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Capítulo VIII

 

Estar en lo oscuro y arañar oscuridad con una escoba de codeso. La linde de lo oscuro huele a acre. Éste es el trabajo. Rascar en la costra de la sombra. Se siente borracho y sucio por dentro. Poseído por una ebriedad pútrida. Pero tiene el instinto de gatear en la curvatura y arrojarse fuera por lo que parece una boca pulposa, que se abre y cierra para él. Se tumba en el suelo losado boca arriba. La respiración jadeante, al principio. Hasta sentir, dentro y fuera del cuerpo, un gozo como nunca antes había sentido. Ser el destinatario, por un momento, de toda la atención del cosmos.

Se levanta. Mira hacia la boca de su infierno. La gran cuba. Lleva aún en la mano, no la había soltado, la escobilla de codesos. Tiene los brazos y la cara teñidos, con un sudor que extiende la mugre. Viste ropa vieja, remendada, y manchada por el trabajo de limpieza. Se siente bien, incluso atraído de nuevo por la boca, por el recuerdo ahora placentero del mareo y la huida.

 

Había sido un día de mucho calor, de mediodía ardiente. En el patio del Ultramar pega aún el sol, pero el gran portalón, al fondo, enmarca un mar borroso por la calima, la desazón que se extiende en el litoral. Fins Malpica pestañea. Despierta del todo. Y gira deprisa hacia la boca de la otra grandísima cuba, semejante a la que él limpiaba.

– ¡Brinco! ¡Eh, Brinco! ¿Oyes? ¿Me oyes o no? ¡Víctor! ¡Brinco!

Ante el silencio del otro, decide meterse en el interior oscuro de la cuba. Con gran esfuerzo, trata de arrastrar a Víctor Rumbo. Lo agarra por los tobillos y luego lo sostiene en brazos con mucho trabajo hasta posarlo en el suelo, con cuidado de que no se golpee en la piedra. Está sin sentido. Malpica, alarmado, sin saber bien qué hacer, se pone de rodillas, intenta buscar el pulso, auscultar los latidos del corazón, ver vida en los ojos. Pero la mano cae floja, el pecho no respira y en los ojos parece que desapareció el iris. Duda, pero al fin se decide. Se dispone a hacer la respiración boca a boca. Sabe el modo. Es hijo de marinero y ha visto casos de gente a punto de ahogarse en los arenales de Brétema.

Con sus manos abre todo lo que puede la boca de Víctor. Toma aire. Se acerca para unir su boca a la del otro chico. El inconsciente dispone de pronto el morro, con exageración burlona, para un beso amoroso.

– ¡Mmmm!

Fins se da cuenta de la burla y se levanta con expresión enojada.

Brinco también se pone de pie y se echa a reír a carcajadas. Se parte de risa. Es una risa que parece no tener fin. Pero deja de reír, también de repente. Esto ocurre cuando siente un ruido de motor, vuelve la mirada y ve llegar aquel automóvil que sube la cuesta con una calma alevosa.



El coche, al fin, se detiene en la era, cerca de donde se encuentran los chicos. Del automóvil, un Mercedes Benz blanco, desciende Mariscal. Elegante, con su aspecto permanente de galán. Viste el traje blanco y lleva sombrero panamá. También los zapatos son de color blanco. Y las manos con guantes blancos, semejantes a los que se utilizan en las ceremonias de gala.

– ¿Qué tal en el infierno, chavales?

Brinco lo mira, se encoge de hombros, pero permanece mudo.

– Bien, tirando, señor -responde Fins.

– ¡Yo también estuve ahí dentro! -dijo Mariscal, dirigiéndose al otro chico-. ¡Mmmm! Cosa rara, pero siempre me susto este olor.

Sin acercarse del todo a las bocas, cuidando de no manchar la vestimenta inmaculada, parecía inspeccionar la profundidad abisal de las cubas.

– Este trabajo sí que es importante. ¡El más importante! -afirmó con solemnidad-. Si no están limpias las cubas… ¿Cómo se dice?… ¡Im-po-lu-tas!… Se estropea la cosecha entera. Por una pizca… de mierda. Sólo por eso, se va todo al carajo. Pensad en ello. Pensad que una de esas cubas fuese la esfera terrestre. Pues sólo una pizca, una pizca de mierda podría acabar con el planeta.

Meditando el propio dictamen, con aire preocupado, remachó: «No es una broma. Acabaría con el planeta. Ipso facto. ¡Pensad en ello!».

Mariscal se llevó la mano al bolsillo y, solemne, lanzó una moneda al aire en dirección a Brinco. El chico la agarró con gesto ágil, como si el brazo actuase por su cuenta y estuviese acostumbrado al juego. Pero la boca no dio las gracias. Y en relación con los ojos, cualquier observador pensaría que lo mejor, ahora y en el futuro, sería apartarse de su trayectoria. El hombre de blanco no parecía ni sorprendido ni afectado por aquella silenciosa hostilidad.

– Y tú, tú…

– Fins, señor.

– ¿Fins?

– Soy hijo de Malpica, señor.

– ¡Malpica! ¡Lucho Malpica! Un gran marinero, tu padre. ¡El mejor!

Luego rebusca en el bolsillo y arroja otra moneda hacia Fins, que la pilla al vuelo. Se despide con un saludo, rozando con la mano el ala del sombrero.

– Y ya sabéis. ¡Ni una pizca de mierda!

 

Mariscal marchó a paso rápido hacia la puerta trasera de la posada Ultramar.

Murmuraba algo. Iba hablando solo. El recuerdo, el nombre de Malpica, lo incomodó por alguna razón: «El mejor marinero, sí, señor. Stricto sensu. Y el más testarudo. ¡El más tonto!».

Los chicos lo siguieron con la mirada. Al rato, cuando ya había desaparecido por la puerta, se oyó con tono zalamero su voz.

– ¡Sira! ¿Andas por ahí, Sira?

El eco de la llamada llegó a la era. Fins miró de reojo a Brinco. La mecha, la dinamita, las anémonas, todo estaba en su mirada. Al modo de quien juega con una fusta, se dio con la escobilla de codesos en la punta de los pies: «¿Qué te parece si buscamos esa pizca de mierda que va a acabar con el mundo?».

Brinco no le siguió la broma. Le devolvió por toda respuesta una ración de mirada torva. Fins conocía muy bien las súbitas transformaciones de aquel rostro. Por ello, no sabría decir cuándo es amigo o no, cuándo está alegre o no. Ahora su mirada se concentraba en el lugar por donde entró Mariscal e iba recorriendo la fachada, como si estuviese traspasando las piedras. Luego levantó la vista hacia las ventanas exteriores del primer piso. En una de ellas, por el movimiento de la cortina, apareció enmarcado el rostro del galán de traje blanco. A su lado pasó, fugaz, una mujer. Sira. El hombre la siguió. Y ambos desaparecieron en el flamear de las sombras.

 

 

Capítulo IX

 

Brinco entró por la puerta trasera y subió por una escalera interior que iba a dar al pasillo de la primera planta, la zona de las habitaciones de posada del Ultramar. En la escalera había una luz mortecina, la que dan con resentimiento las lámparas desnudas que cuelgan del techo por cables trenzados. Luego, en el pasillo, el viento metía ráfagas de luz prendidas de las cortinas. En la otra pared, sin ventanas, podían distinguirse algunos souvenirs típicos, como platos de porcelana pintados con escenas marineras, conchas de vieiras, estrellas de mar y ramitas de coral sobre maderas barnizadas y también flores y hojas en óleo pintadas sobre tablas pulidas de las que arroja el mar a la arena.

Con la cara tiznada, con el rostro tenso, Brinco avanzó por el pasillo alfombrado, sin molestarse en apartar las cortinas. Iba hacia la habitación del fondo, la que llaman la Suite, en el argot de la posada. Se detuvo ante la puerta cerrada.

Durante un rato escuchó los suspiros y susurros del forcejeo amoroso. Cuando atraviesa una puerta, el morse humano que emite el placer tiene mucha semejanza con el lenguaje del dolor. De pronto, Brinco oyó su nombre. Una voz que venía de lejos, abriéndose paso en la turbulencia de las cortinas. Rumbo siempre lo llamaba por su nombre de pila. No le gustaba aquel apodo.

– ¡Víctor! ¿Dónde cono estás? ¡Víctor!

La voz del padre lo enfureció más si cabe. Se enjugó con furia, con el revés de la manga, las lágrimas que surcaban la cara tiznada. Se marchó con cautela. Apuró el paso. Echó a correr, buscando furioso con la cara el roce de las cortinas que, con las ventanas de guillotina semiabiertas, flameaban en apariencia acompasada, pero cada una con su viento, en riguroso turno de tempestad.

 

En las paredes del bar del Ultramar abundan los afiches y fotogramas, la mayoría de películas del Far West. Un cartel de un grupo local, ataviados de mariachis, con el nombre Los Mágicos de Brétema. También algunos rostros conocidos de artistas de la canción y el cine, todas mujeres, como Sara Montiel, Lola Flores, Carmen Sevilla, Aurora Bautista, Amalia Rodrigues, Gina Lollobrigida y Sophia Loren. Entre ellas, en menor tamaño, pero en un lugar destacado, una foto en blanco y negro de Sira Portosalvo, con una dedicatoria: «A quien más quiero y hace sufrir».

En una mesa, Fins está comiendo unos mejillones, hervidos en su concha. Se los había servido Rumbo, rematado el trabajo de limpieza. Mientras come, parece observar y escuchar todo lo que se dice. En la barra, Rumbo y la pareja de la Guardia Civil, el sargento Montes y un guardia más joven, Vargas, hablan de cine.

– En eso estoy al cien por cien con la autoridad -afirma Rumbo, mirando al sargento-. No hay como John Wayne. Con Wayne y un caballo. Con eso haces una película. No hace falta chica ni nada.

A esta exclusión, tan rotunda, siguió un silencio que Rumbo acertó a interpretar como disconforme.

– Aunque si hay una buena moza, el trío es perfecto. Wayne, el caballo y la chica, por ese orden -aclaró, y luego dio un súbito giro en la conversación-. Eso sí, tuvo que cambiarse el nombre.

– ¿Quién, cómo? -preguntó sorprendido el sargento-. ¿No se llamaba John?

– No, no se llamaba John. Se llamaba… Marión.

– ¿Marion? -repitió el sargento, sin disimular la decepción en el modo de entonar-. ¡No me jodas!

Al rato, después de un trago, dijo: «Otro que cambió de nombre fue Cassius Clay. Ahora se llama Muhammad Alí, o algo por el estilo…».

– Eso es otra cosa -dijo Rumbo, en voz baja con la mirada distraída.

– Lo van a emplumar por no querer ir a la guerra. ¡El campeón del mundo! Los gringos no se andan con cofias.

La atención de Rumbo estaba puesta en la puerta principal. Por allí aparecía, al fin, Brinco. Había dado una vuelta adrede para no tener que bajar por las escaleras interiores. Venía con el aire alelado de alguien a quien un golpe de mar lo arrojó directamente a tierra.

– ¿Dónde te habías metido? -preguntó Rumbo enojado-. Fui a la era y no estabas. Dejas al Malpica solo comiéndose toda la mierda. ¡Éste no nació para trabajar, hostia! A ver si me lo enchufa de guardia, sargento.

El sargento Montes palmeó en el hombro a Brinco.

– Ya tiene un buen padrino, Rumbo. ¡Cuántos quisieran! Has nacido de pie, chaval.

Fue entonces Rumbo quien se sintió incómodo y se refugió en el silencio del otro extremo de la barra, aparentando estar atareado. Más tarde, reaccionó y volvió con un bocadillo para Víctor.

– Toma. ¡De omelette! -dijo con cierta sorna-. Lo preparó tu madre.

El guardia Vargas había permanecido al margen. Se le veía prendido en una cavilación, desde que habían hablado de cinema: «Pues a mí quien me vuelve loco es…».

El sargento no lo dejó acabar: «Mira, Rumbo. Si el malo está bien, la película está bien. ¿Es así o no es así?».

– Sí, es así-admitió Rumbo mirándolo fijamente, y en tono rudo. También él andaba con sus cavilaciones.

– Por ejemplo, yo creo que haría un malo cojonudo -dijo el sargento Montes-. ¿A que sí, Rumbo?

– De eso estoy seguro, sargento. Usted haría un malo de puta madre.

El sargento se quedó callado rumiando la respuesta.

– Tampoco estés tan seguro -dijo al fin con una mirada inquisitiva.

El guardia Vargas no pareció consciente de que acababa de asistir a un pequeño duelo verbal. También él seguía a lo suyo: «A mí, de las del Oeste, quien me vuelve loco es esa mujer… La de Johnny Guitar. La que lleva pantalones».

Esa invocación lo cambió todo. Rumbo se entusiasmó como si estuviese viendo la pantalla.

– Vienna, Vienna… ¡Sí, señor! Joan Crawford! -exclamó y señaló al guardia-. Un tipo listo. ¡El Cuerpo mejora, sargento!

– Entonces hablemos en serio -dijo el sargento Montes-. Para mujer de armas tomar la de Duelo al sol. ¿Le pones nombre, Rumbo?

– ¡Jennifer Jones!

Quique Rumbo, barman del Ultramar, encargado del salón de baile y cinema París-Brétema, era un hombre con recursos. Aunque no se prodigaba, tenía un gran sentido del espectáculo. Alzó los brazos en un gesto litúrgico que demoró dibujando en el aire unas curvas voluptuosas.

¡Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium!

 

Se oyó el carraspeo y los pasos de quien baja las escaleras que van a dar a las habitaciones de la posada Ultramar. Desde la mesa donde estaba sentado con Fins, Brinco pudo ver los zapatos blancos de quien descendía los peldaños. Y, por fin, la figura de Mariscal.

– Me pareció oír una oración. ¿Eras tú el de las divinas palabras, Rumbo?

Tardó algo en responder. Y lo hizo de soslayo, incómodo: «Hablábamos de cine, Patrón».

– ¡Hablábamos de mujeres! -puntualizó el sargento Montes-. ¡Jennifer Jones, en Duelo al sol!

– ¡Acabáramos! Ahora que para mí, cuerpo glorioso el de Santa Teresa, es decir, Aurora Bautista.

Dejó que rumiasen un rato el programa inesperado, para luego dar la puntilla.

– ¡Y hablando de cuerpos, no olvidemos el de Ben-Hur!

Los otros se rieron, pero Vargas se quedó confuso: «¿Ben-Hur?».

El guardia más joven siguió el movimiento de las manos enguantadas de Mariscal cuando imitaban el vaivén de remar en las galeras.

– ¿Por qué no se quita nunca los guantes? -preguntó de pronto el guardia.

El sargento Montes carraspeó y simuló prestar atención a la panorámica de la ventana. Por el camino iba aquel inocente, Belvís, imitando el paso de una motocicleta. Brommmm. Brommmm. Así hacía los recados. Mariscal ignoró la pregunta de Vargas. Pero todavía siguió la noria del remar. Hasta que dio una palmada de trabajo hecho.

– Mutatis mutandis. ¡Nadie como John Wayne!

Rumbo asintió, el gesto de okay, y le sirvió un vaso de güisqui de la marca del andarín.

– Con él y con el caballo, haces una película -repitió Mariscal, y bendijo con un trago la sentencia-. No hace falta ni la hembra… Es más. Ni el caballo hace falta. Un arma, sí. Un arma hace falta, claro.

Ceremonioso, hizo tañer las piedras de hielo en el vaso: «A man's got to do what a man s got to do».

– ¡Y de hoy en muchos años! -exclamó Montes, alzando su vaso.

Brinco se levantó y echó a andar hacia la puerta del local. A los hombres les llamó la atención aquel largarse desaborido. Enseguida fue Rumbo quien disparó una advertencia:

– ¡Eh, Víctor! No quiero veros por las ruinas de la escuela.

– ¡Pues el Cojo va! Que lo vi yo -dijo Brinco por el maestro Barbeito.

– Ése sabe dónde pisar.

– Tiene razón tu padre -dijo Mariscal en tono grave-. Ese lugar está… endemoniado. ¡Siempre lo estuvo!

Después de eso, todos esperaban que dijese algo más. Mariscal se dio cuenta al momento de que su afirmación era una llave y no un candado. En vez de zanjarlo, acababa de abrir o reabrir un misterio. De repente cambió el asunto, con una expresión burlona. Tenía esa cualidad. Un rostro escondía otro.

– Escuchad, chavales. Hablando de escuela, voy a enseñaros algo de provecho.

Y mientras se dirigía a los chicos, les guiñó un ojo a los guardias.

– No olvidéis nunca este proverbio: «Mientras se trabaja, no se gana dinero».

Mariscal arrojó una moneda que fue a caer a los pies de Brinco. El chico la miró, al principio con desprecio. No se agachó ni iba a hacerlo. El grupo de hombres se quedó observando. También Fins, a su lado. Por la puerta entreabierta, el viento besuqueaba las cortinas sin empujar del todo. Brinco se agachó y recogió la moneda.

Mariscal sonrió, volvió a la barra e hizo sonar el badajo del hielo en el vaso; «¡Rumbo, sírveme otro espiritual!».

 

 

Capítulo X

 

Leda agarró la aldaba. Le gustaba aquella mano de metal y verde herrumbre. Fría y caliente. Luego llamó con insistencia a la puerta de la casa de los Malpica. Tres y uno. Tres y uno. Fins acudió a abrir. Nove Lúas lo miró fijamente. Primero risueña, luego muy seria. Tenía una colección de caras. Luego tiró de él, imperiosa:

– ¡Bule, bule!

Esta vez eligió un atajo por las viejas dunas, brincando en zigzag para evitar los cardos marinos. Subieron corriendo hasta la cumbre de la primera duna. Desde allí, vieron el espectáculo dantesco de la playa. El mar vomitó en esta ocasión maniquíes, de los que se utilizan en los escaparates comerciales para exhibir prendas de moda. Cadáveres de madera. La mayoría destrozados. Las olas empujan cuerpos amputados y extremidades desprendidas. Brazos, pies descalzos, cabezas que ribetean en la arena.

Nove Lúas y Malpica recorren el campo de surcos conmocionados. Desentierran y levantan miembros que dejan de nuevo en la arena.

Andan en busca de un superviviente. Leda halla, al fin, un cuerpo entero. Una figura de maniquí femenino de color negro. Se agacha y limpia la arena de la boca y los ojos. Es un rostro de rasgos escultóricos, atractivo.

– ¿Es guapa, verdad? -dice ella.

La arena, seca, parece el maquillaje de un polvo de plata. Fins mira aquel rostro que está vivo y muerto, que parece estar haciéndose, los rasgos saliendo de dentro. Pero no dice nada.

– ¡Ayúdame, hombre! -dice Leda, levantándose-. Vamos a llevarla…

– ¿Llevarla? ¿Llevarla adonde?

Sin responder, Leda agarró el maniquí por los tobillos.

– Tú agárrala por los hombros. Y con cariño, ¡eh!

– ¿Con cariño?

¡Bah!

 

Leda y Fins cargaron con el maniquí por la carretera de la costa, en paralelo al litoral. La chica llevaba la delantera y sujetaba la figura por los gemelos. Fins iba detrás, agarrando el maniquí por el cuello. El trabajoso andar acompasado por el mar embravecido.

Pero lo que ahora llena el valle es el sonido del tráiler de un western. Viento por encima del viento. Disparos contra el cielo. Música de réquiem por los maniquíes. Por la carretera, a baja velocidad y en dirección contraria a la que llevan Fins y Leda, se acerca un coche, un Simca 1000, con una baca a la que está sujeto el altavoz que emite el sonido del tráiler, el anuncio de la película que se proyectará el fin de semana en el salón cinema París-Brétema, en el Ultramar. La muerte tenía un precio. Esa forma de recorrer los disparos el valle. Ese viento que monta en el viento. Esa música en la que late el tictac de la hora postrera. Rumbo está contento. No sólo porque la película vaya a llenar el París-Brétema, que lo llenará, sino por este paseo estremecedor a caballo del Simca, este sacar el filme al escenario del valle. Ponerlo todo a la vista. Deslumbrar de una vez a pájaros y a espantapájaros.

 

Quique Rumbo detuvo el vehículo cuando llegó a la altura de los portadores del maniquí y apagó el casete que atronaba por los altavoces. Siempre parecía de vuelta de todo.

Acostumbrado a lo imprevisto y adiestrado para darle una respuesta. Aunque según la opinión de Lucho Malpica, Rumbo, Quique Rumbo, tenía días en que hacía tachuelas con los dientes. Bajó con curiosidad la ventanilla del coche.

– ¡Tiene que traer Los chicos con las chicas\ -se adelantó a decir Leda.

– ¡Qué belleza la muñeca, Nove Lúas! -exclamó él, en tono burlón-. ¿Cuánto quieres por ella?

– No está en venta -respondió Leda muy resuelta-. No tiene precio.

No era la primera vez que tanto Rumbo como Fins la habían oído expresarse con esa resolución de feriante que, en realidad, comienza así el trueque. Pero lo que hizo fue echar a andar de nuevo con súbita energía, tirando del maniquí y de Fins.

Rumbo atinó a gritar desde la ventanilla del coche:

– ¡Te equivocas! ¡Todo tiene un precio, nena!

En el crucero del Chafariz, tomó el camino en cuesta que llevaba al Ultramar. Fins abrigaba la esperanza de que finalmente lo vendería, después de repensar un precio. Para su sorpresa, Leda siguió adelante y torció a la izquierda, por la hondonada. Se paró un rato a respirar. Los dos estaban cansados. Pero con un cansancio diferente. La suya era una fatiga descontenta. Pesaba, la puta momia. Como un puto robot.

– ¿No estarás pensando en llevarla allí? -preguntó Fins.

– Sí.

– ¡No!

Leda sonrió decidida. Y volvió a cargar con la rígida belleza.

Sí.

En el interior de la Escuela de los Indianos, la Maniquí Ciega hacía pareja con el Esqueleto Manco. Lo llamaban esqueleto, aunque no lo era con exactitud. Se trataba más bien del Hombre Anatómico. Se podían distinguir los órganos y los músculos, de diferentes colores. Pero habían ido desapareciendo, empezando por el corazón, látex pintado de rojo, y los ojos de vidrio. En todo caso, allí estaba el hombrecito, con sus huesos. Fue entrar y ver el sitio. Uno llamaba al otro.

Y a ellos les dio por limpiar y explorar, cada uno por su lado, el suelo del mundo.

– ¿Dónde estás, Fins?

– En la Antártida. ¿Y tú?

– Yo estoy en la Polinesia.

– ¡Estás muy lejos!

– ¡Si quieres que me acerque, silba!

Fins no esperó mucho. Silbó.

Ella respondió con otro silbido. Y sabía hacerlo mejor y con más fuerza que él.

Se fueron acercando de esa forma. Pero ella iba con los ojos cerrados, sin decirlo. Notó en los pies un accidente. Se detuvo. Abrió los ojos y miró hacia abajo.

– ¡Estoy cerca del Everest! -exclamó-. ¿Tú dónde estás?

– En el Amazonas.

– ¡Ten cuidado!

– ¡Y tú también!

Los interrumpió un crujir de pasos en el tejado. Caía el polvo despacio, resbalando por la luz. Algunos murciélagos salieron de la zona de sombra volando con torpeza de sonámbulos.

La pareja miró hacia arriba. El ruido cesó. La lumbrera los enfocaba. Se despreocuparon.

– Estoy en… Irlanda -aseguró ella.

– Y yo en Cuba.

– Ahora tenemos que ir con mucho cuidado -dijo Leda-. Vamos a atravesar el Mar Tenebroso…

Se acercaban. Se encontraron. Se tocan. Palpan. Las manos son para palpar. Se abrazan. Cuando empiezan a besarse se escucha de nuevo, esta vez con más estrépito, el crujir del tejado.

Leda y Fins, medio cegados por el polvillo, vuelven a mirar hacia arriba. Por el cráter asoma el rostro de Brinco, que imita el ulular de la lechuza.

¡Uluuuuuuuuuuu, uluuuuuuuuuuuuuu!

El intruso escupió un gargajo que cayó al suelo, al lado de la pareja.

– ¡La isla del Puerco! -dijo Leda.

– ¡Se come todo! -gritó él. Y luego se enteraron de que se alejaba por la dirección de los crujidos.

– Es mejor irse. Éste es capaz de hundir el tejado.

Se interrumpió porque Leda lo miraba de frente y le sacudía con suavidad el polvo de los hombros.

– Tranquilo, no se hunde nada.

Nove Lúas recorre con los dedos el mapa del rostro de Fins Malpica.

– Ártico, Islandia, Galicia, Azores, Cabo Verde…

 

Ahora Fins está sentado en la mesa del maestro, a la derecha de donde se encuentran la Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco. Juega a escribir. Pulsa las teclas que mueven un carro sin papel.

Nove Lúas tiene un libro en las manos. Lo ha abierto por abrir, pero ha ido pasando hoja a hoja y hace tiempo que está enfrascada en la lectura.

– ¿Qué lees?

– Tiene surcos de piojos.

– ¿Y le comieron las letras?

– ¡A ver, escribe!

– No sé. No tengo papel.

– Es igual, tonto. Escribe. Todo é silensio mudo…

– Será silencio.

– Pues aquí pone silensio. Por algo será.

 

 

Capítulo XI

 

El sacerdote subió al pulpito y, antes de hablar, tamborileó con el dedo en el micrófono, con cierta prevención y timidez, hasta que algunos rostros avisados asintieron risueños. Funcionaba. Y entonces don Marcelo dijo, más o menos, que sabíamos de sobra que Dios es eterno e infinito. Dura siempre y está en todas partes, no tiene límites. Por eso hay quien dice que inventó al ser humano para tener a alguien que se ocupase de las cosas menudas. Por así decir, alguien que utilizase el Sistema Métrico Decimal. Que se preocupase de los detalles. De cambiar las tejas rotas. De limpiar las alcantarillas. Y, en fin, de estar atento a la introducción de las novedades que nos hacen la vida más llevadera. Para estimular el espíritu hay que tener bien atendidas las cosas terrenales. Por ello es de justicia reconocer que este adelanto de la megafonía exterior que hoy estrenamos fue posible gracias a la donación de nuestro feligrés Tomás Brancana, conocido por todos como Mariscal, eso no lo dijo, claro, a quien debemos también otras mejoras en este templo de Santa María, como la reparación del viejo tejado. Algún día tanta generosidad será recompensada, etcétera, etcétera. Y Mariscal, que tenía a su derecha a su mujer Guadalupe, y a su izquierda al matrimonio formado por Rumbo y Sira, correspondió con una inclinación reverencial. Y don Marcelo, con esa seguridad progresiva que va dando el soporte de la técnica, tras el inicial nerviosismo, se fue animando a sí mismo al saber, al sentir, que su voz llenaba el templo y se extendía por todo el valle, y trepaba por las laderas de los montes, e iba a batirse con el mar en las rocas de Cons. E incluso los paganos, por no llamarlos de otra forma, por más que quisieran, no podrían poner puertas a ese vendaval del espíritu. Y al ganar en potencia y señorío, también notó que ganaba en calidad retórica, en elocuencia; el propio Mariscal, que algo de eso sabía, levantó admirado la cabeza, con las orejas enhiestas. El sacerdote decidió hablar, por eso, porque tocaba, del misterio de la Santísima Trinidad. En muchas de nuestras imágenes, dijo, el Ser Supremo aparece representado como un anciano venerable. Y todos reconocemos al Hijo en la figura del Crucificado. Pero luego está la persona más compleja. La tercera persona. El Espíritu Santo. ¿Cómo es la forma del Espíritu Santo?

Y ahí fue, de improviso, cuando saltó Belvís, moviendo los brazos como alas:

– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Estaba, el inocente, en el banco de los jóvenes. Justo al lado de Brinco. Andaban mucho juntos, porque éste, el del Ultramar, se divertía mucho con él. Y lo trataba bien. Se podía decir que le tuvo cariño. Siempre se lo tuvo. Tal vez por eso era el más risueño. Muchos se volvieron escandalizados, pero el sacerdote decidió ignorarlo. Era un día importante. Todo estaba saliendo a pedir de boca. La megafonía funcionaba. Así que volvió a retomar el asunto por donde lo había dejado, preguntándose por la forma del Espíritu Santo.

Y Belvís, también a lo suyo. Movía los brazos con estilo volador, pero como una de esas aves zancudas que necesitan tomar carrerilla para arrancar:

– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Lo recuerdo muy bien porque fue el día en que se estrenaron los altavoces. El sacerdote no pudo aguantar más y desde el pulpito, sin percatarse de que en ese momento sus palabras estaban sembrando todo el valle y llegaban al mar, no se le ocurrió nada mejor que decir:

– Sí, hombre, sí. El Espíritu Santo está en todas partes. ¡Pero aquí no se viene a hacer el payaso!

Algunos adultos fueron allí, junto a Belvís, y no le quedó más remedio que marcharse. No volvió a la iglesia. Me han contado que en misa, en Santa María, cuando el predicador habla del Espíritu Santo, todavía hay gente de aquella época que de forma espontánea gira la cabeza hacia aquel lugar con una cierta nostalgia. Allí donde estaba Belvís moviendo los brazos como alas:

– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Belvís anduvo todavía unos años por aquí. Hacía recados, llevaba pescado y marisco a los restaurantes, los víveres a los viejos que no se valían, cosas así, siempre corriendo en su moto imaginaria.

– ¿Tardarás mucho, Belvís?

– No, que voy en la Montesa.

Brommm, brommmmm.

Acabó en el manicomio de Conxo. Bah, en lo que ahora llaman hospital psiquiátrico. Yo creo que loco no estaba ni entonces ni ahora. No tenía padre y se puso muy mal al morir su madre. Cuando era niño, la madre lo atendía como podía. Todo miseria. Y el niño andaba medio desnudo, sin pañales, con el pito y los compañones al aire libre. Y entonces hacía sus cosas donde se le antojaba. Un día escogió como campo de tiro, digámoslo así, el portal de una vecina, la de la Casona. Tenía plantas, begonias, en fin, le pareció buen sitio, y soltó allí toda la munición. Pero resultó que lo pilló la vecina y le dio unos azotes. Tenía ganas y tenía donde dar. Belvís volvió a casa llorando. Cuando se enteró la madre, lo cogió en brazos, fue a la Casona y llamó a la vecina hasta que ésta apareció en el balcón. Entonces la madre de Belvís lo levantó, con el culo desnudo al cielo, y lo besó allí, en las nalgas, gritando: «¡Qué culo, qué bendición!». Eso es amor.

 

Le entró tal desasosiego que perdió las voces, incluso la de la Montesa. Ya desde niño tenía aquella habilidad de las voces. De hombre y de mujer. Hacía muñecos con cualquier cosa, con trapo y cartón, y los ponía a hablar. Imitaba muy bien al cantante Catro Ventos, que andaba por las verbenas, y que tenía ese apodo por la falta de los caninos. Cantaba: «Deje el barco que se vaya de la playa, / que a la playa ha de volver / Allí está su novia amante, / que es constante, que es constante, que es constante, que es constante… en el querer». Fue una ocurrencia suya, de chico, el repetir y repetir «es constante», como un mete saca, y la gente se moría de risa. Tenía esa chispa. Pero la voz que mejor le salió, sin duda, fue la de Carlitos el Pibe. Eso, lo del Chaplin con acento porteño, lo hacía macanudo. El muñeco, y la voz, la única herencia del tío abuelo que había vuelto de la Argentina para morir. Ahora cambiaron las cosas en el hospital. Lo dejan salir. En realidad, lo licenciaron, pero lo dejan regresar. Él dice que es por el Pibe, que está más tranquilo en el manicomio. Los fines de semana anda por ahí de hombre orquesta o con el muñeco ganando unas pesetas. Cada vez lo hace mejor. No me extraña. Tanto tiempo hablando solos, él y Chaplin. Así que será cierto que lo contrató Víctor Rumbo para actuar en el club ese, el Vaudevil. Para darle a ganar unas pelas. Le hará gracia. Yo creo que no es sitio para Belvís. La gente que va allí va a otra cosa. Y no me refiero sólo a malandros y pindongas, que diría el Pibe. Pero él, Brinco, siempre tuvo esa cosa. A los que quería, los quería mucho. Y así atraía a los raritos, como Chelín o Belvís. Eso sí, a los que odiaba, los odiaba con entusiasmo.

 

Pero me estoy anticipando.

Porque ahora los estoy viendo de niños. Juegan al fútbol en una explanada, allí donde mueren las dunas grises, entre A de Meus y Brétema. Un buen sitio para improvisar una cancha. Las dunas protegen del nordeste y hacen de parapeto para evitar la siempre penosa fuga del balón a la orilla del mar. Había que ver a Belvís retransmitiendo la pachanga como un partido de estrellas, en el que él mismo era un as. Y ahora hacen un turno de penaltis. Chelín es el guardameta. Acaba de parar, de forma espectacular, el primer tiro, el de Brinco. Se pone eufórico porque también agarra el trallazo de Fins. Y desde atrás arranca en carrerilla Leda. Es su turno. Se dispone a tirar. Pero tiene que parar de repente. Chelín abandona sin más la portería.

– ¿Qué pasa? -pregunta ella molesta.

– Las mujeres no tiran penaltis.

– ¿Y eso quién lo dice?

Belvís anda en carrusel en torno a ellos. Hace de locutor con estilo relamido: «Se está viviendo un momento de gran tensión en el Stadium del Sporting de Brétema. Nove Lúas corta el paso del guardameta Chelín. Chelín se le enfrenta. Atención. Interviene el colegiado Fins», etcétera, etcétera.

– Di la verdad, Chelín -remacha Brinco, el más divertido con la situación-. Te cagas por la pata abajo.

– No. Lo que no soy es un maricón.

Con rabia, Leda toma velocidad y golpea el balón con toda su fuerza. Chelín, de forma sorprendente, demostrando sus muchos reflejos, se estira en el aire y lo detiene. En la arena, caído, abraza el balón. Su cara roza la arena y luego sonríe triunfante.

– ¿Lo ves? No tengo miedo. El poder oculto.

– Gilipollas -dice ella-. Siempre te he defendido. ¡Algún día me besarás los pies!

 

 


Date: 2016-01-03; view: 726


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