no me diréis adiós?"

 

Él pareció despertarse, y sacudir una capa de deliberada dureza. Tomó la mano que ella le ofrecía. Reteniéndola, habló, sus ojos sombríos, tristemente observándola.

 

"¿Volvéis a Barbados?" dijo lentamente. "¿Irá con vos Lord Julian?"

 

"¿Por qué me preguntáis eso?" lo enfrentó sin miedo.

 

"Seguro, os dio mi mensaje, ¿o lo estropeó?"

 

"No. No lo estropeó. Me lo dio con vuestras propias palabras. Me conmovió profundamente. Me hizo ver claramente mi error y mi injusticia. Debo deciros esto para subsanarlo. Os juzgué muy severamente cuando era presuntuoso siquiera juzgar."

 

Todavía retenía su mano. "¿Y Lord Julian, entonces?" preguntó, sus ojos mirándola, brillantes como zafiros en ese rostro color cobre.

 

"Sin duda Lord Julian volverá a Inglaterra. No tiene nada más que hacer acá."

 

"¿Pero no os pidió que fuerais con él?"

 

"Lo hizo. Os perdono la impertinencia."

 

Una esperanza desatada saltó a la vida dentro de él.

 

"¿Y vos? Por Dios, ¿no me estaréis diciendo que rehusásteis convertiros en mi lady, cuando ..."

 

"¡Oh! ¡Sois insufrible!" Arrancó su mano y se retiró de él. "No debí haber venido. ¡Adiós!" Rápidamente se dirigía a la puerta.

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Date: 2016-01-03; view: 612


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CAPÍTULO 27. CARTAGENA | By Ben Coxworth November 1, 2011
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