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Capítulo primero 1 page

El señor de los muertos

 

TOM HOLLAND

 



 



Traducción de Sofía Coca y Roger Vázquez de Parga

PLANETA

 

 



Para Sadie, mi amada

 

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Título original: The Vampire

© Tom Holland, 1995

© Por la traducción, Sofía Coca y Roger Vázquez de Parga, 1996

© Editorial Planeta, S. A., 1996

Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España)

Diseño cubierta: Compañía de Diseño (foto © K. Thomas/Photonica) Primera edición: mayo de 1996 Depósito Legal: B. 17.621-1996 ISBN 84-08-01789-6

ISBN 0-316-91227-1 editor Little Brown and Company, Londres, edición original Composición: Fotocomposición A. Parras Impresión: Duplex, S. A.

Encuadernación: Encuadernaciones Roma, S. L. Printed in Spain - Impreso en España

 



 



But fírst, on earth as Vampire sent, thy corse shall from its tomb be rent: then ghastly haunt thy native place, and suck the blood of all thy race: there from thy daughter, sister, wife, at midnight drain the stream of life; yet loathe the banquet which perforce must feed the livid living corse: thy victims, ere they yet expire, shall know the demon for their sire, as cursing thee, thou cursing them, thy flowers are wither'd on the stem... wet with thine own best blood shall drip thy gnashing tooth and haggard lip; then stalking to thy sullen grave, go and with Gouls and Afrits rave; till these in horror shrink away from spectre more accursed than they!

 



Lord Byron, The Giaour

 



Pero, primero, enviado a la tierra como vampiro,

que tu cuer­po sea arrancado de la tumba;

luego merodea cadavérico por tu lugar de origen,

y bebe la sangre de toda tu estirpe:

de tu hija, de tu hermana, de tu esposa,

a medianoche drena el to­rrente de tu vida;

aunque aborreces el banquete que forzosa­mente

debe alimentar tu lívido cadáver viviente.

Tus víctimas, antes de expirar,

reconocerán al demonio como su señor,

cuando maldiciéndote a ti, tú maldiciéndolas,

tus flores se mar­chitan en el tallo...

mojados con lo mejor de tu propia sangre chorrearán

tus rechinantes dientes y tus trasnochados labios;

luego, dirigiéndote a tu taciturna tumba con paso majestuoso,

ve... y delira con Gouls y Afrits,

¡hasta que éstos se encojan y se alejen con horror

de un espectro más maldito que el de ellos!

 



Lord Byron, The Giaour

 



 



Pero yo odio las cosas que son todo ficción... Siempre debería haber algún fundamento de rea­lidad para el tejido más etéreo; y la pura inven­ción no es más que el talento de un mentiroso.

 



Lord Byron, carta a su editor

 



 



Capítulo primero

 

 



Las memorias completas, en caso de que fueran publicadas, condenarían a lord B. a eterna infa­mia.

 



John Cam Hobhouse, Journals

 



Al señor Nicholas Melrose, director de su propio bufete de abogados y hombre de gran prestigio, no le gustaba sen­tirse disgustado. No estaba acostumbrado a ello, y no lo estaba desde hacía muchos años.

 



—Nunca entregamos las llaves a nadie —dijo con brus­quedad. Miró fijamente y con cierto resentimiento a la jo­ven que se encontraba al otro lado del imponente y gran escritorio. Subrayó sus palabras dando unos golpecitos con el dedo, por si quedaba alguna duda—. Nunca.

 



Rebecca Carville lo miró fijamente y luego movió la cabeza. Se inclinó para coger una bolsa. Melrose la obser­vó detenidamente. El cabello largo de color castaño, a la vez elegante e indómito, se derramaba sobre los hombros de la joven, que se lo echó hacia atrás al tiempo que diri­gía a Melrose una fugaz mirada. Los ojos le brillaban. Era muy hermosa —pensó el abogado—, y, además, de un modo bastante inquietante. Suspiró. Se pasó los dedos por entre el cabello, que le iba escaseando, y luego se acarició la panza.

 



—El de San Judas siempre ha sido un caso muy espe­cial —masculló en un tono algo más conciliador—. Legalmente hablando. —Hizo un gesto con las manos—. Espe­ro que usted comprenderá, señorita Carville, que no me queda otra opción. Lo lamento, se lo repito, pero no pue­do entregarle las llaves.

 



Rebecca sacó unos papeles de la bolsa. Melrose frunció el entrecejo. Verdaderamente empezaba a hacerse viejo si el mero silencio de una muchacha podía inquietarlo de aquella manera, por muy encantadora que ella resultara, y fuera el que fuese el asunto que la había llevado hasta allí.

 



— ¿Quizá —preguntó— querría usted decirme qué es­pera encontrar en la cripta?

 



Rebecca se puso a revolver los papeles. De pronto el frío de su belleza se desheló con una sonrisa. Le tendió los papeles por encima del escritorio.

 



—Mírelos —le dijo a Melrose—. Pero tenga cuidado con ellos. Son muy antiguos.

 



Melrose los cogió, intrigado.

 



— ¿Qué son? —preguntó.

 



—Cartas.

 



— ¿Y hasta qué punto son antiguas?

 



—Datan de mil ochocientos veinticinco.

 



Melrose miró a Rebecca por encima de las gafas y lue­go acercó una carta a la lámpara del escritorio. La tinta estaba descolorida y el papel se había puesto marrón. In­tentó descifrar la firma que había en la parte inferior de la página. Era difícil; estaban casi a oscuras, con sólo aque­lla lámpara.

 



—Thomas... ¿qué dice aquí...? ¿Moore? —preguntó al tiempo que levantaba la mirada.

 



Rebecca asintió.

 



— ¿Tendría que resultarme familiar ese nombre?

 



—Era un poeta.

 



—Me temo que en mi trabajo no se tiene mucho tiem­po para leer poesía.

 



Rebecca continuó mirándolo fijamente, impasible. Alargó la mano por encima del escritorio para recuperar la carta.

 



—Nadie lee ya a Thomas Moore —dijo finalmente—. Pero fue muy popular en su época.

 



—Entonces, señorita Carville, ¿es usted una estudiosa de la poesía de ese período?

 



—Tengo buenas razones, señor Melrose, para que me interese.

 



— ¿Ah, sí? —preguntó Melrose sonriendo—. ¿Sí? Exce­lente.

 



Se relajó en el sillón. De manera que era una anticua­ría, sólo eso, una insignificante académica. De pronto le pareció menos amenazadora. Melrose miró sonriente y aliviado a la muchacha, fortalecido de nuevo por cierto sentido de su propia importancia.

 



Rebecca lo observó sin devolverle la sonrisa.

 



—Como le decía, señor Melrose, tengo buenas razones. —Miró fijamente la hoja de papel que tenía en las ma­nos—. Por ejemplo, esta carta, dirigida a un tal lord Ruthven, cuya dirección está en Mayfair, calle Fairfax, 13. —Sonrió lentamente—. ¿No es la misma casa a la que está adosada San Judas?

 



La sonrisa de Rebecca se hizo más amplia al ver cómo reaccionaba el abogado ante estas palabras. El color le ha­bía desaparecido súbitamente de la cara a Melrose. Aun­que luego movió la cabeza a ambos lados e intentó devol­verle la sonrisa.

 



—Sí —repuso suavemente Melrose. Se limpió la fren­te—. ¿Y qué si es así?

 



Rebecca miró de nuevo la carta.

 



—Esto es lo que escribió Moore —comentó—. Le dice a lord Ruthven que tiene lo que llama «el manuscrito». ¿De qué manuscrito se trata? Eso no lo aclara. Lo único que dice es que lo envía junto con la carta a la calle Fairfax.

 



—A la calle Fairfax...

 



La voz del abogado se apagó. Tragó saliva y trató de sonreír de nuevo, pero la expresión que tenía en el rostro era aún más enfermiza que antes.

 



Rebecca lo miró fugazmente. Si la mirada de miedo de Melrose la había sorprendido, no permitió que se le nota­se. Al contrario, con expresión tranquila alargó la mano sobre la mesa para coger otra carta; cuando volvió a ha­blar, su voz había adquirido un tono monótono.

 



—Una semana más tarde, señor Melrose, Thomas Moo­re escribió esta otra carta. En ella da las gracias a lord Ruthven por la nota que éste le había enviado comuni­cándole que había recibido el manuscrito. Resulta eviden­te que lord Ruthven le había dicho a Moore cuál iba a ser el destino del manuscrito. —Rebecca levantó la carta y co­menzó a leer—: «"Grande y poderosa sobre todas las cosas es la Verdad", dice la Biblia. Pero algunas veces hay que ocultar y enterrar la verdad, porque los horrores que encierra puede que sean demasiado grandes para que el co­mún de los mortales pueda soportarlos. Usted sabe lo que pienso de este asunto. Entiérrelo en algún lugar de los muertos; es el único lugar donde puede estar. Déjelo allí escondido para toda la eternidad, ahora ambos estamos de acuerdo en esto, o al menos en eso confío.» —Rebecca bajó la carta—. «Lugar de los muertos», señor Melrose —repitió lentamente. Se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar con súbita vehemencia—. Con toda seguridad sólo puede estar refiriéndose a la cripta de la capilla de San Judas, ¿no es así?

 



Melrose inclinó la cabeza en silencio.

 



—Creo, señorita Carville —dijo por fin—, que debería usted olvidarse de la calle Fairfax.

 



— ¿Ah, sí? ¿Por qué?

 



Melrose levantó la vista y la miró fijamente.

 



— ¿No cree que es posible que su poeta tenga razón? ¿Que hay verdades que realmente deben permanecer ocul­tas?

 



Rebecca sonrió débilmente.

 



—Habla usted como abogado, naturalmente.

 



—Eso no es justo, señorita Carville.

 



—Entonces, ¿en calidad de qué habla?

 



Melrose no respondió. Maldita mujer, pensó. Los re­cuerdos, oscuros y espontáneos, le vinieron a la mente. Recorrió el despacho con la mirada, como si buscara con­suelo en el destello de su modernidad.

 



—Como alguien que quiere su bien —dijo por fin, sin convicción.

 



— ¡No! —Rebecca apartó la silla arrastrándola hacia atrás y se puso en pie con tal violencia que Melrose casi se sintió acobardado—. Veo que no lo comprende. ¿Sabe lo que era el manuscrito, ese manuscrito que Ruthven es­condió en la cripta? —Melrose no respondió—. Thomas Moore era amigo de un poeta mucho más importante que él. Es posible que incluso usted, señor Melrose, haya oído hablar de lord Byron, ¿no?

 



—Sí —dijo Melrose suavemente, al tiempo que apoyaba la cabeza sobre las manos cruzadas—. He oído hablar de lord Byron.

 



—Cuando Byron escribió sus memorias, confió el ma­nuscrito terminado a Thomas Moore. Y cuando la noticia de la muerte de Byron llegó hasta sus amigos, éstos per­suadieron a Moore para que destruyera las memorias. Pá­gina a página, las memorias fueron rotas en pedazos y lue­go arrojadas al fuego que había encendido el editor de By­ron. No quedó nada de ellas. —Rebecca se alisó el cabello hacia atrás, como para tranquilizarse—. Byron fue un es­critor incomparable. La destrucción de sus memorias fue una profanación. —El abogado se quedó mirando a la jo­ven. Se sentía atrapado, ahora que sabía por qué quería ella las llaves. Ya había oído aquellos argumentos con an­terioridad. Recordaba a la mujer que los había esgrimido hacía muchos años, una mujer encantadora, igual que aquella muchacha que se encontraba allí ahora. Y la mu­chacha seguía hablándole—. Señor Melrose, por favor. ¿Comprende lo que le estoy diciendo?

 



Melrose se pasó la lengua por los labios.

 



—Y usted, ¿lo comprende? —preguntó a su vez.

 



Rebecca frunció el entrecejo.

 



—Escuche —le dijo al abogado en un suave susurro—. Se sabe que Thomas Moore tenía la costumbre de copiar todos los manuscritos que recibía. Y solamente se quemó una copia de las memorias. La gente siempre se ha estado preguntando si Moore habría hecho un duplicado. Y ahora —Rebecca levantó la carta— tenemos aquí a Moore escri­biendo acerca de un extraño manuscrito. Un manuscrito del que luego dice que ha sido depositado en «algún lugar de los muertos». Por favor, señor Melrose, ¿me comprende ahora? Estamos hablando de las memorias de Byron. Ten­go que conseguir la llave de la cripta de San Judas.

 



Una ráfaga de lluvia barrió las ventanas. Melrose se puso en pie, casi con cansancio, y cerró los pestillos, como para prohibir la entrada a la noche; luego, todavía sin hablar, apoyó la frente contra uno de los vidrios de la ventana.

 



—No —respondió por fin mirando a la oscuridad de la calle—. No, no puedo darle las llaves.

 



Se hizo un largo silencio, roto solamente por los sollo­zos del viento.

 



—Tiene que dármelas —dijo ella al cabo de un rato—. Ya ha visto usted las cartas.

 



—Sí, he visto las cartas. —Melrose se dio media vuel­ta. Rebecca tenía los ojos entornados como los de un gato. El cabello daba la impresión de resplandecer y echar chispas en la oscuridad. Santo Dios, pensó el abogado, cómo se parecía a aquella otra mujer—. Señorita Carville —trató de explicarle—, no es que dude de usted. En reali­dad, es justamente lo contrario. —Hizo una pausa; Rebec­ca no dijo nada. Melrose no sabía cómo explicarse. Nun­ca le había resultado fácil enfrentarse a sus sospechas, y sabía que si las expresaba en voz alta sonarían como algo fantástico. Por eso siempre había guardado silencio, por eso había intentado olvidarlas. Condenada chica, volvió a pensar. ¡Condenada!—. Las memorias de lord Byron —dijo finalmente en un murmullo—, ¿las quemaron sus amigos?

 



—Sí —dijo Rebecca con frialdad—. Las quemó su anti­guo compañero de viajes, un hombre llamado Hobhouse.

 



—Entonces, ¿no le parece que quizá ese Hobhouse ac­tuara con prudencia al hacer tal cosa?

 



Rebecca sonrió tristemente.

 



— ¿Cómo puede usted preguntarme eso?

 



—Porque me pregunto a mi vez qué secreto conten­drían esos manuscritos. Qué terribles secretos, que inclu­so los amigos más íntimos de lord Byron consideraron que era mejor destruir todas las copias que existían.

 



—No todas, señor Melrose.

 



—No. —Hizo una pausa—. No, quizá no. Y por eso... me siento inquieto.

 



Sorprendido, Melrose vio que Rebecca no sonreía ante aquellas palabras. En vez de eso se inclinó sobre el escri­torio y le cogió la mano.

 



— ¿Qué es lo que le inquieta, señor Melrose? Dígamelo. Lord Byron lleva muerto casi doscientos años. ¿Qué moti­vo hay para estar inquieto?

 



—Señorita Carville... —El abogado hizo una pausa y sonrió; luego movió la cabeza de un lado a otro—. Seño­rita Carville... —Hizo un gesto con las manos—. Olvídese de todo lo que le he dicho. Por favor, escuche sólo lo que voy a decirle ahora. La situación es ésta. Estoy legalmente obligado a negarle las llaves. Nada puedo hacer al res­pecto. Quizá resulte extraño que al público se le niegue la entrada en la iglesia, pero, aun así, ésa es precisamen­te la situación legal. El único que tiene derecho a entrar en la capilla es el heredero de la propiedad de Ruthven; él y los otros herederos directos del primer lord Ruthven. Sólo a ellos puedo entregarles las llaves de San Judas, igual que han hecho mis predecesores en este bufete du­rante casi doscientos años. Y por lo que sé, la capilla nun­ca se ha usado para el culto; en realidad nunca se ha abierto para nada. Supongo que yo podría mencionar su nombre, señorita Carville, al actual lord Ruthven, pero debo serle franco: eso es algo que nunca haré.

 



Rebecca levantó una ceja.

 



— ¿Por qué no?

 



Melrose la observó con detenimiento.

 



—Existen muchas razones para no hacerlo —repuso lentamente—. La más sencilla es que no serviría de nada. Lord Ruthven nunca le respondería.

 



—Ah... Entonces, ¿existe?

 



Melrose frunció el entrecejo más profundamente.

 



— ¿Por qué pregunta usted eso?

 



Rebecca se encogió de hombros.

 



—Intenté verlo a él antes de venir a visitarle a usted. El hecho de que me encuentre ahora aquí sentada da una idea del éxito que obtuve.

 



—Sólo reside aquí breves temporadas, según creo. Pero... oh, sí, señorita Carville... existe.

 



— ¿Lo conoce personalmente?

 



Melrose asintió.

 



—Sí. —Hizo una pausa—. Lo vi en una ocasión.

 



— ¿Sólo?

 



—Una vez fue suficiente.

 



— ¿Cuándo fue?

 



— ¿Importa eso?

 



Rebecca asintió sin decir palabra. Melrose observó el rostro de la muchacha. De nuevo parecía helado e inex­presivo, pero en los ojos de Rebecca se podía ver un res­plandor que ardía profundamente. Melrose se recostó en el sillón.

 



—Fue hace veinte años, casi exactamente —dijo—. Lo recuerdo con toda claridad.

 



Rebecca se inclinó hacia adelante hasta el borde del asiento.

 



—Continúe —le pidió.

 



—No debería contarle esto. Un cliente tiene derecho a que se respeten sus confidencias. —Rebecca asintió len­tamente, con ironía. Melrose comprendió que la mucha­cha se había dado cuenta de que él tenía ganas de hablar. Se aclaró la garganta—. Acababan de nombrarme socio de la firma —continuó diciendo—. Las propiedades de los Ruthven eran una de mis responsabilidades. Un día lord Ruthven me llamó por teléfono. Quería hablar con­migo. Insistió en que fuera a visitarle a la calle Fairfax. Era un cliente rico, al que se consideraba muy valioso. Como es natural, fui a verlo.

 



— ¿Y?

 



De nuevo Melrose hizo una pausa.

 



—Fue una experiencia realmente extraña —dijo al cabo de unos instantes—. No soy un hombre excesiva­mente impresionable, señorita Carville, no suelo hablar en términos subjetivos, pero aquella mansión me llenó de... bien, no hay otra manera de expresarlo... de la más abso­luta sensación de desasosiego. ¿Le parece extraño? Sí, cla­ro que lo es, pero no pude evitarlo, así es como sucedió. En el transcurso de mi visita lord Ruthven me mostró la capilla de San Judas. También allí fui consciente de un te­mor casi físico que me atenazaba la garganta, que me as­fixiaba. Así que ya ve usted, señorita Carville, es por su bien que me alegro de que no vaya usted allí... sí... por su pro­pio bien.

 



Rebecca volvió a sonreír ligeramente.

 



—Pero... ¿fue la capilla —preguntó— o lord Ruthven lo que le ocasionó tanto desasosiego?

 



—Oh, ambas cosas, creo. Lord Ruthven me pareció... indefinible. Había cierto donaire en él, sí, auténtico do­naire, y también hermosura...

 



— ¿Pero...?

 



—Pero... —Melrose frunció el entrecejo—. Sí, pero... en su rostro, igual que en la casa, se notaba la misma clase de peligro. —Hizo una pausa—. El mismo... brillo fúne­bre. Por acuerdo mutuo no hablamos durante mucho tiempo, pero en aquel breve rato percibí una gran mente que se había vuelto cancerosa... que pedía ayuda, casi me atrevería a decir, sólo que... No, no. —De pronto Melrose negó con la cabeza—. ¿Qué tonterías estoy diciendo? Los abogados no tenemos derecho a ser imaginativos.

 



Rebecca sonrió débilmente.

 



—Pero, ¿fueron imaginaciones suyas?

 



Melrose observó su rostro. De pronto la mujer se había puesto muy pálida.

 



—Puede que no —reconoció el abogado en voz baja.

 



— ¿De qué quería él hablar con usted?

 



—De las llaves.

 



— ¿De las llaves de la capilla? —Melrose asintió con la cabeza—. ¿Por qué?

 



—Me dijo que no las entregase a nadie.

 



— ¿Ni siquiera a las personas que tenían legalmente de­recho a ellas?

 



—Me pidió que procurara desanimarlas.

 



—Pero, ¿no podía usted prohibírselo?

 



—No. Tenía que intentar disuadirlos.

 



— ¿Por qué?

 



—No me lo dijo. Pero mientras me hablaba tuve el pre­sentimiento de... de... de algo terrible.

 



— ¿Qué?

 



—No podría describirlo, pero era algo muy real. —Mel­rose miró a su alrededor—. Tan real como las cifras que aparecen en la pantalla de este ordenador, o los papeles que hay en esa carpeta. Y lord Ruthven, también él, pare­cía atemorizado... No, atemorizado no, aterrado es la pa­labra exacta. Y sin embargo, durante todo el tiempo, aque­lla sensación se mezclaba con un terrible deseo, ¿sabe? Un deseo que yo veía arder en sus ojos. Así que me tomé muy en serio aquel aviso, porque lo que yo había vislumbrado en aquel rostro me había llenado de temor. Confiaba, des­de luego, en que nadie me pidiera las llaves. —Hizo una pausa—. Luego, tres días después, vino a visitarme una tal señorita Ruthven.

 



El rostro de Rebecca no dejó entrever ni siquiera un parpadeo de sorpresa.

 



— ¿Para pedirle las llaves? —preguntó.

 



Melrose se recostó en el sillón.

 



—Igual que usted. Quería encontrar las memorias de lord Byron ocultas en la cripta.

 



El rostro de Rebecca seguía pareciendo desprovisto de toda pasión.

 



— ¿Y se las dio? —preguntó.

 



—No me quedó otro remedio.

 



— ¿Porque era una Ruthven? —Melrose asintió—. Y aun así, ¿ahora pretende impedírmelo?

 



—No, señorita Carville, no es cuestión de pretenderlo. Se lo voy a impedir. No le daré las llaves. —Melrose miró fijamente a los ojos entornados de Rebecca. Desvió la mi­rada, se puso en pie, se acercó a una ventana y miró hacia la oscuridad que reinaba en el exterior—. Aquella mujer desapareció —dijo finalmente, sin darse la vuelta—. Unos días después de que le diera las llaves. La policía no la en­contró. Nunca hubo nada, desde luego, que relacionase aquella desaparición con lord Ruthven, pero yo recordé todo lo que él me había dicho y lo que yo había alcanza­do a vislumbrar en su rostro. No se lo conté a la policía, porque temía parecer ridículo, ya me comprende. Pero con usted, señorita Carville, estoy dispuesto a arriesgarme a parecer cómico. —Se dio la vuelta para mirarla de fren­te otra vez—. Márchese. Se hace tarde. Me temo que nues­tro encuentro ha llegado a su fin.

 



Rebecca no se movió. Luego, lentamente, se alisó el ca­bello hacia atrás para apartárselo del rostro.

 



—Las llaves son mías —dijo sin parpadear.

 



Melrose levantó los brazos con enojo y frustración.

 



— ¿No ha oído lo que le he dicho? ¿No puede comprenderlo? —Se derrumbó en el sillón—. Señorita Carvi­lle, por favor, no lo haga más difícil. Márchese antes de que tenga que avisar para que se la lleven de aquí.

 



Rebecca negó con la cabeza suavemente. Melrose sus­piró y alargó el brazo sobre el escritorio para apretar un botón. Al mismo tiempo que el abogado hacía eso, Rebec­ca sacó otro fajo de papeles de la bolsa. Los dejó sobre el escritorio y los empujó hacia Melrose. Éste les echó un rá­pido vistazo y se quedó petrificado. Cogió la primera pá­gina y comenzó a leerla por encima con ojos vidriados, como si se sintiera incapaz de leerla o fuera reacio a ha­cerlo. Masculló unas palabras y luego apartó los papeles. Suspiró y durante un rato guardó silencio. Por fin movió la cabeza de un lado a otro y suspiró otra vez.

 



—Entonces, ¿ella era su madre?

 



Rebecca asintió.

 



—Mi madre conservó su apellido de soltera. Yo he adoptado el de mi padre.

 



Melrose suspiró profundamente.

 



— ¿Por qué no me lo ha dicho antes?

 



—Quería saber qué pensaba usted.

 



—Bueno, pues ahora ya lo sabe. No se le ocurra acer­carse a la calle Fairfax.

 



Rebecca se quedó mirando a Melrose y luego sonrió.

 



—No lo dirá en serio, ¿verdad? —dijo; luego se echó a reír—. No puede decirlo en serio.

 



— ¿Supondría alguna diferencia si volviera a decirle que sí le estoy hablando en serio?

 



—No. Ninguna en absoluto.

 



Melrose la miró fijamente y luego asintió.


Date: 2015-12-24; view: 515


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