A este anuncio, D'Artagnan se sintió temblar hasta la médula de los huesos. El instante que iba a seguir debía, con toda probabilidad, decidir el resto de su vida. Por eso sus ojos se fijaron con angustia en la puerta por la que debía entrar el rey.
Luis XIII apareció marchando el primero; iba vestido con el traje de caza, lleno de polvo aún, con botas altas y con la fusta en la mano. A la primera ojeada, D'Artagnan juzgó que el ánimo del rey se hallaba en plena tormenta.
Esta disposición, por visible que fuera en Su Majestad, no impidió a los cortesanos alinearse a su paso: en las antecámaras reales más vale ser visto con mirada irritada que no ser visto en absoluto. Los tres mosqueteros no titubearon pues y dieron un paso hacia adelante, mientras que D'Artagnan por el contrario permaneció oculto tras ellos; pero aunque el rey conocía personalmente a Athos, Porthos y Aramis, pasó ante ellos sin mirarlos, sin hablarles y como si jamás los hubiera visto. En cuanto al señor de Tréville, cuando los ojos del rey se detuvieron un instante sobre él, sostuvo aquella mirada con tanta firmeza que fue el rey quien apartó la vista; tras ello, siempre mascullando, Su Majestad volvió a sus habitaciones.
‑Las cosas van mal ‑dijo Athos sonriendo‑, y todavía no nos harán caballeros de la orden esta vez.
‑Esperad aquí diez minutos ‑dijo el señor de Tréville‑, y si al cabo de diez minutos no me veis salir, regresad a mi palacio, porque será inútil que me esperéis más tiempo.
Los cuatro jóvenes esperaron diez minutos, un cuarto de hora, veinte minutos; y viendo que el señor de Tréville no aparecía, se fueron muy inquietos por lo que fuera a suceder.
El señor de Tréville había entrado osadamente en el gabinete del rey, y había encontrado a Su Majestad de muy mal humor, sentado en un sillón y golpeando sus botas con el mango de su fusta, cosa que no le había impedido pedirle con la mayor flema noticias de su salud.
‑Mala, señor, mala ‑respondió el rey‑, me aburro.
En efecto, era la peor enfermedad de Luis XIII, quien a menudo tomaba a uno de sus cortesanos, lo atraía a una ventana y le decía: Señor tal, aburrámonos juntos.
‑¡Cómo! ¡Vuestra Majestad se aburre! ‑dijo el señor de Tréville‑. ¿Acaso no ha recibido placer hoy de la caza?
‑¡Vaya placer, señor! Todo degenera, a fe mía, y no sé si es la caza la que no tiene ya rastro o son los perros los que no tienen nariz. Lanzamos un ciervo de diez años, lo corremos durante seis horas, y cuando está a punto de ser cogido, cuando Saint‑Simon pone ya la trompa en su boca para hacer sonar el alalí[L60] , icrac!, toda la jauría se deja engañar y se lanza sobre un cervato. Como veis me veré obligado a renunciar a la montería como he renunciado a la caza de vuelo. ¡Ay, soy un rey muy desgraciado, señor de Tréville! No tenía más que un gerifalte y se murió anteayer.
‑En efecto, Sire, comprendo vuestra desesperación, y la desgracia es grande; pero según creo os queda todavía un buen número de halcones, gavilanes y terzuelos.
‑Y ningún hombre para instruirlos; los halconeros se van, sólo yo conozco ya el arte de la montería. Después de mí todo estará dicho, y se cazará con armadijos, cepos y trampas. ¡Si tuviera tiempo todavía de formar alumnos! Pero sí, el señor cardenal está que no me deja un momento de reposo, que me habla de España, que me habla de Austria, que me habla de Inglaterra. ¡Ah!, a propósito del señor cardenal, señor de Tréville, estoy descontento de vos.
El señor de Tréville esperaba al rey en este esguince. Conocía al rey de mucho tiempo atrás; había comprendido que todas sus lamentaciones no eran más que un prefacio, una especie de excitación para alentarse a sí mismo, y que era a donde había llegado por fin a donde quería venir.
‑¿Y en qué he sido yo tan desafortunado para desagradar a Vuestra Majestad? ‑preguntó el señor de Tréville fingiendo el más profundo asombro.
‑¿Así es como hacéis vuestra tarea señor? ‑prosiguió el rey sin responder directamente a la pregunta del señor de Tréville‑. ¿Para eso es para lo que os he nombrado capitán de mis mosqueteros, para que asesinen a un hombre, amotinen todo un barrio y quieran incendiar Paris sin que vos digáis una palabra? Pero por lo demás continuó el rey‑, sin duda me apresuro a acusaros, sin duda los perturbadores están en prisión y vos venís a anunciarme que se ha hecho justicia.
‑Sire ‑respondió tranquilamente el señor de Tréville‑, vengo por el contrario a pedirla.
‑¿Y contra quién? ‑exclamó el rey.
‑Contra los calumniadores ‑dijo el señor de Tréville.
‑¡Vaya, eso sí que es nuevo! ‑prosiguió el rey‑. ¿No iréis a decirme que esos tres malditos mosqueteros, Athos, Porthos y Aramis y vuestro cadete de Béarn no se han arrojado como furias sobre el pobre Bernajoux y no lo han maltratado de tal forma que es probable que esté a punto de fallecer? ¿No iréis a decir luego que no han asediado el palacio del duque de La Trémouille, ni que no han querido quemarlo? Cosa que no habría sido gran desgracia en tiempo de guerra, dado que es un nido de hugonotes, pero que en tiempo de paz es un ejemplo molesto. Decid, ¿vais a negar todo esto?
‑¿Y quién os ha hecho ese hermoso relato, Sire? ‑preguntó tranquilamente el señor de Tréville.
‑¿Quién me ha hecho ese hermoso relato, señor? ¿Y quién queréis que sea, si no aquel que vela cuando yo duermo, que trabaja cuando yo me divierto, que lleva todo dentro y fuera del reino, tanto en Francia como en Europa?
‑Su majestad quiere hablar de Dios, sin duda ‑dijo el señor de Tréville‑, porque no conozco más que a Dios que esté por encima de Su Majestad.
‑No, señor; me refiero al sostén del Estado, a mi único servidor, a mi único amigo, al señor cardenal.
‑Su eminencia no es Su Santidad, Sire.
‑¿Qué queréis decir con eso, señor?
‑Que no hay nadie más que el papa que sea infalible[L61] , y que esa infalibilidad no se extiende a los cardenales.
‑¿Queréis decir que me engaña, queréis decir que me traiciona? Entonces le acusáis. Veamos, decid, confesad francamente de qué le acusáis.
‑No, Sire, pero digo que se equivoca; digo que ha sido mal informado; digo que se ha apresurado a acusar a los mosqueteros de Vuestra Majestad, para con los que es injusto, y que no ha ido a sacar sus informes de buena fuente.
‑La acusación viene del señor de La Trémouille, del duque mismo. ¿Qué respondéis a eso?
‑Podría responder, Sire, que está demasiado interesado en la cuestión para ser un testigo imparcial; pero lejos de eso, Sire, tengo al duque por un gentilhombre, y me remito a él, pero con una condición, Sire.
‑¿Cuál?
‑Que Vuestra Majestad le haga venir, le interrogue pero por sí misma, frente a frente, sin testigos, y que yo vea a Vuestra Majestad tan pronto como haya recibido al duque.
‑¡Claro que sí! ‑dijo el rey‑. ¿Y vos os remitís a lo que diga el señor de La Trémouille?
‑Sí, Sire.
‑¿Aceptáis su juicio?
‑Indudablemente.
‑¿Y os someteréis a las reparaciones que exija?
‑Totalmente.
‑¡La Chesnaye[L62] ! ‑gritó el rey‑. ¡La Chesnaye!
El ayuda de cámara de confianza de Luis XIII, que permanecía siempre a la puerta, entró.
‑La Chesnaya ‑dijo el rey‑, que vayan inmediatamente a buscarme al señor de La Trémouille; quiero hablar con él esta noche.
‑¿Vuestra Majestad me da su palabra de que no verá a nadie entre el señor de Trémouille y yo?
‑A nadie, palabra de gentilhombre.
‑Hasta mañana entonces, Sire.
‑Hasta mañana, señor.
‑¿A qué hora, si le place a Vuestra Majestad?
‑A la hora que queráis.
‑Pero si vengo demasiado de madrugada temo despertar a Vuestra Majestad.
‑¿Despertarme? ¿Acaso duermo? Yo no duermo ya, señor; sueño algunas cosas, eso es todo. Venid, pues, tan pronto como queráis, a las siete; pero ¡ay de vos si vuestros mosqueteros son culpables!
‑Si mis mosqueteros son culpables, Sire, los culpables serán puestos en manos de Vuestra Majestad, que ordenará de ellos lo que le plazca. ¿Vuestra Majestad exige alguna cosa más? Que hable, estoy dispuesto a obedecerla.
‑No, señor, no, y no sin motivo se me ha llamado Luis el Justo. Hasta mañana pues, señor, hasta mañana.
‑Dios guarde hasta entonces a Vuestra Majestad.
Aunque poco durmió el rey, menos durmió aún el señor de Tréville; había hecho avisar aquella misma noche a sus tres mosqueteros y a su compañero para que se encontrasen en su casa a las seis y media de la mañana. Los llevó con él sin afirmarles nada, sin prometerles nada, y sin ocultarles que el favor de ellos y el suyo propio estaba en manos del azar.
Llegado al pie de la pequeña escalera, les hizo esperar. Si el rey seguía irritado contra ellos, se alejarían sin ser vistos; si el rey consentía en recibirlos, no habría más que hacerlos llamar.
Al llegar a la antecámara particular del rey, el señor de Tréville encontró a La Chesnaye, quien le informó de que no habían encontrado al duque de La Trémouille la noche de la víspera en su palacio, que había regresado demasiado tarde para presentarse en el Louvre, que acababa de llegar y que estaba en aquel momento con el rey.
Esta circunstancia plugo mucho al señor de Tréville, que así estuvo seguro de que ninguna sugerencia extraña se deslizaría entre la deposición de La Trémouille y él.
En efecto, apenas habían transcurrido diez minutos cuando la puerta del gabinete se abrió y el señor de Tréville vio salir al duque de La Trémouille, el cual vino a él y le dijo:
‑Señor de Tréville, Su Majestad acaba de enviarme a buscar para saber cómo sucedieron las cosas ayer por la mañana en mi palacio. Le he dicho la verdad, es decir, que la culpa era de mis gentes, y que yo estaba dispuesto a presentaros mis excusas. Puesto que os encuentro, dignaos recibirlas y tenerme siempre por uno de vuestros amigos.
‑Señor duque ‑dijo el señor de Tréville‑, estaba tan lleno de confianza en vuestra lealtad que no quise junto a Su Majestad otro defensor que vos mismo. Veo que no me había equivocado, y os agradezco que haya todavía en Francia un hombre de quien se puede decir sin engañarse lo que yo he dicho de vos.
‑¡Está bien, está bien! ‑dijo el rey, que había escuchado todos estos cumplidos entre las dos puertas‑. Sólo que decidle, Tréville, puesto que se quiere uno de vuestros amigos, que yo también quisiera ser uno de los suyos, pero que me descuida; que hace ya tres años que no le he visto, y que sólo lo veo cuando le mando buscar. Decidle todo eso de mi parte, porque son cosas que un rey no puede decir por sí mismo.
‑Gracias, Sire, gracias ‑dijo el duque‑; pero que Vuestra Majestad esté seguro de que no suelen ser los más adictos, y no lo digo por el señor de Tréville, aquellos que ve a todas horas del día.
‑¡Ah! Habéis oído lo que he dicho; tanto mejor, duque, tanto mejor ‑dijo el rey adelantándose hasta la puerta‑. ¡Ay sois vos, Tréville! ¿Dónde están vuestros mosqueteros? Anteayer os había dicho que me los trajeseis. ¿Por qué no lo habéis hecho?
‑Están abajo, Sire, y con vuestra licencia La Chesnaye va a decirles que suban.
‑Sí, sí, que vengan en seguida; van a ser las ocho y a las nueve espero una visita. Id, señor duque, y volved sobre todo. Entrad Tréville.
El duque saludó y salió. En el momento en que abría la puerta, los tres mosqueteros y D'Artagnan, conducidos por La Chesnaye, aparecían en lo alto de la escalera.
‑Venid, mis valientes ‑dijo el rey‑, venid; tengo que reñiros.
Los mosqueteros se aproximaron inclinándose; D'Artagnan les siguió detrás.
‑¡Diablos! ‑continuó el rey‑. Entre vosotros cuatro, ¡siete guardias de Su Eminencia puestos fuera de combate en dos días! Es demasiado, señores, es demasiado. A esta marcha, Su Eminencia se verá obligado a renovar su compañía dentro de tres semanas, y yo a hacer aplicar los edictos en todo rigor. Uno por casualidád, no digo que no; pero siete en dos días, lo repito, es demasiado, es muchísimo.
‑Por eso, Sire, Vuestra Majestad ve que vienen todo contritos y todo arrepentidos a presentaros excusas.
‑¡Todo contritos y todo arrepentidos! ¡Hum! ‑dijo el rey‑. No me fío una pizca de sus caras hipócritas; hay ahí detrás, sobre todo, una cara de gascón. Venid aquí, señor.
D'Artagnan, que comprendió que era a él a quien se dirigía el cumplido, se acercó adoptando su aspecto más desesperado.
‑Bueno, pero ¿no me decíais que era un joven? ¡Si es un niño, señor de Tréville, un verdadero niño! ¿Y ha sido él quien ha dado esa ruda estocada a Jussac?
‑Y las dos bellas estocadas a Bernajoux.
‑¿De verdad?
‑Sin contar ‑dijo Athos‑, que si no me hubiera sacado de las manos de Biscarat, a buen seguro no habría tenido yo el honor de hacer en este momento mi más humilde reverencia a Vuestra Majestad.
‑¡Pero entonces este bearnés es un verdadero demonio! Voto a los clavos, señor de Tréville, como habría dicho el rey mi padre. En este oficio, se deben agujerear muchos jubones y romper muchas espadas. Pero los gascones suelen ser pobres, ¿no es asî?
‑Sire, debo decir que aún no se han encontrado minas de oro en sus montañas, aunque el Señor les deba de sobra ese milagro en recompensa por la forma en que apoyaron las pretensiones del rey vuestro padre.
‑Lo cual quiere decir que son los gascones los que me han hecho rey a mí mismo, dado que yo soy el hijo de mi padre, ¿no es así, Tréville? Pues bien, sea en buena hora, no digo que no. La Chesnaye, id a ver si, hurgando en todos mis bolsillos, encontráis cuarenta pistolas; y si las encontráis, traédmelas. Y ahora, veamos, joven, con la mano en el corazón, ¿cómo ocurrió?
D'Artagnan contó la aventura de la víspera en todos sus detalles: cómo no habiendo podido dormir de la alegría que experimentaba por ver a Su Majestad, había llegado al alojamiento de sus amigos tres horas antes de la audiencia; cómo habían ido juntos al garito, y cómo por el temor que había manifestado de recibir un pelotazo en la cara, había sido objeto de la burla de Bernajoux, que había estado a punto de pagar aquella burla con la pérdida de la vida, y el señor de La Trémouille, que en nada se había mezclado, con la pérdida de su palacio.
‑Está bien eso ‑murmuró el rey‑; sí, así es como el duque me lo ha contado. ¡Pobre cardenal! Siete hombres en dos días, y de los más queridos; pero basta ya, señores, ¿me entendéis? Es bastante; os habéis tomado vuestra revancha por lo de la calle Férou, y más; debéis estar satisfechos.
‑Si Vuestra Majestad lo está ‑dijo Tréville‑, nosotros lo estamos.
‑Sí, lo estoy ‑añadió el rey tomando un puñado de oro de la mano de La Chesnaye y poniéndolo en la de D'Artagnan‑. He aquí, dijo, una prueba de mi satisfacción.
En esa época, las ideas de orgullo que son de recibo en nuestros días apenas estaban aún de moda. Un gentilhombre recibía de mano a mano dinero del rey, y no por ello se sentía humillado en nada. D'Artagnan puso, pues, las cuarenta pistolas en su bolso sin andarse con melindres y agradeciéndoselo mucho por el contrario a Su Majestad.
‑¡Bueno! ‑dijo el rey, mirando su péndola‑. Bueno, y ahora que son ya las ocho y media, retiraos; porque, ya os lo he dicho, espero a alguien a las nueve. Gracias por vuestra adhesión, señores. Puedo contar con ella, ¿no es cierto?
‑¡Oh, Sire! ‑exclamaron a una los cuatro compañeros‑. Nos haríamos cortar en trozos por Vuestra Majestad.
‑Bien, bien, pero permaneced enteros; es mejor, y me seréis más útiles. Tréville ‑añadió el rey a media voz mientras los otros se retiraban‑, como no tenéis plaza en los mosqueteros y como, además, para entrar en ese cuerpo hemos decidido que había que hacer un noviciado, colocad a ese joven en la compañía de los guardias del señor Des Essarts, vuestro cuñado. ¡Ah, pardiez, Tréville! Me regocijo con la mueca que va a hacer el cardenal; estará furioso, pero me da lo mismo; estoy en mi derecho.
Y el rey saludó con la mano a Tréville, que salió y vino a reunirse con sus mosqueteros, a los que encontró repartiendo con D'Artagnan las cuarenta pistolas.
Y el cardenal, como había dicho Su Majestad, se puso efectivamente furioso, tan furioso que durante ocho días abandonó el juego del rey, lo cual no impedía al rey ponerle la cara más encantadora del mundo, y todas las veces que lo encontraba preguntarle con su voz más acariciadora:
‑Y bien, señor cardenal, ¿cómo van ese pobre Bernajoux y ese pobre Jussac, que son vuestros?