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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 9 page

—Herr Krugg…, herr Krugg… Menos mal que ha despertado. Creí que ese animal lo había matado. —La asistenta había empapado una pequeña toalla en agua y se la ponía sobre la herida, muy asustada. Su mirada reflejaba el insoportable horror que había vivido.

Al recobrar la vista y enfrentarse a aquel escenario sangriento, sintió una incontenible ira.

—¿Dónde se la llevó?

—Habló de un hospital, pero no explicó cuál. —La mujer estrujaba entre sus manos la pequeña toalla sintiendo la boca seca y el corazón acelerado—. Herr Krugg, no sé cómo expresarle el arrepentimiento y la pena que siento. ¡Es un desastre! Yo… yo… Si hubiera estado más atenta… Esto va a pesar sobre mi conciencia toda mi vida.

Luther pensó cuál era el hospital más cercano a Grünheide, y concluyó que era el universitario Charité de Berlín, al que habría ido el nazi. Corrió a su dormitorio para quitarse la ropa mojada, con una presión en el pecho que apenas le dejaba respirar, y sacó la nota del bolsillo para leerla. En ella, con trazos borrosos e irregulares, Katherine había escrito: «Luther, sé libre».

En menos de cinco minutos abandonaba la casa, dejando a la asistenta rota de angustia en el dintel de la puerta, se subió al coche y tomó a toda velocidad la carretera con dirección a Berlín, con el alma destrozada y un odio feroz en su corazón.

Al entrar en el hospital preguntó en recepción.

Le confirmaron el ingreso de una mujer fallecida y embarazada, hacía menos de cuarenta minutos. Corrió por el pasillo en busca del ala de quirófanos donde se suponía que seguían operándola. Al llegar al lugar indicado lo hicieron pasar a una sala de espera donde vio al nazi sentado en una silla y a su lado a Eva Mostz. Sin abrir la boca se dirigió hacia el hombre, y con su metro noventa y una ira que le recomía le disparó un puñetazo en la barbilla y un segundo en el vientre que lo dejó inconsciente y derrumbado sobre su silla. Eva se protegió la cara con las manos, pero Luther tan solo la miró con un desprecio infinito.

—¿A qué has venido?

—Siento lo de tu mujer —contestó ella, sin dejar de estar prevenida ante cualquier reacción de Luther.

—Tú no sientes nada. Si estás aquí es porque quieres algo.

Eva no contestó.

—Vienes a por el niño. —Se sentó frente a ella dispuesto a llegar hasta el final de la historia. La sujetó por las solapas de la chaqueta y tiró de ellas hacia él—. ¿Qué significa esa criatura para vosotros? Me lo vas a contar ahora mismo o te juro que termino lo que Katherine evitó el día que me la trajiste.



En la sala de espera había dos personas más, que ante el feo cariz de la situación la abandonaron asustadas con intención de avisar al servicio de seguridad.

—Luther, no insistas. Son cosas que no puedo explicarte, por mucho que me amenaces. No lo conseguirás.

En ese momento entraron dos médicos y preguntaron por los familiares de Katherine.

—Yo soy su marido. —Se levantó Luther.

—Lamentamos informarle que después de haberlo intentado todo el bebé también llegó muerto al hospital.

Luther no lo había sentido nunca como suyo, pero le afectó.

—¿Era niño o niña?

—Niña. Se trataba de una niña.

—¿Podría estar un rato con mi mujer?

—Por supuesto. Sígame. Está en la morgue, pero disponemos de una habitación para estas situaciones.

Eva Mostz y su compañero lo vieron abandonar la sala de espera, desolados por el resultado.

—Se te va a caer el pelo —le soltó ella.

—¿Cómo iba a prever que se fuera a suicidar? Ni su marido pudo evitarlo.

—Esa niña era mucho más valiosa de lo que imaginas. —El hombre se tocó su tumefacto y dolido mentón y la miró con expresión de impotencia—. De ahora en adelante cambio de planes y de tarea. —Sacó del bolso un espejito de mano y revisó la pintura de sus labios—. Has de evitar por todos los medios que ese hombre intente informarse del lugar donde la tuvimos, y mucho menos visitarlo. Y desde hoy mismo hemos de duplicar su vigilancia; Luther tiene muchas menos razones para sernos fiel.

 


XVI

Cerro del Espino

Majadahonda. Madrid

Madrugada del 27 de abril de 1937

 

 

La noche era fresca para ir en moto, y todavía más vistiendo solo una camisa.

Zoe lo empezó a acusar cuando fue ganando altitud con relación a Madrid, sobre todo después de dejar atrás Pozuelo. Quizá no fuesen más de un par de grados, pero ella los traducía en nuevas tiritonas.

Cuando llegó al cerro del Espino no vio a nadie.

Buscó el recogimiento de un pinar vecino para dejar la moto, apagó el motor, se quitó las gafas protectoras y miró alrededor sin ver nada que le llamase la atención. Campeón asomó la cabeza por el sidecar preguntándose dónde estaba. Miraba a un lado y a otro sin reconocer lo que veía ni olía.

—Baja, anda, y ¡corre un poquito!

El perro obedeció. Sin alejarse mucho de ella escudriñó los alrededores marcando el territorio en algunos troncos de árbol y después en dos o tres setos más.

El cerro no presentaba ninguna irregularidad que redujera la visibilidad, por lo que, fuera por la razón que fuera, allí no había nadie. Al no haber tenido ninguna complicación de camino, se sentía algo más tranquila, aunque hasta entonces no había pensado en la posibilidad de que no apareciera su contacto. ¿Seguiría camino hacia Navacerrada ella sola, sin encomendarse a Dios ni al diablo?

Escuchó un relincho. Se volvió y vio venir a un hombre con dos caballos.

—¿Qué tienes que decirme?

Por un momento Zoe olvidó lo de la contraseña. El joven la miró precavido.

—¡Viva la República!

—Uff, menos mal. —Su interlocutor no tendría más de veinticinco años, y su gesto era serio. Se jugaba el cuello si los pillaban—. Por un momento dudé si eras otra persona. Perfecto entonces. ¿Sabes montar?

—Sí, aunque hace tiempo que no lo hago.

El muchacho miró sus zapatos y determinó que no eran los más adecuados. Como su mujer debía de tener el mismo número de pie, decidió resolver el problema antes de iniciar su partida.

—Necesitas mejor calzado. Súbete a la yegua y sígueme.

—¿Y la moto? —Señaló dónde la había dejado, medio escondida.

—Ya la recuperarán otros antes de que amanezca. Tranquila.

Campeón se acercó gruñendo a los caballos.

—¿Y este?

Zoe se lo explicó y prometió que no daría ningún problema. Según sus palabras, era un buen perro.

—Bueno, espero que sea así, porque necesitaremos ir campo a través hasta llegar a Villalba, donde nos esperará tu siguiente enlace. No permitas que ladre. —Tiró de la rienda para cambiar la dirección de su caballo, y señaló a Zoe una edificación en el punto más elevado del cerro, su casa.

Cuando llegaron a ella apareció por la puerta una mujer muy joven. Su expresión de miedo era tan evidente que apenas le salía la voz. Aquellas aventuras de su marido les iban a costar caras, se lamentaba una y otra vez. Le dejó sus botas, vio que le quedaban bien, y al verla tiritando sintió tanta lástima que le cedió su chaqueta de lana. Recuperó la linterna y memorizó qué mensaje tenía que enviar al enlace previo en Aravaca, y el aviso al siguiente en Torrelodones.

—Tened mucho cuidado —se le oyó decir cuando partieron a buen paso en dirección a la sierra, rodeando la población de Majadahonda por su vertiente oeste. Los caminos y senderos que fueron tomando a partir de entonces no eran en ningún caso rutas por las que circulara vehículo alguno, para evitar los controles del ejército popular.

—¿A qué hora calculas que llegaremos a Villalba? —Zoe agradecía el calor de aquella chaqueta prestada que se abotonó hasta arriba.

—Hacia las once. Tenemos un par de horas.

El camión alcanzó la cota más alta del camino del Barrial en Aravaca entendiendo que era justo allí de donde surgía la lucecita que habían visto en Pintor Rosales. Al llegar, identificaron algo más al norte el campanario de la iglesia, y decidieron que el lugar que buscaban tenía que estar cerca. Bajaron con las armas cargadas y observaron las cuatro o cinco modestas viviendas que se repartían en lo más alto del camino. En ese momento no vieron a nadie encaramado al tejado, pero eligieron las dos de cota más elevada, encaminándose hacia ellas.

En la primera actuaron en silencio para no poner en aviso al resto.

Uno de los milicianos se quedó afuera, con orden de disparar a todo el que viera salir de cualquiera de las edificaciones. No encontraron nada sospechoso en la que registraron. Sus ocupantes eran unos temblorosos ancianos con más miedo que prudencia, porque solo necesitaron encañonar a la mujer para que su marido cantase. Con la denuncia a las claras, salieron corriendo de la casa en busca de la vecina. La puerta de la vivienda se desencajó de sus goznes con una sola patada, y al entrar vieron a un joven de apenas dieciocho años apuntándoles con una escopeta de cartuchos que utilizó contra uno de ellos. El jefe de la escuadrilla respondió a la agresión con su Tokarev rusa.

—Ya no soy el único que destruye posibles testimonios —apuntó Mario con mala uva.

El compañero que había quedado herido se retorcía de dolor al notar el calor de los muchos perdigones que habían entrado en sus muslos, rodillas y hasta en los testículos. Le hicieron dos torniquetes usando los visillos de la casa, avisaron por radio al ateneo para que enviasen una ambulancia, pero se temieron lo peor. Mario revisó el cuerpo del traidor y encontró en su bolsillo la foto de una hermosa joven, quizá fuera su novia, y un papel con el código morse.

—Este debía de ser nuevo, porque tenía anotadas las claves.

Subieron al tejado usando una escalera que tenía preparada el joven espía en un lateral de la casa, y una vez arriba, el portador de los potentes prismáticos oteó el horizonte recorriendo un arco de más de ciento ochenta grados, sin ver en ningún caso nada extraño. Mantuvo la inspección durante un rato, seguro de que antes o después aparecería alguna lucecita en algún punto. Como así sucedió a los pocos minutos y a escasa distancia, pensaron que por los alrededores de Majadahonda. Tomaron de aquel punto una nueva referencia, esta vez la sombra de un extenso pinar a su derecha, y miraron si desde donde ellos estaban podían dirigirse en línea recta, aunque fuera atravesando el campo. Calcularon que tendrían que salvar un par de vaguadas y un arroyo, pero creían poder alcanzar el siguiente punto en muy poco tiempo.

La mujer que, al cabo de un rato, les abrió la puerta se quedó pálida al verlos, sobre todo cuando entraron en tropel. Uno de ellos la sentó a la fuerza en una silla de la cocina mientras otros se pusieron a buscar pruebas por la casa. Muy pronto localizaron la linterna. El jefe de la escuadrilla no se anduvo con miramientos con ella, le acarició una mejilla, observó sus pechos, y se sentó a su lado.

—Te cuento, guapa. Tienes tres opciones: dos son malas y la otra un poco peor. Si nos explicas pronto, o sea, ya, el mensaje que acabas de mandar con esa linterna y a quién, solo te violaré yo. Si tardas más de cinco minutos en cantar, lo haremos todos. Y si callas, te levantaré yo mismo la tapa de los sesos. ¡Tú eliges! —El hombre miró su reloj de muñeca para contar desde ese momento el tiempo.

La mujer, sudando de angustia, se retorcía las manos entre el mandil y la falda. No podía traicionar a su propio marido, pero al mismo tiempo los veía perfectamente capaces de cumplir sus amenazas. Mientras decidía qué hacer, apareció uno de los hombres explicando que acababa de encontrar una motocicleta de la Cruz Roja escondida en un bosquecillo de pinares cercano a la casa. Al oírlo, Mario corrió a verla, y a su vuelta explicó a su jefe, que seguía a la espera de la declaración de la mujer, que la motocicleta coincidía con la usada por la mujer que le había denunciado. Dedujeron entonces que el paquete al que se había hecho referencia en el primer mensaje interceptado no podía ser otra cosa que ella: Zoe Urgazi.

—No sé por qué huirá, ni tampoco por qué la están ayudando. Pero cuando la pillemos, te aseguro que esa zorra me lo va a contar todo.

—O sea, que además de estar desenmascarando esta sofisticada red de comunicaciones y a sus responsables, resulta que vamos detrás de una mujer que, a juzgar por la importante ayuda que le están prestando, o está transportando una información crítica o se trata de alguien importante para nuestro enemigo. Porque si no, no se entiende. —Volvió su ácida mirada a la testigo—. ¿Has visto a esa mujer?

—Sí —contestó a secas.

—¿Y hacia dónde ha ido? —El hombre le estrujó el antebrazo.

—Lo desconozco. Solo teníamos que ayudarla.

—¿Teníamos? —Miró a su alrededor—. Aquí no estás más que tú. ¿O acaso se ha ido con ella alguien cercano a ti, por ejemplo, tu marido?

La mujer no necesitó responder. Sus ojos y la tensión que reflejaron sus manos fueron suficientemente explícitos.

—¡Dinos hacia dónde han ido! —Mario le gritó a la cara.

—O cuéntanos dónde tenéis el siguiente punto de comunicación —se sumó el jefe, al suponer que aquella red estaba ayudando a la tal Zoe dirigiéndola de un punto a otro.

Pero la mujer no hablaba para no poner en peligro a su esposo.

—Ha pasado tu tiempo.

A la mirada de espanto que puso, al ver al hombre levantarse, cogerla por los brazos y tumbarla encima de la mesa de la cocina, le siguió un coro de gritos. Cinco minutos después las lágrimas de la mujer empezaron a correr parejas a las arremetidas de aquel monstruo que tenía encima. Cuando terminó, volvió a repetirle la anterior pregunta, pero ella cerró la boca tragándose el orgullo y el asco.

—Venga, que siga otro.

Se separó y dejó espacio a uno que en asuntos de faldas siempre se las daba de galán. La afectada tragó saliva y esperó una nueva vejación, pero esta vez le resultó tan brutal que, cuando iba a llegar el turno de Mario, habló.

—Torrelodones. En un antiguo torreón.

Los dos caballos probaron con gusto las pocas hierbas que crecían a los pies de una granja a las afueras de Villalba. Cansados por el esfuerzo, esperaban a que sus dos jinetes terminaran de hablar con el propietario de la explotación ganadera.

—Hemos de irnos ya —se dirigió a Zoe—. Algo ha debido de pasar con nuestro contacto en Torrelodones porque ha dejado de transmitir el mensaje de vuestra llegada de repente, y desde entonces no he vuelto a ver ningún destello más. Me temo lo peor.

El hombre, uno más en aquella cadena de luces y secretos, animó a Zoe a que subiera al camión donde pretendía transportar a una docena de terneros. Receló del perro, pero le pudo la insistencia de la joven y la prisa por salir de allí cuanto antes. Su encargo era llevarla hasta la base del puerto de Navacerrada, donde la esperaría el siguiente transporte al que ya había avisado.

Conocía de antemano el control que iba a tener que pasar una vez superara Moralzarzal, pero la carretera que iba directa a Navacerrada era de peor calidad y tenía no uno, sino dos puestos armados.

Zoe agradeció al anterior su ayuda y una vez arriba le pidió a Campeón que no molestara a los terneros para no inquietarlos más de lo que estaban. Sintió sus miradas temerosas cuando el camión arrancó. Algunos perdieron apoyo y se bambolearon peligrosamente sobre ella, aunque Zoe consiguió salvar sus pies de un fatal pisotón. El conductor gritó desde cabina que no les llevaría mucho tiempo, apenas media hora de camino, siempre que no tuvieran problemas con los controles armados.

En la décima curva Zoe empezó a acostumbrarse a las condiciones de aquel transporte y los terneros a ella, tanto que algunos se le acercaban llenos de curiosidad. Incluso hubo uno que, superada su inicial timidez, trató de llevarse de un bocado un trozo de su chaqueta. Campeón les gruñía. Y así, en un extraño equilibrio de acercamientos y huidas, fueron recorriendo el camino hasta llegar al primer punto de control. A menos de doscientos metros de la barrera, apareció un camión por detrás pidiéndoles paso con el claxon. Pisaron el arcén de la calzada para facilitar su adelantamiento sin saber quiénes eran, hasta que Zoe descubrió a través de una rendija que se trataba de un grupo de milicianos armados. Se le encogió el estómago. Cuando llegaron a la señal de stop el camión se detuvo, y ella hizo lo que le había mandado el conductor. Se agachó para quedar oculta entre los chotos, y esperó a tener suerte.

—¿Qué llevas ahí, Lucas? —El que le había dado el alto era un conocido de su pueblo.

—Carne para las tropas. Llevo unos terneros para el centro de carnización de Navacerrada. Hay que daros de comer bien a los que estáis defendiéndonos de esos fascistas. Así que en eso estoy. Los matarán esta noche.

—Vale, vale… ¿Has visto a esos que han pasado como si estuvieran persiguiendo al mismísimo demonio?

—Sí, a punto he estado de tener un accidente por evitarlos. ¿Sabes qué querían?

—A una mujer, dicen.

—Qué raro, ¿no? —contestó, tratando de transmitir serenidad.

—Pues sí. Nos han dicho que miremos bien a todo el que pase por aquí esta noche. Contigo no haría falta, pero me quedaré más tranquilo si echo un vistazo a esos terneros.

—Pues claro. —Salió del camión, desató una correa para levantar un poco la lona con el fin de que se subiera a la caja y pudiera mirar.

Desde dentro, Zoe, a punto del infarto, pensó con rapidez cómo podía evitarlo, dado que a poco que se movieran los animales, y a pesar de la escasa luz, la podían ver. Se le ocurrió algo.

El soldado y convecino del conductor levantó un primer pie para subir. Pero en ese preciso instante, desde dentro de la caja uno de los animales disparó una potente coz hacia las tablas a menos de diez centímetros de donde acababa de apoyar la mano. La soltó de golpe y volvió al suelo, afectado por el susto.

—Déjalo y vete. Que si me descuido me quedo sin mano. Pero antes de irte, ¿me puedes explicar qué llevas ahí dentro, miuras?

El conductor rio su ocurrencia y dijo que no, que se trataba de avileños.

—Ya sabes la mala sangre que a veces tienen.

Unos diez kilómetros más adelante, antes de llegar a la carretera que ascendía al puerto de Navacerrada, el camión se adentró en un pequeño bosque y se detuvo. Zoe bajó de la caja con Campeón en sus brazos y suspiró aliviada. Su conductor confesó el miedo que había pasado durante la parada, y se felicitó por la coincidencia de aquel golpe tan oportuno.

—No fue casual. —Zoe le enseñó una afilada horquilla de pelo con la que había pinchado en un corvejón al ternero adecuado.

—Pues ha sido una idea providencial. ¡Menos mal!

Desde el interior de la arboleda apareció un hombrecillo de largas patillas con dos mulas al que el transportista de ganado reconoció de inmediato.

—Jacinto será quien te acompañe hasta arriba. —Señaló la montaña.

Su nuevo custodio la saludó nervioso, y sin apenas hablar la instó a subirse a su montura pronto, porque acababa de ver a unos extraños en un camión a toda velocidad en dirección a Navacerrada, y las comunicaciones con el resto de agentes se habían cortado desde hacía un rato. Solo le dijo que tendrían que asumir un ascenso difícil por una zona muy alejada de la carretera principal. Y que, una vez arriba, él se volvería.

—Tendrás que bajar por tus propios medios hasta unas pozas de agua, un poco más abajo de la mitad de tu descenso, en un enclave llamado La boca del asno, donde te esperarán las tropas amigas. Pero has de ir con muchísimo cuidado, porque de camino y en diferentes puntos hay trincheras llenas de soldados del ejército popular.

Zoe, agotada por la enorme tensión que estaba sufriendo desde hacía más de cuatro horas, sacó fuerzas de flaqueza, se ató la bolsa con sus pertenencias a la espalda y subió a la mula. Sintió dos agudas punzadas en los muslos por efecto de la anterior cabalgada, pero se tragó el dolor, se ajustó las riendas y siguió al otro equino cuando este empezó a adentrarse en el bosquecillo. Campeón correteaba entre ellos.

En Navacerrada nadie sabía nada de luces, de mujeres, ni de espías. El responsable del comité que dirigía la población explicó a los milicianos recién llegados que, si buscaban a la huida, la única vía posible para eludir la carretera normal era ir a caballo. Y les recomendó que, si creían estar tan cerca de ella, tomasen la vía asfaltada y la esperasen arriba, en el puerto.

—A trescientos metros de la cumbre y a la izquierda hay una cuerda antigua de paso de ganado que vuestra fugitiva tendrá que atravesar para descender hacia Segovia. Os recomiendo tomarla, seguro que la pillaréis.

Así hicieron.

El camión empezó a subir por la carretera hacia el alto de Navacerrada a menos velocidad de la que Mario hubiera deseado. Las pronunciadas curvas, el peso del camión y la pendiente le impedían ir más rápido. Desesperado por el tiempo que estaban perdiendo, quien apodaban el Tuercas intuyó la cercanía de Zoe. La imaginó montaña arriba, o a punto de superarla. En Torrelodones habían localizado al siguiente espía en plena faena. A pesar de que les había costado hacerlo cantar, el muchacho, con dos dedos menos y antes de emprender su tránsito a la otra vida, terminó desvelando los planes de Zoe en aquella montaña.

Llevaban ascendida la mitad cuando se pusieron a discutir cuánta ventaja podría llevarles. La mayoría pensó que la tenían que tener muy cerca. Y lo estaba, tanto que acababa de despedir al último de sus ayudantes y se disponía a descender a pie por la cara norte de la montaña hasta alcanzar aquellas pozas. Al saberse cerca del final, aceleró su paso con Campeón a su lado. Como le habían advertido dónde se situaban las diferentes líneas de trincheras, trató de hacer el menor ruido posible cuando se supo cerca de la primera. Apenas se veía algo, más bien casi nada, y por eso casi tuvo que gatear por unas empinadas rocas cuando se le cruzó un agudo remonte en el camino.

Doscientos metros más abajo, unos cinco minutos después, Campeón se detuvo en seco, levantó las orejas y estiró la cola olfateando el aire. Zoe comprendió que podía deberse a la cercanía de soldados. Sujetó al perro por la correa y caminó muy despacio.

En el alto de Navacerrada Mario descubrió huellas de calzado pequeño junto a las de un perro. Dedujo que Zoe iba con el suyo. Movido por su interés personal se fue adelantando al grupo, ante la marcha pesada y lenta que llevaban los demás, hasta que se quedó solo.

Zoe descubrió una larga trinchera a solo veinte metros de donde se había detenido Campeón. Calculó su extensión y comprobó que tan solo había un vigilante. Al estudiar el recorrido que repetía una y otra vez el soldado, se animó. Desde el centro de la trinchera caminaba unos veinte pasos a su derecha, esperaba quieto unos diez o quince segundos en el final, y después la recorría hasta el extremo izquierdo, lo que le ocupaba cinco minutos. Se detenía otros quince segundos en aquel extremo y volvía a la posición inicial, tardando otros tres o cuatro minutos. Zoe pensó que, si se acercaba lo bastante al límite derecho, en el momento en que el miliciano se volviese y fuese andando hacia su izquierda, dispondría de unos seis minutos o incluso un poco más para lanzarse a correr ladera abajo sin ser vista. Le parecía suficiente margen para salvar aquel punto de peligro.

Le puso a Campeón la correa y rebasó la trinchera sin sorpresas. Continuó bajando a buen paso hacia el lugar de encuentro, cada vez más convencida de estar rozando el final de su azarosa huida de Madrid.

No habrían pasado ni cinco minutos de aquel quiebro cuando escuchó voces a su espalda y un silbato dando la alarma. Zoe reaccionó de inmediato y se lanzó a correr montaña abajo con Campeón a su lado. Iba sorteando árboles, rebajas del terreno y pequeñas lomas, temiendo caer en cualquiera de ellas. Cuando había recorrido cuatrocientos metros a esa velocidad, empezó a sentirse terriblemente cansada e incapaz de resistir por más tiempo aquel ritmo, sobre todo por la extensión que tenía que dar en cada zancada. Pero Campeón, que acababa de percibir la presencia de alguien a escasa distancia de ellos, empezó a ir más rápido para obligarla a no reducir la marcha. Zoe, poco acostumbrada a hacer aquellos esfuerzos físicos, estaba a punto del colapso. Le faltaba el aire, sentía unas agudas punzadas en el vientre, y notaba las piernas como si fueran de goma. El perro, advertido de que el individuo al que todavía no veía les estaba ganando terreno, tiró de la correa hasta casi ahogarse con ella. De tanto empeño que puso, logró que Zoe retomara la carrera.

Pero a pesar de los esfuerzos no consiguieron aumentar la distancia con Mario, al que Campeón terminó reconociendo entre los árboles. Cuando empezó a ladrar y a mirar hacia atrás, Zoe descubrió espantada que su peor pesadilla estaba a punto de darles caza. No podía entender cómo habría conseguido localizarla, pero el pavor que le produjo su presencia hizo que sacara fuerzas de flaqueza y se lanzara a correr a mucha más velocidad. Le daba igual romperse las rodillas, morir de agotamiento o de un infarto; todo antes que caer en las manos de aquel sátrapa. Sin embargo fue en vano. Mario la agarró por un hombro y provocó que perdiera el equilibrio y rodara por el suelo. Gritó pidiendo auxilio antes de que su agresor le tapara la boca. Frente a la vengativa mirada de aquel hombre, Zoe sintió que todo estaba perdido, que allí se terminaban sus esperanzas y seguramente su vida. Pero Campeón no se rindió y con una incontenible rabia buscó el brazo del hombre para morderlo a conciencia. Lo consiguió al actuar con más rapidez que él, pero no vio la pistola con que le apuntó al pecho. Sin embargo, Mario no lo pudo matar, porque antes de disparar, otra bala le atravesó la cabeza; una bala que había salido de la pistola que consiguió sacar a tiempo Zoe desde el bolsillo de su pantalón, la que le había facilitado su novia Rosa.


Date: 2015-12-24; view: 527


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