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Fjällbacka, 1970 4 page

Kjell estaba apoyado en el coche, mirando hacia el lugar por donde acababa de irse uno de los coches policiales. El golpe había fracasado y solo habían podido llevarse a la mujer de John Holm.

–¿Dónde coño está John?

Dentro y alrededor de la casa se apreciaba aún una actividad febril. Tenían que inspeccionar cada milímetro, y el fotógrafo del Expressen estaba acelerado fotografiando todos los detalles. No podía acercarse demasiado a la casa, pero con los objetivos de que disponía, eso no era ningún problema.

–¿Se habrá ido al extranjero? –preguntó Sven Niklasson, que, sentado en el coche de Kjell, ya había escrito y enviado a la redacción un primer borrador del artículo.

Kjell sabía que él debería mostrarse igual de ansioso y que debería haber salido ya para la redacción del Bohusläningen, donde, con total certeza, iban a recibirlo como al héroe del día. Cuando llamó para informar de la intervención policial en casa de John, su redactor jefe soltó un grito de alegría que casi le rompe el tímpano. Pero no quería irse de allí sin saber dónde se había metido John Holm.

–No, no creo que se fuera sin Liv. Ella no se esperaba la intervención de la Policía, y si ella no lo sabía, John tampoco. Dicen que son un equipo muy compenetrado.

–Ya, pero en lugares tan pequeños como este las noticias vuelan más rápido que el viento, ¿no? Si no se ha largado ya, existe el riesgo inminente de que termine haciéndolo. –Sven Niklasson vigilaba la casa con gesto preocupado.

–Bueno... –dijo Kjell distraído. Estaba repasando mentalmente todo lo que sabía de John, y preguntándose dónde estaría. En la cabaña ya había estado la Policía, sin resultado.

–¿Te han dicho algo más de cómo han ido las cosas en Estocolmo? –preguntó.

–Parece que los servicios secretos y la Policía han conseguido colaborar, por una vez, y la intervención ha sido perfecta. Han detenido a todos los responsables del partido sin enfrentamientos de ningún tipo. A la hora de la verdad, esos tíos no son tan valientes.

–No, ya me imagino. –Kjell estaba pensando en los titulares de guerra que llenarían las páginas de los diarios los próximos días. No sería solo un asunto de ámbito nacional, el mundo entero se sorprendería al ver que pudieran pasar cosas así en la tranquila Suecia, un país que muchas personas de todo el mundo consideraban organizado con una perfección casi absurda.

En ese momento, le sonó el móvil.

–Hombre, Rolf... Sí, tenemos un poco de lío. Es que no saben dónde está John... ¿Qué coño estás diciendo? Ya, un tiroteo... Bueno, pues salimos ahora mismo. –Se despidió y le hizo una seña a Sven–. Vamos. Acaban de informarme de que se ha producido un tiroteo en casa de Leon Kreutz. Vamos para allá ahora mismo.



–¿Leon Kreutz?

–Uno de los compañeros de John Holm en el internado de Valö. Con eso también hay algún chanchullo, o eso pensamos más de uno.

–Pues no sé... John puede presentarse en cualquier momento.

Kjell puso la mano en el techo del coche y miró a Sven.

–No me preguntes por qué, pero tengo el presentimiento de que John está allí. Venga, ¿qué decides? ¿Vienes o no? La Policía de Tanum ya está en la casa.

Sven abrió la puerta del copiloto y se sentó en el coche. Kjell se sentó al volante, cerró la puerta y salió a toda prisa. Sabía que siempre había estado en lo cierto. Los chicos de Valö ocultaron algo en su día, y ahora iba a descubrirse todo. Y él no pensaba perderse la noticia, eso podía jurarlo.


Capítulo 25

Valö, 1974

Era como si la estuvieran vigilando permanentemente. Inez no sabía describirlo mejor. Había tenido la misma sensación todo el tiempo, desde la mañana que encontraron muerta a su madre. Nadie se explicaba por qué habría salido sola de noche en pleno invierno. El médico que fue a examinarla confirmó que le había fallado el corazón, sencillamente. Y dijo que ya se lo había advertido.

Inez dudaba, a pesar de todo. Cuando Laura murió, algo cambió en la casa. Se notaba en todos los rincones. Rune se había vuelto más taciturno y más serio, y Annelie y Claes la provocaban cada vez con más descaro. Era como si Rune no los viera, y eso los alentaba a ser más audaces.

Por las noches, Inez oía llorar a alguien en el dormitorio de los chicos. No muy alto, apenas audible. Era el llanto de alguien que trataba de ahogar el ruido por todos los medios.

Tenía miedo. Le había llevado varios meses comprender que ese era el nombre de aquella sensación que no lograba identificar. Allí pasaba algo extraño. Todo giraba en torno a eso y ella sabía que si sacaba el tema con Rune, él se reiría de ella y le restaría importancia al asunto. Sin embargo, Inez le veía en la cara que él también era consciente de que algo pasaba.

El cansancio también contribuía. El trabajo del internado y la responsabilidad de cuidar de Ebba la consumían, al igual que el esfuerzo que suponía callar aquello que debía seguir siendo un secreto.

–Mamámamámamáaaaa –protestaba Ebba en el corralito. Estaba de pie, agarrada al borde de un lateral, con los ojos fijos en Inez.

Ella la ignoraba. No le quedaban fuerzas. La niña exigía mucho más de lo que podía dar y, por si fuera poco, era hija de Rune. La nariz y la boca eran suyas, y por eso se le hacía más difícil aún. Inez se ocupaba de ella, la cambiaba, le daba el pecho, la consolaba en brazos cuando se hacía daño, pero más no le podía dar. El miedo le robaba demasiado espacio.

Por suerte, estaba lo otro. Lo que le permitía aguantar un poco más y le impedía huir, sencillamente, subirse en el barco e ir a tierra firme y dejarlo todo atrás. En los instantes de abatimiento en que acariciaba aquella idea, no se atrevía a hacer la pregunta de si, en ese caso, se llevaría a Ebba. No estaba segura de querer conocer la respuesta.

–¿Puedo sacarla del corralito? –La voz de Johan la sobresaltó. No lo había oído entrar en el lavadero, donde estaba doblando sábanas.

–Claro, por qué no –respondió Inez. Johan era otra de las razones por las que se quedaba. Él la quería, y quería a su hermana pequeña. Y era un amor correspondido. A Ebba se le iluminaba la cara al verlo, y allí estaba ahora, echándole los brazos desde el corralito.

–Ven conmigo, Ebba –dijo Johan. La pequeña se le aferró al cuello y, cuando él la levantó, pegó la carita a la suya.

Inez dejó las sábanas para observarlos. Una punzada de celos la sorprendió. Ebba nunca la miraba a ella con aquel amor incondicional, sino con una mezcla de pena y de añoranza.

–¿Quieres que vayamos a ver los pájaros? –dijo Johan haciéndole cosquillas con la nariz de modo que la niña no pudo contener la risa–. ¿Puedo llevarla fuera?

Inez asintió. Confiaba en Johan y sabía que nunca permitiría que le pasara nada a Ebba.

–Claro que sí, salid –dijo, y se inclinó para seguir con la colada. Ebba se reía sin cesar y daba grititos de alegría mientras se alejaba con Johan.

Al cabo de un rato, dejó de oírlos. El silencio retumbaba entre las paredes. Inez se acuclilló y apoyó la cabeza entre las rodillas. La casa la tenía tan oprimida que apenas podía respirar, y la sensación de estar cautiva se acentuaba a medida que pasaban los días. Iban camino de caer en el abismo, pero no había nada, absolutamente nada, que ella pudiera hacer por evitarlo.

 

En un principio, Patrik había pensado hacer caso omiso del pitido del teléfono. Percy parecía a punto de estallar en cualquier momento y, teniendo en cuenta el arma que llevaba en la mano, la cosa podía acabar en tragedia. Por otro lado, estaban todos como hipnotizados por la voz de Leon. Hablaba de Valö, de cómo se hicieron amigos, de la familia Elvander y de Rune, y de cómo se fueron torciendo las cosas poco a poco. Ia le acariciaba la mano y lo apoyaba todo el tiempo. Después de la introducción, pareció dudar, y Patrik comprendió que empezaba a acercarse a lo que selló la amistad de todos ellos.

Pronto conocerían la verdad, pero la preocupación por Erica lo movió a sacar el teléfono. Un mensaje de Anna. Lo abrió, lo leyó y la mano empezó a temblarle sin control.

–¡Tenemos que ir a Valö ahora mismo! –dijo a todos y a ninguno, interrumpiendo a Leon en mitad de una frase.

–Pero ¿qué ha pasado? –preguntó Ia.

Martin asintió.

–Sí, tranquilízate y cuéntanos qué ha pasado.

–Creo que fue Mårten quien prendió fuego a la casa y quien disparó a Ebba hace unos días. Y ahora tiene a Gösta y a Erica. De Anna y Ebba no hay ni rastro, nadie sabe nada de ellas desde ayer y...

Patrik se dio cuenta de que estaba casi balbuciendo y se obligó a calmarse. Para poder ayudar a Erica, nada mejor que mantener la cabeza fría.

–Mårten tiene un arma que, según creemos, se utilizó aquella Pascua de 1974, ¿alguna idea?

Los cinco hombres se miraron. Y Leon le dio a Patrik una llave.

–Habrá encontrado el búnker. El revólver estaba allí. ¿Verdad, Sebastian?

–Pues sí, yo no he tocado nada desde que echamos la llave la última vez. No me explico cómo habrá entrado. Que yo sepa, esa es la única llave que existe.

–Bueno, que vosotros solo encontrarais una no significa que no hubiera más. –Patrik se adelantó y se hizo con la llave–. ¿Dónde está el búnker?

–En el sótano, detrás de una puerta secreta. Es imposible de encontrar, a menos que sepas que existe –dijo Leon.

–¿Estará Ebba...? –Ia estaba pálida como la cera.

–Es más que probable –dijo Patrik, y se dirigió a la puerta.

Martin señaló a Percy.

–¿Y qué hacemos con él?

Patrik se dio media vuelta, se fue derecho a Percy y le quitó la pistola antes de que este pudiera reaccionar.

–Se acabaron las tonterías. Ya lo aclararemos todo después. Martin, pide refuerzos mientras nosotros vamos a la isla, yo llamaré a Salvamento Marítimo para que nos lleven. ¿Quién viene con nosotros para indicarnos dónde está el búnker?

–Yo –dijo Josef, y se puso de pie enseguida.

–Yo también voy –dijo Ia.

–Con Josef es suficiente.

Ia se negó.

–Voy a ir con vosotros, y no podrás convencerme de lo contrario.

–De acuerdo, ven tú también. –Patrik les hizo una seña para que lo siguieran.

De camino al coche, estuvo a punto de chocar con Mellberg.

–¿Está John Holm ahí dentro?

Patrik asintió.

–Sí, pero tenemos que ir a Valö ahora mismo. Erica y Gösta están en un aprieto.

–¿Ah, sí? –Mellberg no sabía qué decir–. Pero es que acabo de hablar con Kjell y con Sven, y parece que la Policía de Gotemburgo está buscando a John. Todavía no se han enterado de que está aquí, así que había pensado que...

–Encárgate tú, Bertil –dijo Patrik.

–¿Y vosotros adónde vais? –Kjell Ringholm se les acercaba en compañía de un hombre rubio que les resultó vagamente familiar.

–A otro asunto policial. Si estáis buscando a John Holm, ahí lo tenéis. Mellberg está a vuestra disposición.

Patrik continuó medio corriendo hacia el coche. Martin le seguía el paso, pero Josef e Ia iban un poco retrasados, y Patrik los esperó sujetando la puerta trasera con cierta impaciencia. Llevar a civiles a un lugar potencialmente peligroso contravenía todas las reglas, pero necesitaban su ayuda.

Se pasó la travesía a Valö dando pataditas nerviosas en la cubierta, como animando al barco a aumentar la velocidad. A su espalda, Martin hablaba en voz baja con Josef e Ia, y Patrik oyó cómo les daba instrucciones de que se mantuvieran apartados en la medida de lo posible, y de que obedecieran sus indicaciones en todo momento. No pudo evitar una sonrisa. Martin había evolucionado con los años y había dejado de ser el policía nervioso e inquieto de antes para convertirse en un colega muy estable en el que se podía confiar.

Cuando se acercaban a Valö, se agarró fuerte a la borda. Había ido mirando el teléfono cada minuto, por lo menos, pero no había recibido más mensajes. Sopesó la posibilidad de responder para avisar de que iban de camino, pero no se atrevió, por si así se descubría que Erica tenía un teléfono.

Vio que Ia lo estaba observando. Habría querido hacerle tantas preguntas... Por qué huyó y no había vuelto hasta ahora; cuál había sido su papel en la muerte de su padre y del resto de su familia... Todo eso tendría que esperar. Ya llegarían al fondo en su momento. Ahora solo era capaz de concentrarse en el hecho de que Erica estuviera en peligro. Nada más le importaba. Había estado a punto de perderla en el accidente de tráfico, un año y medio atrás, y entonces tomó conciencia de lo mucho que dependía de ella, del lugar que ocupaba en su vida y en su futuro.

Cuando bajaron a tierra, tanto él como Martin sacaron el arma al mismo tiempo, como si les hubieran dado una señal. Les recomendaron a Ia y a Josef que se mantuvieran detrás de ellos. Y acto seguido, empezaron a acercarse a la casa despacio.

Percy miraba distraído un punto de la pared.

–Pues muy bien –dijo.

–¿Y a ti qué te pasa? –John se pasó la mano por el flequillo rubio–. ¿Habías pensado dispararnos a todos o qué?

–Bueno. En realidad solo había pensado pegarme un tiro yo, la verdad. Pero antes quería divertirme un rato. Asustaros un poco...

–¿Y por qué ibas a quitarte la vida? –Leon miraba a su viejo amigo con cariño. Era tan frágil a pesar de su superioridad..., ya en Valö, Leon se había dado cuenta de que podía hacerse añicos en cualquier momento. Era un milagro que no hubiera sucedido antes. Era fácil prever que a Percy le costaría convivir con aquellos recuerdos, pero quizá hubiese heredado también la capacidad de negar la realidad.

–Sebastian me lo ha quitado todo. Y Pyttan me ha dejado. Seré el hazmerreír.

Sebastian lo miró condescendiente.

–Pero hombre por Dios, si eso ya no lo dice nadie.

Eran como niños. Leon lo veía con toda claridad. Todos se habían detenido en el desarrollo, sin saber cómo. Seguían estancados en los recuerdos. En comparación con ellos, él se sabía afortunado. Observando a los hombres que tenía a su alrededor, los vio como los adolescentes que fueron en su día. Y por raro que pudiera parecer, le inspiraban un gran cariño. Habían compartido una experiencia que los cambió radicalmente y que conformó sus vidas, y el vínculo que los unía era tan fuerte que jamás podría cortarse. Él siempre supo que volvería, que este día iba a llegar, solo que nunca pensó que Ia seguiría a su lado. Lo sorprendió su valentía. Tal vez él había preferido menospreciarla para no sentirse culpable por el sacrificio que ella hizo, un sacrificio mayor que el de ninguno de ellos.

¿Y por qué fue Josef el que se levantó y se atrevió a acompañar a la Policía? Leon creía conocer la respuesta. Desde que lo vio entrar por la puerta, le leyó en los ojos que estaba listo para morir. Era una mirada que Leon reconocía a la perfección. La vio en el Everest, cuando los sorprendió la tormenta, y en el bote salvavidas, cuando el barco se fue a pique en el océano Índico. La mirada de quien se ha rendido a la idea de perder la vida.

–Yo no pienso contribuir a esto. –John se levantó y tiró un poco de los pantalones para colocarse bien la raya–. Esta farsa ya ha durado demasiado. Lo negaré todo, no hay pruebas y tú serás responsable de todo lo que digas.

–¿John Holm? –dijo una voz desde la puerta.

John giró la cabeza.

–Bertil Mellberg. Lo que nos faltaba. ¿Qué quieres, si puede saberse? Si piensas hablarme en los mismos términos que la última vez, te sugiero que hables con mi abogado.

–No tengo nada que decirte.

–Estupendo. Pues entonces yo me voy a casa. Un placer. – John se encaminó hacia la puerta, pero Mellberg le impidió el paso. Detrás de él aparecieron tres hombres, uno de los cuales sostenía entre las manos una cámara enorme, con la que hacía una foto tras otra.

–Tú te vienes conmigo –dijo Mellberg.

John dejó escapar un suspiro.

–¿Pero qué tonterías son estas? Esto es acoso, acoso y nada más, y os aseguro que os acarreará consecuencias.

–Estás detenido por conspiración e intento de asesinato y te vienes conmigo ahora mismo –repitió Mellberg con una amplia sonrisa.

Leon seguía el espectáculo desde la silla de ruedas, y también Percy y Sebastian observaban en tensión lo que ocurría. John se había puesto rojo e hizo amago de pasar apartando a Mellberg, pero este lo acorraló contra la pared y, con movimientos ampulosos, le puso las esposas. El fotógrafo no paraba de hacer su trabajo, y los dos hombres que había detrás de él se acercaron también.

–¿Qué tienes que decir del hecho de que la Policía haya descubierto lo que los integrantes de Amigos de Suecia llamáis el Proyecto Gimlé? –preguntó uno.

A John le temblaban las piernas y Leon observaba toda la escena con sumo interés. Tarde o temprano, todos debían rendir cuentas de sus acciones. De repente, empezó a preocuparse por Ia, pero trató de no pensar en ello. Pasara lo que pasara, estaba predeterminado. Ella tenía que hacer lo que iba a hacer y satisfacer la deuda y la añoranza que la habían llevado a vivir solo para él. Su amor por él rayaba la obsesión, pero sabía que la movía el mismo fuego que lo había impulsado a él a aceptar todos los retos. Al final, ardieron los dos juntos, en el coche, en aquella pendiente abrupta de Mónaco. No tenían más opción que terminar aquello juntos. Estaba orgulloso de ella, él la quería, y ella volvería por fin a casa. Ese día, todo tendría un final, y Leon esperaba que fuera un final feliz.

Mårten abrió los ojos poco a poco y se los quedó mirando.

–Me ha entrado un cansancio enorme.

Ni Erica ni Gösta dijeron nada. De repente, ella también se sentía agotada. No le quedaba ni rastro de adrenalina en el cuerpo y la idea de que su hermana quizá estuviera muerta la paralizaba. Lo único que quería era tumbarse en el suelo y encogerse hasta hacerse una bola. Cerrar los ojos, dormirse y despertarse cuando todo hubiera pasado. De una forma u otra.

Había visto el parpadeo de la pantalla. Dan. Santo cielo, debía de estar preocupadísimo después de leer el mensaje que había enviado. Pero no había recibido respuesta de Patrik. ¿Estaría ocupado y no lo había visto?

Mårten seguía escrutándolos. Tenía el cuerpo relajado y la expresión indiferente. Erica lamentaba no haberle preguntado más a Ebba acerca de la muerte de su hijo. Ese hecho debió de activar algo que terminó por conducir a Mårten a la locura. Si hubiera sabido cómo ocurrió, quizá habría podido hablar con él. No podían quedarse allí sentados esperando a que los matara. Porque no le cabía la menor duda de que esa era su intención. Lo tuvo claro desde el momento en que advirtió aquella llama fría en su mirada. Con voz dulce, le dijo:

–Háblanos de Vincent.

Él no respondió enseguida. Lo único que se oía era la respiración de Gösta y el ruido del motor de los barcos a lo lejos. Aguardó hasta que Mårten respondió con tono apagado:

–Está muerto.

–¿Qué pasó?

–Fue culpa de Ebba.

–¿Cómo?

–No lo había comprendido hasta ahora.

Erica notó que la embargaba la impaciencia.

–¿Lo mató ella? –preguntó conteniendo la respiración. Con el rabillo del ojo, vio que Gösta seguía atentamente la conversación–. ¿Por eso trataste de matarla?

Mårten jugaba con el revólver, sopesándolo en la mano.

–No era mi intención que el fuego se extendiera tanto –dijo, y dejó de nuevo el arma en las rodillas–. Solo quería que comprendiera que me necesitaba. Que yo era el único que podía protegerla.

–¿Y por eso le disparaste luego?

–Es que tenía que comprender que debíamos estar unidos. Pero no tenía ningún sentido. Ahora lo comprendo. Me manipuló para que no viera lo evidente. Que lo había matado ella. –Asintió, como para subrayar lo que acababa de decir, y Erica se asustó tanto al ver la expresión de su cara que tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma.

–¿Ella mató a Vincent?

–Sí, exacto. Y yo lo comprendí más tarde, después de los días que pasó en tu casa. Ella había heredado la culpa. Tanta maldad no puede desaparecer sin más.

–¿Te refieres a su tatarabuela? ¿A la partera de ángeles? –preguntó Erica asombrada.

–Sí. Ebba me contó que ahogaba a los niños en un barreño y los enterraba en el sótano porque creía que no los quería nadie, que nadie iría a buscarlos. En cambio yo sí quería a Vincent. Y lo estuve buscando, pero ya no estaba. Ella lo había ahogado. Lo había enterrado con los otros niños muertos y no podía salir. –Mårten iba escupiendo las palabras y de la comisura del labio le colgaba un hilillo de saliva.

Erica comprendió que sería imposible razonar con él, que las diversas realidades se habían fundido formando una extraña tierra de sombras donde no podrían alcanzarlo. La dominó el pánico y lanzó una mirada a Gösta, cuya expresión resignada le dijo que él había llegado a la misma conclusión. No podían hacer otra cosa que rezar y confiar en que, de alguna manera, sobrevivirían a aquello.

–Chist –dijo Mårten de pronto, y se puso muy derecho.

Tanto Erica como Gösta se llevaron un sobresalto ante tan inesperado movimiento.

–Viene alguien. –Mårten se aferró al revólver y se levantó de un salto–. Chist –repitió, y se llevó el índice a los labios.

Se acercó corriendo a la ventana para asomarse a mirar. Se quedó allí plantado un instante, considerando las opciones que tenía. Luego, señaló a Gösta y a Erica.

–Vosotros dos os quedáis ahí. Voy a salir. Tengo que vigilarlos. Debo impedir que las encuentren.

–¿Qué piensas hacer? –Erica no pudo contenerse. La esperanza de que alguien viniera en su ayuda se mezclaba con el horror de que eso pusiera en peligro la vida de Anna, si es que no era ya demasiado tarde–. ¿Dónde está mi hermana? Tienes que decirme dónde está Anna –dijo con voz chillona.

Gösta le puso la mano en el brazo para tranquilizarla.

–Esperamos aquí, Mårten. No vamos a ir a ninguna parte. Nos quedaremos aquí hasta que vuelvas –aseguró, mirando a Mårten con firmeza.

Mårten se quedó convencido, se dio media vuelta y salió corriendo escaleras abajo. Erica quiso levantarse enseguida e ir detrás, pero Gösta le agarró el brazo para retenerla y le dijo en voz baja:

–Tranquila, vamos a mirar por la ventana, para ver adónde se dirige.

–Pero es que Anna... –dijo Erica desesperada, tratando de liberarse.

Gösta no se rindió.

–Párate a pensar antes de actuar precipitadamente. Miramos por la ventana, luego bajamos y recibimos a los que vengan. Seguro que son Patrik y los demás, y ellos nos ayudarán.

–De acuerdo –dijo Erica, y se puso de pie, aunque le fallaban las piernas.

Con suma cautela, se pusieron a esperar a que apareciera Mårten.

–¿Tú ves algo?

–No –dijo Gösta–. ¿Tú tampoco?

–No, no creo que haya bajado al embarcadero, porque se encontraría cara a cara con quien quiera que esté en camino.

–Habrá ido hacia la parte trasera de la casa. ¿Adónde, si no?

–Bueno, el caso es que yo no lo veo, así que voy a bajar.

Erica se dirigió con sigilo a la escalera y bajó a la entrada. Reinaba el silencio, no se oían voces, pero sabía que se acercarían tan discretamente como pudieran. Miró por la puerta abierta de la casa y le entraron ganas de llorar. Allí fuera no había nadie.

En ese mismo instante, advirtió un movimiento entre los árboles. Entornó los ojos para ver mejor y sintió un alivio inmenso. Era Patrik y, detrás de él, venía Martin, seguido de otras dos personas. Le llevó unos segundos reconocer a Josef Meyer. A su lado había una mujer elegantemente vestida. ¿Sería Ia Kreutz? Erica hizo una seña para que Patrik la viera y volvió dentro.

–Vamos a esperar aquí –le dijo a Gösta.

Se colocaron los dos pegados a la pared, para que no los vieran por la puerta. Mårten podía encontrarse en cualquier sitio, y no quería convertirse en una diana viviente.

–¿Dónde se habrá metido? –Gösta se volvió hacia ella–. ¿Seguirá dentro de la casa?

Erica comprendió que tenía razón, y echó una ojeada presa del pánico, como si Mårten pudiera aparecer en cualquier momento y pegarles un tiro. Pero no se lo veía por ninguna parte.

Cuando Patrik y Martin llegaron por fin, miró a su marido a los ojos, que reflejaban tanto alivio como preocupación.

–¿Y Mårten? –preguntó Patrik en voz baja, y Erica lo puso al corriente de lo sucedido desde que se dieron cuenta de que venía alguien.


Date: 2015-12-17; view: 429


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