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Capítulo VII 6 page

‑Aquí morirá Biscarat, el único de los que están con él[L50] !

‑Pero están cuatro contra ti; acaba, te lo ordeno.

‑¡Ah! Si lo ordenas, es distinto ‑dijo Biscarat‑; como eres mi brigadier, debo obedecer.

Y dando un salto hacia atrás, rompió la espada sobre su rodilla pa­ra no entregarla, arrojó los trozos por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo cardenalista.

La bravura siempre es respetada, incluso en un enemigo. Los mos­queteros saludaron a Biscarat con sus espadas y las devolvieron a la vaina. D'Artagnan hizo otro tanto, y luego, ayudado por Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del convento a Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido herido. El cuarto, como ya hemos dicho, estaba muerto. Lue­go hicieron sonar la campana y llevando cuatro de las cinco espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor de Tréville.

Se les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la calle, y agrupando tras sí a todos los mosqueteros que encontra­ban, por lo que, al fin, aquello fue una marcha triunfal. El corazón de D'Artagnan nadaba en la ebriedad, caminaba entre Athos y Porthos apretándolos con ternura.

‑Si todavía no soy mosquetero ‑dijo a sus nuevos amigos al fran­quear la puerta del palacio del señor de Tréville‑, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?

 

Capítulo VI

Su majestad el rey Luis Xlll

 

El suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó en voz alta contra sus mosqueteros, y los felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey el señor de Tréville se apresu­ró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerra­do con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel momento. Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y como su majestad era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a Tréville, dijo:

‑Venid aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis que Su Emi­nencia ha venido a quejárseme de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está enfermo? ¡Pero, bue­no, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de horca!

‑No, Sire[L51] ‑respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo iban a desarrollarse las cosas‑; no, todo lo contrario, son buenas cria­turas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guar­dias del señor cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el ho­nor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven obligados a defen­derse.



‑¡Escuchad al señor de Tréville! ‑dijo el rey‑. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una comunidad religiosa! En verdad, mi querido ca­pitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la seño­rita de Chemerault[L52] , a quien he prometido una abadía. Pero no pen­séis que os creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor de Tréville, y ahora mismo lo veremos.

‑Porque me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo el capricho de Vuestra Majestad.

‑Esperad pues, señor, esperad ‑dijo el rey‑, no os haré espe­rar mucho.

En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado, no era difícil encontrar un pretexto para hacer ‑perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesa­mos, lo desconocemos‑ para hacer el carlomagno[L53] . El rey se levan­tó, pues, al cabo de un instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su ganancia, dijo:

‑La Vieuville[L54] , tomad mi puesto, tengo que hablar con el señor de Tréville por un asunto de importancia... ¡Ah!..., yo tenía ochenta luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes han perdido no tengan motivos de queja. La justicia ante todo.

Luego, volviéndose hacia el señor de Tréville y caminando con él hacia el vano de una ventana, continuó:

‑Y bien, señor, vos decís que son los guardias de la Eminentísima los que han buscado pelea a vuestros mosqueteros.

‑Sí, Sire, como siempre.

‑Y ¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como sabéis, mi querido capitán, es preciso que un juez escuche a las dos partes.

‑Dios mío, de la forma más simple y más natural. Tres de mis me­jores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados, digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excur­sión con un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana. La excursión iba a tener lugar en Saint­Germain, según creo, y se habían citado en los Carmelitas Descalzos, cuando fue perturbada por el señor de Jussac y los señores Cahusac, Biscarat y otros dos guardias que ciertamente no venían allí en tan nu­merosa compañía sin mala intención contra los edictos.

‑¡Ah, ah!, me dais que pensar ‑dijo el rey‑; sin duda iban para batirse ellos mismos.

‑No los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra Majestad apreciar qué pueden ir a hacer cuatro hombres armados a un lugar tan desierto co­mo lo están los alrededores del convento de los Carmelitas.

‑Sí, tenéis razón, Tréville, tenéis razón.

‑Entonces, cuando vieron a mis mosqueteros, cambiaron de idea y olvidaron su odio particular por el odio de cuerpo; porque Vuestra Majestad no ignora que los mosqueteros, que son del rey y nada más que para el rey, son los enemigos de los guardias, que son del señor cardenal.

‑Sí, Tréville, sí ‑dijo el rey melancólicamente‑, y es muy triste, creedme, ver de este modo dos partidos en Francia, dos cabezas en la realeza; pero todo esto acabará, Tréville, todo esto acabará. Decís, pues, que los guardias han buscado pelea a los mosqueteros

‑Digo que es probable que las cosas hayan ocurrido de este mo­do, pero no lo juro, Sire. Ya sabéis cuán difícil de conocer es la ver­dad, y a menos de estar dotado de ese instinto admirable que ha he­cho llamar a Luis XIII el Justo...

‑Y tenéis razón, Tréville, pero no estaban solos vuestros mosque­teros, ¿no había con ellos un niño?

‑Sí, Sire, y un hombre herido, de suerte que tres mosqueteros del rey, uno de ellos herido, y un niño no solamente se han enfrenta­do a cinco de los más terribles guardias del cardenal, sino que aun han derribado a cuatro por tierra.

‑Pero ¡eso es una victoria! ‑exclamó el rey radiante‑. ¡Una vic­toria completa!

‑Sí, Sire, tan completa como la del puente de Cé[L55] .

‑¿Cuatro hombres, uno de ellos herido y otro un niño decís?

‑Un joven apenas hombre, que se ha portado tan perfectamente en esta ocasión que me tomaré la libertad de recomendarlo a Vuestra Majestad.

‑¿Cómo se llama?

‑D'Artagnan, Sire. Es hijo de uno de mis más viejos amigos; el hijo de un hombre que hizo con el rey vuestro padre, de gloriosa me­moria, la guerra partidaria.

‑¿Y decís que se ha portado bien ese joven? Contadme eso, Tré­ville; ya sabéis que me gustan los relatos de guerra y combate.

Y el rey Luis XIII se atusó orgullosamente su mostacho poniéndo­se en jarras.

‑Sire ‑prosiguió Tréville‑, como os he dicho, el señor D'Ar­tagnan es casi un niño, y como no tiene el honor de ser mosquetero, estaba vestido de paisano; los guardias del señor cardenal, reconociendo su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron a retirarse antes de atacar.

‑¡Ah! Ya veis, Tréville ‑interrumpió el rey‑, que son ellos los que han atacado.

‑Exactamente, Sire; sin ninguna duda; le conminaron, pues, a retirarse, pero él respondió que era mosquetero de corazón y todo él de Su Majestad, y que por eso se quedaría con los señores mosqueteros

‑¡Bravo joven! ‑murmuró el rey.

‑Y en efecto, permanció a su lado; y Vuestra Majestad tiene a un campeón tan firme que fue él quien dio a Jussac esa terrible estocada que encoleriza tanto al señor cardenal.

‑¿Fue él quien hirió a Jussac? ‑exclamó el rey‑ ¡El, un niño! Eso es imposible, Tréville.

‑Ocurrió como tengo el honor de decir a Vuestra Majestad.

‑¡Jussac, uno de los primeros aceros del reino!

‑¡Pues bien, Sire, ha encontrado su maestro!

‑Quiero ver a ese joven, Tréville, quiero verlo, y si se puede hacer algo, pues bien, nosotros nos ocuparemos.

‑¿Cuándo se dignará recibirlo Vuestra Majestad?

‑Mañana a las doce, Tréville.

‑¿Lo traigo solo?

‑No, traedme a los cuatro juntos. Quiero darles las gracias a todos a la vez; los hombres adictos son raros, Tréville, y hay que recompensar la adhesión.

‑A las doce, Sire, estaremos en el Louvre.

‑¡Ah! Por la escalera pequeña, Tréville, por la escalera pequeña. Es inútil que el cardenal sepa...

‑Sí, Sire.

‑¿Comprendéis, Tréville? Un edicto es siempre un edicto; está prohibido batirse a fin de cuentas.

‑Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es una riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el señor D'Artagnan

‑Exacto ‑dijo el rey‑; pero no importa, Tréville; de todas formas, venid por la escalera pequeña.

Tréville sonrió. Pero como era ya mucho para él haber obtenido que aquel niño se revolviese contra su maestro, saludó respetuosamen al rey, y con su licencia se despidió de él.

Aquella misma tarde los tres mosqueteros fueron advertidos del honor que se les había concedido. Como conocían desde hacia tiempo al rey, no se enardecieron demasiado; pero D'Artagnan, con su imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños dorados. Por eso, a las ocho de la mañana estaba en casa de Athos.

D'Artagnan encontró al mosquetero completamente vestido y dispuesto a salir. Como la cita con el rey no era hasta las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a la pelota a un garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo. Athos invitó a D'Artagn a seguirlos, y pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha jugado, éste aceptó, sin saber qué hacer de su tiempo desde las nueve de la mañana que apenas eran hasta las doce.

Los dos mosqueteros hablan llegado ya y peloteaban juntos. Athos, que era muy aficionado a todos los ejercicios corporales, pasó con D'Artagnan al lado opuesto, y los desafió. Pero al primer movimiento que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendió que su herida era demasiado reciente aún para permitirle semejante ejercicio. D'Artagnan se quedó, pues, solo, y como declaró que era demasiado torpe para sostener un partido en regla, continuaron enviando sola­mente pelotas sin contar los tantos. Pero una de aquellas pelotas, lan­zada por el puño hercúleo de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D'Ar­tagnan que pensó que, si en lugar de pasarle de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría probablemente perdido, dado que le hubiera si­do del todo imposible presentarse ante el rey. Y como, según su ima­ginación gascona, de aquella audiencia dependía todo su porvenir, sa­ludó cortésmente a Porthos y Aramis, declarando que no proseguirla la partida sino cuando estuviera en situación de hacerles frente, y se volvió para situarse junto a la soga y en la galería.

Por desgracia para D'Artagnan, entre los espectadores se encon­traba un guardia de Su Eminencia, el cual, todo enardecido aun por la derrota de sus compañeros, y llegado la víspera solamente, se había prometido aprovechar la primera ocasión de vengarla. Creyó, pues, que la ocasión había llegado y, dirigiéndose a su vecino, dijo:

‑No es sorprendente que ese joven tenga miedo de una pelota, es sin duda un aprendiz de mosquetero.

D'Artagnan se volvió como si una serpiente lo hubiera mordido y miró fijamente al guardia que acababa de decir aquella insolente frase.

‑¡Pardiez! ‑prosiguió aquél rizándose insolentemente el mostacho‑. Miradme cuanto queráis, mi querido señor, he dicho lo que he dicho.

‑Y como lo que habéis dicho está demasiado claro para que vues­tras palabras necesiten una explicación ‑respondió D'Artagnan en voz baja‑, os ruego que me sigáis.

‑Y eso, ¿cuándo? ‑preguntó el guardia con el mismo aire burlón.

‑Ahora mismo, si os place.

‑Y ¿sabéis por casualidad quién soy?

‑Lo ignoro completamente, y no me inquieta.

‑Pues os equivocáis, porque si supieseis mi nombre, quizá no tu­vierais tanta prisa.

‑¿Cómo os llamáis?

‑Bernajoux[L56] , para serviros.

‑Pues bien, señor Bernajoux ‑dijo tranquilamente D'Artagnan‑, voy a esperaros a la puerta.

‑Id, señor, os sigo.

‑No os apresuréis, señor, que no se den cuenta de que salimo juntos; comprended que, para lo que vamos a hacer, demasiada gente nos molestaría.

‑Está bien ‑respondió el guardia asombrado de que su nombre no hubiera producido más efecto sobre el joven.

En efecto, el nombre de Bernajoux era conocido de todo el mundo, a excepción quizá de D'Artagnan solamente; porque era uno de esos que figuraba la mayoría de las veces en las riñas cotidianas que todos los edictos del rey y del cardenal no habían podido reprimir.

Porthos y Aramis estaban tan ocupados con su partido y Athos los miraba con tanta atención que no vieron siquiera salir a su joven compañero, que, como había dicho al guardia de Su Eminencia, se detuvo en la puerta; un momento después, éste bajaba a su vez. Como D'Artagnan no tenía tiempo que perder, dado que la audiencia del rey estaba fijada para las doce, echó una ojeada en torno suyo y, viendo que la calle estaba desierta, dijo a su adversario:

‑A fe mía que, aunque os llaméis Bernajoux, es una suerte para vos tener que habérosla sólo con un aprendiz de mosquetero; pero tranquilizaos, lo haré lo mejor que pueda. ¡En guardia!

‑Pero ‑dijo aquel a quien D'Artagnan provocaba de ese modo- me parece que el lugar está bastante mal escogido, y que estaríam mejor detrás de la abadía de Saint‑Germain o en el Pré‑aux‑Clercs[L57] .

‑Lo que decís está muy puesto en razón ‑respondió D'Artagnan‑; desgraciadamente, no me sobra el tiempo, tengo una cita a las doce en punto. ¡En guardia, pues, señor, en guardia!

Bernajoux no era hombre para hacerse repetir dos veces semejate cumplido. En el mismo instante su espada brilló en su mano y lanzó sobre su adversario al que, gracias a su gran juventud, espera intimidar.

Pero D'Artagnan había hecho la víspera su aprendizaje, y recién salido de su victoria, todo henchido de su futuro favor, había resuelto no retroceder un paso; por eso los dos aceros se encontraron metidos hasta las guardas, y como D'Artagnan se mantenía firme en su puesto fue su adversario el que dio un paso en retirada. Pero D Artagnan aprovechó el momento en que, en ese movimiento, el acero de Bernajoux se desviaba de la línea, libró, se lanzó a fondo y tocó a su adversa en el hombro. En seguida D'Artagnan dio un paso hacia atrás a su vez y levantó su espada; pero Bernajoux le gritó que no era nada, y tirándose ciegamente sobre él, se ensartó él mismo. Sin embargo, como no caía, como no se declaraba vencido, sino que sólo se iba acercando hacia el palacio del señor de la Trémouille [L58] a cuyo servicio tenía un pariente, D'Artagnan, ignorando él mismo la gravedad de la última he­rida que su adversario había recibido, le acosaba vivamente, y sin du­da lo iba a rematar de una tercera estocada cuando, habiéndose ex­tendido el rumor que se alzaba en la calle hasta el juego de pelota, dos de los amigos del guardia, que le habtan otdo intercambiar algunas pa­labras con D'Artagnan y que le habían visto salir a raíz de aquellas pa­labras, se precipitaron espada en mano fuera del garito y cayeron so­bre el vencedor. Pero al momento Athos, Porthos y Aramis aparecie­ron a su vez, y en el momento en que los guardias atacaban a su joven camarada, los forzaron a volverse. En aquel momento Bernajoux ca­yó; y como los guardias eran sólo dos contra cuatro, se pusieron a gri­tar: «¡A nosotros, palacio de la Trémouille!» A estos gritos, todos los que había en el palacio salieron, abalazándose sobre los cuatro compa­ñeros que por su parte se pusieron a gritar: «iA nosotros, mosquete­ros! »

Este grito era atendido con frecuencia; porque se sabía a los mos­queteros enemigos de su Eminencia, y se los amaba por el odio que sentían hacia el cardenal. Por eso los guardias de otras compañías dis­tintas a las que pertenecían al duque Rojo, como lo había llamado Ara­mis, por lo general tomaban partido en esta clase de querellas por los mosqueteros del rey. De tres guardias de la compañía del señor Des Es­sarts [L59] que pasaban, dos vinieron, pues, en ayuda de los cuatro com­pañeros, mientras el otro corría al palacio del señor de Tréville, gritan­do: «iA nosotros, mosqueteros, a nosotros!». Como de costumbre, el palacio del señor de Tréville estaba lleno de soldados de esa arma, que acudieron en socorro de sus camaradas. La refriega se hizo general, pero la fuerza estaba del lado de los mosqueteros: los guardias del car­denal y las gentes del señor de La Trémouille se retiraron al palacio, cuyas puertas cerraron justo a tiempo para impedir que sus enemigos hicieran irrupción a la vez que ellos. En cuanto al herido, había sido transportado dentro al principio y, como hemos dicho, en muy mal es­tado.

La agitación llegaba a su colmo entre los mosqueteros y sus alia­dos, y se deliberaba ya si, para castigar la insolencia que habían tenido los criados del señor de La Trémouille de hacer una salida contra los mosqueteros del rey, no se prendería fuego a su palacio. La proposi­ción había sido hecha y acogida con entusiasmo cuando afortunada­mente sonaron las once; D'Artagnan y sus compañeros se acordaron de su audiencia y, como habrían sentido que se diera un golpe tan hermoso sin ellos, consiguieron calmar los ánimos. Se contentaron, pues, con arrojar algunos adoquines contra las puertas, pero las puertas re­sistieron; entonces se cansaron; por otro lado, aquellos que debían ser mirados como cabecillas de la empresa habían abandonado hacía un instante el grupo y se encaminaban hacia el palacio del señor de Trévi­lle, que los esperaba, al corriente ya de esta algarada.

‑Deprisa, al Louvre ‑dijo‑, al Louvre sin perder un instante, y tratemos de ver al rey antes de que sea prevenido por el cardenal; no­sotros le contaremos las cosas como una continuación del asunto de ayer, y los dos pasarán juntos.

El señor de Tréville, acompañado de los cuatro jóvenes, se enca­minó pues hacia el Louvre; pero, para gran asombro del capitán de los mosqueteros, le anunciaron que el rey habla ido a montería del ciervo en el bosque de Saint‑Germain. El señor de Tréville se hizo repetir dos veces aquella nueva, y a cada vez sus compañeros vieron su rostro en­sombrecerse.

‑¿Acaso Su Majestad ‑preguntó‑ tenía desde ayer el proyecto de esta cacería?

‑No, Excelencia ‑respondió el ayuda de cámrara‑. Ha sido el montero mayor el que ha venido a anunciarle esta mañana que la pasada noche habían apartado un ciervo para él. Al principio res­pondió que no iría, luego no ha sabido resistir al placer que le propo­nía esa caza, y después de comer ha partido.

‑¿Ha visto el rey al cardenal? ‑preguntó el señor de Tréville.

‑Lo más probable ‑respondió el ayuda de cámara‑, porque es­ta mañana he visto los caballos de carroza de Su Eminencia, he pre­guntado dónde iba, y me han contestado: «A Saint‑Germain».

‑Estamos prevenidos ‑dijo el señor de Tréville‑. Señores, veré al rey esta noche; en cuanto a vos, os aconsejo no arriesgaros.

El aviso era demasiado razonable y sobre todo venía de un hombre que conocía demasiado bien al rey para que los cuatro jóvenes trata­ran de discutirlo. El señor de Tréville les invitó pues a volver cada uno a su alojamiento y a esperar sus noticias.

Al entrar en su palacio, el señor de Tréville pensó que había que tomar la delantera quejándose el primero. Envió a uno de sus criados a casa del señor de La Trémouille con una carta en la que rogaba echar fuera de su casa al guardia del señor cardenal, y reprender a su gentes por la audacia que habían tenido de hacer una salida contra los mos­queteros. Pero el señor de La Trémouille, ya prevenido por su escude­ro, del que, como se sabe, Bernajoux era pariente, le hizo responder que no correspondía ni al señor de Tréville ni a sus mosqueteros que­jarse, sino más bien al contrario, a él, contra cuyas gentes habían car­gado los mosqueteros y cuyo palacio habían querido quemar. Como el debate entre estos dos señores habría podido durar largo tiempo, porque cada uno debía, naturalmente, mantenerse en sus trece, al señor de Tréville se le ocurrió un expediente que tenía por meta acabar con todo, y era ir a buscar él mismo al señor de La Trémouille.

Se dirigió; pues, en seguida a su palacio, y se hizo anunciar.

Los dos señores se saludaron cortésmente, ya que, si no había amis­tad entre ellos, había al menos estima. Los dos eran personas de áni­mo y de honor, y como el señor de La Trémouille, protestante y que sólo veía rara vez al rey, no era de ningún partido, no llevaba por lo general a sus relaciones sociales prevención alguna. Aquella vez, sin embargo, su acogida, aunque cortés, fue más fría que de costumbre.

‑Señor ‑dijo el señor de Tréville‑, ambos creemos tener moti­vo de queja uno del otro, y yo mismo he venido para que juntos sa­quemos este asunto a la luz.

‑De buen grado ‑respondió el señor de La Trémouille‑, pero os prevengo que estoy bien informado, y toda la culpa es de vuestros mosqueteros.

‑Sois un hombre demasiado justo y demasiado razonable, señor ‑dijo el señor de Tréville‑, para no aceptar la propuesta que voy a haceros.

‑Hacedla, señor, os escucho.

‑¿Cómo se encuentra el señor Bernajoux, el pariente de vuestro escudero?

‑Pues muy mal, séñor. Además de la estocada que ha recibido en el brazo y que no es nada peligrosa, ha pescado otra que le ha atra­vesado el pulmón, al punto de que el médico dice tristes cosas.

‑Pero ¿ha conservado el herido su conocimiento?

‑Perfectamente.

‑¿Habla?

‑Con dificultad, pero habla.

‑Pues bien, señor, vayamos a su lado; conjurémosle, en nombre del Dios ante el que quizá va a ser llamado, a decir la verdad. Le tomo por juez de su propia causa, señor, y lo que diga lo creeré.

El señor de La Trémouille reflexionó un instante; luego, como era difícil hacer una proposición más razonable, aceptó.

Ambos bajaron a la habitación donde estaba el enfermo. Este, al ver entrar a estos dos nobles señores que venían a visitarlo, trató de levantarse en el lecho, pero estaba demasiado débil y, agotado por el esfuerzo que había hecho, volvió a caer casi sin conocimiento.

El señor de La Trémouille se acercó a él y le hizo respirar sales que le devolvieron a la vida. Entonces el señor de Tréville, no queriendo que se le pudiese acusar de haber influenciado al enfermo, invitó al señor de La Trémouille a interrogarle él mismo.

Lo que había previsto el señor de Tréville ocurrió. Colocado entre la vida y la muerte como Bernajoux estaba, no tuvo siquiera la idea de callar un instante la verdad; contó a los dos señores las cosas exac­tamente tal como habían ocurrido.

Era todo lo que quería el señor de Tréville; deseó a Bernajoux una pronta convalecencia, se despidió del señor de La Trémouille, volvió a su palacio e hizo avisar a los cuatro amigos que les esperaba a cenar.

El señor de Tréville recibía a muy buena compañía, por supuesto anticardenalista. Se comprende, pues, que la conversación girase du­rante toda la cena sobre los dos fracasos que acababan de sufrir los guar­dias de Su Eminencia. Y como D'Artagnan había sido el héroe de aque­llas dos jornadas, fue sobre él sobre el que cayeron todas las felicitacio­nes, que Athos, Porthos y Aramis le dejaron no sólo como buenos ami­gos sino como hombres que habían tenido con bastante frecuencia su vez para dejarle a él la suya.

Hacia las seis, el señor de Tréville anunció que se veía obligado a ir al Louvre; pero como la hora de la audiencia concedida por Su Ma­jestad había pasado, en lugar de solicitar la entrada por la escalera pe­queña, se plantó con los cuatro hombres en la antecámara. El rey no había vuelto aún de caza. Nuestros jóvenes hacía apenas media hora que esperaban, mezclados con el gentío de los cortesanos, cuando todas las puertas se abrieron y se anunció a Su Majestad.


Date: 2015-12-17; view: 486


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