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CAPÍTULO CUATRO

 

LA CARTA FIRMADA «BELLA»

 

 

Francisca había salido de la habitación. El magistrado tecleaba sobre la mesa con expresión pensativa.

—Monsieur Bex —informó al fin—, aquí tenemos testimonios directamente contradictorios. ¿Cuál vamos a creer, el de Francisca o el de Dionisia?

—El de Dionisia —contestó el comisario sin vacilación—. Ésta fue quien admitió a la visitante. Francisca es vieja y tozuda y, evidentemente, mira con antipatía a madame Daubreuil. Por otra parte, nuestra propia información tiende a mostrar que Renauld tenía una intriga con otra mujer.

Tiens! —exclamó Hautet—; nos hemos olvidado de enterar de esto a monsieur Poirot —y después de buscar entre los papeles que tenía sobre la mesa entregó uno a mi amigo—. Esta carta, monsieur Poirot, la encontramos en el bolsillo del sobretodo del muerto.

Poirot la tomó y desdobló. Estaba algo manoseada y arrugada, y escrita en inglés por una mano que no parecía muy diestra. Decía así:

 

«Querido mío: ¿Por qué has dejado pasar tanto tiempo sin escribirme? Todavía me quieres, ¿no es verdad? Han sido tus últimas cartas tan diferentes, tan frías y extrañas, y, ahora, este largo silencio... Esto me asusta. ¡Si fueras a dejar de quererme! Pero es imposible... ¡qué niña más tonta soy!..., ¡siempre imaginando cosas! Pero si ya no me quisieras, no sé lo que haría... ¡matarme, quizá! No podría vivir sin ti.

A veces imagino que se interpone otra mujer entre nosotros. Que se ande con cuidado; no te digo más...; ¡y tú también! ¡Te mataría antes que dejar que fueses de ella! Lo digo en serio.

Pero estoy escribiendo tonterías presuntuosas. Tú me quieres y yo te quiero..., si: ¡te quiero, te quiero, te quiero!

Tuya y que te adora,

Bella.»

 

 

No tenía dirección ni fecha. Poirot la devolvió con rostro grave.

—¿Y la suposición es...?

El juez de instrucción encogió los hombros.

—Evidentemente, monsieur Renauld estaba enredado con esta inglesa... ¡Bella! Viene aquí, conoce a madame Daubreuil y empieza una intriga con ella. Se enfría con la otra, que, por su parte, sospecha algo inmediatamente. Esta carta contiene una clara amenaza. Monsieur Poirot, a primera vista, el caso parece sencillísimo: ¡Celos! El hecho de haber sido monsieur Renauld acuchillado por la espalda indica directamente que se trata del crimen de una mujer.

Poirot hizo una seña afirmativa.

—La cuchillada en la espalda, sí...; pero ¡no la sepultura! Éste fue un trabajo laborioso y pesado... Ninguna mujer ha abierto esta sepultura, señor juez. Ésta ha sido obra de un hombre.



El comisario exclamó con excitación:

—Sí, sí; es verdad. No habíamos pensado en esto.

—Como le he dicho —continuó Hautet—, a primera vista, el caso parece sencillo, pero los hombres enmascarados y la carta que usted recibió de monsieur Renauld complican las cosas. Aquí parecemos encontrarnos ante un caso enteramente distinto de circunstancias, sin que haya relación entre éste y el anterior. En lo que se refiere a la carta dirigida a usted, ¿le parece posible que tenga alguna relación con esta «Bella» y sus amenazas?

Poirot movió la cabeza.

—Difícilmente. Un hombre como monsieur Renauld, que ha llevado una vida de aventuras en lugares remotos, no era fácil que pidiese protección contra una mujer.

El juez de instrucción hizo una expresiva seña afirmativa.

—Este es exactamente mi punto de vista. Debemos, entonces, buscar la explicación de la carta...

—En Santiago de Chile —terminó el comisario—; voy a cablegrafiar sin demora a la Policía de esta ciudad pidiendo una información detallada de la vida que llevó el hombre asesinado, en aquella ciudad, sus amores, sus negocios, sus amistades y sus posibles enemistades. Sería extraño que, después de esto, no tuviésemos una pista para hallar la solución de este crimen misterioso.

El comisario miró a su alrededor en busca de alguna señal o gesto de asentimiento.

—¡Excelente! —dijo Poirot con sincero acento. Y preguntó en seguida—: ¿No han encontrado ustedes otras cartas de esta Bella entre los papeles de monsieur Renauld?

—No. Naturalmente, una de nuestras primeras diligencias ha sido registrar entre los documentos particulares en su despacho. Pero no hemos encontrado nada de interés. Todo parecía claro y manifiesto. La única cosa que se aparta de lo corriente es su testamento. Aquí está.

—Bien: un legado de mil libras a monsieur Stonor...; y a propósito, ¿quién es?

—El secretario de monsieur Renauld. Se quedó en Inglaterra; pero ha venido aquí una o dos veces a pasar el fin de semana.

—Y todo lo demás se lo deja a su querida esposa Eloísa a sus libres voluntades. La redacción es sencilla, pero perfectamente legal. Testigos son las dos sirvientas Dionisia y Francisca. Nada muy desacostumbrado en todo ello.

Y lo devolvió.

—Quizá —empezó a decir Bex— no ha advertido usted...

—¿La fecha? —continuó Poirot, parpadeando—. Sí, la he advertido. Una quincena atrás. Es posible que esto señale la primera alarma. Muchos hombres ricos mueren intestados por no haber tomado en consideración la probabilidad de su fallecimiento. Pero es peligroso sacar conclusiones prematuramente. Esto indica, no obstante, que sentía simpatía y afecto sincero por su esposa, a pesar de sus aventuras amorosas.

—Sí —dijo Hautet con aire de duda—. Pero es posible que resulte un poco injusto para su hijo, pues deja a éste enteramente a la merced de su madre. Si esta señora volviera a casarse y su segundo esposo ejerciese influencia moral sobre ella, el muchacho podría no tocar nunca un penique del dinero de su padre.

Poirot encogió los hombros.

—El hombre es un animal vanidoso. Sin duda, monsieur Renauld imaginaba que su viuda no contraería nunca nuevo matrimonio. En cuanto al hijo, puede haber sido una prudente precaución dejar el dinero en manos de su madre. Los hijos de los hombres ricos son proverbialmente atolondrados.

—Puede ser como usted lo dice. Vamos a ver, monsieur Poirot; sin duda le gustaría visitar el lugar del crimen. Siento que hayan retirado ya el cadáver, pero, por supuesto, se han tomado fotografías desde todos los puntos imaginables y estarán a su disposición tan pronto como queden listas.

—Le doy las gracias por su cortesía.

El comisario se levantó.

—Vengan conmigo, señores.

Abriendo la puerta, se inclinó ceremoniosamente para invitar a Poirot a que le precediese. Con la misma cortesía, Poirot se echó hacia atrás y se inclinó ante el comisario.

—Monsieur...

—Monsieur...

Por último salieron al zaguán.

—Esta habitación de ahí, ¿es el despacho? —preguntó Poirot de pronto, indicando con la cabeza la puerta de enfrente.

—Si ¿Desea verlo? —dijo el comisario, abriendo la puerta; y entramos en él.

La habitación que Renauld había elegido para su uso particular era pequeña, pero confortable y amueblada con mucho gusto. Junto a la ventana se veía una mesa escritorio de hombre de negocios, con multitud de casillas. Había, además, frente a la chimenea, dos amplios sillones de cuero y, entre ellos, una mesa redonda cubierta con los últimos libros y revistas.

Poirot se detuvo un momento, y echando una ojeada por la habitación, entró luego en ella, pasó una mano ligeramente por los respaldos de los sillones de cuero, recogió una revista de la mesa y, con sumo cuidado, recorrió con un dedo la superficie del tablero de roble. Su rostro expresó una completa aprobación.

—¿No hay polvo? —le pregunté con una sonrisa. Y me dirigió una mirada radiante, apreciando mi conocimiento de sus particularidades.

—Ni una partícula, amigo mío. Y, por esta vez, quizá es una lástima.

La mirada aguda de sus ojos pasaba con viveza de un objeto a otro.

—¡Ah! —observó de pronto, con una entonación de alivio—. La estera de frente a la chimenea está arrugada —y se inclinó para alisarla.

De repente lanzó una exclamación y se puso en pie. Tenía en la mano un pequeño fragmento de papel de color de rosa.

—En Francia, como en Inglaterra —observó—, los criados se olvidan de barrer bajo las esteras.

Bex tomó el fragmento y me acerqué para examinarlo.

—Lo reconoce..., ¿eh, Hastings?

Moví la cabeza, perplejo..., y, no obstante, aquel matiz rosado del papel me era muy familiar.

Los procesos mentales del comisario eran más rápidos que los míos.

—Un fragmento de un cheque —exclamó.

El trozo de papel tenía unos cuatro centímetros cuadrados. En él estaba escrita con tinta la palabra «Duveen».

—¡Bien! —dijo Bex—. Este cheque era a la orden de esa persona. O librado por alguien llamado Duveen.

—A la orden, me figuro —dijo Poirot—; pues, si no me equivoco, esta letra es la de monsieur Renauld.

El punto quedó pronto aclarado por comparación con un memorándum tomado del escritorio.

—¡Pobre de mí! —murmuró el comisario con desanimación—. Realmente no puedo imaginarme cómo se me ha pasado esto por alto. Poirot se echó a reír.

—La moraleja es: ¡mirad siempre bajo las esteras! Mi amigo Hastings, aquí presente, le dirá que la más ligera arruga de un objeto es un tormento para mí. Tan pronto como he visto esa estera torcida, me he dicho: «Tiens! Esto lo ha hecho la pata de una silla echada hacia atrás. Es posible que debajo haya algo que la buena Francisca no ha acertado a ver.»

—¿Francisca?

—O Dionisia, o Leonia: la que quiera que sea que haya arreglado esta habitación. Puesto que no hay polvo, esta habitación debe de haber sido limpiada esta mañana. Reconstruyo el incidente de este modo. Ayer, quizá la noche pasada, monsieur Renauld extendió un cheque a la orden de alguien llamado Duveen. El cheque fue, luego, roto y los fragmentos esparcidos por el suelo. Esta mañana...

Pero Bex estaba ya tirando impacientemente del cordón de la campanilla.

Apareció Francisca. Sí: había trozos de papel por el suelo. ¿Qué había hecho con ellos? ¡Los había metido en el horno de la cocina, naturalmente! ¿Qué más?

Con un gesto de desesperación, Bex la despidió. Luego se iluminó su rostro y corrió al escritorio. Al cabo de un minuto estaba examinando el talonario de cheques del muerto. En seguida repitió su gesto anterior: la matriz del último cheque separado estaba en blanco.

—¡Ánimo! —exclamó Poirot, dándole una palmada en la espalda—. Si duda, madame Renauld podrá darnos una información completa acerca de esta persona misteriosa llamada Duveen.

El rostro del comisario se despejó.

—Es verdad —dijo—. Continuemos.

Al volvernos para salir de la habitación, observó Poirot en tono casual:

—Aquí fue donde Renauld recibió a su visitante de la noche pasada, ¿eh?

—Aquí..., pero ¿cómo lo sabía usted?

—Por esto. Lo he encontrado en el respaldo del sillón de cuero —y mostró, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar, un largo cabello negro... ¡un cabello de mujer!

 

 

Bex nos llevó, por la parte posterior de la casa, a un lugar en el que había una pequeña dependencia con tejadillo en forma de cobertizo, que se apoyaba en la pared del edificio. Sacando una llave del bolsillo, lo abrió.

—El cadáver está aquí. Lo retiramos del lugar del crimen un momento antes de la llegada de ustedes, cuando hubieron terminado los fotógrafos.

Abrió la puerta y pasamos al interior. El hombre asesinado yacía en el suelo, cubierto por una sábana que Bex retiró diestramente. Renauld era un hombre de mediana estatura, de cuerpo y rostro delgados. Representaba unos cincuenta años de edad y su cabello oscuro estaba copiosamente estriado de gris. Iba bien afeitado; la nariz era larga y fina y los ojos más bien juntos; su piel tenía el tono fuertemente bronceado de las personas que han pasado la mayor parte de la vida bajo los cielos tropicales. Los labios estaban apartados de los dientes, y en sus lívidos rasgos aparecía estampada una expresión de sorpresa y terror.

—Puede uno ver, por el gesto de la cara, que fue acuchillado por la espalda —observó Poirot.

Con gran suavidad volvió del otro lado al muerto. Entre los omóplatos veíase una mancha redonda y oscura sobre el ligero abrigo de color de cervato. En el centro de la misma, la ropa mostraba un corte. Poirot lo examinó de cerca.

—¿Tiene usted alguna idea del arma con que se cometió el crimen?

—Quedó en la herida.

El comisario la sacó de un gran jarro de cristal. Era un objeto pequeño que más parecía un cortapapeles que otra cosa. Tenía un mango negro y una hoja estrecha y brillante. Su longitud total no excedía de veinte centímetros. Poirot probó la descolorida punta aplicando con cautela el extremo del dedo.

—¡Vaya si está afilada! ¡Una preciosa herramienta para asesinar!

—Por desgracia no hemos podido encontrar en ella impresiones dactilares —dijo Bex con sentimiento—. El asesino se habrá puesto guantes.

—¡Claro que se los ha puesto! —contestó Poirot con desdén—. Aun en Santiago saben bastante de esto; lo sabe el más humilde aficionado inglés gracias a la publicidad que la Prensa ha dado al sistema Bertillon. En todo caso, me interesa mucho que no haya impresiones dactilares. ¡Es tan fácil dejar las de otra persona! Y entonces la Policía se felicita —y movió la cabeza—. Me temo mucho que nuestro criminal no sea un hombre metódico... O esto o andaba escaso de tiempo. Pero ya veremos.

Y volvió el cadáver a su posición original.

—Sólo llevaba ropa interior bajo el sobretodo —observó.

—Sí; el juez de instrucción cree que éste es un detalle curioso.

En aquel momento se oyó un golpe contra la puerta que Bex había dejado cerrada. El comisario se adelantó para abrirla y allí estaba Francisca procurando, con curiosidad de vampiresa, ver el interior.

—Bien... ¿qué pasa? —preguntó Bex con impaciencia.

—La señora me encarga que les comunique que se encuentra mucho mejor y está dispuesta a recibir al señor juez de instrucción.

—Muy bien —dijo Bex muy animadamente—. Avise a monsieur Hautet y diga que vamos en seguida.

Poirot se detuvo un momento para volver a mirar el cadáver. Por un instante, pensé que iba a dirigirse al muerto y declarar a gritos que estaba dispuesto a no descansar hasta que hubiese descubierto al asesino. Pero cuando habló lo hizo con voz moderada y expresión incierta, y su comentario resultó risiblemente desproporcionado a la solemnidad del momento.

—Llevaba un sobretodo muy largo —dijo, como si hablase por fuerza.


 


Date: 2015-12-24; view: 567


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