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Capítulo primero 2 page

 

—Muy bien —dijo—. Si tanto insiste, haré que le trai­gan las llaves. —Apretó un botón. No hubo respuesta—. Debe de ser más tarde de lo que creía —murmuró el abo­gado poniéndose en pie—. Si quiere excusarme, señorita Carville...

 

Rebecca lo observó mientras Melrose salía del despa­cho; luego las puertas se cerraron tras él. La muchacha empezó a recoger los papeles. Volvió a meter los certifica­dos en la bolsa, pero el fajo de cartas lo conservó en el regazo. Se puso a juguetear con ellas; luego, cuando oyó que las puertas volvían a abrirse a su espalda, colocó los finos dedos sobre el borde del escritorio.

 

—Tenga —le dijo Melrose tendiéndole tres llaves suje­tas a una anilla de metal.

 

—Gracias —dijo Rebecca. Esperó a que se las diera, pero el abogado, a su lado, apretó con fuerza las llaves en la mano—. Por favor —insistió Rebecca—, démelas, señor Melrose.

 

El abogado no contestó. Miró con atención el rostro de Rebecca, largo y duro, y luego alargó la mano hacia el fajo de cartas que la muchacha tenía en el regazo.

 

—Estas cartas —dijo levantándolas—, estas misterio­sas cartas... ¿pertenecieron originariamente a su madre?

 

—Eso creo.

 

— ¿Cómo que lo cree?

 

Rebecca se encogió de hombros.

 

—Un librero se puso en contacto conmigo. Alguien se las había vendido. Por lo visto sabía que en otro tiempo habían pertenecido a mi madre.

 

— ¿Y decidió acudir a usted? —Rebecca asintió—. Muy honrado por su parte.

 

—Puede ser. Aunque le pagué por ello.

 

— ¿Cómo las había conseguido él? ¿Y cómo es que su madre había perdido las cartas?

 

Rebecca se encogió de hombros.

 

—Creo que fue un coleccionista el que hizo llegar las cartas hasta el librero. Aparte de eso, él no sabía nada más. Y yo no le presioné pidiéndole explicaciones.

 

— ¿No le interesaba?

 

—Supuse que las habrían robado.

 

— ¿La misma persona que... mató... a su madre?

 

Rebecca lo miró un momento. Los ojos le brillaban.

 

—Posiblemente —dijo.

 

—Sí. —Melrose hizo una pausa—. Posiblemente. —Lue­go volvió a examinar las cartas—. ¿Son auténticas? —pre­guntó mirándolas de nuevo.

 

—Creo que sí.

 

—Pero, ¿no está segura?

 

Rebecca se encogió de hombros.

 

—No estoy cualificada para decirlo.

 

—Oh, perdone, yo había supuesto...

 

—Soy especialista en Oriente, señor Melrose. Era mi madre quien era especialista en lord Byron. Yo siempre he leído a Byron por respeto a la memoria de mi madre, pero no pretendo ser una experta en lord Byron.



 

—Ya veo. El error ha sido mío. —Melrose volvió a mi­rar fijamente las cartas—. De modo que supongo... el res­peto a la memoria de su madre... ¿es por eso por lo que está tan ansiosa por encontrar las memorias?

 

Rebecca sonrió ligeramente.

 

—Sería algo adecuado, ¿no le parece? Yo no conocí a mi madre, señor Melrose. Pero me parece... que lo que es­toy haciendo... ella lo aprobaría, sí.

 

— ¿Aunque aquella búsqueda bien pudiera haberle oca­sionado la muerte?

 

La expresión de Rebecca se oscureció.

 

— ¿De verdad cree eso, señor Melrose?

 

Éste asintió.

 

—Sí.

 

Rebecca apartó la mirada. Miró fijamente hacia la os­curidad de la noche, detrás de las ventanas.

 

—Así por lo menos me enteraría de qué fue lo que le ocurrió a ella —dijo casi para sí misma.

 

Melrose no habló. En cambio dejó caer las cartas en el regazo de Rebecca. Pero no le dio las llaves.

 

Rebecca tendió la mano. Melrose se quedó mirándola pensativo.

 

—Desde el principio —dijo suavemente— usted era una Ruthven. Y no me lo ha querido decir en todo este rato.

 

Rebecca se encogió de hombros.

 

—No puedo evitar llevar la sangre que llevo.

 

—No —convino Melrose al tiempo que se echaba a reír—. Claro que no. —Hizo una pequeña pausa—. ¿No existe una maldición de los Ruthven? —preguntó.

 

—Sí. —Rebecca entornó los ojos y levantó la mirada hacia él—. Se supone que la hay.

 

— ¿Cómo funciona?

 

—No lo sé. Como siempre, supongo.

 

— ¿Qué? Un Ruthven tras otro, generación tras genera­ción, todos caen abatidos por algún misterioso poder. ¿No es eso lo que dice la leyenda?

 

Rebecca hizo caso omiso a la pregunta. Volvió a enco­gerse de hombros.

 

—Muchas familias aristocráticas pueden atribuirse una maldición. No es nada más que una marca de casta —dijo sonriendo.

 

—Exactamente.

 

Rebecca mostró ceño.

 

— ¿Qué quiere decir?

 

Melrose volvió a reírse.

 

—Vaya, pues que todo se lleva en la sangre, desde lue­go. ¡Todo se lleva en la sangre!

 

Balbució, se atragantó y luego siguió riéndose.

 

—Tiene usted razón —dijo Rebecca al tiempo que se po­nía en pie—. Para ser abogado, tiene usted mucha imagina­ción. —Tendió una mano—. Señor Melrose, déme las llaves.

 

Melrose dejó de reírse. Apretó con fuerza las llaves en la palma de la mano.

 

— ¿Está usted completamente segura? —le preguntó.

 

—Completamente.

 

Melrose miró profundamente a los ojos a la muchacha; luego se encogió de hombros y se apoyó en el escritorio. Finalmente le entregó las llaves.

 

Rebecca las cogió. Se las metió en el bolsillo.

 

— ¿Cuándo piensa ir? —le preguntó Melrose.

 

—No lo sé. Supongo que pronto.

 

Melrose movió la cabeza arriba y abajo lentamente, en­simismado. Volvió a sentarse en el sillón. Contempló a Re­becca mientras ésta cruzaba la habitación y se dirigía a la puerta.

 

— ¡Señorita Carville! —Rebecca se volvió—. No vaya.

 

Rebecca miró fijamente al abogado.

 

—Tengo que ir —dijo al cabo de unos instantes.

 

— ¿Por el recuerdo de su madre? ¡Pero si es por ese re­cuerdo por lo que le estoy pidiendo que no vaya!

 

Rebecca no contestó. Apartó la mirada. Las puertas se deslizaron al abrirse.

 

—Gracias por el tiempo que me ha dedicado, señor Melrose —dijo dándose otra vez la vuelta—. Buenas no­ches.

 

Luego las puertas se cerraron y Rebecca se encontró a solas. Se dirigió a paso vivo hacia un ascensor. Detrás de ella las puertas del despacho permanecieron cerradas.

 

En el vestíbulo, un guarda de seguridad aburrido obser­vó a Rebecca mientras ésta salía. Rebecca franqueó las puertas con rapidez y luego se fue calle abajo. Era agrada­ble estar de nuevo en la calle. Se detuvo y respiró profun­damente. El viento era fuerte y el aire frío, pero después del ambiente cerrado del despacho del abogado agradecía la noche; mientras avanzaba a toda prisa por la calle se sentía tan liviana como una hoja en otoño barrida por la tormen­ta. Por delante de ella podía oír el tráfico: la calle Bond, una grieta en medio de la oscuridad, estaba llena de gente y de luces. Rebecca cruzó esa calle y luego regresó al silencio que envolvía las calles secundarias, casi vacías. Mayfair parecía desierto. Las altas e imponentes fachadas estaban virtualmente desprovistas de luces. Pasó un coche, pero aparte de eso no se veía nada, y el silencio reinante tuvo el efecto de llenar a Rebecca de un extraño y febril gozo. Tenía las llaves apretadas en la palma de la mano, como un talismán que le aceleraba el ritmo de la sangre al pasar por el corazón.

 

Al llegar a la calle Bolton hizo un alto. Rebecca advir­tió que estaba temblando. Al parecer las extrañas palabras del abogado la habían afectado más de lo que creía. Re­cordó cómo le había rogado, desesperadamente, que no visitase la calle Fairfax. Miró fugazmente hacia atrás. La calle en la que se encontraba había sido en otro tiempo el lugar predilecto de los dandis, en ella se habían perdido fortunas, se habían arruinado vidas, apostando en juegos de azar, con sólo mover un labio. Lord Byron había fre­cuentado esa calle. Byron. De pronto la fiebre que le inva­día la sangre pareció ponerse a cantar, con éxtasis y con un sobresalto de temor completamente inesperado. No pa­recía haber motivo para ello, al menos nada que ella pudiera expresar con palabras, y sin embargo allí, de pie en medio del ensombrecido silencio, se percató de que esta­ba aterrorizada. ¿Por qué? Byron, Byron. Las sílabas le la­tían como sangre en las orejas. Rebecca sintió un estre­mecimiento y comprendió con absoluta claridad que, en contra de lo que había planeado hacer en un principio, aquella noche no entraría en la capilla. Ni siquiera podría dar un paso hacia la misma, de tan paralizada y arrebata­da como estaba por aquel terror que la envolvía como una densa bruma de color rojo, que le sorbía la voluntad, que la absorbía. Luchó por liberarse. Se dio la vuelta. El tráfi­co se movía en Picadilly. Comenzó a caminar hacia el so­nido del tráfico y poco después echó a correr.

 

— ¡Rebecca! —Se detuvo, paralizada—. ¡Rebecca!

 

Se giró en redondo. Unas hojas de papel, llevadas en el viento, revoloteaban al cruzar una calle vacía.

 

— ¿Quién está ahí? —preguntó Rebecca. Nada. Ladeó la cabeza para escuchar. Ya no podía oír el tráfico. Sólo se oía el aullido del viento y el de un letrero que golpeaba al final de la calle. Rebecca comenzó a avanzar hacia aquel lugar—. ¿Quién está ahí? —repitió en voz alta.

 

El viento gimió como si le respondiera; luego, de pron­to, a Rebecca le pareció oír una risa, aunque muy débil­mente. Siseaba, subía y bajaba con el sonido del viento. Re­becca corrió hacia aquel sonido; bajó por otra calle, tan os­cura ahora que apenas podía ver lo que tenía delante. Se oyó un ruido, una lata pateada que producía un sonido me­tálico al resonar sobre el asfalto. Rebecca miró fugazmente hacia atrás, justo a tiempo de ver —o al menos eso le pare­ció— una silueta vestida de negro que pasaba fugazmente; pero cuando Rebecca dio un paso hacia la silueta, ésta ya había desaparecido, se había fundido tan completamente que la muchacha se preguntó si realmente habría visto algo. Le había parecido que había algo extraño en aquella figura, algo malo, pero que al mismo tiempo le resultaba familiar. ¿Dónde había visto antes a una persona como aquélla? Re­becca hizo un gesto negativo con la cabeza. No, no había visto nada. No era de extrañar, pensó, pues el viento era tan fuerte que las sombras le estaban jugando malas pasadas.

 

Notó el soplo de un aliento en el cuello. Rebecca pudo olerlo mientras se daba la vuelta: un olor punzante, quí­mico, que le escoció dentro de la nariz; pero cuando aca­bó de girarse y extendió los brazos para protegerse del atacante, vio que no había nadie de quien defenderse.

 

— ¿Quién es? —preguntó dirigiéndose a la oscuridad, enfadada y asustada—. ¿Quién está ahí?

 

Una risa volvió a sisear en el viento, y luego se oyó el sonido de unas pisadas que bajaban apresuradamente por un estrecho callejón. Rebecca echó a correr tras ellas, mientras los tacones de los zapatos resonaban y la sangre le aporreaba como un tambor en los oídos. Byron, Byron. ¿Por qué aquel sonido, aquel ritmo que le latía en lo más profundo de las venas? No, se dijo, es mejor no hacerle caso y concentrarse en escuchar las pisadas. Continuaban delante de ella, ahora bajaban por un callejón estrechísi­mo; pero de repente dejaron de oírse, parecía que se hu­biesen desvanecido en el aire, de manera que Rebecca se detuvo para recobrar la orientación y el aliento. Miró a su alrededor. Al hacerlo, las nubes que había en lo alto se tor­naron deshilachadas y raídas, y después se esparcieron to­talmente en un racheado aullido del viento. La luz de la luna, de un color pálido de muerte, tiñó la calle. Rebecca miró hacia arriba.

 

Por encima de ella surgió la imponente fachada de una mansión. La grandeza del edificio parecía desproporcio­nada para el callejón, por lo demás muy angosto y exento de adornos, en el que se encontraba Rebecca. A la luz de la luna la piedra de la mansión tenía un tono blancuzco, como el de los cadáveres; las ventanas eran pozos de os­curidad, semejantes a cuencas de ojos vacías en una cala­vera; la impresión que causaba aquel conjunto era de algo muy abandonado por el tiempo, un estremecimiento del pasado conjurado por la luna. El viento empezó a ulular de nuevo. Rebecca contempló cómo la luz se desvanecía y luego se encontró perdida. La mansión, sin embargo, se­guía allí, revelándose ahora como algo más que una mera ilusión producida por la luna, pero Rebecca no se sor­prendió por ello; había comprendido muy bien que aquello era real. Ya había llamado antes a las puertas de aque­lla mansión.

 

Esta vez, sin embargo, no se molestó en subir los es­calones y llamar a la puerta. En lugar de eso echó a andar a lo largo de la fachada de la mansión hasta pasar la ver­ja que se elevaba sobre la acera para mantener la mansión fuera del alcance de los viandantes. Rebecca volvió a no­tar aquel olor ácido en el viento, en esta ocasión muy dé­bil, pero tan amargo como la vez anterior. Echó a correr. Oía pasos detrás de ella. Se dio la vuelta para echar una fugaz mirada hacia atrás, pero tampoco había nadie, y sintió que el terror la invadía de nuevo, que descendía so­bre ella como una nube venenosa que le apretaba la gar­ganta y le ardía en la sangre. Tropezó y cayó hacia ade­lante. Fue a dar contra la verja. Los dedos de Rebecca se apretaron sobre una maraña de cadenas. Las levantó. En ellas había un único candado. Servía para impedir la en­trada a la capilla de San Judas.

 

Rebecca sacó las llaves. Metió una en el candado. La llave arañó el metal oxidado, pero no giró. Detrás de ella, los pasos se detuvieron. Rebecca no se dio la vuelta para mirar. Pero en una oleada tan intensa que fue casi dulce, el terror le recorrió las venas y tuvo que sujetarse apoyán­dose contra la verja al tiempo que el miedo la poseía, el miedo junto con un extraño deleite. Con manos tembloro­sas lo intentó con una segunda llave. De nuevo ésta arañó el oxidado metal, pero esta vez sí hubo movimiento y el candado empezó a abrirse. Rebecca apretó con más fuer­za; la cerradura se abrió; la cadena, en toda su longitud, cayó al suelo. Rebecca empujó la cancela. Dolorosamente, ésta se entreabrió produciendo un chirrido.

 

Rebecca se dio la vuelta. El olor agrio se había desva­necido; se encontraba completamente sola. Sonrió. Podía sentir aquel terror dulce en el estómago, aligerándole los muslos. Se alisó hacia atrás el pelo, que le quedó flotando al viento, y se estiró el abrigo. El viento había empujado la cancela y la había cerrado de nuevo. Rebecca la abrió; luego pasó y se dirigió a la puerta de la capilla.

 

Se accedía a ella a través de un tramo de escalera, agrietada y cubierta de musgo, que conducía hacia aba­jo. La puerta, como la cancela, estaba cerrada con llave. Rebecca buscó las llaves de nuevo. Tan suavemente como la caída de una brisa que se apaga, el terror que la invadía desapareció. Volvió a pensar en Melrose, en el miedo que el abogado sentía, en las advertencias que le había hecho para que se mantuviera alejada de la capilla de San Judas. Rebecca movió la cabeza de un lado a otro.

 

—No —se dijo en un susurro—, no. Vuelvo a ser yo misma.

 

Allí dentro estaban las memorias de lord Byron que su madre había estado buscando durante tanto tiempo y que pronto serían suyas, pronto las tendría en sus manos. ¿Qué se le había metido en la cabeza para hacerle pensar que podría esperar? Volvió a negar con la cabeza y dio vuelta a la llave.

 

En el interior de la capilla la oscuridad era tan negra como la brea. Rebecca se maldijo por no haber llevado consigo una linterna. Palpando la pared para guiarse, lle­gó hasta unos estantes. Los recorrió con los dedos. En­contró cerillas, y luego, en el estante de más abajo, una caja de velas. Cogió una de las velas y la encendió. Luego se dio la vuelta para ver el interior de la capilla.

 

Estaba casi vacía. Rebecca comprendió la aversión que Melrose sentía hacia aquel lugar. Había una cruz al fondo del recinto, y nada más. La cruz estaba tallada y pintada al estilo bizantino. Representaba a Caín sentenciado por el Ángel del Señor. Esperando debajo de ellos, más enérgico que los dos anteriores, se encontraba Lucifer. Rebecca ob­servó la cruz con atención. Le impresionó la representa­ción de Caín. El rostro era hermoso, pero estaba desfigu­rado por el más terrible de los sufrimientos, y no a causa de la marca que se le había grabado en la frente, sino por algún dolor más profundo, por alguna pérdida terrible. De los labios le manaba un hilillo de color rojo.

 

Rebecca dio media vuelta. Sus pasos resonaron al cru­zar el suelo desnudo. Al otro extremo de la capilla vio una tumba, construida en el suelo, que estaba marcada por un antiguo pilar de piedra. Rebecca se arrodilló junto a ella para ver si había alguna inscripción, pero no encontró nada que leer, sólo una tira de latón desvaído. Miró la ca­becera de piedra; la vela le parpadeó en la mano y las sombras danzaron sobre unos tenues dibujos y marcas. Acercó más la vela. Se veía un turbante tallado en lo alto de la piedra y luego, más abajo, apenas legible, algo que parecían palabras. Las examinó con atención. Sorprendi­da, vio que la inscripción estaba en árabe. Tradujo las pa­labras; eran versos del Corán que lloraban a los muertos. Rebecca se puso en pie, llena de asombro, y sacudió la ca­beza. ¿Una tumba musulmana en el interior de una igle­sia cristiana? No era de extrañar que nunca se hubiera uti­lizado para el culto. Volvió a arrodillarse junto a la tumba. La apretó. Nada. Sopló una ráfaga de viento y la vela se apagó.

 

Al volver a encenderla vio, al resplandor de la llama de la cerilla, que había una alfombra extendida detrás de la tumba. Era hermosa; turca, supuso Rebecca; y, al igual que la cabecera de piedra, evidentemente muy antigua. La retiró, con suavidad al principio, y luego, presa de una sú­bita emoción producto de la excitación, con frenesí. De­bajo de la alfombra se hallaba una trampilla de madera provista de un candado y bisagras. Rebecca retiró la al­fombra y luego metió en el candado la tercera y última lla­ve. Ésta giró con facilidad. Rebecca tiró del candado y lue­go respiró profundamente. Levantó la trampilla, que cedió lentamente. Con un arrebato de fuerza que ni siquiera era consciente de poseer, Rebecca levantó del todo la trampi­lla hasta que ésta cayó hacia atrás produciendo un golpe apagado que resonó sobre las losas de piedra. Miró fija­mente la abertura que había descubierto. Había en ella dos escalones, y luego no se veía nada más que un enor­me vacío. Rebecca cogió más velas, se las metió en el bol­sillo y dio un primer paso con mucha cautela. De pronto contuvo el aliento. El miedo se había apoderado de nuevo de ella, metiéndose en cada corpúsculo de su sangre y ali­gerándola hasta el punto que le pareció que iba a ponerse a flotar; y aquel miedo era tan sensual y delicioso como ningún placer que ella hubiera conocido. El terror la poseyó y la llamó. Obedeciendo aquella llamada, la mucha­cha empezó a bajar los escalones, y la abertura que daba a la capilla pronto no fue más que una luz tenue tras ella que finalmente desapareció.

 

Rebecca llegó al último escalón. Allí se detuvo y levan­tó la vela. Al hacerlo la llama pareció saltar y expandirse para alcanzar aquel viso de tonos anaranjados, amarillos y dorados que la mirada de Rebecca encontraba por do­quier. La cripta era una verdadera maravilla: no se trataba de un mohoso lugar para los muertos, sino de la placente­ra cámara de algún harén oriental engalanado con mu­chas cosas hermosas: tapices, alfombras, plata, oro. En uno de los rincones se oía un sonido parecido al que ha­cen las burbujas. Rebecca se dio la vuelta para mirar y vio una fuente muy pequeña con dos divanes exquisitamente tallados a cada lado.

 

— ¿Qué lugar será éste? —murmuró—. ¿Qué hace aquí?

 

Y las memorias, ¿dónde estarían? Sostuvo la vela en alto y miró por toda la habitación. Allí no se veía ningún papel. Permaneció de pie, allí plantada, sin saber bien por dónde empezar. Y entonces oyó el ruido, un ruido que pa­recía como si alguien estuviera escribiendo o revolviendo cosas.

 

Rebecca se detuvo, helada. Intentó no respirar. De pronto la sangre había empezado a producirle un mur­mullo ensordecedor en los oídos, pero ella contuvo el aliento esforzándose por percibir de nuevo aquel sonido. Había oído algo, de eso estaba segura. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía llenar todo el recinto. No se oía ningún otro sonido. Finalmente se vio obligada a to­mar aire, y entonces, al respirar con avidez, volvió a oírlo. Rebecca se quedó de nuevo paralizada. Encendió otra vela y sostuvo las dos muy alto por encima de la cabeza. Al fondo del recinto, en el extremo más alejado del lugar donde ella se encontraba, elevada y situada en el centro, como el altar en una iglesia, se veía una bella tumba he­cha de piedra muy delicada. Detrás de la misma había una puerta de estilo árabe. Lentamente, Rebecca se acercó a la tumba, sosteniendo las velas en alto delante de ella. Agu­zó el oído cuando notó que aquel sonido volvía. Se trata­ba de un sonido rasposo, pero muy débil. Rebecca se de­tuvo. No cabía la menor duda. Aquellos arañazos proce­dían del interior de la tumba.

 

Con una aturdida sensación de incredulidad, Rebecca adelantó una mano para tocar uno de los laterales. Ahora el ruido era frenético. Rebecca se quedó mirando fijamen­te la tapa de la tumba. Enterradas bajo el polvo, apenas consiguió distinguir unas palabras. Sopló el polvo y leyó los versos que se hallaban debajo.

 

Fundidos uno en brazos del otro, un corazón dentro del otro, ¿por qué no murieron entonces? Habrían vivido demasiado tiempo si llegase la hora que les ordenase respirar por separado.

 

Byron. Rebecca reconoció la poesía al instante. Sí, Byron. Volvió a leer los versos pronunciando las palabras en voz baja mientras el ruido de arañazos crecía y las velas empezaban a parpadear, a pesar de la densidad y pesadez del aire del interior de la cripta. De pronto, como el vómi­to, el horror le atenazó la garganta. Se tambaleó hacia adelante y se apoyó contra la tumba; luego empezó a em­pujar la lápida que la cubría, como el amputado que ara­ña los vendajes que lo envuelven, desesperado por enfren­tarse a lo peor. La losa se movió ligeramente, luego empe­zó a deslizarse hacia un lado. Rebecca empujó aún con más fuerza, lo que hizo que la losa acabara de deslizarse sobre la tumba. Bajó las velas. Miró fijamente al interior de la tumba.

 

Algo la miraba. Rebecca sintió el impulso de lanzar un grito, pero tenía la garganta demasiado seca. Aquella cosa yacía inmóvil; sólo los ojos, que lanzaban un destello ama­rillo desde las cuencas, tenían vida; todo el resto estaba marchito, arrugado, incalculablemente viejo. Aquella cosa empezó a agitar la nariz, tan sólo una capa de piel encima del hueso astillado. Abrió la boca con avidez. Mientras olisqueaba, aquella cosa empezó a moverse; los brazos, meras mechas retorcidas de carne muerta sobre el hueso, se esforzaron por llegar al borde de la tumba y arañaron la piedra con uñas tan afiladas que parecían garras. Con un estremecimiento, aquel ser se incorporó. Y al moverse, un halo de polvo se elevó de entre los surcos de su piel. Rebecca notó el polvo en la boca y en los ojos, una nube de piel muerta que la ahogaba, que la cegaba, que le ofus­caba el cerebro. Se dio la vuelta, protegiéndose los ojos con los brazos. Algo la tocó. La muchacha parpadeó. Era aquella cosa. Estaba intentando tocarla de nuevo, y con la cara hacía ansiosos y espasmódicos movimientos; la boca era una hendidura de fauces. Rebecca se oyó a sí misma gritar. Notó que tenía escamas de piel muerta en la parte posterior de la garganta. Se atragantó. La cripta empezó a dar vueltas, y ella cayó de rodillas en el suelo.

 

Rebecca miró hacia arriba. Aquel ser estaba sentado al borde de la tumba como un ave de presa. Seguía olis­queando con la nariz y tenía la boca abierta formando una gran mueca semejante a una sonrisa. Pero se agarraba con fuerza al borde de la tumba y parecía estar tiritando, como si se sintiera reacio a dar el salto hasta el suelo. Rebecca vio que aquel ser tenía unos senos, apergamina­dos como callos, que tremolaban contra un pecho que había quedado ahuecado. De manera que aquella cosa ha­bía sido una mujer. ¿Y ahora? ¿Qué sería ahora?


Date: 2015-12-24; view: 482


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