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Fjällbacka, 1970 3 page

–¿Os espero? –preguntó Victor mientras atracaba en el embarcadero con la elegancia de un experto.

Gösta respondió:

–No, no hace falta, pero puede que luego tengas que venir a buscarnos. ¿Podemos llamarte para que nos recojas?

–Pues claro, dame un toque. Voy a hacer una ronda a ver cómo está la cosa.

Erica lo vio alejarse, preguntándose si había sido una decisión acertada, pero ya era demasiado tarde para cambiar de idea.

–Oye, ¿este no es vuestro barco? –preguntó Gösta.

–Pues sí, qué raro –dijo Erica fingiendo asombro–. Puede que Anna haya vuelto. ¿Vamos a la casa? –le propuso, y echó a andar.

Gösta iba detrás al trote, y Erica lo oía renegar a su espalda.

Allá arriba se veía el hermoso edificio. Una calma ominosa reinaba en el lugar, y Erica tenía activados los cinco sentidos.

–¿Hola? –gritó al llegar a la ancha escalinata. La puerta estaba abierta, pero nadie respondió.

Gösta se detuvo.

–¡Qué raro! No parece que haya nadie en casa. ¿No te había dicho Patrik que Ebba estaba aquí?

–Sí, eso fue lo que entendí.

–¿Habrán bajado a la playa a bañarse? –Gösta avanzó unos pasos y se asomó por la esquina de la casa.

–Puede ser –dijo Erica, y entró en la casa.

–Pero Erica, no podemos entrar así, sin más.

–Pues claro que sí, vamos. ¡Hola! –dijo otra vez, ya dentro de la casa–. ¿Mårten? ¿Hay alguien en casa?

Gösta la siguió vacilante. También allí dentro reinaba un silencio absoluto pero, de repente, apareció Mårten en la puerta de la cocina.

Había retirado la cinta policial, que había quedado colgando hasta el suelo delante del marco.

–Hola –dijo con voz sorda.

Erica dio un respingo al verlo. Tenía el pelo enmarañado y apelmazado, como si hubiera estado sudando mucho, y las ojeras muy marcadas. Los miraba con ojos huecos.

–¿Está Ebba en casa? –preguntó Gösta con el ceño fruncido.

–No, ha ido a ver a sus padres.

Gösta miró a Erica sorprendido.

–Pero si Patrik ha hablado con ella, y se suponía que estaba aquí, ¿no?

Erica hizo un gesto de disculpa y, al cabo de unos segundos, a Gösta se le ensombreció la mirada, pero no dijo una sola palabra.

–Ni siquiera pasó por aquí al volver de casa de Erica. Me llamó diciendo que se iba directamente en el coche a Gotemburgo.

Erica asintió, pero sabía que tenía que ser mentira. Maria, que llevaba el barco correo, les dijo que había dejado a Ebba en la isla. Miró a su alrededor con toda la discreción de que fue capaz y atisbó algo que había entre la pared y la puerta de entrada. La bolsa de viaje de Ebba. La que llevaba cuando se fue a dormir a su casa. Era imposible que se hubiera ido directamente a Gotemburgo.



–¿Y dónde está Anna?

Mårten seguía con la mirada perdida. Se encogió de hombros.

Y no fue necesario preguntar más. Sin pensárselo dos veces, Erica soltó el bolso en el suelo y se lanzó escaleras arriba gritando:

–¡Anna! ¡Ebba!

Ninguna respondía. Oyó que alguien corría a su espalda y comprendió que Mårten le seguía los pasos. Continuó hacia el piso de arriba, entró como un rayo en el dormitorio y se paró en seco. Junto a la bandeja con restos de comida y las copas de vino vacías vio el bolso de Anna.

Primero el barco y ahora el bolso. Muy a su pesar, sacó la conclusión inevitable: Anna seguía en la isla, al igual que Ebba.

Se volvió con un movimiento brusco para enfrentarse a Mårten, pero se le ahogó un grito en la garganta. Allí estaba, detrás de ella, apuntándole con un revólver. Con el rabillo del ojo, vio que Gösta se quedaba helado.

–No te muevas –dijo Mårten con voz ronca, y dio un paso al frente. La boca del cañón había quedado a un centímetro de la cabeza de Erica, y tenía la mano firme–. Apártate a un lado –le dijo a Gösta, señalando a la derecha de Erica.

Gösta obedeció en el acto. Con las manos vacías y la mirada fija en Mårten, entró en el dormitorio y se colocó al lado de Erica.

–¡Sentaos! –gritó Mårten.

Ambos obedecieron y se sentaron en el parqué recién acuchillado. Erica no le quitaba la vista al revólver. ¿De dónde lo habría sacado Mårten?

–Deja eso en el suelo para que podamos resolver esto con calma –dijo tratando de convencerlo.

Mårten le respondió con una mirada cargada de odio.

–¿Ah, sí? ¿Y por qué? Mi hijo está muerto por culpa de esa zorra. ¿Cómo habías pensado resolver eso?

Por primera vez desde que llegaron, la mirada huera de Mårten cobró vida, y Erica se encogió ante la locura que reflejaban aquellos ojos. ¿Habría existido desde el primer momento, latente tras la apariencia comedida de Mårten? ¿Se la habría suscitado aquel lugar?

–Mi hermana... –Estaba tan preocupada que le costaba respirar. Si le confirmara al menos que su hermana estaba viva...

–Jamás las encontraréis. Como tampoco han encontrado a los demás.

–¿Los demás? ¿Te refieres a la familia de Ebba? –dijo Gösta.

Mårten guardó silencio. Se había puesto en cuclillas, sin dejar de apuntarles con el revólver.

–Dime, ¿Anna sigue viva? –dijo Erica, aunque en realidad no esperaba respuesta.

Mårten sonrió y la miró a los ojos, y Erica comprendió que la decisión de mentirle a Gösta había sido mucho más temeraria de lo que hubiera podido imaginar.

–¿Qué piensas hacer? –preguntó Gösta, como si le hubiese leído el pensamiento.

Mårten volvió a encogerse de hombros. No dijo nada. Simplemente, se sentó en el suelo, cruzó las piernas y siguió observándolos con atención. Era como si estuviera esperando algo pero no supiera qué. Tenía una expresión de paz muy extraña. Tan solo el revólver y el ardor frío de la mirada desentonaban. Y en algún lugar de la isla, se encontraban Anna y Ebba. Vivas o muertas.


Capítulo 24

Valö, 1973

Laura se retorcía en aquel colchón tan incómodo. Inez y Rune deberían haberle preparado mejor cama, teniendo en cuenta lo mucho que los visitaba. Desde luego, deberían pensar que ya no era tan joven. Para colmo, tenía ganas de hacer pis.

Plantó los pies en el suelo y se le erizó la piel. El frío de noviembre había arraigado de lo lindo y era imposible caldear aquel viejo caserón. Sospechaba que Rune andaba escatimando en calefacción para reducir gastos. Su yerno nunca había sido especialmente generoso. Como quiera que fuese, Ebba, la pequeña, era un primor, no le quedaba más remedio que reconocerlo, pero a ella le gustaba tenerla en brazos solamente un ratito de vez en cuando. Nunca le habían gustado los niños pequeños y era tremendo pensar en la poca energía que le quedaba para dedicarse a su nieta.

Con suma cautela fue caminando por el suelo de madera cuyos listones rechinaban bajo sus pies. Los kilos se le habían ido acumulando sin sentir con una rapidez preocupante en los últimos años, y de aquella esbeltez de la que tan orgullosa se sentía no quedaba ya más que el recuerdo. Pero ¿para qué iba a esforzarse? Por lo general se pasaba los días sola en el apartamento, presa de una amargura que crecía a diario.

Rune no había cumplido sus expectativas. Cierto que le había pagado el apartamento, pero se arrepentía profundamente de no haber esperado mejor partido para Inez. Con lo guapa que era, podría haberse casado con quien quisiera. A Rune Elvander le costaba mucho abrir la cartera, y obligaba a su hija a trabajar demasiado. Así se había quedado, flaca como un arrendajo, y no paraba nunca. Cuando no estaba limpiando, preparando la comida o ayudando a Rune a mantener a raya a los alumnos, él le exigía que cuidara de los insoportables de sus hijos. El pequeño era un buen niño, pero los dos mayores eran de lo más desagradable.

La escalera crujió bajo su peso. Era una maldición que la vejiga no aguantase ya una noche entera. Y sobre todo con ese frío, era un tormento tener que salir a la letrina. Se paró un instante. Había alguien más despierto en el piso de abajo. Aguzó el oído. Oyó que se abría la puerta. Le entró curiosidad, naturalmente. ¿Quién andaría levantado por la casa a aquellas horas? No había razón para ello, a menos que quien fuera estuviese tramando alguna fechoría. Seguramente, sería cualquiera de esos niños consentidos, que estaría preparando alguna de las suyas, pero allí estaba ella para impedírselo, faltaría más.

Cuando oyó que cerraban la puerta de la entrada, se apresuró a bajar los últimos peldaños y se puso las botas. Se abrigó con una toquilla, abrió la puerta y asomó la cabeza. Era difícil distinguir nada en la oscuridad, pero cuando salió al porche vio una sombra que doblaba la esquina y se esfumaba hacia la izquierda. Ahora se trataba de ser astuta. Bajó la escalinata muy despacio, por si se resbalaba con la escarcha. Una vez abajo, torció a la derecha en lugar de a la izquierda. Sorprendería a la persona en cuestión por el lado contrario, para pillarla en acción, quienquiera que fuera.

Fue doblando la esquina y avanzó luego sin despegarse de la fachada lateral de la casa. Cuando llegó a la esquina, se detuvo y se asomó para ver qué pasaba en la parte trasera. No se veía a nadie. Laura frunció el entrecejo y miró decepcionada a su alrededor. ¿Dónde se habría metido? Dio unos pasos vacilantes mientras oteaba la parcela. ¿Habría bajado a la playa? Allí no se atrevía a ir, corría el riesgo de resbalar y de quedarse ahí tirada sin poder levantarse. El médico le había dicho que evitara el esfuerzo físico. Tenía el corazón débil y no debía forzarlo. Estaba tiritando y se abrigó bien con la toquilla. El frío empezaba a calarle la ropa y le castañeteaban los dientes.

De repente, vio una sombra que se le plantaba delante y se llevó un sobresalto. Hasta que vio quién era.

–Ah, eres tú. ¿Qué haces fuera a estas horas?

Esa mirada fría la hacía tiritar más aún. Tenía los ojos más negros que la noche que los rodeaba. Empezó a retroceder despacio. Sin necesidad de ninguna explicación, comprendió que había cometido un error. Unos pasos más. Tan solo unos pasos más y habría dado la vuelta a la esquina, podría llegar a la fachada principal y a la puerta de entrada. No se encontraba lejos, pero se sentía como si hubiera estado a varios kilómetros. Miró aterrada aquellos ojos negros como la pez y supo que nunca volvería a entrar en la casa. De pronto, pensó en Dagmar. Era la misma sensación. Se sentía impotente y cautiva, sin escapatoria. Y notó que algo se le rompía en el pecho.

 

Patrik miró el reloj.

–¿Dónde demonios se ha metido Gösta? Debería haber llegado antes que nosotros. –Él y Mellberg estaban en el coche y esperaban sin apartar la vista de la casa de Leon.

En ese momento, apareció un coche conocido que se detuvo junto a ellos, y Patrik vio con asombro que era Martin.

–Pero ¿qué haces tú aquí? –dijo, y salió del coche.

–Tu mujer me llamó y me dijo que estabais en un apuro y que necesitabais ayuda.

–¿Qué...? –comenzó Patrik, pero se interrumpió y apretó los labios. Joder con Erica. Naturalmente, había engañado a Gösta y lo había convencido de que fuera con ella a Valö. Sintió que la rabia se le mezclaba con la preocupación. Aquello era el colmo en esas circunstancias. No tenía la menor idea de lo que estaba pasando en la casa de Leon, y tenía que concentrarse en esa misión. Pero desde luego, se alegraba de que Martin hubiera aparecido por allí. Se lo veía cansado y maltrecho, pero en una situación de emergencia, incluso un Martin cansado era mejor que un Gösta Flygare.

–¿Qué ha pasado? –Martin se hacía sombra con la mano para poder ver la casa.

–Un tiroteo. Es cuanto sabemos.

–¿Quiénes hay dentro?

–Tampoco lo sabemos. –Patrik notó que se le aceleraba el pulso. Aquel era el tipo de situación policial que menos le gustaba. Les faltaban datos para poder evaluar la situación, que, en esos casos, podía resultar muy peligrosa.

–¿No quieres que pidamos refuerzos? –dijo Mellberg desde el interior del coche.

–No, para eso siempre hay tiempo. Tendremos que ir y llamar a la puerta.

Mellberg hizo amago de protestar, pero Patrik se le adelantó.

–Tú puedes quedarte, Bertil, a controlar la situación, Martin y yo nos encargamos de esto. –Miró a Martin, que asintió en silencio y sacó el arma de la funda.

–He pasado por la comisaría a recogerla. He pensado que podría ser útil.

–Bien. –Patrik hizo lo mismo y, muy despacio, empezaron a andar hacia la puerta. Llamó al timbre, que sonó estridente en el interior, y pronto se oyó una voz que decía:

–Adelante, está abierto.

Patrik y Martin se miraron asombrados. Luego entraron. Cuando vieron quiénes había reunidos en el salón, se asombraron más aún. Allí estaban Leon, Sebastian, Josef y John. Y un hombre gris que Patrik supuso que era Percy von Bahrn. Tenía una pistola en la mano y la mirada perdida.

–¿Qué está pasando aquí? –preguntó Patrik, con el arma reglamentaria pegada a la pierna. Con el rabillo del ojo comprobó que Martin estaba en la misma posición.

–Pregúntale a Percy –dijo Sebastian.

–Leon nos ha convocado para poner fin a todo. Y yo he pensado tomarle la palabra. –A Percy le temblaba la voz. Sebastian se movió un poco en el sofá y Percy dio un respingo y dirigió el arma contra él.

–Tranquilo, coño –dijo Sebastian levantando las manos.

–¿Poner fin a qué? –preguntó Patrik.

–A todo. A lo que pasó. A lo que no debía haber ocurrido. A lo que hicimos –dijo Percy. Y bajó la pistola.

–¿Qué hicisteis?

Nadie respondió, y Patrik decidió echarles un cable.

–En los interrogatorios de aquel entonces dijisteis que ese día habíais salido a pescar. Pero en Pascua es imposible pescar caballa.

Se hizo el silencio. Hasta que Sebastian respondió con un resoplido:

–Típico, ¿cómo no iban a meter la pata en eso una pandilla de niños de ciudad?

–Pues entonces no pusiste ninguna objeción –dijo Leon con un tono casi jovial.

Sebastian se encogió de hombros.

–Dime, ¿sabes por qué tu padre le ingresaba dinero a Ebba? – preguntó Patrik mirando a Leon–. ¿Lo llamasteis aquel día? Un hombre acaudalado e influyente, con una gran red de contactos... ¿Os ayudó después de que matarais a la familia? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Que Rune fue demasiado lejos? ¿Tuvisteis que matar a los demás porque fueron testigos? –Era consciente de lo acuciante que sonaban sus palabras, pero quería apremiarlos y hacerles hablar.

–Estarás contento, ¿no, Leon? –dijo Percy con sorna–. Ahora tienes la oportunidad de poner todas las cartas sobre la mesa.

John se levantó de pronto.

–Esto es un disparate. Yo no pienso verme involucrado en este asunto. Me voy ahora mismo. –Dio un paso al frente, pero Percy giró enseguida la pistola hacia su derecha y disparó.

–¡Pero qué haces! –gritó John, y volvió a sentarse. Patrik y Martin apuntaron a Percy, pero bajaron el arma cuando vieron que seguía apuntando a John. Era demasiado arriesgado.

–La próxima vez no apuntaré a otro lado. Esa es una herencia paterna que sí he conservado. Por fin voy a poder sacarle partido a todas las horas de tiro a las que me obligó. Podría volarte ese flequillo tan moderno que llevas si se me antojara. –Percy ladeó la cabeza y miró a John, que estaba pálido como la cera.

En ese momento, Patrik cayó en la cuenta de que la Policía de Gotemburgo habría ido a casa de John y que, seguramente, ni siquiera sabrían que estaba allí.

–Tranquilo, Percy –dijo Martin–. Que nadie salga herido. Nadie se irá de aquí hasta que hayamos resuelto este asunto.

–¿Fue por Annelie? –preguntó Patrik volviéndose otra vez a Leon. ¿Por qué lo veía dudar, si de verdad quería aclarar lo que ocurrió aquella Pascua de 1974? ¿Se habría echado atrás?–. Creemos que huyó al extranjero con su pasaporte después de los asesinatos. Porque fue eso, ¿verdad?, un asesinato múltiple.

Sebastian se echó a reír.

–¿Qué te hace tanta gracia? –preguntó Martin.

–Nada, nada en absoluto.

–¿Fue tu padre el que le ayudó a huir? ¿Fue eso, que Annelie y tú estabais juntos y que la cosa se fue al garete cuando Rune os descubrió? ¿Cómo conseguiste que los demás te ayudaran y que estuvieran callados todos estos años? –Patrik señaló con la mano al resto del grupo de aquellos hombres ya en edad madura. Recordaba las fotografías que les hicieron después de la desaparición. Su expresión de rebeldía. La autoridad que irradiaba Leon. A pesar de las canas y de las huellas que la edad había dejado en sus rostros, seguían igual. Y seguían unidos.

–Sí, eso, háblale de Annelie –dijo Sebastian socarrón–. Cuéntaselo tú, que tanta pasión tienes por la verdad. Háblale de Annelie.

De repente, a Patrik se le encendió la bombilla.

–Yo conozco a Annelie, ¿verdad? Es Ia.

Nadie se inmutó. Todos miraban a Leon con una mezcla extraña de miedo y de alivio.

Leon se irguió despacio en la silla de ruedas. Luego, se volvió hacia Patrik de modo que el sol le dio en la parte de la cara donde tenía las cicatrices, y dijo:

–Te hablaré de Annelie. Y de Rune, Inez, Claes y Johan.

–Piensa en lo que vas a hacer, Leon.

–Ya lo tengo más que pensado. Ha llegado la hora.

Se llenó de aire los pulmones, pero no había pasado de ahí cuando se abrió la puerta. Allí estaba Ia. Paseó la mirada por los presentes y se quedó atónita al ver la pistola que Percy tenía en la mano. Por un instante, pareció dudar. Luego entró y se acercó a su marido, le puso la mano en el hombro y dijo con voz dulce:

–Tenías razón. Ya no es posible seguir huyendo.

Leon asintió. Y empezó a hablar.

Anna sentía más preocupación por Ebba que por sí misma. Estaba pálida y tenía unas manchas rojas en el cuello y otras que parecían huellas de unas manos. Las manos de Mårten. Ella no notaba nada en el cuello. ¿La habría drogado? No lo sabía, y eso era lo más aterrador. Se había dormido en sus brazos, ebria del sentimiento de conquista y del calor de la compañía, para luego despertarse allí, en aquel suelo de piedra tan frío.

–Aquí está mi madre –dijo Ebba mirando en uno de los cofres.

–Eso no puedes saberlo.

–Solo hay un cráneo con el pelo largo, tiene que ser ella.

–Ya, pero podría ser tu hermana también –dijo Anna. Se preguntó si debería bajar las tapas, pero Ebba llevaba tanto tiempo queriendo saber de su familia... Y lo que tenían delante era una especie de respuesta a sus inquietudes.

–¿Qué sitio es este? –preguntó Ebba sin apartar la vista de los esqueletos.

–Una especie de búnker, supongo. Teniendo en cuenta la bandera y los uniformes, lo construirían allá por la Segunda Guerra Mundial.

–Y pensar que estaban aquí... ¿Cómo es que no los han encontrado?

Ebba empezaba a estar cada vez más ausente y Anna tomó conciencia de que, si conseguían salir de allí, ella tendría que tomar el mando.

–Tenemos que ver si encontramos algo con lo que forzar las bisagras de la puerta –dijo Anna, y le dio un codazo a Ebba–. Mientras tú inspeccionas en el montón de chismes que hay en la esquina, yo echaré un vistazo en... –dudó un poco–. Yo echaré un vistazo en los cofres.

Ebba la miró horrorizada.

–Pero... ¿y si se rompen?

–Si no conseguimos forzar esa cerradura, vamos a morir aquí dentro –dijo Anna sin alterarse–. Puede que ahí dentro haya alguna herramienta, así que o buscas tú, o busco yo.

Ebba se quedó unos instantes en silencio, como pensando en lo que Anna acababa de decir. Luego se dio media vuelta y empezó a rebuscar en el montón de trastos. En realidad, Anna no creía que fuera a encontrar nada, pero quería tener ocupada a Ebba.

Respiró hondo y metió la mano en uno de los cofres. Las náuseas que experimentó al rozar una de las vértebras casi la ahogan. Sintió en la piel el cosquilleo de un mechón de pelo reseco y quebradizo y no pudo contener un grito.

–¿Qué pasa? –preguntó Ebba dándose la vuelta.

–Nada –dijo Anna. Sacó fuerzas de flaqueza y continuó metiendo la mano hacia abajo. Tocó el fondo de madera del cofre y se inclinó para ver si había algo. Notó un objeto duro y lo pescó entre el pulgar y el índice. Era demasiado pequeño para que les resultara útil, pero lo sacó de todos modos para comprobar qué era. Un diente. Asqueada, lo soltó otra vez en el cofre y se limpió los dedos en la manta.

–¿Has encontrado algo? –preguntó Ebba.

–No, todavía no.

Anna siguió buscando como pudo en el otro cofre y, cuando hubo terminado, se derrumbó de rodillas en el suelo. No había nada. Nunca saldrían de allí. Morirían las dos en aquel agujero.

Luego se obligó a ponerse de pie. Todavía quedaba un cofre, y no podía rendirse, aunque la sola idea de intentarlo de nuevo le producía náuseas. Se acercó resuelta al último cofre. Ebba había abandonado la búsqueda y estaba llorando acurrucada junto a la pared, y Anna le lanzó una mirada antes de meter la mano en el cofre. Tragó saliva y continuó hacia el fondo. Cuando volvió a notar la madera en las yemas de los dedos, los pasó despacio de un lado a otro. Allí había algo, un fajo de papeles, aunque más liso por la parte superior. Sacó la mano y sostuvo el fajo bajo la luz de la lámpara.

–Ebba –dijo.

Como no respondía, fue a sentarse a su lado en el suelo. Le dio lo que estaba claro que eran fotografías.

–Mira. –Tenía tantas ganas de verlas que apenas podía contenerse, pero sospechaba que eran parte del pasado de Ebba, y que suyo era el derecho de verlas e interpretar su significado por primera vez.

Ebba empezó a pasarlas con las manos temblorosas.

–¿Qué es esto? –dijo negando espantada con la cabeza.

Tanto ella como Anna se quedaron perplejas mirando las fotos, aunque habría preferido apartar la vista. Porque en aquellas instantáneas tenían la explicación de lo que ocurrió aquella Pascua de 1974.

Mårten estaba cada vez más ausente. Se le cerraban los párpados, no podía sostener la cabeza, y Erica se dio cuenta de que se estaba durmiendo. No se atrevía ni a mirar a Gösta. Mårten aún tenía el revólver bien sujeto en la mano y cualquier movimiento brusco podía resultar peligrosísimo.

Al final se le cerraron los ojos del todo. Muy despacio, Erica giró la cabeza hacia Gösta y se llevó el dedo a los labios. Él asintió. Erica lanzó una mirada inquisitiva a la puerta, pero Gösta le respondió que no con un gesto. No, claro, ella tampoco creía que funcionara... Si Mårten se despabilaba de pronto mientras ellos trataban de salir sigilosamente, corrían el riesgo de que se pusiera a disparar sin ton ni son.

Pensó unos instantes. Tenían que pedir ayuda. Una vez más miró a Gösta e hizo el gesto de hablar por teléfono. Él comprendió enseguida y empezó a rebuscar en los bolsillos, pero no tardó en rendirse. No se había llevado el móvil. Erica echó un vistazo a la habitación. Algo más allá estaba el bolso de Anna, y empezó a acercarse arrastrándose despacio. Mårten dio un respingo en sueños, y ella se paró en seco, pero él continuó durmiendo con la cabeza apoyada en el pecho. Erica alcanzó por fin el bolso con las yemas de los dedos y se arrastró unos centímetros más hacia un lado hasta que llegó al asa. Contuvo la respiración y, con el bolso en el aire, lo atrajo hacia sí sin hacer ruido. Luego empezó a rebuscar dentro, bajo la mirada atenta de Gösta. El policía ahogó un golpe de tos y Erica frunció el ceño disgustada. No podían despertar a Mårten.

Por fin notó en la mano el móvil de Anna. Se aseguró de que lo tenía puesto en silencio cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que no tenía el código PIN. Su única oportunidad era hacer varios intentos. Marcó la fecha de nacimiento de Anna. «Incorrecto», se leía en la pantalla iluminada, y Erica soltó un taco para sus adentros. Pudiera ser que Anna ni siquiera hubiera cambiado el PIN original y, en ese caso, sería imposible adivinarlo; pero no podía rendirse. Le quedaban dos intentos. Reflexionó un instante y probó con la fecha de nacimiento de Adrian. «Incorrecto», volvió a leer en la pantalla. Pero entonces se le ocurrió una idea. Había otra fecha importante en la vida de Anna: el día funesto en que murió Lucas. Erica marcó las cuatro cifras, y la luz verde le dio la bienvenida al maravilloso mundo de aquel teléfono.

Lanzó una mirada a Gösta, que respiró aliviado. Ahora se trataba de actuar con rapidez. Mårten podía despertarse en cualquier momento. Por suerte, Anna y ella tenían el mismo modelo de móvil, y no le costó ningún trabajo orientarse con el menú. Empezó a escribir un mensaje, breve pero con la información suficiente para que Patrik comprendiera la gravedad de la situación. Mårten ya empezaba a moverse inquieto y, cuando ya iba a darle a enviar, se detuvo y se apresuró a añadir varios destinatarios. Si Patrik no lo veía inmediatamente, alguno de ellos lo vería y podría actuar. Pulsó «enviar» y volvió a empujar el bolso a su lugar. Escondió el teléfono debajo del muslo derecho, así lo tendría a mano si lo necesitaba, pero si Mårten se despertaba, no lo vería. Ya solo quedaba esperar.


Date: 2015-12-17; view: 467


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