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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 8 page

—¿Pruebas? ¿A qué pruebas se refiere? —Zoe tuvo que sentarse.

—Uno de la escuadrilla que trabaja en correos consiguió localizar dos cartas devueltas que habías enviado a tu hermano, al que Mario tachó de legionario fascista.

—¡No es fascista! —protestó Zoe.

—No te lo discuto, pero también hay quien te vio entrando en la embajada alemana el día que la cerraron, y también se te acusa de haber cooperado activamente con un quintacolumnista suizo, ya sabes, con tu jefe Max.

—Es todo mentira… —exclamó cada vez más nerviosa.

—Desde que lo denunciaste te la juró. Es así, te tiene muchas ganas y la cárcel le ha convertido en peor persona. Hasta yo le tengo miedo.

Rosa era consciente de que se estaba jugando el cuello por estar allí, pero necesitaba lavar su conciencia.

—No sabes cómo valoro lo que estás haciendo.

—Lo hago por ti, pero también por mí, Zoe. He visto y sigo viendo cosas que no me gustan, aunque no he tenido las agallas necesarias para reaccionar. Soy consciente de que si te cogen te van a matar. Siento ser tan bruta, pero lo menos que puedo hacer es avisarte.

—¿Y qué hago? —Empezaron a temblarle las manos, las rodillas…

—Vete. ¡Escapa de Madrid!

Zoe recordó de repente la despedida de Julia y Oskar en la embajada alemana, así como el nombre de la persona a la que podía recurrir en caso de extrema necesidad.

Rosa miró su reloj apremiada por irse.

Al advertir su urgencia, Zoe la ayudó a irse, abrazándola con tintes de despedida. La mujer, a punto de salir del piso, le trasladó sus últimas recomendaciones.

—No te entretengas ni un solo minuto. Lleva contigo lo menos posible, solo lo que de verdad vayas a necesitar, y sobre todo reúne todo el dinero que puedas. —Sacó una pistola de su bolso y se la dio—. Quédatela, se la he cogido a Mario. He pensado que quizá la puedas necesitar.

Tras cerrar la puerta Zoe se quedó apoyada sobre ella, con el pulso acelerado y la respiración rota, pensando qué tenía que hacer. Por suerte, unos días antes había destruido aquellos documentos que Max le había pedido, sin embargo no había sentido necesidad alguna de recoger el dinero de su caja fuerte. Decidió pasar por el domicilio de su exjefe para hacerse con él, de camino al hospital de la CNT de la calle Monte Esquinza donde tenía que localizar al enlace de Oskar, al tal José Banús. Empezó a moverse por la casa recogiendo cosas que pudieran hacerle falta, mientras Campeón la seguía completamente desconcertado, percibiendo su tensión.

Después de cerrar la puerta con doble llave, miró escaleras abajo para asegurarse de que no hubiera nadie. Como el edificio se había quedado vacío de vecinos, tan solo escuchó su respiración y la de Campeón. La mayoría de sus propietarios, miembros de la burguesía madrileña, habían huido durante los primeros días, y sabía de otros dos que habían conseguido refugio en una embajada.



Tanta quietud daba miedo.

Atropellándose a sí misma bajó hasta el portal seguida por Campeón. Se detuvo, miró a ambos lados de la acera, y al no ver nada extraño salió decidida. Vestida con un pantalón amplio, camisa blanca de algodón, pañuelo rojo al cuello y brazalete de la Cruz Roja, dio la vuelta a su edificio y buscó su motocicleta.

En el Ateneo de la Guindalera, el grupo que formaba la escuadrilla de la venganza repasaba los objetivos para aquella noche. Irían primero a Pintor Rosales, a por la mujer por la que tanto interés mostraba Mario, el Tuercas, acusada de colaborar con aquel suizo expulsado días atrás. Y después, barrerían dos manzanas del distrito de Moncloa donde se había visto a un sonado falangista.

—Mientras tú la detienes, los demás aprovecharemos para peinar los edificios vecinos donde seguro que encontraremos a más de un sospechoso —estableció el líder de la escuadrilla, dirigiéndose a Mario.

—Me parece bien. Luego me uniré a vosotros.

Como todavía tenían dos horas antes de que anocheciera, decidieron jugar a las cartas. Echaron unos tragos de vino desde una bota, eructó quien tuvo necesidad, partieron una larga barra de chorizo y repartieron las cartas para echarse entre cuatro una partida de mus.

Zoe aparcó la moto en la puerta del hospital militar número veinticuatro de Madrid para heridos de la CNT. Su brazalete sanitario le permitió entrar al interior sin muchas dificultades, con la indicación de que encontraría al enfermero y masajista Banús en la segunda planta, pero tuvo que dejar a Campeón atado al sidecar. Al entrar en la zona de enfermería y preguntar por él, un hombre de mediana edad, pelo oscuro y entradas prominentes se identificó como José Banús. En un primer momento el hombre se mostró extrañado, pero en cuanto le dijo quién le había dado su nombre la hizo pasar a una sala de curas y mandó que se tumbara sobre una camilla para simular una sesión de masaje por si entraba alguien.

Zoe actuó como le había pedido y explicó sin perder un segundo cuáles eran los motivos de su urgencia y hacia dónde tenía que huir.

—Entiendo… La cosa parece seria. Bien. —El hombre se paró a pensar cómo ejecutar un plan de evacuación inmediato con tan poco tiempo. Ya lo habían hecho en otras ocasiones, pero casi siempre dirigiendo a los huidos hacia el sureste de la capital, en dirección a Toledo y no hacia Burgos—. Espera un momento, voy a hacer una llamada.

Zoe se sentía atenazada por los nervios. Era consciente de que el miedo estaba dominando a su razón, lo que apenas le dejaba pensar. Comprendía que su situación estaba a punto de cambiar de forma radical. Si conseguía escapar, iba a dejar atrás todo lo que había conquistado con tanto esfuerzo, sus perros y un trabajo que había hecho de ella una persona nueva. Al verse allí, sin nadie más a quién recurrir, se sintió desprotegida, amenazada por un desalmado del que tenía un pavoroso recuerdo, y a expensas de un hombre que no iba a tener fácil ayudarla. Palpó desde fuera de su pantalón el sobre con dos mil pesetas que había cogido de la caja fuerte de Max, y sintió el peso de la pistola, con la esperanza de no tener que usarla.

Cuando José Banús volvió a la sala cerró la puerta tras de sí, sujetando el picaporte para evitar que alguien entrara.

—Hemos confirmado quién eres, y se va a dar aviso a Burgos para que organicen tu recogida una vez superes el frente, que ahora está en las inmediaciones de la Granja de San Ildefonso, en Segovia. El problema es hacerte llegar hasta allí superando el puerto de Navacerrada.

A continuación le explicó que lo harían desencadenando una red de comunicación que habían conseguido poner en marcha desde hacía unos meses. El grupo lo formaban varias personas y los mensajes los enviaban con código morse a través de unas linternas, pasándose la información desde las azoteas de varios edificios en Madrid hasta alcanzar algunos pueblos de alrededor de la ciudad, y terminando en el otro lado del frente.

—Tendrás que llegar primero a un lugar llamado el cerro del Espino, próximo al monte del Pilar y cerca de Majadahonda, donde te estará esperando tu primer contacto. Memoriza la contraseña que tendrás que darle: «Viva la República». Entiendo que te parecerá algo anormal, pero hemos pensado que, si errases de contacto, no extrañaría tanto tu saludo. El recorrido que deberás hacer desde allí te lo irá explicando cada miembro de esa cadena. Uno a uno te irán recogiendo y transportando como buenamente puedan hasta el siguiente. El último te dejará cerca de la línea del frente. A partir de ahí, tendrás que caminar tú sola y descender la montaña por donde te indiquen. ¡Ahora sal cuanto antes! No perdamos más tiempo.

—Y cómo hago para llegar a Majadahonda. ¿Voy sola?

—Me has dicho que tienes una motocicleta identificada con la Cruz Roja y veo que llevas puesto su brazalete. Creo que no tendrás muchos problemas. Intenta tomar el camino antiguo de Castilla, mejor campo a través, y si no tienes muchos contratiempos, en menos de una hora podrías estar contactando con tu primer hombre. El retroceso de nuestras tropas a la cara norte de la sierra te ayudará, porque sabemos que se ha rebajado notablemente la vigilancia que hasta hace poco había por Guadarrama y Navacerrada.

El hombre, uno de los principales cerebros de la red franquista de espionaje que se había organizado dentro de Madrid, la acompañó hasta la calle para despedirla y desearle toda la suerte del mundo.

—Muchacha, ya verás cómo en unas pocas horas todo se habrá arreglado y podrás vivir en paz. Ah, y saluda de mi parte a Oskar Stulz, un buen amigo. —Descubrió a Campeón sin entender qué hacía un perro ahí. Se lo preguntó.

—Es mío, sí. No lo puedo dejar en Madrid.

—No puedes llevártelo —afirmó con rotundidad.

—Si no va él, no voy yo —respondió ella sin dudarlo.

José Banús se rascó la cabeza desesperado. La presencia del animal podría suponer un serio contratiempo en alguno de los transportes que pudiera necesitar, pero conocía bien a las mujeres, y el gesto de Zoe significaba que por ese camino no tenía nada que hacer.

—Vale, hazlo. Pero, si en un momento dado, alguno de los nuestros ve que corréis excesivo peligro por su culpa, despídete de él.

Zoe miró a Campeón y se sintió aliviada sabiendo que iban a seguir juntos. Le colocó uno de aquellos petos que usaba para las misiones de socorro, arrancó la moto, se acomodó en ella, hizo que el perro se escondiera dentro de la caja del sidecar, y tras comprobar qué hora era aceleró la moto para salir de Madrid antes del toque de queda. En el bolsillo de la camisa llevaba su habitual salvoconducto que le servía para circular de noche por la ciudad hasta la zona universitaria. Confiaba en que fuera suficiente para alcanzar la Casa de Campo y desde ella la vieja carretera de Castilla.

Mientras iba atravesando una y otra calle de aquel Madrid tan cercano a sus recuerdos, trataba de rechazar la pena que sentía por lo que estaba abandonando, sobre todo cuando dejó a sus espaldas la escuela de Veterinaria. A la terrible incertidumbre de la escapada que iba a acometer, por un momento se le sumó la convicción de que nunca conseguiría cumplir esa promesa hecha a su padre.

La pararon en la bajada hacia el parque del Oeste, cerca de su casa, cuando quería tomar la ladera del río Manzanares para atravesarlo después y adentrarse en la Casa de Campo antes de que anocheciera.

La presencia de Campeón fue providencial, porque al ir identificado con el emblema de la Cruz Roja dio credibilidad a su explicación sobre los motivos asistenciales de su salida de la ciudad a esas horas. El salvoconducto, junto con el carné que acreditaba su pertenencia a la Cruz Roja, y un cierto descuido en las antiguas exigencias de control se sumaron para que superara el delicado trámite sin problemas y tomara la arboleda que daba comienzo a uno de los cazaderos más frecuentados por la monarquía española de siglos atrás, las dehesas de la Casa de Campo.

A solo un kilómetro de ella, un camión con media docena de milicianos en su caja hacía chirriar los frenos frente a la puerta de su casa, en el paseo del Pintor Rosales. Mario, el Tuercas bajó de un salto, ansioso por coger a Zoe. Mientras subía las escaleras, el resto de la escuadrilla se repartió por los portales vecinos en busca de fascistas, salvo el conductor del camión, que se quedó apoyado sobre el capó fumándose un pitillo. La casualidad hizo que cuando le estaba dando la última calada, al fijarse en el recorrido que hacían las volutas de humo al salir de su boca, se fijase en el perfil de la azotea de un edificio y que divisara una extraña luz intermitente.

—Pero serán hijos de puta.

Disparó al aire la colilla y corrió hacia un portal recargando el fusil de camino. Al entrar se chocó con Mario, que bajaba enfadadísimo al no haber encontrado a Zoe en su casa. Le explicó lo que acababa de descubrir desde la calle, y decidieron subir. Una vez en la última planta y como no encontraron el acceso a la azotea desde la escalera, calcularon cuál de las tres viviendas sería la que les podía llevar hasta ella. Derribaron su puerta de una patada y, tras comprobar que no había nadie dentro, exploraron las habitaciones exteriores hasta que en una apareció una trampilla en el techo que escondía una escalera. Cuando salieron al exterior se encontraron con un joven de unos veinte años tratando de ocultar a sus espaldas una potente linterna.

—¿Qué andabas haciendo con esa luz? —Se le acercó Mario. De un culatazo lo dejó de rodillas en el suelo.

—Nada, nada… —Al muchacho le temblaba la voz—. Se me había caído algo esta tarde y andaba buscándolo con la linterna.

El compañero de Mario encontró unos prismáticos apoyados en un reborde de la azotea y los usó para mirar hacia dónde podía estar dirigiendo esa luz. Mario plantó la boca de su ametralladora en la nuca del muchacho y gritó con su ronca voz:

—Canta pronto lo que estabas haciendo, o prometo que te haré volar como un pájaro.

El joven negó una vez más estar haciendo otra cosa que lo que ya les había explicado.

—Espera, espera…

El de los prismáticos acababa de localizar una lucecita que desde la distancia se encendía y apagaba con una frecuencia que no parecía casual. Dedujo que podía tratarse de morse, pero como él no sabía leerlo y tampoco Mario, decidieron avisar al jefe. Lo llamaron a gritos para que subiera.

Mientras esperaban se escuchó un par de disparos procedentes de alguno de los edificios vecinos.

—Dos perros menos como tú —exclamó Mario dirigiéndose al joven—. Bueno, última oportunidad, ¿vas a decirme qué mensaje estabas transmitiendo y a quién, o me vas a obligar a tener que hacer algo muy desagradable?

—Yo no he hecho nada.

Mario no se lo pensó dos veces, lo agarró por la camisa con las dos manos y fue arrastrándolo hasta el borde del edificio, momento en el que tomó fuerzas y lo lanzó al vacío. El joven, en el aire, gritó un «¡Arriba España!» antes de reventarse contra el suelo.

—Lo tuyo son los interrogatorios, joder. ¡Anda que lo bien que nos hubiera venido su testimonio!

Al llegar el jefe a la azotea corrió hacia ellos. Le explicaron dónde tenía que mirar, se calzó los prismáticos y empezó a traducir lo que estaba leyendo a partir de una lucecita que parpadeaba, se apagaba, o se mantenía enfocada hacia ellos consecutivamente.

—Dicen que cuando el paquete sea recibido en el cerro del Espino darán aviso. Les contestaré que de acuerdo, y así no sospecharán que los hemos detectado.

El jefe encendió la linterna y trasladó aquel mensaje hacia el mismo lugar del que había partido la otra luz. Y de pronto recordó un reciente y extraño suceso que los había llevado a sospechar de la presencia de un posible grupo organizado de quintacolumnistas en aquella zona. El origen de sus recelos había tenido que ver con el bombardeo de un edificio, entre las calles de Ferraz y Blasco Ibáñez, donde la Junta de Defensa había trasladado de forma discreta un polvorín de armas a su bajera. Pero lo que más había extrañado era que, cuando solo habían pasado dos días de ello, una bomba de la aviación alemana lo había destrozado por completo, respetando el resto del barrio. Al mirar aquella linterna dedujo cómo habían hecho llegar al enemigo la ubicación del arsenal volado.

—No termino de localizar el origen de esa luz. —Trató de tomar alguna referencia cercana, y a pesar de la oscuridad de la noche le pareció reconocer un campanario a la altura de Aravaca—. Salgamos a toda leche de aquí. Tenemos que pillar al que ha transmitido desde allí y descubrir qué es ese paquete al que hacen referencia.

Cuando pasaron al lado del cuerpo del joven, le pidieron a Mario que el siguiente interrogatorio se lo dejara a otro para conseguir sacarle algo antes.

—No merecía menos —concluyó él mientras subía al camión y se les unía el resto de camaradas.

Miró hacia el piso de Zoe y lamentó su mala suerte.

 


XV

Centro de cría y adiestramiento canino

Grünheide. Alemania

26 de abril de 1937

 

 

Desde su primera visita a Dachau en mayo del año treinta y cinco, Luther Krugg había visto crecer el número de campos de concentración en Alemania hasta un total de seis, aunque ahora solo funcionaban los cuatro más grandes.

A todos ellos había tenido que llevar perros.

Pero en el que acababa de estar había hecho lo contrario; había tenido que recogerlos debido a su cierre temporal. Ubicado dentro de un gran castillo del siglo XVI, el campo de Lichtenburg, en Prettin, al sur de Berlín, no había requerido tantos perros como los demás, dada su ubicación urbana y sus características arquitectónicas que prácticamente lo sellaban. Sin embargo, le había impresionado la fiereza con que lo recibieron los veinte pastores que en su momento les había llevado. Supuso que aquel cambio de temperamento tenía que responder a un maltrato continuado por parte de los guardianes, pero eso no había sido lo peor de su visita.

A diferencia de sus visitas a otros campos como el de Buchenwald, Esterwegen o Sachsenhausen, el cierre de Lichtenburg le había afectado de un modo más personal, al saber que iba a ser reformado para acoger solo a mujeres y pensar en la suya. Porque después de tres semanas de haber descubierto que Katherine estaba embarazada, todo en ella seguía igual; apenas hablaba, vivía ausente, y lo único que había cambiado era el tamaño de su barriga, ahora que se fijaba más.

Aquel lunes, recién llegado a Grünheide desde Lichtenburg, metió los perros en un galpón aislado del resto de parques de cría y entrenamiento. Con un poco de tiempo y una específica reeducación, estimó que necesitaría algo más de un mes para recobrar su equilibrio emocional y devolverlos recuperados para el trabajo. Cuando acabó con ellos acudió al despacho de Stauffer para ponerle al corriente de su viaje, pero no lo hizo al ser recibido con un «tienes que leer esto» y un cable urgente en su mano.

Luther rompió el precinto y lo leyó con rapidez.

—Es de Oskar Stulz, ya sabes… —aclaró a su jefe—. Al haberse recuperado la paz en la región donde encontró los alanos, me invita a que vaya la primera semana de junio para seleccionarlos. Dice que cuenta con cinco propietarios más que ha podido sumar a los primeros. Por lo que podré elegir mejor.

—¿Y Katherine?

—Supongo que podría dejarla dos o tres días con la mujer que la cuida.

Stauffer, al igual que Luther, deseaba ver terminada cuanto antes la recuperación del bullenbeisser para que cesaran las presiones que también a él le llegaban desde Munich, y con ellas la férrea vigilancia que sufría el centro. Desde que Luther había empezado a acertar con los cruzamientos y los perros que nacían se iban pareciendo cada vez más al definitivo, el área que habían habilitado para el proyecto estaba siendo vigilada por efectivos de las SS con tanta intensidad que parecían las oficinas del mismísimo Führer, lo que le tenía completamente alterado.

La complicada situación familiar de Luther le hacía sufrir, y no sabía cómo ayudarlo en su particular calvario con Katherine. Habían conseguido superar aquella época de rencores surgida a partir de la coacción de Stauffer, y ahora sentía como propias las desgracias de su mejor colaborador. Su mujer se pasaba muchas horas con Katherine haciéndole compañía o sacándola a pasear, y él trataba de compensar los despistes de Luther y algún que otro error, al notarlo más distraído de lo normal, lejos de su habitual capacidad resolutiva.

Stauffer había hecho sus propias gestiones, discretas y a espaldas de su veterinario, para saber dónde habían podido tener recluida a Katherine y por qué. Su buena relación con el jefe local del partido le había animado a comentarlo para recabar su opinión. Y aunque solo había conseguido de él vaguedades, por primera vez escuchó hablar de un programa llamado Lebensborn; un plan perfilado por Himmler para mejorar la raza aria a través de una reproducción dirigida entre sus mejores representantes, masculinos y femeninos. Dadas las cualidades físicas y la belleza de Katherine, Stauffer dudó si no habría sido destinada a formar parte de uno de esos programas, hasta que supo lo de su embarazo. A partir de ese momento, las sospechas se convirtieron en evidencias. Sin embargo, nunca había compartido aquel convencimiento con Luther para no incrementar su indignación, y sobre todo porque no había podido contrastarlo.

Para el resto de sus compañeros de trabajo, la incógnita estaba en saber cómo iba a reaccionar Luther cuando naciera el niño; si lo iba a aceptar o no. Y también se preguntaban cómo actuaría la madre. ¿Seguiría tan absorta, o la presencia de un hijo la haría reaccionar?

Ajeno a lo que hicieran o pensaran sobre él, Luther sacaba el trabajo de una forma mecánica, desde luego sin poner la misma voluntad que unos meses antes, y con mucha menos pasión que cuando había oído hablar por primera vez del proyecto Wiedergeburt Bullenbeisser. Porque no solo había llegado a truncar su vida, también, y eso era lo peor, la de Katherine.

Cuando aquella tarde volvía a su casa apagó la radio del coche, hastiado de escuchar cómo se vendían las excelencias de la Alemania de Hitler en cualquier orden de cosas. Le daba igual la productividad de las fábricas, el aumento del comercio o la rebaja de la deuda, porque en su vida tenía peores problemas que esos. Al aparcar y frente a su vivienda identificó a uno de sus vigilantes dentro de un coche. Le dio la espalda harto de su presencia, cargó con su maletín de trabajo y dos bolsas con la compra, buscó las llaves de casa y entró.

—¿Querida…? —Empujó la puerta con el tacón de su zapato—. ¡Ya he vuelto!

Dejó todo en la cocina y la buscó en el office, pero allí solo estaba frau Berta planchando.

—Ha entrado en el baño no hará ni cinco minutos.

—¿En el nuestro o en el de cortesía?

La servicial mujer confesó no estar segura, pero Luther no la dejó ir a averiguarlo.

—Ya voy yo, tranquila. ¿Qué tal ha pasado el día?

Frau Berta apoyó la pesada plancha de hierro sobre un hornillo y contestó con su vibrante y aflautada voz.

—Hoy la he visto más nerviosa de lo normal. Ha comido más bien poco y se ha mostrado bastante huidiza. No sé por qué razón…

A Luther no le gustó lo que acababa de escuchar. Después de haber comprobado que no estaba en el primer aseo, se dirigió al de su dormitorio. Probó a abrirlo, pero la puerta estaba cerrada desde dentro.

—Katherine…, ¿estás bien?

No escuchó nada.

Movió con energía la manilla, pidió encarecidamente que le abriera y al no obtener respuesta se puso a patear la puerta preocupado.

—Cielo, ¡déjame entrar!

Luther pensó con rapidez. Corrió a la cocina a buscar un atizador, lo encajó en el quicio de la puerta e hizo palanca. La asistenta observaba la escena muy asustada. Cuando consiguió romper la jamba, la puerta se entreabrió y fue cuando la vio.

Katherine estaba sentada en el borde de la bañera y el agua rebosaba.

Sus ojos se encontraron y Luther intuyó en su expresión, y en solo una centésima de segundo, la locura que iba a cometer. Y lo supo antes de ver cómo el afilado acero de un largo cuchillo seccionaba el aire camino de su cuello. Se lanzó a frenarlo desesperado, pero resbaló y cayó a solo un metro de ella. Y en el justo momento en que se incorporaba y estiraba la mano para detener su brazo, escuchó el grito ahogado de Katherine, seguido por un coro de agudos chillidos por parte de la mujer que debía haberla atendido.

La herida se llenó de una profusa cantidad de sangre.

—¡Nooooo! —gritó espantado.

Le apretó el cuello con ambas manos, en un vano intento de cortar la hemorragia, hasta que entendió que aquello no tenía solución. Se había cortado la carótida y la yugular. Luther buscó respuestas en sus ojos, ahogado de espanto, pero la azulada mirada de Katherine empezaba a diluirse en un halo de muerte. Movió sus labios y pronunció seis palabras entrecortadas.

—No será nunca… de… ellos…

Sin haber terminado de hablar entró precipitadamente el nazi encargado de su vigilancia, advertido por los gritos que se escuchaban desde fuera de la casa. Al ver la escena se quedó paralizado, pero como su misión era salvaguardar aquel embarazo, al instante reaccionó y fue a por Katherine para llevarla a un hospital a tiempo de salvar al niño.

—¡Ni se te ocurra tocarla!

Abrazado a ella y empapado en su sangre, Luther impidió que se acercara.

Forcejearon sin poner cuidado en Katherine, que se venció desde la bañera arrastrando a su marido al suelo. Y fue en ese momento cuando la vio. Debajo del lavabo había volado una pequeña nota de papel. Luther consiguió metérsela en un bolsillo tan solo un segundo antes de recibir un golpe seco en la cabeza y perder el conocimiento.

El nazi tomó a Katherine en brazos y corrió hacia su coche. La tumbó precipitadamente sobre el asiento trasero, arrancó y pisó el acelerador a fondo para buscar un hospital en Berlín. Si no llegaba demasiado tarde, quizá salvase la vida del bebé y su propio cuello, cuando sus superiores se enteraran de lo que había pasado.

Luther no tardó mucho en recobrar el conocimiento, pero necesitó unos minutos más para situarse. El brutal golpe le había abierto una buena brecha en la cabeza que no paraba de sangrar, y al abrir los ojos sintió que todo le daba vueltas.


Date: 2015-12-24; view: 506


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