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Capítulo XLVIII 1 page

Asunto de familia

 

Athos había encontrado la palabra: asunto de familia. Un asunto de familia no estaba sometido a la investigación del cardenal; un asun­to de familia no afectaba a nadie; uno podía ocuparse ante todo el mun­do de un asunto de familia.

Desde luego, Athos había dado con la palabra: asunto de familia.

Aramis había dado con la idea: los lacayos.

Porthos había dado con el medio: el diamante.

Unicamente D'Artagnan no había dado con nada, él que solía ser el más inventivo de los cuatro; pero también hay que decir que el solo nombre de Milady lo paralizaba.

Ah, sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el dia­mante.

El almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encan­tadora. D'Artagnan tenía ya su uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poe­ma, había hecho el doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.

D'Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a Milady como una nube sombría en el horizonte.

Después de almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y allí terminarían el asunto.

D'Artagnan pasó el día enseñando su traje de mosquetero por to­das las calles del campamento.

Por la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres cosas que decidir:

Lo que había que escribir al hermano de Milady.

Lo que había que escribir a la persona hábil de Tours.

Y qué lacayos serían los que llevarían las camas.

Cada cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Gri­maud, que sólo hablaba cuando su amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria; Aramis, con­fiando en la destreza de Bazin, hacía un elogio pomposo de su candi­dato; finalmente, D'Artagnan tenía fe completa en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el espinoso asunto de Boulogne.

Estas cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos discursos, que no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.

‑Por desgracia ‑dijo Athos‑, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí solo las cuatro cualidades juntas.

‑Pero ¿dónde encontrar un lacayo semejante?

‑¡Inencontrable! ‑dijo Athos‑. Lo sé bien: tomad, pues, a Grimaud.

‑Tomad a Mosquetón.

‑Tomad a Bazin.

‑Tomad a Planchet; Planchet es bravo y diestro; ahí tenéis ya dos de las cuatro cualidades.



‑Señores ‑dijo Aramis‑, lo principal no es saber cuál de nues­tros cuatro lacayos es el más discreto, el rnás fuerte, el más diestro o el más bravo; lo principal es saber cuál ama más el dinero.

‑Lo que Aramis dice está lleno de sensatez ‑prosiguió Athos‑; hay que especular sobre los defectos de las personas y no sobre sus virtudes; señor abate, ¡sois un gran móralista!

‑Indudablemente ‑replicó Aramis‑; porque no sólo necesitamos estar bien servidos para triunfar, sino incluso para no fracasar; porque en caso de fracaso, está en juego la cabeza, no de los lacayos...

‑¡Más bajo, Aramis! ‑dijo Athos.

‑Exacto, no de los lacayos ‑prosiguió Aramis‑, sino del amo, e incluso de los amos. ¿Nos son bastante adictos nuestros lacayos para arriesgar su vida por nosotros? No.

‑¡A fe ‑dijo D'Artagnan‑ que respondería casi de Planchet!

‑¡Pues bien, querido amigo! Añadid a su adhesión natural una bue­na suma que le proporcione algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis dos.

‑¡Buen Dios! Os equivocaréis de todos modos ‑dijo Athos, que era optimista cuando se trataba de las cosas, y pesimista cuando se tra­taba de los hombres‑. Prometerán todo para tener el dinero, y en ca­mino el miedo los impedirá actuar. Una vez cogidos, los encerrarán; y encerrados confesarán. ¡Qué diablo! ¡No somos niños! Para ir a Ingla­terra ‑Athos bajó la voz‑, hay que atravesar toda Francia, sembrada de espías y de criaturas del cardenal; se necesita un pase para embar­carse; hay que saber inglés para preguntar el camino a Londres. Ya véis que la cosa me parece muy difícil.

‑Nada de eso ‑dijo D'Artagnan que estaba empeñado en que la cosa se realizase‑; yo, por el contrario, la veo fácil. ¡No hay ni que decir, por supuesto, que si se escribe a lord de Winter los horrores del cardenal...!

‑¡Más bajo! ‑dijo Athos.

‑Las intrigas y los secretos de Estado ‑continuó D'Artagnan ha­ciendo caso a la recomendación‑ no hay ni que decir que ¡todos no­sotros seremos enrodados vivos!; pero, por Dios, no olvidéis, como vos mismo habéis dicho, Athos, que le escribimos por un asunto de fami­lia; que le escribimos con el único fin de que ponga a Milady, desde su llegada a Londres, en la imposibilidad de perjudicarnos. Le escribi­ré, por tanto, una carta poco más o menos en estos términos:

‑Veamos ‑dijo Aramis, adoptando de antemano un semblante de crítico.

‑«Señor y querido amigo...

‑Vaya, pues sí; querido amigo a un inglés ‑interrumpió Athos‑; buen comienzo, ¡bravo!, D'Artagnan. Sólo que con esa palabra seréis descuartizado en lugar de enrodado vivo.

‑Bueno, de acuerdo, entonces diré señor a secas.

‑Podéis decir incluso milord ‑prosiguió Athos, que se empeña­ba en las conveniencias.

‑«Milord, ¿os acordáis del pequeño cercado de cabras del Luxem­burgo?»

‑¡Vaya! ¡Ahora el Luxemburgo! Creerá que es una alusión a la reina madre[L179] . ¡Eso sí que es ingenioso! ‑dijo Athos.

‑Pues entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el que se os salvó la vida?»

‑Mi querido D'Artagnan ‑dijo Athos‑, no seréis nunca otra co­sa que un mal redactor: «¡En que se os salvó la vida!H ¡Quita de ahli Eso no es digno. A un hombre galante no se le recuerdan esos servi­cios. Beneficio reprochado, ofensa hecha.

‑¡Ah amigo mío! ‑dijo D'Artagnan‑. Sois insoportable, y si hay que escribir bajo vuestra censura, a fe que renuncio.

‑Y hacéis bien. Manejad el mosquete y la espada, querido, prac­ticáis hábilmente los dos ejercicios, pero pasad la pluma al señor abate, esto le concierne.

‑¡Ah sí por cierto ‑dijo Porthos‑, pasad la pluma a Aramis, que escribe tesis en latín!

‑Pues bien, sea ‑dijo D'Artagnan‑, redactadnos esa nota, Ara­mis, pero, ¡por San Pedro!, hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.

‑No pido otra cosa ‑dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí mismo‑; pero que me pongan al corriente; por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era una bribona, yo mis­mo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el car­denal.

‑¡Más bajo, pardiez! ‑dijo Athos.

‑Mas se me escapan los detalles ‑continuó Aramis.

‑Y a mí también ‑dijo Porthos.

D'Artagnan y Athos se miraron algún tiempo en silencio. Por fin Athos, tras haberse recogido y poniéndose aún más pálido de lo que era por costumbre, hizo un signo de asentimiento; D'Artagnan com­prendió que podía hablar.

‑¡Pues bien! Esto es lo que tengo que decir ‑prosiguió D'Ar­tagnan‑: «Milord, vuestra cuñada es una criminal, que quiso haceros matar para heredaros. Además, no podía desposar a vuestro herma­no, por estar ya casada en Francia y por haber sido...»

D'Artagnan se detuvo como si buscase la palabra, mirando a Athos.

‑Arro'ada por su marido ‑dijo Athos.

‑Por haber sido marcada ‑continuó D'Artagnan.

‑¡Bah! ‑exclamó Porthos‑. ¡Imposible! ¿Ha querido hacer ma­tar a su cuñado?

‑Sí.

‑¿Estaba casada? ‑preguntó Aramis.

‑Sí.

‑¿Y su marido se dio cuenta de que tenía una flor de lis en el hom­bro? ‑exclamó Porthos.

‑Sí.

Estos tres síes fueron dichos por Athos con una entonación más sombría cada vez.

‑¿Y quién ha visto esa flor de lis? ‑preguntó Aramis.

‑D'Artagnan y yo, o mejor, para observar el orden cronológico, yo y D'Artagnan ‑respondió Athos.

‑¿Y el marido de esa horrible criatura vive aún?‑ dijo Aramis.

‑Aún vive.

‑¿Estáis seguro?

‑Lo estoy.

Hubo un instante de frío silencio durante el que cada cual se sintió impresionado según su naturaleza.

‑Esta vez ‑prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio­ D'Artagnan nos ha dado un programa excelente, y eso es lo primero que hay que escribir.

‑¡Diablos! Tenéis razón, Athos ‑prosiguió Aramis‑, y la re­dacción es espinosa. El mismo señor canciller se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin embargo, el señor can­ciller redacta muy tranquilamente un atestado. ¡No importa, callaos, escribo!

En efecto, Aramis cogió la pluma, reflexionó algunos instantes, se puso a escribir ocho o diez líneas de una encantadora y diminuta escri­tura de mujer, y luego, con voz dulce y lenta, como si cada palabre hubiera sido sopesada escrupulosamente, leyó lo que sigue:

 

«Milord:

La persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el ho­nor de cruzar la espada con vos en un pequeño cercado de la calle d'Enfer. Como luego tuvisteis a bien declararos varias ve­ces amigo de esta persona, ésta os debe agradecer esa amistad con un buen aviso. Dos veces habéis estado a punto de ser vícti­ma de un pariente próximo a quien creéis vuestro heredero, por­que ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra es­taba ya casada en Francia. Pero la tercera vez que es ésta, po­déis sucumbir a ella. Vuestro pariente ha partido de La Rochelle para Inglaterra durante la noche. Vigilad su llegada, porque tie­ne grandes y terribles proyectos. Si queréis saber absolutamente de lo que es capaz, leed su pasado en su hombro izquierdo.»

 

‑¡Bien! A las mil maravillas ‑dijo Athos‑, y tenéis pluma de se­cretario de Estado, mi querido Aramis. Ahora lord de Winter estará ojo avizor, si el aviso le llega; y aunque caiga en manos de Su Eminen­cia misma, no podríamos quedar comprometidos. Mas como el criado que partirá podría hacernos creer que ha estado en Londres y detener­se en Chátellerault, démosle sólo con la carta la mitad de la suma, pro­metiéndole la otra mitad a cambio de la respuesta. ¿Tenéis el diaman­te? ‑continuó Athos.

‑Tengo algo mejor que eso, tengo el dinero.

Y D'Artagnan arrojó la bolsa sobre la mesa: al sonido del oro, Ara­mis alzó los ojos. Porthos se estremeció; en cuanto a Athos, permane­ció impasible.

‑¿Cuánto hay en esa pequeña bolsa? ‑dijo.

‑Siete mil libras en luises de doce francos.

‑¡Siete mil libras! ‑exclamó Porthos‑. ¿Ese mal diamantucho va­lía siete mil libras?

‑Eso parece ‑dijo Athos‑, porque aquí están; no creo que nues­tro amigo D'Artagnan haya puesto de lo suyo.

‑Pero señores ‑dijo D'Artagnan‑, en todo esto no pensamos en la reina. Cuidemos algo la salud de su querido Buckingham. Es lo menos que le debemos.

‑Es justo ‑dijo Athos‑, pero eso concierne a Aramis.

‑¡Bien! ‑respondió éste ruborizándose‑. ¿Qué tengo que hacer?

‑Es muy sencillo ‑replicó Athos‑, redactar una segunda carta para esa persona hábil que vive en Tours.

Aramis volvió a tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribió las siguientes líneas, que sometió al instante mismo a la apro­bación de sus amigos:

«Mi querida prima...»

‑Vaya ‑dijo Athos‑, ¿esa persona hábil es pariente vuestra?

‑Prima hermana ‑dijo Aramis.

‑¡Vaya entonces por prima!

Aramis continuó:

 

«Mi querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de Francia y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los rebeldes heréticos de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota inglesa no lle­gue siquiera a la vista de la plaza; me atrevería a decir incluso que estoy seguro de que el señor de Buckingham se verá impe­dido de partir por algún gran acontecimiento. Su Eminencia es el politico más ilustre de los tiempos pasados, del tiempo presen­te y probablemente de los tiempos futuros. Apagaría el sol si el sol le molestara. Dad estas felices nuevas a vuestra hermana, que­rida prima. He soñado que ese maldito inglés era matado. No puedo recordar si lo era por el hierro o por el veneno; sólo estoy segura de que he soñado que era matado, y, ya lo sabéis, mis sueños no me engañan jamás. Estad segura, por tanto, de que pronto me veréis volver.»

 

‑¡De maravilla! ‑exclamó Athos‑. Sois el rey de los poetas; mi querido Aramis, habláis como el Apocalipsis y sois verdadero como el Evangelio. Ahora no os queda mas que poner las señas en esa carta.

‑Es muy fácil ‑dijo Aramis.

Y plegó coquetamente la carta, la volvió y escribió:

«A mademoiselle Marie Michon, costurera de Tours.»

Los tres amigos se miraron riendo: estaban prendados.

‑Ahora ‑dijo Aramis‑ comprenderéis, señores, que sólo Bazin puede llevar esta carta a Tours; mi prima sólo conoce a Bazin y no tie­ne confianza más que en él: cualquier otro haría fracasar el asunto. Ade­más, Bazin es ambicioso y sabio; Bazin ha leído la historia, señores, sabe que Sixto V se convirtió en Papa tras haber guardado puercos. Pues bien, como cuenta con entrar en la iglesia al tiempo que yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en cardenal: com­prenderéis que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará pren­der o, si es prendido, sufrirá el martirio antes que hablar.

‑Bien, bien ‑dijo D'Artagnan‑, os concedo de buena gana a Ba­zin; pero concededme a mí a Planchet: Milady lo hizo poner en la calle cierto día a fuerza de bastonazos; ahora bien, Planchet tiene buena me­moria y, os respondo de ello, si puede suponer una venganza posible, antes se dejará romper la crisma que renunciar a ella. Si vuestros asun­tos en Tours son vuestros asuntos, Aramis, los de Londres son los míos. Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if you please y my master lord D'Artagnan; con esto, estad traquilos, ha­rá su camino de ida y vuelta.

‑En ese caso ‑dijo Athos‑, es preciso que Planchet reciba sete­cientas libras para ir y setecientas libras para volver, y Bazin, trescien­tas libras para ir y trescientas para volver; esto reducirá la suma a cinco mil libras; nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas co­mo bien nos parezca, y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos extraordinarios o para las necesidades comu­nes. ¿Estáis de acuerdo?

‑Mi querido Athos ‑dijo Aramis‑, habláis como Néstor, que era, como todos sabemos, el más sabio de los griegos.

‑Pues bien, todo resuelto ‑prosiguió Athos‑: Planchet y Bazin partirán; en última instancia, no me molesta conservar a Grimaud; es­tá acostumbrado a mis modales, y me quedo con él, el día de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.

Se hizo venir a Planchet y se le dieron las instrucciones; ya había sido prevenido por D'Artagnan, que de primeras le había anunciado la gloria, luego el dinero, después el peligro.

‑Llevaré la carta en la bocamanga de mi traje ‑dijo Planchet‑, y la tragaré si me prenden.

‑Pero entonces no podrás hacer el encargo ‑dijo D'Artagnan.

‑Esta noche me daréis una copia, que mañana sabré de me­moria.

‑¡Y bien! ¿Qué os había dicho?

‑Ahora ‑continuó dirigiéndose a Planchet‑ tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter, tienes otros ocho para volver aquí; en total, dieciséis días; si al dieciseisavo día de tu partida, a las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco minutos.

‑Entonces, señor ‑dijo Planchet‑, compradme un reloj.

‑Toma éste ‑dijo Athos, dándole el suyo con una generosidad despreocupada‑ y sé un valiente muchacho. Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a tu amo, que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti. Pero pien­sa también que si por tu culpa le ocurre alguna desgracia a D'Artag­nan, te encontraré donde sea y será para abrirte el vientre.

‑¡Oh señor! ‑dijo Planchet, humillado por la sospecha y asusta­do sobre todo por el aire tranquilo del mosquetero.

‑Y yo ‑dijo Porthos haciendo girar sus grandes ojos‑, piensa que te desuello vivo.

‑¡Ay, señor!

‑Y yo ‑continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa‑, piensa que te quemo a fuego lento como un salvaje.

‑¡Ah, señor!

Y Planchet se puso a llorar; no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido a las amenanzas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente unidos.

D'Artagnan le cogió la mano y lo abrazó.

‑¿Ves, Planchet? ‑le dijo‑. Estos señores lo dicen todo eso por ternura hacia mí, pero en el fondo lo quieren.

‑¡Ay, señor! ‑dijo Planchet‑. O triunfo o me cortan en cuatro; aunque me descuarticen, estad convencido de que ni un solo trozo hablará.

Quedó decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que, como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria. Justo a las doce se llegó a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a las ocho de la tarde.

Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D'Ar­tagnan, que en el fondo sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.

‑Escucha ‑le dijo‑, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leido, le dirás: «Velad por Su Gracia lord Bucking­ham, porque lo quieren asesinar.» Pero esto, Planchet, es tan grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este secreto, y ni por un despacho de capitán querría escri­bírtelo.

‑Estad tranquilo, señor ‑dijo Planchet‑, ya veréis si se puede contar conmigo.

Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la posta, Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían hecho los mosquete­ros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.

Bazin partió al día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su comisión.

Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausen­cias, tenían, como fácilmente se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha. Sus jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y de olfatear los correos que llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable se apoderó de ellos cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían que guar­darse de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.

La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonrien­do según su costumbre, entró en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo según el acuerdo fijado:

‑Señor Aramis, aquí está la respuesta de vuestra prima.

Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha; cierto que era la más corta y la más fácil.

Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin ortografía.

‑¡Buen Dios! ‑exclamó riendo‑. Decididamente no lo consegui­rá; nunca esa pobre Michon escribirá como el señor de Voiture.

‑¿Qué es lo que quiere tezir esa probe Mijon? ‑preguntó el sui­zo, que estaba a punto de hablar con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.

‑¡Oh, Dios mío! Nada de nada ‑dijo Aramis‑, una costurerita encantadora a la que amaba mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.

‑¡Diozez! ‑dijo el suizo‑. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna gamarata.

Aramis leyó la carta y la pasó a Athos.

‑Ved, pues, lo que me escribe, Athos ‑dijo.

Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecer­se todas las sospechas que hubieran podido nacer, leyó en alta voz:

 

«Prima mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sue­ños, y tenemos incluso un miedo horroroso por ellos; pero espe­ro que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira. ¡Adiós! Portaos bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de voz.

 

Aglae Michon[L180]

 

¿Y de qué sueño habla ella? ‑preguntó el dragón que se había a cercado durante la lectura.

‑Zí, ¿de qué zueño? ‑dijo el suizo.

‑¡Diantre! ‑dijo Aramis‑. Es muy sencillo: de un sueño que tu­ve y le conté.

‑¡Oh!, zí, por Tios; ez muy sencijo de gontar zu zueño; pero yo no zueño jamás.

‑Sois muy dichoso ‑dijo Athos levantándose‑. ¡Y me gustaría poder decir lo mismo que vos!

‑¡Jamás! ‑exclamó el suizo, encantado de que un hombre como Athos le envidiase algo‑. ¡Jamás! ¡Jamás!

D'Artagnan, viendo que Athos se levantaba, hizo otro tanto, tomó su brazo y salió.

Porthos y Aramis se quedaron para hacer frente a las chirigotas del dragón y del suizo.

En cuanto a Bazin, se fue a acostar sobre un haz de paja; y como tenía más imaginación que el suizo, soñó que el señor Aramis, vuelto Papa, le tocaba con un capelo de cardenal.

Pero como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte de la inquietud que aguijoneaba a los cuatro ami gos. Los días de la espera son largos, y D'Artagnan sobre todo hubieri apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas. Olvidaba las lentitudes obligadas de la navegación, exageraba el poder de Milady. Prestaba a aquella mujer, que le parecía semejante a un demonio, auxiliares sobrenaturales como ella; al menor ruido se imaginaba que venían a detenerle y que traían a Planchet para carearlo con él y con sus amigos. Hay más: su confianza de antaño tan grande en el digno picardo disminuía de día en día. Esta inquietud era tan grande que ganaba a Porthos y a Aramis. Sólo Athos permanecía impasible como si ningún peligro se agitara en torno suyo, y como si respirase su atmósfera cotidiana.

El decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en D'Artagnan y sus dos amigos que no podían quedarse er su sitio, y vagaban como sombras por el camino por el que debía volver Planchet.

‑Realmente ‑les decía Athos‑ no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan gran miedo. Después de todo, ¿de qué se trata? ¡De ser encarcelados! De acuerdo, pero nos sacarán de prisión: de ella ha sido sacada la señora Bonacieux. ¿De sér decapitados: Pero si todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponer­nos a algo peor que eso, porque una bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más cortándo­nos el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza. Estad, por tanto, tranquilos; dentro de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Plan­chet estará aquí: ha prometido estar aquí, y yo tengo grandísima fe ear las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy valiente.

‑Pero ¿si no llega? ‑dijo D'Artagnan.

‑Pues bien, si no llega es que se habrá retrasado, eso es todo. Pue­de haberse caído del caballo, puede haber hecho una cabriola por en­cima del puente, puede haber corrido tan deprisa que haya cogido una fluxión de pecho. Vamos, señores, tengamos en cuenta los aconteci­mientos. La vida es un rosario de pequeñas miserias que el filósofo des­grana riendo. Sed filósofos como yo, señores sentaos a la mesa y be­bamos; nada hace parecer el porvenir color de rosa como mirarlo a través de un vaso de chambertin.

‑Eso está muy bien ‑respondió D'Artagnan‑; pero estoy harto de tener que temer, cuando bebo bebidas frías, que el vino salga de la bodega de Milady.

‑¡Qué difícil sois! ‑dijo Athos‑. ¡Una mujer tan bella!

‑¡Una mujer de marca! ‑dijo Porthos con su gruesa risa.

Athos se estremeció, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su vez con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.


Date: 2015-12-17; view: 488


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