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Capítulo XXXIX

Una visión

 

A las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que las de sus pro­pias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad pre­sente se oculta un temor futuro.

De pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a D'Artagnan.

Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en el que estaba impresa una paloma trayen­do un ramo verde.

La otra era una gran epístola rectangular y resplandecinte con las armas terribles de Su Eminencia el cardenal duque.

A la vista de la carta pequeña, el corazón de D'Artagnan saltó, por­que había creído reconocer la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su corazón.

Cogió, pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.

 

«Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de Chaillot, y mirad con cuida­do en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»

 

Sin firma.

‑Es una trampa ‑dijo Athos‑, no vayáis, D'Artagnan.

‑Sin embargo ‑dijo D'Artagnan‑, me parece reconocer la es­critura.

‑Quizá esté amañada ‑replicó Athos‑; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está completamente desierta: sería lo mis­mo que iros a pasear por el bosque de Bondy.

‑Pero ¿y si vamos todos? ‑dijo D'Artagnan‑. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro; además, cuatro lacayos; además, los caba­l1os; además, las armas.

‑Además será una ocasión de lucir nuestros equipos ‑dijo Porthos.

‑Pero si es una mujer la que escribe ‑dijo Aramis‑, y esa mujer desea no ser vista, pensad que la comprometéis, D'Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.

‑Nos quedaremos detrás ‑dijo Porthos‑, y sólo él se adelantará.

‑Sí, pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente des­de una carroza que va al galope.

‑¡Bah! ‑dijo D'Artagnan‑. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes se encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.

‑Tiene razón ‑dijo Porthos‑. ¡Batalla! Además, tenemos que pro­bar nuestras armas.



‑¡Bueno, démonos ese placer! ‑dijo Aramis con su aire dulce y despreocupado.

‑Como queráis ‑dijo Athos.

‑Señores ‑dijo D'Artagnan‑, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis en la ruta de Chaillot.

‑Además, si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es per­judicial. Vamos pues, a prepararnos, señores.

‑Pero esa segunda carta ‑dijo Athos‑: os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello indica que merece ser abierta; en cuan­to a mí, declaro, mi querido D'Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro cora­zón .

D'Artagnan enrojeció.

‑Pues bien ‑dijo el joven‑, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.

Y D'Artagnan abrió la carta y leyó:

 

«El señor D'Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el Palais‑Cardinal [L160] esta noche a las ocho.

 

LA HOUDINIÈRE

Capitán de los guardias.»

 

‑¡Diablos! ‑dijo Athos‑. Ahí tenéis una cita tan inquietante co­mo la otra, pero de forma distinta.

‑Iré a la segunda al salir de la primera ‑dijo D'Artagnan‑; la una es para las siete, la otra para las ocho; habrá tiempo para todo.

‑¡Hum! Yo no iría ‑dijo Aramis‑; un caballero galante no pue­de faltar a una cita dada por una dama, pero un gentilhombre pruden­te puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre todo cuan­do tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.

‑Soy de la opinión de Aramis ‑dijo Porthos.

‑Señores ‑respondió D'Artagnan‑ ya he recibido del señor de Cavois una invitación semejante de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una desgracia. Constance desa­pareció; por lo que pueda pasar, iré.

‑Si es una decisión ‑dijo Athos‑, hacedlo.

‑Pero ¿y la Bastilla? ‑dijo Aramis.

‑¡Bah, vosotros me sacaréis! ‑replicó D'Artagnan.

‑Por supuesto ‑contestaron Aramis y Porthos con un aplomo ad­mirable y como si fuera la cosa más sencilla‑, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos marcharnos pasado ma­ñana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.

‑Hagamos otra cosa mejor ‑dijo Athos‑: no le perdamos de vista durante la velada, y esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le caemos encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos muertos.

‑Decididamente, Athos ‑dijo Aramis‑, estáis hecho para gene­ral del ejército; ¿qué decís del plan, señores?

‑Admirable! ‑repitieron a coro los lóvenes.

‑Pues bien ‑dijo Porthos‑, corro a palacio, prevengo a nues­tros camaradas que estén preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais‑Cardinal; vos, durante ese tiempo, haced ensillar los caballos para los lacayos.

‑Pero yo no tengo caballo ‑dijo D'Artagnan‑; voy a coger uno hasta casa del señor de Tréville.

‑Es inútil ‑dijo Aramis‑, cogeréis uno de los míos.

‑¿Cuántos tenéis entonces? ‑preguntó D'Artagnan.

‑Tres ‑respondió sonriendo Aramis.

‑Querido ‑dijo Athos‑, sois desde luego el poeta mejor monta­do de Francia y Navarra.

‑Escuchad, mi querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres ca­ballos, ¿verdad? No comprendo siquiera que hayáis comprado tres ca­ballos.

‑Claro, no he comprado más que dos ‑dijo Aramis.

‑Y el tercero, ¿os caído del cielo?

‑No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un cria­do sin librea que no ha querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo...

‑O de su ama ‑interrumpió D'Artagnan.

‑Eso da igual ‑dijo Aramis poniéndose colorado‑ ...y que me ha asegurado, decía, haber recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién venía.

‑Sólo a los poetas os ocurren esas cosas ‑replicó gravemente Athos.

‑Pues bien, en tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible ‑dijo

D'Artagnan‑: ¿cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis com­prado o el que os han dado?

‑El que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D'Artagnan, que no puedo hacer esa injuria...

‑Al donante desconocido ‑contestó D'Artagnan.

‑O a la donante misteriosa ‑dijo Athos.

‑Entonces, ¿el que habéis comprado se os vuelve inútil?

‑Casi.

‑¿Y lo habéis escogido vos mismo?

‑Y con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi siempre de su caballo.

‑Bueno, cedédmelo por el precio que os ha costado.

‑Iba a ofrecéroslo, mi querido D'Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para devolverme esa bagatela.

‑¿Y cuánto os ha costado?

‑Ochocientas libras.

‑Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo ‑dijo D'Artagnan sacando la suma de su bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros poemas.

‑Entonces, ¿tenéis fondos? ‑dijo Aramis.

‑Muchos, muchísimos, querido.

Y D'Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus pistolas.

‑Mandad vuestra silla al palacio de los Mosqueteros y os traerán vuestro caballo aquí con los nuestros.

‑Muy bien, pero pronto serán las cinco, démonos prisa.

Un cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un magnífico caballo berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne, pequeño pero sólido. Porthos resplande­cía de alegría y de orgullo.

Al mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel inglés; Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un vigoroso mecklemburgués: era la montura de D'Artagnan.

Los dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D'Ar­tagnan los miraban por la ventana.

‑¡Diablos! ‑dijo Aramis‑. Tenéis un soberbio caballo, querido Porthos.

‑Sí ‑respondió Porthos‑; éste es el que tenían que haberme en­viado al principio: una jugarreta del marido lo sustituyó por el otro; pe­ro el marido ha sido castigado luego y yo he obtenido satisfacciones.

Planchet y Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos; D'Artagnan y Athos descendieron, monta­ron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante, Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D'Artagnan en el caballo que debía a su buena fortuna, la mejor de las amantes.

Los seguían los criados.

Como Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard se hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía sobre su her­moso berberisco español, no habría lamentado la sangria que había he­cho en el cofre de su marido.

Cerca del Louvre los cuatro amigos encontraron al señor de Trévi­lle que volvía de Saint‑Germain; los paró para felicitarlos por su equi­po, cosa que en un instante atrajo a su alrededor algunos centenares de mirones.

D'Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tré­ville de la carta de gran sello rojo y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una palabra.

El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente no había reaparecido, él sabría encon­trarlo en cualquier sitio que estuviese.

En aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se excusaron con una cita y se despidieron del señor de Tréville.

Un tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz co­menzaba a bajar, los coches pasaban y volvían a pasar; D'Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.

Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de antemano a D'Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita; el joven quedó completamente sorprendido al sentir su corazón batir tan vio­lentamente. Casi al punto una cabeza de mujer salió por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar silencio, o como para enviar un beso; D'Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasa­do con la rapidez de una visión, era la señora Bonacieux.

Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D'Artagnan lanzó su caballo al galope y en pocos saltos alcanzó el co­che; pero el cristal de la portezuela estaba herméticamente cerrado: la visión había desaparecido.

D'Artagnan se acordó entonces de la recomendación:

«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permane­ced inmóvil y como si nada hubierais visto.»

Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer Rue, evidentemente, se había expuesto a un gran peligro dándole aque­lla cita.

El coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y desapareció.

D'Artagnan había quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y si volvía a Paris, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por qué aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?

Los tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfec­tamente una cabeza de mujer aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieux. La opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era ella; pero menos preocupado que D'Artagnan por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo del coche.

‑Si es así ‑dijo D'Artagnan‑, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué van a hacer con esa pobre criatura y cuándo volveré a verla?

‑Amigo ‑dijo gravemente Athos‑, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está expuesto a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no es así? Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que acabamos de ver, la en­contraréis un día a otro. Y quizá, Dios mío ‑añadió con un acento misántropo que le era propio‑, quizá antes de lo que queráis.

Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita dada. Los amigos de D'Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.

Pero D'Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había meti­do en la cabeza que iría al Palais‑Cardinal y que sabría lo que Su Emi­nencia quería. Nada pudo hacerle cambiar su determinación.

Llegaron a la calle Saint‑Honoré, y en la plaza Palais‑Cardinal en­contraron a los doce mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les explicó de qué se trataba.

D'Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mos­queteros del rey, donde se sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a que estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentileshombres estaban siempre dispuestos.

Athos los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y el tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una salida.

D'Artagnan por su parte entró valientemente por la puerta principal.

Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin in­quietud al subir paso a paso la escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D'Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.

‑Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, co­sa que no es dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre condenado ‑decía D'Artagnan moviendo la cabeza‑. Pero ¿por qué ha espera­do hasta hoy? Es muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente ‑añadió‑, mis bue­nos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la compañía de mosqueteros del señor de Tréville no pue­de hacer sola la guerra al cardenal, que dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de voluntad. D'Artagnan, amigo mío, eres valiente, tienes excelentes cualidades, ¡pero las mujeres lo perderán!

Estaba en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. En­tregó su carta al ujier de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del palacio.

En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor car­dernal que, al reconocer a D'Artagnan y sabiendo que era él quien ha­bía herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.

Aquella sonrisa le pareció a D'Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al te­mor, se plantó orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de majestad.

El ujier volvió a hizo seña a D'Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los guardias, al verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.

Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.

El ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D'Artagnan permaneció de pie y examinó a aquel hombre.

D'Artagnan creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier, pero se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual longitud, contan­do las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en cinco actos[L161] , y alzó la cabeza.

D'Artagnan reconoció al cardenal.

 

Capítulo XL

El cardenal

 

El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al joven. Nadie tenía el ojo más profunda­mente escrutador que el cardenal, y D'Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.

Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus ma­nos y esperando el capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.

‑Señor ‑le dijo el cardenal‑, ¿sois vos un D'Artagnan del Béam?

‑Sí, monseñor ‑respondió el joven.

‑Hay muchas ramas de D'Artagnan en Tarbes y en los alrededo­res ‑dijo el cardenal‑; ¿a cuál pertenecéis vos?

‑Soy hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enri­que, padre de Su Graciosa Majestad.

‑Eso está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra región para venir a buscar fortuna a la capital?

‑Sí, monseñor.

‑Vinisteis por Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero algo.

‑Monseñor ‑dijo D'Artagnan‑, lo que me pasó...

‑Inútil, inútil ‑replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien como el que quería contársela‑; esta­bais recomendado al señor de Tréville, ¿no es así?

‑Sí, monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de Meung...

‑Se perdió la carta ‑prosiguió la Eminencia‑; sí, ya sé eso; pe­ro el señor de Tréville es un fisonomista hábil que conoce a los hom­bres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro en­traríais en los mosqueteros.

‑Monseñor está perfectamente informado ‑dijo D'Artagnan.

‑Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis pasea­do por detrás de los Chartreux cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis hecho con vuestros amigos un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido en ruta, pero vos habéis continuado vuestro camino. Es muy sencillo, teníais asuntos en Inglaterra.

‑Monseñor ‑dijo D'Artagnan completamente desconcertado‑, yo iba...

‑De caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi obligación consiste en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.

D'Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y vol­vió con presteza el engaste hacia dentro; pero era demasiado tarde.

‑Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois ‑prosiguió el cardenal‑; iba a rogaros que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis hecho, y habéis cometido un error.

‑Monseñor, temía haber incurrido en desgracia con Vuestra Emi­nencia.

‑¡Vaya! Y eso, ¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con más inteligencia y valor de lo que otro hu­biera hecho. ¿Incurrir en mi desgracia cuando merecíais elogios? Son las personas que no obedecen las que yo castigo, y nos la que, como vos, obedecen... demasiado bien... Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.

Era la misma noche en que había tenido lugar el rapto de la señora Bonacieux; D'Artagnan se estremeció, y recordó que media hora an­tes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada sin duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.

‑En fin ‑continuó el cardenal‑ como no oía hablar de vos des­de hace algún tiempo, he querido saber qué hacíais. Además, me de­béis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con qué miramien­tos habéis sido tratado en todas las circunstancias.

D'Artagnan se inclinó con respeto.

‑Eso ‑continuó el cardenal‑, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural, sino además a un plan que yo me había trazado respecto a vos.

D'Artagnan estaba cada vez más asombrado.

‑Yo quería exponeros ese plan el día que recibisteis mi prime­ra invitación; pero no vinisteis. Por suerte, nada se ha perdido con ese retraso, y hoy vais a oírlo. Sentaos ahí, delante de mí, señor D Artagnan: sois lo suficientemente buen gentilhombre para no escu­char de pie.

Y el cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de lo que pasaba que, para obedecer, esperó una segunda indicación de su interlocutor.

‑Sois valiente, señor D'Artagnan ‑continuó la Eminencia‑; sois prudente, cosa que vale más. Me gustan los hombres de cabeza y de corazón; no os asustéis ‑dijo sonriendo‑, por hombres de corazón entiendo hombres de valor; mas, pese a lo joven que sois y recién en­trado en el mundo, tenéis enemigos poderosos; ¡si no tenéis cuidado, os perderán!

‑¡Ah, monseñor! ‑respondió el joven‑. Lo harán muy fácilmente sin duda; porque son fuertes y están bien apoyados, mientras que yo estoy solo.

‑Sí, es cierto; pero por más solo que estéis, habéis hecho ya mu­cho, y más haréis aún, no tengo ninguna duda. Sin embargo, necesi­táis, en mi opinión, ser guiado en la aventurera carrera que habéis em­prendido; porque, si no me equivoco, habéis venido a París con la am­biciosa idea de hacer fortuna.

‑Estoy en la edad de las locas esperanzas, Monseñor ‑dijo D'Ar­tagnan.

‑No hay locas esperanzas más que para los tontos, señor, y vos sois Inteligente. Veamos, ¿qué diríais de una enseña en mis guardias, y de una compañía después de la campaña?

‑¡Ah, Monseñor!

‑Aceptáis, ¿no es así?

‑Monseñor ‑replicó D'Artagnan con aire de apuro.

‑¿Cómo? ¿Rehusáis? ‑exclamó el cardenal asombrado.

‑Estoy en los guardias de Su Majestad, Monseñor, y no tengo mo­tivos para estar descontento.

‑Pero me parece ‑dijo la Eminencia‑ que mis guardias son tam­bién los guardias de Su Majestad, y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al rey.

‑Monseñor, Vuestra Eminencia ha comprendido mal mis palabras.

‑¿Queréis un pretexto, no es eso? Comprendo. Pues bien, ese pre­texto lo tenéis. El ascenso, la campaña que se inicia, la ocasión que se os ofrece: eso para la gente; para vos, la necesidad de protecciones seguras; porque es bueno que sepáis, señor D'Artagnan, que he reci­bido quejas graves contra vos, vos no consagráis exclusivamente vues­tros días y vuestras noches al servicio del rey.

D'Artagnan se puso colorado.

‑Por lo demás ‑continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles‑, tengo todo un informe que os concierne; pero antes de leerlo, he querido hablar con vos. Os sé hombre de resolución, y vuestros servicios, bien dirigidos, en vez de perjudicaros pueden repor­taros mucho. Veamos, reflexionad y decidid.

‑Vuestra bondad me confunde, Monseñor ‑respondió D'Ar­tagnan‑, y reconozco en vuestra Eminencia una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano; pero, en fin, dado que Mon­señor me permite hablarle con franqueza...

D'Artagnan se detuvo.

‑Sí, hablad.

‑Pues bien, diré a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y en los guardias del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con Vuestra Eminencia; sería por tanto mal recibido y mal mirado si aceptara lo que monseñor me ofrece.

‑¿Tendríais la orgullosa idea de que no os ofrezco lo que valéis, señor? ‑dijo el cardenal con una sonrisa de desdén.

‑Monseñor, Vuestra Eminencia es cien veces bueno conmigo, y, por el contrario, pienso no haber hecho aún suficiente para ser digno de sus bondades. El sitio de La Rochelle va a empezar, monseñor; yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia, y si tengo la suerte de com­portarme en ese sitio de tal forma que merezca atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al menos detrás de mí alguna acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien honrarme. Todo debe ha cerse a su tiempo, monseñor; quizá más tarde tenga yo derecho a darme, en este momento parecería que me vendo.

‑Es decir, que rehusáis servirme, señor ‑dijo el cardenal con un tono de despecho en el que apuntaba sin embargo cierta clase de estima‑; quedad, pues, libre y guardad vuestros odios y vuestras sim­patías.

‑Monseñor...

‑Bien, bien ‑dijo el cardenal‑, no os quiero; pero como com­prenderéis bastante tiene uno con defender a sus amigos y recompen­sarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin embargo os daré un conse­jo: manteneos alerta, señor D'Artagnan, porque en el momento en que yo haya retirado mi mano de vos, no compraría vuestra vida por un óbolo.

‑Lo intentaré, monseñor ‑respondió el gascón con noble se­guridad.

‑Más tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia ‑dijo Richelieu con intención‑, pensad que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha podido para que esa desgracia no os alcanzase.

‑Pase lo que pase ‑dijo D'Artagnan poniendo la mano en el pe­cho a inclinándose‑, tendré eterna gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este momento.

‑Bien, como habéis dicho ‑señor D'Artagnan‑, volveremos a vernos en la campaña; os seguiré con los ojos, porque estaré allí ‑prosiguió el cardenal señalando con el dedo a D'Artagnan una magní­fica armadura que debía endosarse‑, y a vuestro regreso, pues bien, ¡hablaremos!

‑¡Ah, monseñor! ‑exclamó D'Artagnan‑. Ahorradme el peso de vuestra desgracia; permaneced neutral, monseñor, si os parece que ac­túo como hombre galante.

‑Joven ‑dijo Richelieu‑, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os prometo decíroslo.

Esta última frase de Richelieu expresaba una duda terrible; cons­ternó a D'Artagnan más de lo que habría hecho una amenaza, porque era una advertencia. El cardenal trataba, pues, de preservarle de algu­na desgracia que lo amenazaba. Abrió la boca para responder, pero con gesto altivo el cardenal lo despidió.

D'Artagnan salió; pero a la puerta estuvo a punto de fallarle el co­razón, y poco le faltó para volver a entrar. Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le apareció: si hacía con el cardenal el pacto que éste le proponía, Athos no volvería a darle la mano, Athos renegaría de él.

Fue este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter verdaderamente grande sobre cuanto le rodea!

D'Artagnan descendió por la misma escalera por la que había en­trado, y encontró ante la puerta a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que comenzaban a inquietarse. Con una palabra d'Artagnan los tranquilizó, y Planchet corrió a avisar a los de­más puestos que era inútil montar una guardia más larga, dado que su amo había salido sano y salvo del Palais‑Cardinal.

Una vez vueltos a casa de Athos, Aramis y Porthos se informaron de las causas de aquella extraña cita; pero D'Artagnan se contentó con decirles que el señor de Richelieu lo había hecho ir para proponerle entrar en sus guardias con el grado de enseña, y que había rehusado.

‑Y habéis hecho bien ‑exclamaron a una Porthos y Aramis.

Athos cayó en profunda reflexión y no dijo nada. Pero en cuanto estuvo solo con D'Artagnan:

‑Habéis hecho lo que debíais hacer, D'Artagnan ‑dijo Athos‑, pero quizá habéis hecho mal.

D'Artagnan lanzó un suspiro; porque aquella voz respondía a una voz de su alma, que le decía que grandes desgracias lo esperaban.

La jornada del día siguiente se pasó en preparativos de partida; D'Ar­tagnan fue a despedirse del señor de Tréville. A aquella hora se creía todavía que la separación de los guardias y de los mosqueteros sería momentanéa, porque aquel día tenía el rey su parlamento y debían partir al día siguiente. El señor de Tréville se contentó, pues, con pre­guntar a D'Artagnan si necesitaba algo de él, pero D'Artagnan respon­dió orgullosamente que tenía todo lo que necesitaba.

La noche reunió a todos los camaradas de la compañía de los guar­dias del señor des Essarts y de la compañía de los mosqueteros del se­ñor de Tréville, que habían hecho amistad. Se dejaban para volverse a ver cuando pluguiera a Dios y si placía a Dios. La noche fue por tan­to una de las más ruidosas, como se puede suponer, porque en seme­jantes casos, no se puede combatir la extrema precaución más que con el extremo descuido.

Al día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los mosqueteros corrieron al palacio del señor de Tréville y los guardias al del señor des Essarts. Los dos capitanes condujeron al punto sus compañías al Louvre, donde el rey los revistaba.

El rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su ges­to altivo. En efecto, la víspera la fiebre lo había cogido en medio del parlamento y mientras ocupaba la presidencia. No por ello estaba me­nos decidido a partir aquella misma noche; y pese a las observaciones que se habían hecho, había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor vencería la enfermedad que comenzaba a apo­derarse de él.

Una vez pasada la revista, los guardias se pusieron en marcha, ellos solos; los mosqueteros debían partir sólo con el rey, lo que permitió a Porthos ir a dar una vuelta, en su soberbio equipo, por la calle aux Ours.

La procuradora lo vio pasar en su uniforme nuevo y sobre su her­moso caballo. Amaba demasiado a Porthos para dejarlo partir así; le hizo seña de apearse y de venir a su lado. Porthos estaba magnífico; sus espuelas resonaban, su coraza brillaba, su espada le golpeaba or­gullosamente las piernas. Aquella vez los pasantes no tuvieron ningu­na gana de reír: ¡tanta era la pinta que Porthos tenía de cortador de orejas!

El mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos oji­llos grises brillaron de cólera al ver a su primo todo flamante. Sin em­bargo, una cosa lo consoló interiormente; es que por todas partes de­cían que la campaña sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba dulcemente que Porthos muriera en ella.

Porthos presentó sus respetos a maese Coquenard y se despidió de él; maese Coquenard le deseó toda suerte de prosperidades. En cuanto a la señora Coquenard, no podía contener sus lágrimas; pero nadie sacó ninguna mala consecuencia de su dolor; se la sabía muy apegada a sus parientes, por los que había tenido siempre crueles dis­putas con su marido.

Pero las auténticas despedidas se hicieron en la habitación de la se­ñora Coquenard: fueron desgarradoras.

Durante el tiempo que la procuradora pudo seguir con los ojos g su amante, agitó un pañuelo inclinándose fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería tirarse. Porthos recibió todas aquellas señales de ternura como hombre habituado a semejantes demos­traciones. Sóio que al volver la esquina de la calle, se quitó el sombre­ro y lo agitó en señal de adiós.

Por su parte, Aramis escribía una larga carta. ¿A quién? Nadie sa­bía nada. En la habitación vecina, Ketty, que debía partir aquella mis­ma noche para Tours, esperaba aquella carta misteriosa.

Athos bebía a sorbos la última botella de su vino español.

Mientras tanto, D'Artagnan desfilaba con su compañía.

Al llegar al barno de Saint‑Antoine, se volvió para mirar alegremente la Bastilla; pero como era solamente la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada sobre un caballo overo[L162] , lo señalaba con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a las filas para reconocerlo. A una interrrogación us hicieron con la mira­da, Milady respondió con un signo que era él. Luego, segura de que no podía haber error en la ejecución de sus órdenes, espoleó su caba­llo y desapareció.

Los dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio Saint‑Antoine montaron en dos caballos completamente pre­parados que un criado sin librea tenía en la mano esperándolos.

 


Date: 2015-12-17; view: 472


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El secreto de Milady | Capítulo XLI
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