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El secreto de Milady

 

D'Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamenl a la habitación de Ketty, pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas; la segunda, porque no le importaba leer un poco en su pensamiento y, si era posible, en el de aquella mujer.

Todo cuanto él tenía de más claro dentro es que D'Artagnan ama­ba a Milady como un loco y que ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D'Artagnan comprendió que lo mejor que podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría que él y de Wardes eran hasta el presente completamen­te el mismo, que por consiguiente no podía comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes. Pero también estaba espoleado por un feroz deseo de venganza; quería poseer a su vez a aquella mujer bajo su propio nombre; y como esta venganza le parecía tener cierta dulzura no quería renunciar a ella.

Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para mirar la luz del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías; era evidente que en esta ocasión la joven estaba menos urgida que la primera de volver a su cuarto.

Por fin la luz desapareció.

Con aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D'Artagnan; recordó los detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete y se precipitó en el cuarto de Ketty.

La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miem­bros, quiso detener a su amante; pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que había hecho D'Artagnan: abrió la puerta.

‑Venid ‑dijo.

Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan mons­truoso que apenas si D'Artagnan podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna de esas intrigas fantásticas como las que se realizan en el sueño.

No por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atrac­ción que el imán ejerce sobre el hierro.

La puerta se cerró tras ellos.

Ketty se abalanzó a su vez contra la puerta.

Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de una mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero estaba perdida si confesaba haberse prestado a semejante maquinación; y por encima de todo, D'Artagnan estaba per­dido para ella. Este último pensamiento de amor le aconsejó aún este último sacrificio.

D'Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se amaba en él, era a él mismo a quien pare­cía amar. Una voz secreta le decía muy en el fondo del corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locu­ra, hacían callar aquella voz, ahogaban aquel murmullo. Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a él, por sí mismo.



Se abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para él aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante ardiente y apasio­nada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía ex­perimentar. Dos horas poco más o menos transcurrieron así.

Sin embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Mi­lady, que no tenía los mismos motivos que D'Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas de antemano en su mente.

Pero D'Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy dis­tinto, se olvidó como un imbécil y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.

Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asus­tó a Milady, cuyas preguntas se volvieron más agobiantes.

Entonces D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.

Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su voluntad de hierro.

D'Artagnan se creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renun­ciar, perdonando a de Wardes, a los proyectos furiosos que ella había formado.

Pero a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se alejó.

‑¿Tenéis acaso miedo, querido D'Artagnan? ‑dijo ella con una voz aguda y burlona que resonó extrañamente en la oscuridad.

‑¡Ni lo penséis, querida! ‑respondió D'Artagnan‑. ¿Y si, en úl­tima instancia, ese pobre conde de Wardes fuera menos culpable de lo que pensáis?

‑En cualquier caso ‑dijo gravemente Milady‑, me ha engaña­do, y desde el momento en que me ha engañado, ha merecido la muerte.

‑¡Morirá, pues, puesto que lo condenáis! ‑dijo D'Artagnan en un tono tan firme que a Milady le pareció expresión de una adhesión a toda prueba.

Al punto ella se acercó a él.

No podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D'Artagnan creía estar a su lado hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de las celosías y pronto invandió la habitación de claridad macilenta.

Entonces Milady, viendo que D'Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había hecho de vengarla de de Wardes.

‑Estoy completamente dispuesto ‑dijo D'Artagnan‑, pero an­tes quisiera estar seguro de una cosa.

‑¿De cuál? ‑preguntó Milady.

‑De que me amáis.

‑Me parece que os de dado la prueba.

‑Sí, también soy yo en cuerpo y alma vuestro.

‑¡Gracias, mi valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me probaréis el vuestro, ¿verdad?

‑Desde luego. Pero si me amáis como decís ‑replicó D'Ar­tagnan‑, ¿no teméis por mí?

‑¿Qué puedo temer?

‑Pues que sea herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.

‑Imposible ‑dijo Milady‑, sois un hombre muy valiente y una espada muy fina.

‑¿No preferiríais, pues ‑replicó D'Artagnan‑, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el combate?

Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a sus ojos claros una expresión extraña­mente funesta.

‑Realmente ‑dijo‑, creo que ahora dudáis.

‑No, no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verda­deramente pena desde que ya no lo amáis, y me parece que un hom­bre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.

‑¿Quién os dice que yo lo haya amado? ‑preguntó Milady.

‑Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro ‑dijo el joven en un tono cariñoso‑, y os lo repito, me intere­so por el conde.

‑¿Vos? ‑preguntó Milady.

‑Sí, yo.

‑¿Y por qué vos?

‑Porque sólo yo sé...

‑¿Qué?

‑Que está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos como parece.

‑¿De veras? ‑dijo Milady con aire inquieto‑. Explicaos, porque realmente no sé qué queréis decir.

Y miraba a D'Artagnan que la tenía abrazada con ojos que pare­cían inflamarse poco a poco.

‑¡Sí, yo soy un hombre galante! ‑dijo D'Artagnan, decidido a terminar‑. Y desde que vuestro amor es mío desde que estoy seguro de poseerlo, porque lo poseo, ¿no es cierto?

‑Por entero, continuad.

‑Pues bien me siento como transportado, me pesa una confesión.

‑¿Una confesión?

‑Si hubiera dudado de vuestro amor no lo habría hecho; pero, ¿me amáis, mi bella amante? ¿No es cierto que me amáis?

‑Sin duda.

‑Entonces, si por exceso de amor me he hecho culpable respecto a vos, ¿me perdonaréis?

‑¡Quizá!

D'Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios de Milady, mar ella lo apartó.

‑Esa confesión ‑dijo palideciendo‑, ¿cuál es?

‑Habíais citado a de Warder, el jueves último, en esta misma ha­bitación, ¿no es cierto?

‑¡Yo, no! Eso no es cierto ‑dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.

‑No mintáis, ángel mío ‑dijo D'Artagnan sonriendo‑, sería inútil.

‑¿Cómo? ¡Hablad, pues! ¡Me hacéis morir!

‑¡Oh, tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he per­donado ya!

‑¡Y después, después!

‑De Warder no puede gloriarse de nada.

‑¿Por qué? Vos mismo me habéis dicho que ere anillo...

‑Ese anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque de War­der del jueves y D'Artagnan de hoy son la misma persona.

El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pe­queña tormenta que se resolvería en lágrimas; pero se equivocaba ex­trañamente, y su error no duró mucho.

Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D'Artagnan con un violento golpe en el pecho, se balanzó fuera de la cama.

D'Artagnan la retuvo por su bata de fina tela de Indias para implo­rar su perdón; mas ella con un movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se degarró dejando al desnudo los hom­bros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, D'Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconoció la flor de lis, aquella marca indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.

-¡Gran Dios! ‑exclamó D'Artagnan soltando la bata.

Y se quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.

Pero Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D'Artag­nan. Sin duda lo había visto todo; el joven sabía ahora su secreto, se­creto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.

Ella se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pan­tera herida.

‑¡Ah, miserable! ‑dijo ella‑. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi secreto! ¡Morirás!

Y corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril y temblorosa, sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvió de un salto sobre D'Artag­nan medio desnudo.

Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada, aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aque­llas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes; retrocedió hasta que­dar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó de la funda.

Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la ca­ma para golpearlo, y no se detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.

Entonces trató de coger aquella espada con las manos; pero D'Ar­tagnan la apartó siempre de sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.

Durante este tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horribles transporter, rugiendo de un modo formidable.

Como esto se parecía a un duelo, D'Artagnan se iba reponiendo poco a poco.

‑¡Bien, hermosa dama, bien! ‑decía‑. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda flor de lis en el otro hombro.

‑¡Infame, infame! ‑aullaba Milady.

Mas D'Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la defensiva.

Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los muebles para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta. D'Artagnan, que había maniobrado sin cesar para acer­carse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cen ojos.

Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la puerta a puña­ladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.

Cada golpe iba acompañado de una imprecación terrible.

‑Deprisa, deprisa, Ketty ‑dijo D'Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados‑. Sácame del palacio o, si le dejamos tiem­po para prepararse, hará que me maten los lacayos.

‑Pero no podéis salir así ‑dijo Ketty‑, estáis completamente des­nudo.

‑Es cierto ‑dijo D'Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía‑, es cierto vísteme como puedas, pero démonos pri­sa; compréndelo, se trata de vida o muerte.

Ketty no comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores, una amplia cofia y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies desnudos, luego lo arrastró por los esca­lones. Justo a tiempo, Milady había hecho ya sonar la campanilla y despertado a todo al palacio. El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady, también medio desnuda, grita­ba por la ventana: ‑¡No abráis!

 

Capítulo XXXVIII

Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo

 

El joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto im­potente. En el momento que lo perdió de vista, Milady cayó desvane­cida en su habitación.

D'Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocu­rriría con Ketty atravesó medio Paris a todo correr y no se detuvo has­ta la puerta de Athos. El extravío de su mente, el terror que lo espolea­ba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avan­zada, se dirigían a sus asuntos, no hicieron más que precipitar su camera.

Cruzó el patio, subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta co­mo para romperla.

Grimaud vino a abrir con los ojos abotargados de sueño. D'Ar­tagnan se precipitó con tanta fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al entrar.

Pese al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le vino.

‑¡Eh, eh, eh! ‑exclamó‑. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pe­dís, bribona?

D'Artagnan alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la man­teleta; a la vista de sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con un hombre.

Creyó entonces que era algún asesino.

‑¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! ‑gritó.

‑¡Cállate desgraciado! ‑dijo el joven‑. Soy D'Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu amo?

‑¡Vos, señor D'Artagnan! ‑exclamó Grimaud espantado‑. Im­posible.

‑Grimaud ‑dijo Athos saliendo de su cuarto en bata‑, creo que os permitís hablar.

‑¡Ay, señor, es que!...

‑Silencio.

Grimaud se contentó con mostrar con el dedo a su amo a D'Ar­tagnan.

Athos reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.

‑No os riáis, amigo mío ‑exclamó D'Artagnan‑; por el cielo, no os riáis, porque, por mi alma os lo digo, no hay nada de qué reírse.

Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un es­panto tan verdadero que Athos le cogió las manos al punto exclamando:

‑¿Estaréis herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!

‑No, pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo, Athos?

‑¡Pardiez! ¿Quién queréis que esté en mi casa a esta hora?

‑Bueno, bueno.

Y D'Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.

‑¡Venga, hablad! ‑dijo éste cerrando la puerta y echando los ce­rrojos para no ser molestados‑. ¿Ha muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis completamente cambiado; veamos, veamos, decid, porque realmente me muero de inquietud.

‑Athos ‑dijo D'Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en camisón‑, preparaos para oír una historia in­creíble, inaudita.

‑Poneos primero esta bata ‑dijo el mosquetero a su amigo.

D'Artagnan se puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emo­cionado estaba todavía!

‑¿Y bien? ‑dijo Athos.

‑Y bien ‑respondió D'Artagnan inclinándose hacia él oído de At­hos y bajando la voz‑: Milady está marcada con una flor de lis en el hombro.

‑¡Ay! ‑gritó el mosquetero como si hubiera recibido una bala en el corazón.

‑Veamos ‑dijo D'Artagnan‑, ¿estáis seguros de que la otra está bien muerta?

‑¿La otra? ‑dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D'Ar­tagnan la oyó.

‑Sí, aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.

Athos lanzó un gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.

‑Esta ‑continuó D'Artagnan‑ es una mujer de veintiséis a vein­tiocho años.

‑Rubia ‑dijo Athos‑, ¿no es cierto?

‑Sí.

‑¿De ojos azul claro, con una claridad extra­ña, con pestañas y cejas negras?

‑Sí.

‑¿Alta, bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la iz­quierda.

‑Sí.

‑¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le aplica.

‑Sí.

‑Sin embargo ¡vos decís que es inglesa!

‑Se llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más que su cuñado.

‑Quiero verla, D'Artagnan.

‑Tened cuidado, Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para devolvérosla y no fallar en vos.

‑No se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí misma.

‑¡Es capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?

‑No ‑dijo Athos.

‑¡Una tigresa, una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre nosotros dos una venganza terrible!

D'Artagnan contó entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de muerte.

‑Tenéis razón y por mi alma que no daré mi vida por nada ‑dijo Athos‑. Afortunadamente, pasado mañana dejamos Paris; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez ¡dos...

‑Os seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; de­jad que su odio se ejerza sobre mí sólo.

‑¡Ay, querido amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? ‑dijo Athos‑. ¿Acaso pensáis que amo la vida?

‑Hay algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del cardenal, ¡estoy seguro!

‑En tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta esti­ma por el asunto de Londres, os tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio de cardenal, tened cuidado. Si salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras pre­cauciones; en fin, desconfiad de todo, incluso de vuestra sombra.

‑Por suerte ‑dijo D'Artagnan‑, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.

‑Mientras tanto ‑dijo Athos‑, renuncio a mis proyectos de re­clusión, a iré por todas partes junto a vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os acompaño.

‑Pero por cerca que esté de aquí ‑replicó D'Artagnan‑, no pue­do volver así.

‑Es cierto ‑dijo Athos. Y tiró de la campanilla.

Grimaud entró.

Athos le hizo señas de ir a casa de D'Artagnan y traer de allí vestidos.

Grimaud respondió con otra señal que comprendía perfectamente y partió.

‑¡Ah! Con todo esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo ‑dijo Athos‑; porque, si no me equivoco, habéis de­jado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no tendrá la aten­ción de devolvéroslo. Suerte que tenéis el zafiro.

‑El zafiro es vuestro, mi querido Athos. ¿No me habéis dicho que era un anillo de familia?

‑Sí, mi padre lo compró por dos mil escudos, según me dijo antaño; formaba parte de los regalos de boda que hizo a mi madre[L157] ; y el magnífico. Mi madre me lo dio, y yo, loco como estaba, en vez de guar dar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa miserable.

‑Entonces, querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.

‑¿Coger yo ese anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo está mancillado, D'Artagnan.

‑Vendedlo entonces.

‑¿Vender un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una profanación.

‑Entonces, empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma, tendréis dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros

Athos sonrió.

‑Sois un camarada encantador ‑dijo‑, querido D'Artagnan; cot vuestra eterna alegría animáis a los pobres espíritus en la aflicción. ¡Pue bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con una condición!

‑¿Cuál?

‑Que sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para mí.

‑¿Pensáis eso, Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los guardias y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet, eso es todo. Olvidáis además que también yo tengo un anillo.

‑Al que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme cuenta al menos.

‑Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino incluso de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino también un talismán encantado.

‑No os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor a vuestro anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de que, como a Políca­tres[L158] , haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.

‑¡Bueno, acepto! ‑dijo D'Artagnan.

En aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; és­te, inquieto por su maestro y curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos él mismo.

D'Artagnan se vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a salir, este último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña; éste descolgó al punto su mosque­tón y se dispuso a acompañar a su amo.

Athos y D' Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin inciden­tes a la calle des Fossoyeurs. Bonacieux estaba a la puerta y miró a D'Artagnan con aire socarrón.

‑¡Vaya, mi querido inquilino! ‑dijo‑. Daos prisa, tenéis una her­mosa joven que os espera, y ya sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.

‑¡Es Ketty! ‑exclamó D'Artagnan.

Y se precipitó por la alameda.

Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y aga­zapada junto a su puerta, encontró a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo vio:

‑Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera ‑dijo‑; recordad que sois vos quien me habéis perdido.

‑Sí, por supuesto ‑dijo D'Artagnan‑, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de mi marcha?

‑¿Lo sé acaso? ‑dijo Ketty‑. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han acudido, estaba loca de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones que existen. Entonces he pensado que ella re­cordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero que tenía, mis vestidos mejores y me he escapado.

‑¡Pobre niña? Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado mañana.

‑Lo que queráis, señor caballero, hacedme salir de Paris, haced­me salir de Francia.

‑Sin embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle ‑dijo D'Artagnan.

‑No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en vuestra región por ejemplo.

‑¡Ay, querida amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago cargo del asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente. Tenemos una cosa muy impor­tante que decirle.

‑¡Comprendo! ‑dijo Athos‑. Pero ¿por qué no Porthos? Me pa­rece que su marquesa...

‑La marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido ‑dijo D'Artagnan riendo‑. Además, Ketty no querría que­darse en la calle aux Ours, ¿no es así, Ketty?

‑Me quedaré donde queráis ‑dijo Ketty‑,con tal que esté bien escondida y que no sepa dónde estoy.

‑Ahora, Ketty, que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de mí...

‑Señor caballero, cerca o lejos ‑dijo Ketty‑, os amaré siempre.

‑ Dónde diablos va a anidar la constancia? ‑murmuró Athos.

‑Vambién yo ‑dijo D'Artagnan‑ también yo te amaré siempre, estáte tranquila. Pero, veamos, respóndeme. Ahora doy gran impor­tancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez de una dama joven a la que habían raptado cierta noche[L159] ?

‑Esperad... ¡Oh, Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa mujer?

‑No, uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está ahí.

‑¿Yo? ‑exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el pie sobre una culebra.

‑¡Claro, vos! ‑dijo D'Artagnan apretando la mano de Athos‑. Sabéis de sobra el interés que todos nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá nada, ¿no es así, Ketty? Com­préndelo, niña mía ‑continuó D'Artagnan‑, es la mujer de ese horri­ble mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.

‑¡Oh, Dios mío! ‑exclamó Ketty‑. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya reconocido!...

‑¿Cómo reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?

‑Fue dos veces a casa de Milady.

‑Ah, eso es. ¿Cuándo?

‑Pues hará unos quince o dieciocho días aproximadamente.

‑Exacto.

‑Y volvió ayer tarde.

‑Ayer tarde.

‑Sí, un momento antes de que vos mismo vinieseis.

‑Mi querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha reconocido?

‑He bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado tarde.

‑Bajad Athos de vos desconfía menos que de mí, y ved si toda­vía está en la puerta.

Athos descendió y volvió a subir en seguida.

‑Se ha marchado ‑dijo‑, y la casa está cerrada.

‑Ha ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el palomar.

‑¡Pues bien, volemos entonces ‑dijo Athos‑ y dejemos aquí só­lo a Planchet para que nos lleve las noticias!

‑¡Un momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?

‑Está bien ‑dijo Athos‑ esperemos a Aramis.

En aquel momento entró Áramis.

‑Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos sus altos conocimientos.

Aramis reflexionó un momento y dijo ruborizándose.

‑¿Os haría un buen servicio, D'Artagnan?

‑Os quedaría agradecido por él toda mi vida.

‑Pues bien, la señora de Bois‑Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive en provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D'Artagnan, podéis responderme de la señorita...

‑¡Oh, señor ‑exclamó Ketty‑ sería totalmente adicta, estad se­guro de ello, a la persona que me dé los medios para dejar París!

‑Entonces ‑dijo Aramis‑, todo está arreglado.

Se sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio el billete a Ketty.

‑Ahora, hija mía ‑dijo D'Artagnan‑, ya sabes que aquí tan in­segura estás tú como nosotros. Separémonos. Ya volveremos a en­contrarnos en tiempos mejores.

‑En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea ‑dijo Ketty‑, me volveréis a encontrar tan amante como lo soy aho­ra de vos.

‑Juramento de jugador ‑dijo Athos mientras D'Artagnan iba a acompañar a Ketty a la escalera.

Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y dejando a Planchet para guardar la casa.

Aramis regresó a la Buys, y Athos y D'Artagnan se preocuparon de la venta del zafiro.

Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente tres­cientas pistolas por el anillo. Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.

Athos y D'Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos era acomodaticio y gran señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le convenía, pagaba el precio exigido sin tratar siquiera de regatear. D'Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D'Artagnan comprendía que era bueno para él, pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.

El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y patas finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló sin un defecto. Le costó mil libras.

Quizá lo hubiera tenido por menos; pero mientras D'Artagnan dis­cutía el precio con el chalán, Athos contaba las cien pistolas sobre la mesa.

Grimaud tuvo un caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas libras.

Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Gri­maud, no quedaba un céntimo de las cincuentas pistolas de Athos. D'Ar­tagnan ofreció a su amigo que mordiera un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.

Pero Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.

‑¿Cuánto daba el judío por quedarse con el zafiro? ‑preguntó Athos.

‑Quinientas pistolas.

‑Es decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pis­tolas para mí. Si eso es una auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.

‑¡Cómo! ¿Queréis...?

‑Decididamente ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto. Id a decirle que el anillo es suyo, D'Artagnan, y volved con las doscientas pistolas.

‑Reflexionad, Athos.

‑El dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer sacrifios. Id, D'Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.

Media hora después, D'Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido ningún accidente.

Así fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se es­peraba.

 


Date: 2015-12-17; view: 523


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