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Capítulo VII

 

Fins oyó la aldaba y supo quién llamaba. Fueron tres toques seguidos y uno más. La aldaba era una mano de metal. Una mano que encontró Malpica en la ría de Corcubión. Él decía que era del Liverpool, que naufragó en 1846. La limpió de herrumbre y la fue puliendo con mucho cuidado, «como una mano verdadera», dijo, hasta devolverle el brillo al metal. Según Malpica, la mano de la aldaba era el objeto más valioso de la casa. Y cuando volvía borracho de alguno de sus naufragios personales, acariciaba la mano, evitando golpearla.

Llamaron de nuevo. Tres toques y uno más. También la madre sabe de quién es ese morse. Amparo dejó de tejer y miró con desconfianza hacia la puerta.

Y él corrió a abrir. Era ella. Leda Hortas.

No le dio tiempo a hacer preguntas. Tiró de él con excitación. Primero, con los ojos. Luego tiró del brazo. Ni siquiera ella era consciente de la fuerza que podía llegar a tener.

– ¡Venga! ¡Corre!

Lo soltó y echó a correr descalza hacia la playa. Fins no tuvo tiempo de cerrar la puerta. Cuando oyó la voz de la madre, ya no quiso oírla. Sabía que se sentaría otra vez murmurando: «¡Nove Lúas!».

– ¿Adónde vamos, Leda? ¿Qué pasa?

Ella no se detiene. Las piernas, los pies morenos, el talón blanquecino, crecen con la carrera. Suben jadeantes la ladera de la mayor duna primaria, entre corredores de tormenta hasta llegar a la cima.

Ella está pletórica, los ojos muy abiertos: «¡Mira,

Fine!»

– ¡Dios! ¡No puede ser verdad!

– ¡Ahí es nada!

El arenal próximo está diseminado de naranjas arrastradas por el mar. Los dos jóvenes permanecen inmóviles. Injertados en la arena. Sintiendo la grama, las cosquillas de las hojas punzantes y las flores peludas del barrón. Maravillados. Hechos de viento.

 

Leda y Fins tardaron en oír el ruido de la maquinaria pesada. Iban a saltar ya el cantil de arena. Tocar el espejismo con las manos.

Desde lo alto de la duna, vieron el camión que avanzaba con dificultad por la pista de tierra. Se detuvo en la explanada del final del camino, en el espacio de extracción de los areneros. De la cabina del camión bajaron un hombre y un chico. Los conocían muy bien a los dos. El mayor era Rumbo, el que regenta el Ultramar. El otro, Brinco. En el remolque, tres personas más, Invernó, Chumbo y Chelín, que descargaban unas espuertas o seras para recoger la fruta.

Brinco hizo como si no los hubiese visto. Ellos se dieron cuenta de que hacía como si no los viese.



Era así, pensó Fins. Cuando andaba a lo suyo, andaba a lo suyo. Se cabreaba si lo entretenías. Se volvía invisible. Sordo. Mudo. Pero cuando reclamaba interés, atención, no había modo de escapar de él.

A las órdenes de Rumbo, la cuadrilla empezó a recoger las naranjas que arrastró el mar, procedentes de la escora de algún barco.

– ¡Mira, Víctor! El mar es una mina -dijo Rumbo-. Da de todo. ¡Y sin una palada de estiércol! No hay que abonarlo como a la puta tierra.

Leda saltó el cantil y fue hacia el grupo con andares decididos. A Fins siempre le parecía que sus pies se hundían en la arena más que los de ella. Ella no se hundía se impulsaba en la arena. Sobre todo cuando tenía un objetivo. Un destino.

– ¡Estas naranjas son mías! -gritó-. ¡Yo las vi primero!

Rumbo y sus acompañantes dejaron de trabajar. La miraban asombrados. Excepto Brinco. Brinco se volvió de espaldas. Alguna vez, cuando se enojaba con ellos, les decía: «¡Siempre andáis oliendo los pedos!». Pero ahora prefería no verlos.

La chica se encaró con el jefe.

– Usted sabe que es así. Los restos de un naufragio son para quien los encuentra.

Rumbo la miró de hito en hito, entre perplejo y divertido.

– ¿Y cuánto vale el cargamento, nena?

– ¡Mucho!

Leda midió con las manos toda su posesión de orilla. Aún emergían naranjas entre la espuma de las olas.

– Además, todavía no sé si las quiero vender.

Rumbo sacó del bolsillo una moneda.

– Toma. Por el trabajo de ver.

– ¿Y eso qué es? ¡Eso es una mierda, señor Rumbo! -dijo Leda.

El hombre sostenía la moneda con el índice y el pulgar y la puso a la altura de la vista orientándola hacia Leda con aire enigmático.

– Cierra los ojos.

Leda obedeció. Fins no sabía muy bien lo que estaba pasando. Rumbo tiró la moneda al aire y llamó la atención del resto.

– ¡Ahora veréis!

Rumbo se agachó. Dejó resbalar las manos despacio por las piernas desnudas de Leda, de la rodilla hacia abajo, agarró el pie derecho, descalzo, y lo colocó sobre la moneda. Los demás no le quitaban ojo. También Brinco, que había vuelto de lo invisible.

Rumbo susurró, abstraído en el experimento: «Ahora veréis, sí, ahora veréis lo que es la piel de una mujer». Luego en voz alta:

– ¡Dime, nena! ¿Cara o cruz?

Leda permaneció con los ojos cerrados. Sin dudar: «¡Cruz!».

Apartó el pie y descubrió la moneda. Era cruz. Se veía el águila imperial. Rumbo lanzó una rápida ojeada al envés, a la cara de Franco, allí donde pone «Caudillo de España por la Gracia de Dios».

– Acertó. ¡Es cruz!

La cuadrilla se rió. Rumbo sacó una cartera del bolsillo de atrás del pantalón y extendió un billete de cien pesetas, con la imagen de la bella Fuensanta pintada por Romero de Torres: «Toma. ¡Una morena! La más querida de España. Muchos la tienen metida en los colchones».

Luego se dirigió a los otros:

– ¿Habéis visto lo que es la piel de una mujer? ¡Incluso la piel del pie! Además, ésta nació sabida. Llegará a rica. Está escrito.

Leda se llevó el envés del dedo pulgar a la boca. Hizo una rápida señal de la cruz. Y escupió hacia el mar.

– ¡Pobre no pienso ser!

 

 


Date: 2016-01-03; view: 656


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