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Capítulo XXII 8 page

‑¡Vaya! ‑exclamó D'Artagnan inquieto.

‑Jugué y perdí.

‑¿Mi caballo?

‑Vuestro caballo; siete contra ocho, a falta de un punto..., ya co­nocéis el proverbio[L145] .

‑Athos no estáis en vuestro sano juicio, ¡os lo juro!

‑Querido, ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuan­do teníais que decirme eso, y no esta mañana. Los he perdido, pues, con todos los equipos y todos los arneses posibles.

‑¡Pero es horrible!

‑Esperad, no sabéis todo; yo sería un jugador excelente si no me obstinara; pero me obstino, es como cuando bebo; me encabezoné en­tonces. . .

‑Pero ¿qué pudisteis jugar si no os quedaba nada?

‑Sí quedaba, amigo mío, sí quedaba; nos quedaba ese diamante que brilla en vuestro dedo, y en el que me fijé ayer.

‑¡Este diamante! ‑exclamó D'Artagnan llevando con presteza la mano a su anillo.

‑Y como entiendo, por haber tenido algunos propios, lo estimé en mil pistolas.

‑Espero ‑dijo seriamente D'Artagnan medio muerto de espanto ­que no hayáis hecho mención alguna de mi diamante.

‑Al contrario, querido amigo; comprended, ese diamante era nues­tro único recurso; con él yo podía volver a ganar nuestros arneses y nuestros caballos, y además dinero para el camino.

‑¡Athos, me hacéis temblar! ‑exclamó D Artagnan.

‑Hablé, pues, de vuestro diamante a mi contrincante, que tam­bién había reparado en él. ¡Qué diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le presten atención! ¡Im­posible!

‑¡Acabad, querido, acabad ‑dijo D'Artagnan‑, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría me hacéis morir!

‑Dividimos, pues, ese diamante en diez partes de cien pistolas ca­da una.

‑¡Ah! ¿Queréis reíros y probarme? ‑dijo D'Artagnan a quien la cólera comenzaba a cogerle por los cabellos como Minerva coge a Aqui­les en la Ilíada[L146] .

‑No, no bromeo, por todos los diablos. ¡Me hubiera gustado ve­ros a vos! Hacía quince días que no había visto un rostro humano y que estaba allí embruteciéndome empalmando una botella tras otra.

‑Esa no es razón para jugar un diamante ‑respondió D Ar­tagnan apretando su mano con una crispacion nerviosa.

‑Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha. En trece tiradas perdí todo. ¡En trece tira­das! El número trece me ha sido siempre fatal, era el trece del mes de julio cuando...

‑¡Maldita sea! ‑exclamó D'Artagnan levantándose de la mesa‑. La historia del día hace olvidar la de la noche.



‑Paciencia ‑dijo Athos‑ y tenía un plan. El inglés era un extravagante, yo lo había visto por la mañana hablar con Grimaud y Grimaud me había advertido que le había hecho proposiciones para entrar a su servicio. Me jugué a Grimaud, el silencioso Grimaud dividido en diez porciones.

‑¡Ah, vaya golpe! ‑dijo D'Artagnan estallando de risa a pesa suyo.

‑¡El mismo Grimaud! ¿Oís esto? Y con las diez partes de Grimaud que no vale en total un ducado de plata, recuperé el diamante. Ahora decid si la persistencia no es una virtud.

‑¡Y a fe que bien rara! ‑exclamó D'Artagnan consolado y soste­niéndose los hijares de risa.

‑Como comprenderéis, sintiéndome en vena, me puse al punto a jugar el diamante.

‑¡Ah, diablos! ‑dijo D'Artagnan ensombreciéndose de nuevo.

‑Volví a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo, luego lo volví a perder. En resumen, conseguí vuestro arnés, luego el mío. Ahí estamos. Una tirada sober­bia; y ahí me he quedado.

D'Artagnan respiró como si le hubieran quitado la hostería de enci­ma del pecho.

‑En fin, que me queda el diamante ‑dijo tímidamente.

‑¡Intacto, querido amigo! Además de los arneses de vuestro bucé­falo y del mío.

‑Pero ¿qué haremos de nuestros arneses sin caballos?

‑Tengo una idea sobre ellos.

‑Athos, me hacéis temblar.

‑Escuchad, vos no habéis jugado hace mucho tiempo, D'Ar­tagnan.

‑Y no tengo ganas de jugar.

‑No juremos. No habéis jugado hace tiempo, decía yo, y por eso debéis tener buena mano.

‑ ¿Y después?

‑Pues que el inglés y su acompañante están todavía ahí. He ob­servado que lamentaban mucho los arneses. Vos parecéis tener en mu­cho vuestro caballo. En vuestro lugar, yo jugaría vuestros arneses con­tra vuestro caballo.

‑Pero él no querrá un solo arnés.

‑Jugad los dos, pardiez. Yo no soy tan egoísta como vos.

‑¿Haríais eso? ‑dijo D'Artagnan indeciso, tanto comenzaba a ga­narle la confianza, a su costa, de Ahtos.

‑Palabra de honor, de una sola tirada.

‑Pero es que, después de haber perdido los caballos, quisiera con­servar los arneses.

‑Jugad entonces vuestro diamante.

‑Oh, esto es otra cosa; nunca, nunca.

‑¡Diablos! ‑dijo Athos‑. Yo os propondría jugaros a Planchet; pero como eso ya está hecho, quizá el inglés no quiera.

‑Decididamente, mi querido Athos ‑dijo D'Artagnan‑, prefiero no arriesgar nada.

‑¡Es una lástima! ‑dijo fríamente Athos‑. El inglés está forrado de pistolas. ¡Ay, Dios mío! Ensayad una tirada, una tirada se juega

‑¿Y si pierdo?

‑Ganaréis.

‑Pero ¿y si pierdo?

‑Pues entonces le daréis los arneses.

‑Vaya entonces una tirada ‑dijo D'Artagnan.

Athos se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con ojos ambiciosos. La ocasión era buena. Puso sus condiciones: los dos arneses contra un caballo o cien pistolas a escoger. El inglés calculó rápido: los dos arneses valían trescienta: pistolas los dos; aceptó.

D'Artagnan echó los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que se contentó con decir:

‑Qué mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses señor.

El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó sobre la mesa sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D'Artagnan se había vuelto para ocultar su mal humor.

‑Vaya, vaya, vaya ‑dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.

El inglés miró y quedó asombrado; D'Artagnan miró y quedó encantado.

‑Sí ‑continuó Athos‑, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra vez en mi casa, en el campo, en mi castillo de... cuando yo tenía un castillo; una tercera vez con el señor de Tréville donde nos sorprendió a todos; y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.

‑Entonces el señor recupera su caballo ‑dijo el inglés.

‑Cierto ‑dijo D'Artagnan

‑¿Entonces no hay revancha?

‑Nuestras condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo re cordáis?

‑Es cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado, señor

‑Un momento ‑dijo Athos‑; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a mi amigo.

‑Decídselas.

Athos llevó a parte a D'Artagnan.

‑¿Y bien? ‑le dijo D'Artagnan‑. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue, ¿no es eso?

‑No, quiero que reflexionéis.

‑¿En qué?

‑¿Vais a tomar el caballo, no es así?

‑Claro.

‑Os equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.

‑Sí.

‑Yo tomaría las cien pistolas.

‑Pero yo, yo me quedo con el caballo.

‑Os equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no pienso montar en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que han perdido a sus hermanos; no po­déis humillarme cabalgando a mi lado, cabalgando sobre ese magnífi­co destrero. Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver a Paris.

‑Yo me quedo con el caballo, Athos.

‑Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un caballo o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el contrario, cien pistolas alimentan a su amo.

‑Pero ¿cómo volveremos?

‑En los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de nuestras figuras que somos gentes de condición.

‑Vaya figura que vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre sus caballos.

‑¡Aramis! ¡Porthos! ‑exclamó Athos, y se echó a reír.

‑¿Qué? ‑preguntó D'Artagnan, que no comprendía nada la hi­lar¡dad de su amigo.

‑Bien, bien, sigamos ‑dijo Athos.

‑O sea, que vuestra opinión...

‑Es coger las cien pistolas, D'Artagnan; con las cien pistolas va­mos a banquetear hasta fin de mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.

‑¡Yo reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en Paris me pongo a buscar a esa pobre mujer.

‑Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso co­rno buenos luises de oro? Tomad las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien pistolas.

D'Artagnan sólo necesitaba una razón para rendirse. Esta le pare­ció excelente. Además, resistiendo tanto tiempo, temía parecer egoís­ta a los ojos de Athos; accedió, pues, y eligió las cien pistolas que el inglés le entregó en el acto.

Luego no se pensó más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el viejo caballo de Athos costó seis pistolas; D'Ar­tagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.

Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y llegaron a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y mirando como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte[L147] .

‑¡Hola! ¡Eh, Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? ‑gritaron los dos amigos.

‑¡Ah, sois vos, D'Artagnan; sois vos, Athos! ‑dijo el joven‑. Pen­saba con qué rapidez se van los bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.

La vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est, fuit.

‑¿Y eso qué quiere decir en el fondo? ‑preguntó D'Artagnan, que comenzaba a sospechar la verdad.

‑Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: se­senta luises por un caballo que, por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.

D'Artagnan y Athos estallaron en carcajadas.

‑Mi querido Athos ‑dijo Aramis‑: no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad no tiene ley; además yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán me ha robado por lo menos cincuenta luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado; venís sobre los caballos de vuestros lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas jornadas.

En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momen­tos venía por la ruta de Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza. El furgón volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte, a aplacar la sed del cochero durante el camino.

‑¿Cómo? ‑dijo Aramis, viendo lo que pasaba‑. ¿Nada más que las sillas?

‑¿Comprendéis ahora? ‑dijo Athos.

‑Amigos míos, exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola, Bazin! Llevad mi arnés nuevo junto al de esos señores.

‑¿Y qué habéis hecho de vuestros curas? ‑preguntó D'Artagnan.

‑Querido, los invité a comer al día siguiente ‑dijo Aramis‑; hay aquí un vino exquisito, dicho sea de paso; los emborraché lo mejor que pude; entonces el cura me prohibió dejar la casaca y el jesuita me rogó que le haga recibir de mosquetero.

‑¡Sin tesis! ‑exclamó D'Artagnan‑. Sin tesis. Pido la supresión de la tesis.

‑Desde entonces ‑continuó Aramis‑, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos de una sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad. La materia es galante, os lee­ré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.

‑¡A fe mía, mi querido Aramis! ‑dijo D'Artagnan, que detestaba casi tanto los versos como el latín‑. Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos seguro que vuestro poema tiene dos méritos.

‑Además ‑continuó Aramis‑, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a París? Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos tanto mejor. ¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? El no hubiera vendido su caballo, ni siquiera a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su animal y su silla. Estoy seguro de que tendrá pinta de Gran Mogol.

Se hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus cuentas, colocó a Bazin en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta para ir en busca de Porthos.

Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D'Ar­tagnan durante su primera visita, y sentado a una mesa en la que, aun­que estuviese solo, había comida para cuatro personas; aquella comi­da se componía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogi­dos y de frutos soberbios.

‑¡Ah, pardiez! ‑dijo levantándose‑. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en la sopa y vais a comer conmigo.

‑¡Oh, oh! ‑dijo D'Artagnan‑. No es Mosquetón quien ha cogi­do a lazo tales botellas; además, aquí hay un fricandó mechado y un filete de buey...

‑Me voy recuperando ‑dijo Porthos‑, me voy recuperando; na­da debilita tanto como esos malditos esguinces. ¿Habéis tenido vos es­guinces, Athos?

‑Jamás; sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.

‑Pero esta comida no era sólo para vos, mi querido Porthos ‑dijo Aramis.

‑No ‑dijo Porthos‑; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de comunicarme que no vendrán; vos los reem­plazaréis, y yo no perderé en el cambio. ¡Hola, Mosquetón! ¡Sillas, y que se doblen las botellas!

‑¿Sabéis lo que estamos comiendo? ‑dijo Athos al cabo de diez minutos.

‑Pardiez ‑respondió D'Artagnan‑; yo como carne de buey me­chada con cardos y con tuétanos.

‑Y yo chuletas de cordero ‑dijo Porthos.

‑Y yo una pechuga de ave ‑dijo Aramis.

‑Todos os equivocáis, señores ‑respondió Athos‑; coméis caballo.

‑¡Vamos! ‑dijo D'Artagnan.

‑¿Caballo? ‑preguntó Aramis con una mueca de disgusto.

Sólo Porthos no respondió.

‑Sí, caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y todo.

‑No, señores; he guardado el arnés ‑dijo Porthos.

‑A fe que todos somos iguales ‑dijo Aramis‑; se diría que está­bamos de acuerdo.

‑¡Qué queréis! ‑dijo Porthos‑. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he querido humillarlos.

‑Y en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cier­to? ‑prosiguió D'Artagnan.

‑Allí sigue ‑respondió Porthos‑. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los gentileshombres que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he dado.

‑¡Dado! ‑exclamó D'Artagnan.

‑¡Oh, Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra ‑dijo Porthos‑; por­que ciertamente valía ciento cincuenta luises, y el ladrón no ha queri­do pagármelo más que en ochenta.

‑¿Sin la silla? ‑dijo Aramis.

‑Sí, sin la silla.

‑Observaréis, señores ‑dijo Athos‑, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha hecho de todos nosotros.

Se produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Por­thos completamente atónito; pero pronto se le explicó la razón de aque­lla hilaridad, que él compartió ruidosamente, según su costumbre.

‑¿De modo que todos tenemos dinero? ‑dijo D'Artagnan.

‑No por lo que mí toca ‑dijo Athos‑; me ha parecido tan bue­no el vino español de Aramis que he hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso me ha dejado sin nada.

‑En cuanto a mí ‑dijo Aramis‑, imaginaos que di hasta mi últi­mo céntimo a la iglesia de Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores; que se dirán, señores, y que no dudo que nos han de servir de maravilla.

‑Y yo ‑dijo Porthos‑, ¿creéis que mi esguince no me ha costa­do nada? Sin contar la herida de Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha hecho pagar do­ble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso le he recomendado encarecidamente no vol­ver a dejarse herir ahí.

‑Vamos, vamos ‑dijo Athos, cambiando una sonrisa con D'Ar­tagnan y Aramis‑, veo que os habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen amo.

‑En resumen ‑continuó Porthos‑: pagados mis gastos, me que­dará una treintena de escudos.

‑Y a mí una decena de pistolas ‑dijo Aramis.

‑Vamos ‑dijo Athos‑, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras cien pistolas, ¿cuánto os queda, D'Ar­tagnan?

‑¿De mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.

‑¿Eso creéis?

‑¡Pardiez!

‑Ah, es cierto, ahora me acuerdo.

‑Luego he pagado seis al hostelero.

‑¡Qué animal de hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?

‑Es lo que vos me dijisteis que le diese.

‑Es cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?

‑Veinticinco pistolas ‑dijo D'Artagnan.

‑Y yo ‑dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo‑, yo...

‑Vos, nada.

‑A fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el montón.

‑Ahora calculemos cuánto poseemos en total. ¿Porthos?

‑Treinta escudos.

‑¿Aramis?

‑Diez pistolas.

‑¿Y vos, D'Artagnan?

‑Veinticinco.

‑Eso hace un total... ‑dijo Athos.

‑Cuatrocientas setenta y cinco libras ‑dijo D'Artagnan, que con­taba como Arquímedes.

‑Llegados a Paris, tendremos todavía cuatrocientas ‑dijo Porthos‑, además de los arneses.

‑Pero ¿nuestros caballos de escuadrón? ‑dijo Aramis.

‑Bueno, los cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a suertes; con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D'Artagnan, que tiene buena mano y que irá a jugarlas al primer garito.

‑Cenemos entonces ‑dijo Porthos‑; esto se enfría.

Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida, cuyas sobras fueron abandonadas a los se­ñores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.

Al llegar a París, D'Artagnan encontró una carta del señor de Tré­ville, quien le prevenía de que, a petición suya, el rey acababa de con­cederle el favor de ingresar en los mosqueteros[L148] .

Como esto era todo lo que D'Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de volver a encontrar a la señora Bonacieux, co­rrió todo contento en busca de sus camaradas, a los que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preo­cupados. Estaban reunidos todos en consejo en casa de Athos, cosa que indicaba siempre circunstancias de cierta gravedad.

El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad era iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.

Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de disciplina.

‑¿Y en cuánto estimáis esos esquipos? ‑dijo D'Artagnan.

‑¡Oh! No hay más que decirlo ‑prosiguió Aramis‑, acabamos de hacer nuestras cuentas con una cicatería de espartanos y necesita­mos cada uno de nosotros mil quinientas libras.

‑Cuatro por quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras ‑dijo Athos.

‑Yo creo ‑dijo D'Artagnan‑ que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo como espartano, sino como procurador...

Esta palabra de procurador despertó a Porthos.

‑¡Vaya, tengo una idea! ‑dijo.

‑Algo es algo; yo no tengo siquiera ni la sombra de una ‑dijo fríamente Athos‑; en cuanto a D'Artagnan, señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha vuelto loco. ¡Mil libras! Declaro que para mí sólo necesito dos mil.

‑Cuatro or dos son ocho ‑dijo entonces Aramis‑; por tanto, son ocho mil liras las que necesitamos para nuestros equipos, equi­pos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.

‑Además ‑dijo Athos, esperando a que D'Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de Tréville, hubiese cerrado la puerta‑; ade­más de ese hermoso diamante que brilla en el dedo de nuestro amigo. ¡Qué diablo! D'Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos en el apuro cuando lleva en su dedo corazon el rescate de un rey.

 

Capítulo XXIX

La caza del equipo

 

El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D'Ar­tagnan, aunque D'Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter pre­visor y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos. A aquella preocu­pación de su vanidad D'Artagnan unía en aquel momento una inquie­tud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar. Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D'Ar­tagnan.

Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse.

‑Nos quedan quince días ‑les decía a sus amigos‑; pues bien, si al cabo de quince días no he encontrado nada mejor, si nada ha ve­nido a encontrarme, como soy buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Emi­nencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con mi deber sin tener necesidad de equiparme.

Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y diciendo:

‑Sigo en mi idea.

Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada.

Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reina­ba en la comunidad.

Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito[L149] , com­partían la triste pena de sus amos. Mosquetón hacía provisiones de men­drugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para enternecer a las piedras.

Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que iban. Cuando se encontraban, teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado algo?


Date: 2015-12-17; view: 522


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