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Capítulo XLVIII 2 page

Sin embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó; las cantinas se llenaron de parroquianos; Athos, que se ha­bía embolsado su parte del diamante, no dejaba el Parpaillot. Había encontrado en el señor de Busigny, que por lo demás le había dado una cena magnífica, un partner digno de él. Jugaban, pues, juntos, como de costumbre, cuando las siete sonaron: se oyó pasar las patru­llas que iban a doblar los puestos; a las siete y media sonó la retreta.

‑Estamos perdidos ‑dijo D'Artagnan al oído de Athos.

‑Queréis decir que hemos perdido ‑dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su bolsillo y arrojándolas sobre la mesa‑. Vamos, señores ‑continuó‑, tocan a retreta, vamos a acostarnos.‑

Y Athos salió del Parpaillot seguido de D'Artagnan. Aramis venía detras dando el brazo a Porthos. Aramis mascullaba versos y Portos se arrancaba de vez en cuando algunos pelos del mostacho en señal de desesperación.

Pero he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una som­bra, cuya forma es familiar a D'Artagnan, y que una voz muy conocida le dice:

‑Señor os traigo vuestra capa, porque hace fresco esta noche.

‑¡Planchet! ‑exclamó D'Artagnan ebrio de alegría.

‑¡Planchet! ‑repitieron Porthos y Aramis.

‑Pues claro, Planchet ‑dijo Athos‑. ¿Qué hay de sorprendente en ello? Había prometido estar de regreso a las ocho, y están dando las ocho. ¡Bravo! Planchet, sois un muchacho de palabra, y si alguna vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a mi servicio.

‑¡Oh, no, nunca! ‑dijo Planchet‑. Nunca dejaré al señor D'Ar­tagnan!

Al mismo tiempo D'Artagnan sintió que Planchet le deslizaba un billete en la mano.

D'Artagnan tenía grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a la partida; pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena calle, pareciese extraordina­ria a algún transeúnte, y se contuvo.

‑Tengo el billete ‑dijo a Athos y a sus amigos.

‑Está bien ‑dijo Athos‑, entremos en casa y lo leeremos.

El billete ardía en la mano de D'Artagnan; quería acelerar el paso; pero Athos le cogió el brazo y lo pasó bajo el suyo; y así, el joven tuvo que acompasar su camera a la de su amigo.

Por fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se mantenía en la puerta para que los cuatro amigos no fue­ran sorprendidos, D'Artagnan, con una mano temblorosa, rompió el sello y abrió la carta tan esperada.

Contenía media línea de una escritura completamente británica y de una concisión completamente espartana:



«Thank you, be easy.»

Lo cual quería decir:

«¡Gracias, estad tranquilo!»

Athos tomó la carta de manos de D'Artagnan, la aproximó a la lám­para, la prendió fuego y no la soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.

Luego, llamando a Planchet:

‑Ahora, muchacho, puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa con un billete como éste.

‑No será por falta de haber inventado muchos medios para guar­darlo ‑dijo Planchet.

‑Y bien ‑dijo D'Artagnan‑ cuéntanos eso.

‑Maldición, es muy largo, señor.

‑Tienes razón, Planchet ‑dijo Athos‑; además la retreta ha so­nado, y nos haríamos notar conservando la luz más tiempo que los demás.

‑Sea ‑dijo D'Artagnan‑, acostémonos. Duerme bien, Planchet.

‑A fe, señor, que será la primera vez en dieciséis días.

‑¡También para mí! ‑dijo D'Artagnan.

‑¡También para mí! ‑replicó Porthos.

‑¡Y para mí también! ‑repitió Aramis.

‑Pues bien, si queréis que os confiese la verdad, ¡para mí tam­bién! ‑dijo Athos.

 

Capítulo XLIX

Fatalidad

 

Entretanto Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del na­vío como una leona a la que embarcan, había estado tentada de arro­jarse al mar para ganar la costa, porque no podía hacerse a la idea de que había sido insultada por D'Artagnan amenazada por Athos y que abandonaba Francia sin vengarse de ellos. Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para ella que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán arrojarla jun­to a la costa; mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posi­ción, colocado entre los cruceros franceses a ingleses como el murcié­lago entre las ratas y los pájaros, tenía mucha prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehusó obstinadamente obedecer a lo que tomaba por un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido recomendada particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest; pero, entretanto el viento era contrario, la mar mala, voltejeaban y daban bordadas. Nueve días después de la salida de Charente, Milady, completamente pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del Finisterre.

Calculó que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo menos tres días; añadid un día para de­sembarco, y eran cuatro; añadid esos cuatro días a los otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos aconteci­mientos importantes podían pasar en Londres. Pen"dudablemente que el cardenal estaría furioso por su regreso y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían contra ella que las acusaciones que ella lanzarfa contra los otros. Dejó, por tanto, pasar Lorient y Brest sin insistirle al capitán que, por su parte, se guar­dó mucho de dar aviso. Milady continuo, pues, su ruta, y el mismo día en que Planchet se embarcaba de Portsmouth para Francia, la men­sajera de su Eminencia entraba triunfante en el puerto.

Toda la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes bajeles recientemente terminados acababan de ser lan­zados al mar; de pie sobre la escollera engalanado de oro, deslum­brante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro adornado con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hom­bro, se vela a Buckingham rodeado de un estado mayor casi tan bri­llante como él.

Era una de esas bellas y raras jornadas de invierno en que Inglate­rra se acuerda de que hay sol. El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte empurpurando a la vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las tomes y las viejas casas de la ciudad un último rayo de oro que hacía centellear los crista­les como el reflejo de un incendio. Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la tierra, al con­templar todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el poderío de aquel ejército que ella debía combatir sola ‑ella mujer‑ con algunas bolsas de oro, se comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campa­mento de los Asirios y cuando vio la masa enorme de carros, de caba­llos, de hombres y de armas que un gesto de su mano debía disipar como una nube de humo.

Entraron en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter formidablemente armado se aproximó al navío mer­cante declarándose guardacostas, a hizo echar al mar su bote, que se dirigió hacia la escala. Aquel bote llevaba un oficial, un contramaestre y ocho remadores; sólo el oficial subió a bordo, donde fue recibido con toda la deferencia que inspira un uniforme.

El oficial se entretuvo algunos instantes con el patron, le hizo leer un papel de que era portador y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y pasajeros, fue llevada al puente.

Cuando concluyó aquella especie de pase de lista, el official pre­guntó en voz alta del punto de partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las preguntas el capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad. Entonces el official comenzó a pasar revista de todas las personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la con­sideró con gran cuidado, pero sin dirigirle una sola palabra.

Luego volvió al capitán, le dijo aún unas palabras; y como si fuera a él a quien en adelante el navío debiera obedecer, ordenó una manio­bra que la tripulación ejecutó al punto. Entonces el navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con borda ‑a su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones; mientras, la barca seguía la estela del navío, débil punto jun­to a la enorme masa.

Durante el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había devorado por su parte con la mirada. Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de ojos de llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar, esta vez encontró un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubri­miento siguió a su investigación. El official, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ; azul claro algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas correctas; su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como con­viene a los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro.

Cuando entraron en el puerto era ya de noche. La bruma espesa­ba aún más la oscuridad y formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que rodea la luna cuan­do el tiempo amenaza con volverse lluvioso. El aire que se respiraba era triste, húmedo y frío.

Milady, aquella mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.

El official se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su mano.

‑¿Quién sois, señor ‑preguntó ella‑, que habéis tenido la bon­dad de ocuparos tan particularmente de mí?

‑Debéis saberlo, señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa ‑respondió el joven.

‑Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a tierra?

‑Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los extranjeros sean conducidos a una hoste­ría designada a fin de que queden bajo la vigilancia del gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.

Estas palabras fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más perfecta. Sin embargo, no tuvieron el don de convencer a Milady.

‑Pero yo no soy extranjera, señor ‑dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de Porstmouth a Manchester‑, me lla­mo lady Clarick, y esta medida...

‑Esta medida es general, Milady, y trataríais en vano de sustrae­ros a ella.

‑Entonces os seguiré, señor.

Y aceptando la mano del official, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le esperaba el bote. El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el official la hizo sentar sobre la capa y se sen­tó junto a ella.

‑Remad ‑dijo a los marineros.

Los ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, gol­peando con un solo golpe, y el bote pareció volar sobre la superficie del agua.

Al cabo de cinco minutos tocaban tierra.

El oficial saltó al muelle y ofreció la mano a Milady.

Un coche esperaba.

‑ Es para nosotros este coche? ‑preguntó Milady.

‑Sí, señora ‑respondió el official.

‑La hostería debe estar entonces muy lejos.

‑Al otro extremo de la ciudad.

‑Vamos ‑dijo Milady.

Y subió resueltamente al coche.

El oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados de­trás de la caja, y, concluida esta operación, ocupó su sitio junto a Mi­lady y cerró la portezuela.

Al punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesi­dad de indicarle su destino, el cochero partió al galope y se metió por las calles de la ciudad.

Una recepción tan extraña debía ser para Milady amplia materia de reflexión; por eso, al ver que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se acodó en un ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presenta­an a su espíritu.

Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se inclinó hacia la portezuela para ver adónde se la conducía. No se percibían ya casas; en las tinieblas, aparecían los árboles co­mo grandes fantasmas negros recorriendo uno tras otro.

Milady se estremeció.

‑Pero ya no estamos en la ciudad, señor ‑dijo.

El joven guardó silencio.

‑No seguiré más lejos si no me decís adónde me conducís; ¡os lo prevengo, señor!

Esta amenaza no obtuvo ninguna respuesta.

‑¡Oh, esto es demasiado! ‑exclamó Milady‑. ¡Socorro! ¡Socorro!

Ninguna voz respondió a la suya, el coche continuo rodando con rapidez; el oficial parecía una estatua.

Milady miró al oficial con una de esas expresiones terribles, pecu­liares de su rostro y que raramente dejaban de causar su efecto; la co­lera hacía centellear sus ojos en la sombra.

El joven permaneció impasible.

Milady quiso ábrir la portezuela y tirarse.

‑Tened cuidado, señora ‑dijo fríamente el joven‑; si saltáis os mataréis.

Milady volvió a sentarse echando espuma; el oficial se inclinó, la miró a su vez y pareció sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto casi repelente. La astu­ta criatura comprendió que se perdía al dejar ver así en su alma; volvió a serenar sus rasgos, y con una voz gimente dijo:

‑En nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro go­bierno, o a un enemigo al que debo atribuir la violencia que se me hace.

‑No se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una medida totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en Inglaterra.

‑Entonces, ¿vos no me conocéis, señor?

‑Es la primera vez que tengo el honor de veros.

‑Y, por vuestro honor, ¿no tenéis ningún motivo de odio con­tra mí?

‑Ninguno, os lo juro.

Había tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady quedó tranquilizada.

Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de hierro que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y aislado. Enton­ces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido que reconoció por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa escarpada.

El coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un pa­tio sombrío y cuadrado; casi al punto la portezuela del coche se abrió, el joven saltó ágilmente a tierra y presentó su mano a Milady, que se apoyó en ella y descendió a su vez con bastante calma.

‑Lo cierto es ‑dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven oficial con la más graciosa sonrisa‑ que estoy prisionera; pero no será por mucho tiempo, estoy segura ‑añadió‑; mi conciencia y vuestra cortesía, señor, son garantías de ello.

Por halagador que fuese el cumplido, el ficial no respondió nada; pero sacando de su cintura un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres en los navíos de guerra, sil­bó tres veces, con tres modulaciones diferentes; entonces aparecieron varios hombres, desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.

Luego, el oficial, siempre con la misma cortesía calma, invitó a su prisionera a entrar en la casa. Esta, siempre con su mismo rostro son­riente, le tomó el brazo y entró con él bajo una puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una escalera de piedra que giraba en torno de una arista de piedra; luego se detu­vieron ante una puerta maciza que, tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a Milady.

De una sola mirada la prisionera abarcó la habitación en sus meno­res detalles.

Era una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y muy severo para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las ventanas y los cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión.

Por un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en las fuentes más vigorosas, la abandonó; cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la cabeza y esperando a cada ins­tante ver entrar a un juez para interrogarla.

Pero nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las cajas, los depositaron en un rincón y se retiraron sin decir nada.

El oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que cons­tantemente le había visto Milady, sin pronunciar una palabra y hacién­dose obedecer con un gesto de su mano o a un toque de silbato.

Se hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no existía o resultaba inútil.

Finalmente Milady no se pudo contener por más tiempo y rompió el silencio.

‑En nombre del cielo, señor ‑exclamó‑, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa? Aclarad mis irresoluciones; tengo valor para cualquier pe­ligro que preveo, para cualquier desgracia que comprendo. ¿Dónde estoy y qué soy aqu? Si estoy libre, ¿por qué esos barrotes y esas puer­tas? Si estoy prisionera, ¿qué crimen he cometido?

‑Estáis aquí en la habitación que se os ha destinado, señora. He recibido la orden de ir a recogeros en el mar y conduciros a este castillo; creo haber cumplido esta orden con toda la rigidez de un soldado, pero también con toda la cortesía de un gentilhombre. Ahí termina, al menos hasta el presente, la carga que tenía que cumplir junto a vos, lo demás concierne a otra persona.

‑Y esa otra persona, ¿quién es? ‑preguntó Milady‑. ¿No po­déis decirme su nombre?...

En aquel momento se oyó por las escaleras un gran rumor de es­puelas; algunas voces pasaron y se apagaron, y el ruido de un paso aislado se acercó a la puerta.

‑Esa persona, hela aquí, señora ‑dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose en actitud de respeto y sumisión.

Al mismo tiempo se abrió la puerta: un hombre apareció en el umbral...

Estaba sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus dedos.

Milady creyó reconocer a aquella sombra en la sombra; se apoyó con una mano en el brazo de su sillón y adelantó la cabeza como para ir por delante de una certidumbre.

Entonces el extraño avanzó lentamente; y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de luz proyectado por la lámpara, Milady retroce­día involuntariamente.

Luego, cuando ya no tuvo ninguna duda:

‑¡Cómo! ¡Mi hermano! ‑exclamó en el colmo del estupor‑. ¿Sois vos?

‑Sí, hermosa dama ‑respondió lord de Winter haciendo un sa­ludo mitad cortés, mitad irónico‑, yo mismo.

‑Pero, entonces, ¿este castillo?

‑Es mío.

‑¿Esta habitación?

‑Es la vuestra.

‑¿Soy, pues, vuestra prisionera?

‑Más o menos.

‑¡Pero esto es un horrendo abuso de fuerza!

‑Nada de grandes palabras; sentémonos y hablemos tranquilamen­te, como conviene hacer entre un hermano y una hermana.

Luego, volviéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas órdenes:

‑Está bien ‑dijo‑, gracias; ahora, dejadnos, señor Felton[L181] .

 

 

Capítulo L

Charla de un hermano con su hermana

 

Durante el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y acercar un asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundió su mirada en las profundidades de la posibilidad, y descubrió toda la trama que ni siquiera había podido entrever mientras ignoró en qué manos había caído. Tenía a su cuñado por un buen gen­tilhombre, cabal cazador, jugador intrépido, emprendedor con las mu­jeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose de intriga. ¿Cómo había podido descubrir su llegada? ¿Cómo hacerla prender? ¿Por qué la retenía?

Athos le había dicho algunas palabras que probaban que la conver­sación que había mantenido con el cardenal había caído en oídos ex­traños; pero no podía admitir que él hubiera podido cavar una contra­mina tan pronta y tan audaz.

Temió más bien que sus precedentes operaciones en Inglaterra hu­bieran sido descubiertas. Buckingham podia haber adivinado que era ella quien había cortado los dos herretes, y vengarse de aquella pe­queña traición; pero Buckingham era incapaz de entregarse a ningún exceso contra una mujer, sobre todo si suponía que aquella mujer ha­bía actuado movida por un sentimiento de celos.

Esta suposición le pareció la más probable; creyó que querían ven­garse del pasado y no ir al encuentro del futuro. Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en manos de su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un enemigo directo a inteligente.

‑Sí, hablemos, hermano mío ‑dijo ella con una especie de jovia­lidad, decidida como estaba a sacar de la conversación, pese al disi­mulo que pudiera aportar a ella lord de Winter, las aclaraciones que necesitaba para regular su conducta futura.

‑¿Os habéis, pues, decidido a volver a Inglaterra ‑dijo lord de Winter‑, a pesar de la resolución que tan a menudo me manifestas­teis en Paris de no volver a poner los pies sobre territorio de Gran Bre­taña?

Milady respondió a una pregunta con otra pregunta.

‑Ante todo ‑dijo ella‑, decidme cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar prevenidos de antemano no sólo de mi lle­gada, sino aun del día, de la hora y del puerto al que llegaba.

Lord de Winter adoptó la misma táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada la empleaba, ésa debía ser la buena.

‑Mas, decidme vos, mi querida hermana ‑prosiguió‑, qué ve­nís a hacer en Inglaterra.

‑Pero si vengo a veros ‑prosiguió Milady, sin saber cuánto agra­vaba, con esta respuesta, las sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D'Artagnan, y queriendo sólo captar la benevolencia de su oyente con una mentira.

‑¡Ah! ¿Verme? ‑dijo tímidamente lord de Winter.

‑Claro, veros. ¿Qué hay de sorprendente en ello?

‑Y al venir a Inglaterra, ¿no habéis tenido otro objetivo que verme?

‑No.

‑¿O sea, que sólo por mí os habéis tomado la molestia de atrave­sar la Mancha?

‑Sólo por vos.

‑¡Vaya! ¡Cuánta ternura, hermana mía!

‑¿No soy acaso vuestro pariente más próximo? ‑preguntó Mi­lady con el tono de ingenuidad más conmovedora.

‑E incluso mi única heredera, ¿no es eso? ‑dijo a su vez lord de Winter, fijando sus ojos sobre los de Milady.

Por mucho que fuera el poder que tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir estremecerse, y como al pronunciar las últimas pala­bras que había dicho, lord de Winter había puesto la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le escapó.

En efecto, el golpe era directo y profundo. La primera idea que vino al espíritu de Milady fue que había sido traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa aversión interesada cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada; recordó tam­bién la salida furiosa a imprudente que había hecho contra D'Artagnan cuando había salvado la vida de su cuñado.

‑No comprendo, milord ‑dijo ella para ganar tiempo y hacer ha­blar a su adversario‑. ¿Qué queréis decir? ¿Y hay algún sentido des­conocido oculto en vuestras palabras?

‑¡Oh, Dios mío! No ‑dijo lord de Winter con aparente bondad‑. Vos tenéis el deseo de verme, y venís a Inglaterra. Yo me entero de ese deseo, o mejor, sospecho que lo sentís, y a fin de ahorraros todas las molestias de una llegada nocturna a un puerto, todas las fatigas de un desembarco, envío a uno de mis oficiales a vuestro encuentro; pongo un coche a sus órdenes y él os trae aquí, a este castillo, del que soy gobernador, al que vengo todos los días, y en el que, para que nuestro doble deseo de veros quede satisfecho, os hago preparar una habita­ción. ¿Hay algo en cuanto digo más sorprenderte de lo que hay en cuan­to vos me habéis dicho?


Date: 2015-12-17; view: 468


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