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CAPÍTULO 27. CARTAGENA

 

Habiendo cruzado el Caribe con viento en contra, no fue sino en los primeros días de abril que la flota francesa tuvo a la vista Cartagena, y M. de Rivarol citó un consejo abordo de su buque insignia para determinar el método de asalto.

 

"Es importante, messieurs," les dijo, "que tomemos la ciudad por sorpresa, no sólo antes de que se pueda preparar para defenderse; sino antes de que traslade sus tesoros tierra adentro. Propongo desembarcar una fuerza suficiente para lograr esto al norte de la ciudad mañana cuando caiga la noche." Y detalló con detalle el plan que su mente había elaborado.

 

Era escuchado con respeto y aprobación por sus oficiales, burlonamente por el Capitán Blood, e indeferentemente por los otros capitanes bucaneros presentes. Porque debe entenderse que la negativa de Blood de formar parte de los consejos se relacionaba solamente a los concernientes a determinar la naturaleza de la empresa que se llevaba adelante.

 

El Capitán Blood era el único entre ellos que sabía exactamente lo que los esperaba. Dos años atrás había considerado él mismo una invasión en ese lugar, y había hecho una investigación en circunstancias que en este momento iba a explicar.

 

La propuesta del Barón era la que se podría esperar de un comandante cuyo conocimiento de Cartagena era el que se podría obtener de mapas.

 

Geográfica y estratégicamente considerado, es un lugar curioso. Es casi un cuadrado, bordeado al norte y al este por colinas, y se puede decir que se orienta al sur sobre el más interno de dos puertos por los que normalmente se llega a ella. La entrada al puerto exterior, que en realidad es una laguna de unas tres millas de ancho, se encuentra en un cuello conocido como Boca Chica, defendido por un fuerte. Una larga lengua de tierra densamente boscosa hacia el oeste actúa aquí como un dique natural, y cuando se va llegando al puerto interior, otra lengua de tierra se atraviesa haciendo ángulo recto con la primera, hacia el continente por el este. Rápidamente termina, dejando un profundo pero estrecho canal, realmente un portón, que lleva al seguro y protegido puerto interior. Al este y al norte de Cartagena está el continente, que no debe ser considerado en un ataque. Pero al oeste y noroeste esta ciudad, tan bien guardada en los demás lados, está directamente abierta al mar. A su frente hay una playa de media milla, pero aparte de esto y las gruesas murallas del fuerte, parecería que no tiene otras defensar. Pero esas apariencias son engañosas, y habían engañado totalmente a M. de Rivarol cuando diseñó su plan.

 

Fue el Capitán Blood quien tuvo que explicar las dificultades cuando M. de Rivarol le informó que el honor de abrir el asalto en la manera por él planeada se le otorgaba a los bucaneros.



 

El Capitán Blood sonrió sardónicamente al honor reservado para sus hombres. Era precisamente lo que hubiera esperado. Para los bucaneros los peligros; para M. de Rivarol el honor, gloria y provecho de la empresa.

 

"Es un honor que debo declinar," dijo fríamente.

 

Wolverstone gruño aprobando y Hagthorpe asintió. Yberville, quien como todos ellos resentía la altanería de su noble compatriota, nunca dudó en su lealtad al Capitán Blood. Los oficiales franceses - había seis de ellos presentes - miraron con arrogante sorpresa al jefe bucanero, mientras el Barón desafiantemente le disparó una pregunta.

 

"¿Cómo? ¿Declináis, señor? ¿Declináis obedecer órdenes, decís?"

 

"Entendí, M. le Baron, que nos citásteis para deliberar sobre el camino a adoptar."

 

"Entonces entendísteis mal, M. le Capitaine. Estáis aquí para recibir mis órdenes. Ya he deliberado, y he decidido. Espero que comprendáis."

 

"Oh, yo entiendo," rió Blood. "Pero me pregunto, ¿entendéis vos?" Y sin darle tiempo al Barón para la furiosa pregunta que le venía a los labios, siguió. "Habéis deliberado, decís, y habéis decidido. Pero si vuestra decisión no descansa en un deseo de destruir a mis bucaneros, la cambiaréis cuando os diga algo de lo que tengo conocimiento. Esta ciudad de Cartagena parece muy vulnerable por el norte, totalmente abierta al mar como aparentemente está. Preguntaos, M. le Baron, por qué los españoles que la construyeron allí se tomaron tanto trabajo para fortificar el sur, si el norte es tán fácil de invadir."

 

Esto hizo callarse a M. de Rivarol.

 

"Los españoles," continuó Blood, "no son tan tontos como vos suponéis. Permitidme decirlos, messieurs, que hace dos años hice una investigación de Cartagena como estudio preliminara para invadirla. Vine aquí con unos comerciantes indios amigos, disfrazado yo mimso de indio, y de ese modo pasé una semana en la ciudad y estudié cuidadosamente cómo llegar a ella. Del lado del mar donde parece tan tentadoramente abierta para un asalto, el agua es muy llana por más de media milla hacia dentro - lo suficiente, os aseguro, para asegurarse que ningún barco pueda llegar a tiro de cañón. No es seguro aventurarse a menos de tres cuartos de milla."

 

"Pero nuestro desembarco será efectuado en canoas y piraguas y barcos abiertos," gritó un oficial impacientemente.

 

"En la estación más calmada del año, el oleaje impediría esa operación. Y además debéis llevar en mente que si fuera posible llegar a tierra como sugerís, este desembarco no estaría cubierto por los cañones de los barcos. De hecho, las partidas de desembarco estarían en peligro de su propia artillería."

 

"Si el ataque se hace de noche, como propongo, no es necesario estar cubiertos. Estaríais en tierra antes de que los españoles se den cuenta del intento."

 

"Asumís que Cartagena es una ciudad de ciegos, que en este mismo momento no están divisando nuestras velas y preguntándose quiénes somos y qué pretendemos."

 

"Pero si se sienten seguros por el norte, como sugerís," gritó el Barón impacientemente, "esa misma seguridad los adormecerá."

 

"Tal vez. Pero, entonces, están seguros. Cualquier intento de desembarcar en ese lado está condenado al fracaso en las manos de la Naturaleza."

 

"Así y todo, haremos el intento," dijo el obstinado Barón, cuya arrogancia no le permitía darse por vencido ante sus oficiales.

 

"Si aún seguís pensando en hacerlo, después de los que os he dicho, sois, por supuesto, quien decide. Pero yo no llevo a mis hombres a un peligro inútil."

 

"Si yo os lo ordeno ..." el Barón comenzaba. Pero Blood lo interrumpió sin ceremonia.

 

"M. le Baron, cuando M. de Cussy nos contrató en vuestro nombre, fue tanto por nuestro conocimiento y experiencia en esta clase de lucha como por nuestra fuerza. He puesto aquí mi propio conocimiento y experiencia en esta materia en particular a vuestra disposición. Agregaré que abandoné mi propio proyecto de invadir Cartagena, por no tener suficiente fuerza en ese momento como para forzar la entrada al puerto, que es la única vía de entrada a la ciudad. La fuerza que ahora comandáis es suficiente para ese propósito."

 

"Pero mientras hacemos eso, los españoles tendrán tiempo para llevarse gran parte de las riquiezas que hay en la ciudad. Debemos tomarlos por sorpresa."

 

El Capitán Blood se encogió de hombros. "Si esa fuera meramente una invasión pirata, ésa, por supuesto, es la primera consideración. Lo fue para mí. Pero si vuestra intención es abatir el orgullo de España y plantar las flores de lis de Francia en los fuertes de esta población, la pérdida de algunos tesoros no debería pesar demasiado."

 

M. de Rivarol se mordía los labios con disgusto. Sus ojos encapotados brillaban mientras analizaban a este bucanero tan seguro de sí mismo.

 

"¿Pero si os ordeno ir - hacer el intento?" preguntó. "Contestadme, monsieur, sepamos de una vez dónde estamos parados y quien comanda esta expedición."

 

"Positivamente, os encuentro cansador," dijo el Capitán Blood y se dirigió a M. de Cussy, quien permanecía sentado mordiéndose sus labios, intensamente incómodo. "Me dirijo a vos, monsieur, para que me jusfiquéis ante el General."

 

M. de Cussy salió de su sombría abstracción. Se aclaró la garganta. Estaba extremadamente nervioso.

 

"En vista de lo que el Capitán Blood ha explicado ..."

 

"¡Oh, al diablo con eso!" espetó Rivarol. "Parece que estoy rodeado de cobardes. Mirad bien, M. le Capitanie, dado que tenéis miedo de llevar a cabo esta operación, la tomaré a mi cargo. El tiempo está calmo, y cuento con hacer un buen desembarco. Si lo hago, probaré vuestro error, y tendré unas palabras que deciros mañana, que no os agradarán. Estoy siendo muy generoso con vos, señor." Movió su mano regiamente. "Tenéis permiso para retiraros."

 

Fue pura obstinación y hueco orgullo lo que lo motivó, y recibió la lección que merecía. La flota permaneció durante la tarde a una milla de la costa, y cubiertos por la oscuridad trescientos hombres, de los cuales doscientos era negros - el total del contingente negro había sido destinado a la empresa - se dirigieron a la costa en las canoas, piraguas y botes. El orgullo de Rivarol lo obligó, aunque le disgustaba mucho la aventura, a dirigirlos en persona.

 

Los primeros seis bargos fueron capturados por el oleaje, y convertidos en fragmentos antes de que sus ocupantes pudieran dejarlos. El trueno de las roturas y los gritos de los náufragos avisaron a los que seguína, y así los salvaron de seguir su misma suerte. Bajo las apremiantes órdenes del Barón volvieron a salir y rescataron a la mayor cantidad de sobrevivientes que pudieron. Cerca de cincuenta vidas se perdieron en la aventura, junto con media docena de botes cargados con municiones y armas livianas.

 

El Barón volvió a su buque insigna, un furioso hombre pero por cierto no más sabio. La sabiduría - ni siquiera la mortificante sabiduría que la experiencia nos lanza - no es para los del tipo de M. de Rivarol. Su rabia cubría todo, pero se concentraba especialmente sobre el Capitán Blood. En algún tortuoso proceso de razonamiento consideraba al bucanero el principal responsable de este desastre. Se fue a la cama considerando furiosamente lo que le diría al Capitán Blood en la mañana.

 

Lo despertó al amanecer un estruendo de cañones. Saliendo a la popa con gorro de dormir y zapatillas, tuvo una vista que aumentó su irracional furia. Los cuatro barcos bucaneros estaban pasando con una maniobra extraordinaria a media milla de Boca Chica y a poco más de media milla del resto de la flota, y de sus lados lanzaban fuego y humo cada vez que giraban al fuerte que guardaba la estrecha entrada. El fuerte devolvía el fuego vigorosamente. Pero los bucaneros programaban sus descargas con extraordinario juicio para captar el momento en que recargaban los cañones; luego se retiraban fuera de su alcance y presentando solamente un mínimo perfil cuando las mayores descargas llegaban del fuerte.

 

Regañando y maldiciendo, M. de Rivarol se quedó allí y miró esta acción, tan presuntuosamente llevada a cabo por Blood bajo su propia responsabilidad. Los oficiales del Victorieuse se arremolinaron a su alrededor, pero no fue hasta que M. de Cussy llegó a unirse al grupo que abrió las compuertas de su furia. Y M. de Cussy mismo provocó la tormenta que cayó sobre él. Había llegado restregándose sus manos y con una enorme satisfacción por la energía de los hombres que él había contratado.

 

"¡Aha, M. de Rivarol!", rió. "Conoce su trabajo, eh, este Capitán Blood. Plantará las flores de lis de Francia en ese fuerte antes del desayuno."

 

El Barón giró sobre él gruñendo. "¿Conoce su trabajo, eh? Su trabajo, dejadme que os diga, M. de Cussy, es obedecer mis órdenes, y yo no he ordenado esto. ¡Par la Mordieu! Cuando esto termine trataré con él su condenada insubordinación."

 

"Seguramente, M. le Baron, la habrá justificado si tiene éxito."

 

"¡Justificado! ¡Ah, parbleu! ¿Acaso puede de alguna forma un soldado justificar haber actuado sin órdenes?" Siguó furioso, apoyado por sus oficiales que también detestaban al Capitán Blood.

 

Mientras tanto, la lucha seguía alegremente. El fuerte estaba sufriendo mucho. Pero, a pesar de sus maniobras, los bucaneros tampoco escapaban al castigo. La borda de estribor del Atropos había sido reducida a astillas, y un disparo lo había tomado en la popa. El Elizabeth estaba muy destrozado alrededor del castillo de proa, y el palo mayor del Arabella había sido abatido, mientras que cerca del final del ataque el Lachesis salió de la lucha con el timón deshecho, zigzagueando.

 

Los absurdos ojos del Barón positivamente brillaban con satisfacción.

 

"¡Pido al Cielo que hundo todos sus infernales barcos!" gritó en su desenfreno.

 

Pero el Cielo no lo oyó. Apenas había hablado cuando hubo una terrible explosión, y la mitad del fuerte voló en fragmentos. Un disparo afortunado de los bucaneros había encontrado el polvorín.

Posiblemente fue un par de horas más tarde, cuando el Capitán Blood, tan pulido y calmo como si volviera de la corte, puso pie en la cubierta del Victorieuse, para enfrentar a M. de Rivarol, aún en ropa y gorro de dormir.

 

"Debo reportar, M. le Baron, que estamos en posesión del fuerte de Boca Chica. El estandarte de Francia flamea de lo que queda de su torre, y el camino para el puerto exterior está abierto para vuestra flota."

 

M. de Rivarol debió tragarse su furia, aunque ésta lo ahogó. El júbilo entre sus oficiales era tal que le impedía seguir como había comenzado. Pero sus ojos eran malevolentes, su rostro pálido con rabia.

 

"Sois afortunado, M. Blood, de haber tenido éxito," dijo. "Os habría ido muy mal de haber fracasado. Otra vez sed tan amable como apra esperar mis órdenes, no sea que después no tengáis la justificación que vuestra buena fortuna os ha procurado esta mañana."

 

Blood sonrió con un relámpago de blancos dientes, e inclinó su cabeza. "Estaré feliz de recibir vuestras órdenes ahora, General, para aprovechar nuestra ventaja. Percibís que la velocidad en atacar es esencial."

 

Rivarol quedó un instante sin habla. Absorto en su ridícula rabia, no había percibido nada. Pero se recuperó rápidamente. "A mi cabina, si os place," ordenó perentoriamente, y se disponía a mostrar el camino, cuando Blood lo detuvo.

 

"Con respeto, mi General, estaremos mejor acá. Podéis apreciar el escenario de nuestra próxima acción. Está como un mapa ante nosotros." Con su mano indicó la laguna, los bosques que la rodeaban y la considerable ciudad tras la playa. "Si no es presunción de mi parte ofrecer una sugerencia ..." Se detuvo. M. de Rivarol lo miró agudamente, sospechando una ironía. Pero el rostro moreno era franco, los inteligentes ojos tranquilos.

 

"Oigamos vuestra sugerencia," consintió.

 

Blood indicó el fuerte en el puerto interior, que era apenas visible sobre las palmeras de la lengua de tierra que se interponía. Anunció que su armamento era menor que el del fuerte exterior, que habían reducido; pero, por otro lado, el pasaje era mucho más angosto que Boca Chica, y antes de que pudieran llegar a él debían quebrar esas defensas. Propuso que los barcos franceses entraran al puerto exterior y procedieran inmediatamente al bombardeo. Mientras tanto, él desembarcaría trescientos bucaneros y alguna artillería en el lado este de la laguna, más allá de las fragantes islas densamente cargadas de árboles frutales, y procedería simultáneamente a atacar el fuerte por atrás. Así encerrados por ambos lados a la vez, y desmoralizados por la caída del fuerte exterior mucho más poderoso, no pensaba que los españoles ofrecieran mucha resistencia. Entonces sería M. de Rivarol quien tomaría el fuerte, mientras el Capitán Blood seguiría con sus hombres para tomar la iglesa de Nuestra Señora de la Poupa, bien visible en su colina inmediatamente al este de la ciudad. No sólo su altura les daba una ventaja estratégica invaluable, sino que guardaba el único camino que llevaba de Cartagena al interior, y una vez en su poder no habría oportunidad para que los españoles intentarar retirar los tesoros de la ciudad.

 

Para M. de Rivarol éste fue - como el Capitán Blood juzgó que lo sería - el argumento definitorio. Altanero hasta ese momento, y dispuesto por su propio orgullo a tratar la sugerencia del bucanero con crítica cortesía, la actitud de M. de Rivarol cambió de repente. Se volvió alerta y rápido, y fue tan lejos y tolerante como para alabar el plan del Capitán Blood, y dio órdenes de que la acción comenzara en el acto.

 

No es necesaroio seguir esta acción paso a paso. Errores de parte de los franceses impidieron su limpia ejecución, y el manejo indiferente de sus barcos llevó al hundimiento de dos de ellos esa tarde, por los disparos del fuerte. Por el atardecer, debido básicamente a la furia irresistible con que los bucaneros hostigaron el lugar desde tierra, el fuerte se había rendido, y antes del anochecer Blood y sus hombres dominaban la ciudad desde las alturas de Nuestra Señora de la Poupa.

 

Al mediodía del día siguiente, sin defensas y amenazada con bombardeo, Cartagena envió ofertas de rendición a M. de Rivarol.

 

Hinchado de orgullo por una victoria de la que tomaba todo el crédito para sí, el Barón dictó sus términos. Exigió que todos los bienes públicos y cuentas oficiales le fueran llevadas; que los comerciantes entregaran todo el dinero y bienes que tenían; los habitantes podían elegir si permanecían en la ciudad o se iban, pero si se iban debían primero entregar sus propiedades, y los que se quedaban debían entregar la mitad, y convertirse en súbditos de Francia; se respetarían casas religiosas e iglesias, pero debían dar cuenta de todo el dinero y bienes en su posesión.

 

Cartagena aceptó, no teniendo otra opción, y el día siguiente, que era el 5 de abril, M. de Rivarol entró a la ciudad y la proclamó ahora una colonia francesa, designando a M. de Cussy como su gobernador. Luego fue a la catedral donde un apropiado Te Deum se cantó en honor de la conquista. Hecho esto, M. de Rivarol procedió a devorar la ciudad. El único detalle que distinguió la conquista francesa de Cartagena de una ordinaria invasión bucanera fue que bajo las más severas penas ningún soldado podía entar en la casa de un habitante. Pero este aparente respeto hacia las personas y propiedad de los conquistados se basaba en realidad en la ansiedad de M. de Rivarol de que ni un doblón le fuera burlado de toda la riqueza que se llevaba el Barón en nombre del Rey de Francia. Una vez que la corriente de oro cesó, retiró todas las restricciones y la ciudad fue hecha presa por sus hombres, quienes procedieron al pillaje de la parte de la propiedad que los habitantes que se habían hecho súbditos franceses habían mantenido bajo la seguridad de que sería inviolable. El saqueo fue enorme. En el curso de cuatro días más de cien mulas fueron cargadas con oro y salieron de la ciudad hasta los botes esperando en la playa para llevar el tesoro a los barcos.

 


Date: 2016-01-03; view: 658


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