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CAPÍTULO CINCO

 

EL RELATO DE MADAME RENAULD

 

 

Encontramos a Hautet esperándonos en el vestíbulo y todos subimos juntos arriba siguiendo a Francisca, que nos indicaba el camino. Poirot lo hizo describiendo un zigzag que me causó extrañeza hasta que, con una mueca, murmuró a mi oído:

—No es extraño que la servidumbre oyese a Renauld cuando subía la escalera; ¡no hay una tabla que no cruja lo bastante fuerte para despertar a un muerto!

Del extremo superior de la escalera partía un pequeño corredor.

—Las habitaciones de los criados —explicó Bex.

Continuamos por el corredor y Francisca llamó a la última puerta de la derecha.

Una voz débil nos invitó a entrar, y nos hallamos en una habitación espaciosa y soleada, con vistas a un mar azul y brillante, a la distancia aproximada de cuatrocientos metros.

Sobre un lecho levantado con almohadones, y asistida por el doctor Durand, yacía una mujer alta y de aspecto majestuoso. Era de mediana edad, y su cabello, en otro tiempo oscuro, aparecía ahora casi enteramente plateado; pero la fuerte vitalidad de su persona se hubiera dejado sentir en todas partes. Desde el primer momento sabía el observador que se hallaba en presencia de lo que llamaban los franceses une maitresse femme.

Nos acogió con una inclinación de cabeza.

—Háganme el favor de sentarse, señores.

Ocupamos varias sillas y el oficial de secretaría del magistrado se instaló en una mesa redonda.

—Espero, señora —empezó a decir Hautet—, que no la afligirá extremadamente contarnos lo que ha ocurrido en la noche pasada...

—De ningún modo, señor. Sé lo que vale el tiempo, si esos miserables asesinos han de ser detenidos y castigados.

—Muy bien, señora. Creo que se fatigará menos si yo le hago las preguntas y usted se limita a contestarlas. ¿A qué hora se retiró a descansar ayer noche?

—A las nueve y media. Me encontraba cansada.

—¿Y su esposo?

—Imagino que cosa de una hora más tarde.

—¿Parecía turbado..., trastornado, de algún modo?

—No; no más de lo de costumbre.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Dormimos. A mí me despertó una mano que me apretaba la boca. Intenté gritar, pero la mano me lo impidió. Había dos hombres en la habitación. Los dos enmascarados.

—¿Puede usted describirlos de algún modo, señora?

—Uno era muy alto y tenía una barba larga y negra. El otro era bajo y grueso. Su barba era rojiza. Los dos llevaban sombreros metidos hasta los ojos.

—¡Hum! —apuntó el magistrado con aire pensativo—. Me parecen demasiadas barbas.

—¿Quiere decir que eran postizas?

—Sí, señora. Pero continúe su relato.



—El hombre bajo era el que me sujetaba. Me puso una mordaza y me ató con cuerdas las manos y los pies. El otro se había puesto encima de mi marido. Había tomado del tocador mi pequeña daga cortapapeles, y le retenía sosteniéndola con la punta sobre su corazón. Cuando el hombre bajo hubo terminado conmigo fue a ayudar al otro y los dos obligaron a mi marido a levantarse y acompañarles al cuarto de vestir, en la puerta inmediata. Yo estaba casi desmayada de terror; sin embargo, escuché como desesperada. Hablaban demasiado bajo para que pudiese entender lo que decían. Pero reconocí la lengua, un español alterado, como el que se usa en algunas partes de Sudamérica. Parecían estar pidiéndole algo a mi marido, y luego se irritaron y levantaron un poco las voces. Creo que era el hombre alto el que hablaba al decir: «¡El secreto! ¿Dónde está?» No sé lo que contestó mi esposo, pero el otro replicó enfurecido: «¡Miente! Sabemos que lo tiene usted. ¿Dónde están las llaves?» Luego oí ruido de cajones que se sacaban. En la pared del cuarto de vestir de mi esposo hay una caja de caudales en la que guarda siempre una suma importante de dinero disponible. Leonia me dice que la han registrado y se han llevado el dinero; pero, evidentemente, lo que buscaban no estaba allí, pues oí cómo el hombre alto, con un juramento, ordenaba a mi marido que se vistiese. Poco después de esto, creo que debió de perturbarles algún ruido que oyeron por la casa, pues empujaron a mi marido hasta mi cuarto sólo vestido a medias.

Pardon —interrumpió Poirot—; pero ¿no hay entonces otra salida desde el cuarto de vestir?

—No, señor; sólo la puerta de comunicación con mi cuarto. Le empujaron por ella: el hombre bajo delante, y el alto detrás, con la daga aún en la mano. Pablo intentó apartarse de ellos para venir conmigo. Vi sus ojos llenos de angustia. Volviéndose, les dijo: «Tengo que hablar con ella.» Y añadió, viniendo al lado de la cama: «Todo va bien, Eloísa. No temas. Regresaré antes de la mañana.» Pero, aunque intentó hablar con voz segura, yo pude ver el terror en sus ojos. Luego le sacaron por la puerta, y el hombre alto dijo: «Una palabra, y es usted hombre muerto; recuérdelo». Después de esto —continuó madame Renauld—, debí de desmayarme. Lo primero que recuerdo es a Leonia que me frotaba las muñecas y me daba brandy.

Madame Renauld —dijo el magistrado—, ¿tenía usted alguna idea sobre lo que los asesinos andaban buscando?

—Ninguna en absoluto, señor.

—¿Sabía usted que su esposo temía algo?

—Sí; había notado el cambio en él.

—¿Cuánto tiempo hacía de esto?

Madame Renauld reflexionó.

—Diez días, quizá.

—¿No más tiempo?

—Es posible; pero, en este caso, yo no lo había advertido.

—¿Llegó usted a preguntar a su esposo sobre la causa de este cambio?

—Una vez. Y me contestó con evasivas. No obstante, yo estaba convencida de que sufría alguna terrible inquietud. A pesar de todo, siendo claro que deseaba ocultarme esta causa, intenté fingir que no había advertido nada.

—¿Sabía usted que había pedido los servicios de un detective?

—¿Un detective? —exclamó madame Renauld con viva sorpresa.

—Sí; este caballero..., monsieur Hércules Poirot —el aludido se inclinó—. Ha llegado hoy obedeciendo a una cita de su esposo.

Y, sacando del bolsillo la carta escrita por Renauld, se la entregó a la dama.

Ésta la leyó, al parecer, con sincero asombro.

—No tenía idea de esto. Evidentemente, él conocía bien el peligro que corría.

—Vamos a ver, señora. He de rogarle que sea franca conmigo. ¿Hay algún incidente de la vida pasada de su esposo en América del Sur que pudiera aclarar este asesinato?

Madame Renauld reflexionó profundamente, pero, por fin, movió la cabeza.

—No puedo recordar ninguno. Ciertamente, mi esposo tenía muchos enemigos, gente de la que había sacado provecho en los negocios, en una u otra forma. Pero no puedo recordar ningún caso determinado. No digo que no exista tal incidente; sólo digo que yo no me he dado cuenta de ello.

El magistrado se pasó la mano por la barba desconsoladamente.

—¿Y puede usted fijar la hora de esta agresión?

—Sí, recuerdo perfectamente haber oído dar las dos en el reloj de la chimenea.

E indicó con la cabeza un reloj de viaje, con ocho días de cuerda, que, en su estuche de cuero, ocupaba el centro de la repisa de la chimenea.

Poirot dejó su asiento, examinó el reloj cuidadosamente y expresó su satisfacción con una seña afirmativa.

—Aquí hay también —exclamo Bex— un reloj de pulsera que, sin duda, los asesinos han echado fuera del peinador y hecho trizas. Poco imaginaban que serviría de testimonio contra ellos.

Con sumo cuidado apartó los fragmentos del cristal roto. De pronto, expresó su rostro una completa estupefacción.

Mon dieu! —exclamó.

—¿Qué ocurre?

—¡Las agujas del reloj señalan las siete!

—¡Cómo! —exclamó a su vez el juez de instrucción con asombro. Pero Poirot, hábil como siempre, tomó el objeto roto de manos del atónito comisario y lo acercó a su oído. Luego, sonrió.

—Sí; el cristal está roto, pero la máquina sigue en marcha.

La explicación del misterio fue acogida con una sonrisa de alivio. No obstante, el magistrado se acordó de otro detalle.

—Pero ahora no son las siete...

—No —dijo Poirot suavemente—: son pocos minutos más de las cinco. Quizá adelanta el reloj; ¿es así, señora?

Madame Renauld había fruncido las cejas con cierta confusión.

—Cierto que adelanta —admitió—, pero nunca le he visto adelantar tanto.

Con un gesto de impaciencia, el magistrado dejó el problema del reloj y continuó el interrogatorio.

—Señora, la puerta delantera ha sido hallada abierta esta mañana. Parece casi seguro que los asesinos entraron por allí; sin embargo, no hay señal alguna de que haya sido forzada. ¿Puede usted indicar alguna explicación?

—Es posible que mi marido saliese a dar un paseo anoche y se olvidase de echar el cerrojo al volver.

—¿Es esto probable?

—Muy probable. Mi marido era el hombre más distraído del mundo.

Había hablado con la frente ligeramente arrugada, como si aquel rasgo del carácter del difunto la hubiese mortificado a veces.

—Creo que podríamos hacer una deducción —observó de pronto el comisario—. Puesto que los hombres insistieron en que monsieur Renauld se vistiese, parece como si el lugar a donde le llevaban, el lugar donde estaba oculto «el secreto», se encontrase a alguna distancia.

El magistrado hizo una seña afirmativa.

—Sí; lejos; y, sin embargo, no muy lejos, puesto que él habló de estar de regreso por la mañana.

—¿A qué hora sale de la estación de Merlinville el último tren? —preguntó Poirot.

—A las once cincuenta en una dirección y a las doce diecisiete en la otra; pero es más probable que tuviesen un coche esperando.

—Desde luego —convino Poirot con cierto desánimo.

—En realidad, éste podría ser un buen modo de encontrar su pista —continuó el magistrado, con más viveza—. Un automóvil con dos extranjeros tiene bastantes probabilidades de llamar la atención. Éste es un dato importante, monsieur Bex.

Sonrió para sí mismo y, recobrando luego su anterior gravedad, le dijo a madame Renauld:

—Hay otra pregunta: ¿conoce usted a alguien que se llame «Duveen»?

—¿Duveen? —repitió ella con aire pensativo—. No; de momento no puedo decir que conozca a nadie de este nombre.

—¿No se lo ha oído nunca mencionar a su esposo?

—Nunca.

—¿Conoce usted a alguien cuyo nombre de pila sea «Bella»?

Y mientras hablaba había observado con atención a madame Renauld, en acecho para sorprender cualquier señal de irritación o de conocimiento; pero ella se limitó a mover la cabeza con naturalidad. Hautet continuó las preguntas.

—¿Sabe usted que su esposo recibió una visita anoche?

Esta vez vio cómo subía por sus mejillas un ligero matiz rojizo, pero ella contestó con noble compostura:

—No. ¿Quién era?

—Una señora.

—¿De veras?

Pero, de momento, el magistrado se contentó con esto. No parecía probable que madame Daubreuil tuviese nada que ver con el crimen y no quería trastornar a madame Renauld más de lo necesario.

Hizo una seña al comisario. Éste le contestó con una inclinación de cabeza y, levantándose luego, cruzó la habitación y volvió con el jarro de cristal que habíamos visto en el cobertizo adjunto a la casa. De este jarro tomó la daga.

—Señora —dijo suavemente—, ¿reconoce esto?

Ella lanzó un pequeño grito.

—Sí; es mi cuchillito —luego, al ver la punta manchada, se echó hacia atrás, con los ojos dilatados por el terror—. ¿Es esto... sangre?

—Sí, señora. Su esposo fue muerto con esta arma —y se apresuró a apartarla de su vista—. ¿Está enteramente segura de que es la que tenía anoche en su tocador?

—¡Oh!, sí. Era un regalo de mi hijo. Sirvió en la Aviación durante la guerra. Se atribuyó más edad de la que tenía —añadió con cierto tono de orgullo maternal en la voz—. Está hecho con el cable de uno de los aeroplanos más veloces, y mi hijo me lo entregó como un recuerdo de guerra.

—Ya lo veo, señora. Y esto nos lleva a otra cosa: ¿dónde está ahora su hijo? Es necesario que le telegrafiemos sin demora.

—¿Jack? Está camino de Buenos Aires.

—¡Cómo!

—Sí. Mi esposo le telegrafió ayer. Le había enviado a París por cuestiones de negocios; pero ayer descubrió que sería necesario que continuase sin tardanza hasta América del Sur. Anoche zarpaba de Cherburgo un buque con destino a Buenos Aires y le telegrafió que lo tomase.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que era este asunto en Buenos Aires?

—No, señor; ignoro de qué clase de negocio se trata; pero Buenos Aires no era el destino final de mi hijo. Debía de continuar por tierra hasta Santiago de Chile.

Y el magistrado y el comisario exclamaron al unísono:

—¡Santiago! ¡Otra vez Santiago!

En este momento fue, hallándonos todos como atontados por la mención de aquel nombre, cuando Poirot se acercó a madame Renauld. Había permanecido en pie junto a la ventana, como un hombre perdido en sus pensamientos, y dudo que hubiera escuchado por completo todo lo que pasó. Después de saludarla con una inclinación, le dijo:

—Perdone, señora; pero ¿puedo examinar sus muñecas?

Aunque ligeramente sorprendida por la demanda, ella se las tendió. Alrededor de cada una se veía una fuerte señal roja, donde las cuerdas habían mordido en la carne. Al examinarlas, me pareció que desaparecía de los ojos de Poirot el ligero parpadeo de excitación que yo había advertido.

—Deben de causarle mucho dolor —dijo, y, una vez más, me pareció interesado.

Pero el magistrado estaba hablando con excitación.

—Hay que comunicar inmediatamente por el telégrafo con el joven monsieur Renauld. Es del mayor interés que quedemos informados de cuanto él pueda decirnos acerca de este viaje a Santiago —y añadió, después de un momento de vacilación—: Quisiera poder tenerle cerca de nosotros a fin de ahorrarle a usted, señora, un gran dolor.

—¿Se refiere —dijo ella con voz baja— a la identificación de los restos de mi esposo?

El magistrado inclinó la cabeza.

—Soy una mujer fuerte, caballero. Puedo soportar lo que se requiera de mí. Estoy dispuesta... ahora.

—¡Oh!, mañana será aún bastante pronto; le aseguro a usted...

—Prefiero dejarlo terminado —dijo ella en voz baja, mientras cruzaba por su rostro un espasmo de dolor—. Si quiere usted, doctor, tener la bondad de darme su brazo...

El doctor se apresuró a acercarse. Sobre los hombros de madame Renauld se echó una capa, y bajó por la escalera una lenta procesión. Bex tomó la delantera para abrir la puerta del cobertizo. Al cabo de uno o dos minutos apareció en ella madame Renauld. Estaba pálida, pero resuelta, y levantó una mano para cubrirse el rostro.

—Un momento, señores, para darme ánimo.

Retirando la mano, se inclinó y miró al muerto. Y la abandonó el maravilloso dominio de sí misma que había sostenido hasta aquel momento.

—¡Pablo! —gritó—. ¡Esposo mío! ¡Oh, Dios!

Vaciló al inclinarse y cayó sin sentido.

Poirot, que estaba a su lado, le levantó inmediatamente un párpado y le tomó el pulso. Cuando se hubo asegurado de que el desmayo era auténtico, se apartó. Cogiéndome un brazo, me dijo:

—¡Soy un imbécil, amigo mío! Si una voz de mujer ha expresado alguna vez amor y dolor, yo la he oído ahora. Mi pequeña idea era enteramente equivocada. Eh bien! ¡Tengo que volver a empezar!


 


Date: 2015-12-24; view: 639


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