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Pourquoi doncques, quan je veux

Alejandro Dumas

La Reina Margot

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE

 

I. El latín del duque de Guisa

II. Las habitaciones de la reina de Navarra

III. Un rey poeta

IV. La noche del 24 de agosto de 1572

V. Del Louvre en particular y de la virtud en general

VI. La deuda pagada

VII. La noche del 24 de agosto de 1572

VIII. Las víctimas

IX. Los asesinos

X. Muerte, misa o Bastilla

XI. El espino blanco del cementerio de los Inocentes

XII. Las confidencias

XIII. De cómo hay llaves que abren puertas a las que no estaban destinadas

XIV. Segunda noche de bodas

XV. Lo que la mujer quiere, Dios lo quiere

XVI. El cadáver de un enemigo siempre huele bien

XVII. Un colega de Ambrosio Paré

XVIII. Los aparecidos

XIX. La casa de Renato, el perfumista de la reina madre

XX. Las gallinas negras Las habitaciones de la señora de Sauve

XXII. «Sire, vos seréis rey»

XXIII. El nuevo converso

XXIV. La calle Tizon y la calle de Cloche‑Percée

XXV. La capa color cereza

XXVI. Margarita

XXVII. La mano de Dios

XXVIII. Una carta de Roma

XXIX. La cacería

XXX. Maurevel

XXXI. Caza mayor. .

 

SEGUNDA PARTE

 

I. Fraternidad

II. La gratitud del rey Carlos IX

III. Dios dispone IV. La noche de los reyes . . .

VI. El regreso al Louvre

VII. El cordón de la reina madre

VIII. Proyectos de venganza

IX. Los atridas.

X. El horóscopo

XI. Confidencias.

XII. Los embajadores

XIII. Orestes y Pílades

XIV. Orthon

XV. La posada A la Belle Etoile

XVI. De Mouy de Saint‑Phale

XVII. Dos cabezas para una corona

XVIII. El libro de cetrería

XIX. La caza con halcones

XX. El pabellón de Francisco I

XXI. Investigaciones

XXII. Acteón

XXIII. El bosque de Vincennes

XXIV. La figura de cera

XXV. Escudos invisibles

XXVI. Los jueces

XXVII. El tormento de los borceguíes

XXVIII. La capilla

XXIX. La plaza de Saint‑Jean‑en‑Grève

XXX. La picota

XXXI. Sudor sanguíneo

XXXII. La plataforma del castillo de Vincennes

XXXIII La regencia

XXXIV El rey ha muerto. ¡Viva el rey!

XXXV Epílogo

 

 

PRIMERA PARTE

 

I

EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA

 

El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.

Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint‑Germain d'Auxe­rre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y es­candalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés‑Saint‑Germain y por la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se elevaba enfrente.



A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la mu­chedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador. El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días des­pués, a la que sí sería convidado y a la que asistiría sin recelo alguno.

Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aque­lla misma mañana, el cardenal de Borbón los había ca­sado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre‑Dame, siguiendo el ceremonial de rigor en las bodas de las princesas de Francia.

Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se expli­caba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de su padre, ase­sinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la valiente esposa del débil An­tonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a es­te regio enlace, había muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muer­te. En todas partes se comentaba a media voz, y en algu­nos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis, temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de un tal Renato, florentino muy hábil en tales meneste­res. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales era el famoso Ambrosio Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro, única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del cri­men. Y empleamos esta palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen.

No acababan aquí los motivos de extrañeza. Seña­lemos particularmente con qué empeño, lindante con la obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su reino, sino que atraía a París a los principales hugo­notes de Francia.

Como los desposados pertenecieran, uno a la reli­gión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus te­mores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar:

‑No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que parece. No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el se­ñor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo co­geré a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo.

Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y procurando graves motivos de intranquilidad a los ca­tólicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier desenlace inesperado.

Sobre todo al almirante Coligny, quien desde cinco o seis años atrás no había cesado en su encarnizada opo­sición al rey, la conducta de Carlos IX parecía inexplica­ble. Luego de haber puesto a precio su cabeza ofreciendo por ella ciento cincuenta mil escudos de oro, el rey no brindaba más que a su salud, llamándole padre y decla­rando ante todo el mundo que sólo a él confiaría en ade­lante la dirección de la guerra. Llegaron las cosas a tal punto, que la propia Catalina de Médicis, que hasta en­tonces dirigió los actos, la voluntad y hasta los deseos del joven príncipe, parecía empezar a inquietarse seriamen­te; no sin motivo, ya que, en un momento de desahogo, Carlos IX había dicho al almirante a propósito de la gue­rra de Flandes:

‑Padre mío, será preciso que cuidemos de que la reina madre, que como sabéis en todo quiere meter la nariz, no se entere de nada. Hemos de mantener este asunto tan en secreto, que ella no lo pueda adivinar, pues embrolladora como es, nos lo echaría todo a perder.

A pesar de su buen sentido y de su experiencia, Co­ligny no supo mantenerse fiel a una confianza tan ilimi­tada. Había llegado a París con grandes sospechas, pues, al salir de Chátillon, un campesino se arrojó a sus pies gritando: «¡oh señor, nuestro buen amo, no vayáis a París, porque, si vais, moriréis lo mismo que todos los que os acompañan!» Sin embargo, aquellos recelos se apagaron poco a poco en su corazón y en el de su yerno, Teligny, a quien el rey también daba grandes muestras de amistad llamándole su hermano, así como llamaba padre al almirante, y tuteándole como solía hacer con sus mejores amigos.

Los hugonotes, pues, excepto algunos de espíritu melancólico y desconfiado, se hallaban por completo tranquilos. La muerte de la reina de Navarra se había atribuido a una pleuresía, y los espaciosos salones del Louvre se veían llenos de todos aquellos valientes pro­testantes que esperaban del matrimonio de su joven jefe Enrique un inesperado cambio de fortuna. El almirante Coligny, La Rochefoucauld, el príncipe de Condé hijo, Teligny, en fin, todos los capitostes del partido se con­sideraban triunfantes al ver todopoderosos en el Louvre y tan bien acogidos en París a aquellos mismos a quienes tres meses antes el rey Carlos y la reina Catalina querían colgar de horcas más altas que las empleadas para los reos de asesinato. No faltaban más que el mariscal de Montmorency, a quien en vano se hubiera buscado en­tre sus pares. Ninguna promesa pudo seducirlo ni se dejó engañar por ningún gesto. Retirado en su castillo de L'Isle‑Adam, daba por excusa de su ausencia el dolor que aún le causaba la falta de su padre, el condestable Anio de Montmorency, muerto de un tiro de pistola por Robert Stuart en la batalla de San Dionisio. Como habían transcurrido ya más de tres años desde tan des­dichado acontecimiento y la sensibilidad no era una virtud muy en boga en aquella época, cada cual inter­pretó como quiso aquel luto que prolongaba más de lo común.

Nada daba la razón al mariscal de Montmorency: el rey, la reina y los duques de Anjou y de Alençon cum­plían a las mil maravillas con los honores de la fiesta.

El duque de Anjou recibía de los propios hugonotes alabanzas muy merecidas con motivo de las dos batallas de Jarnac y de Montcontour, que supo ganar cuando to­davía no había cumplido los dieciocho años, siendo en esto más precoz que César y Alejandro, a quienes se les comparaba, cuidando muy bien de situar en un plano in­ferior a los vencedores de Issus y de Farsalia. El duque de Alençon veía todo esto con su mirada seductora y falsa. La reina Catalina, resplandeciente de alegría, hecha una dulzura, felicitaba al príncipe Enrique de Condé por su reciente matrimonio con María de Cleves. En fin, hasta los señores de Guisa sonreían a los seculares enemigos de su casa, y el duque de Mayenne conversaba con el señor de Tavannes y el almirante sobre la próxima guerra que, ahora más que nunca, era llegado el momento de declarar a Felipe II.

Por en medio de los grupos iba y venía, con la cabeza ligeramente ladeada y el oído atento a todas las conversa­ciones, un joven barbilampiño de dieciocho años, de in­teligente mirada, cabello negro muy corto, cejas espesas, nariz aguileña y sonrisa maliciosa. Este joven, que tan sólo se había distinguido en el combate de Arnay‑le­Duc, donde expuso valientemente su vida, y que ahora recibía múltiples felicitaciones, era el alumno preferido de Coligny y el héroe del día. Tres meses antes, es decir, cuando todavía su madre no había muerto, le llamaban príncipe de Bearne; ahora era rey de Navarra, hasta tanto no fuese Enrique IV.

De vez en cuando, una nube sombría y rápida cruzaba por su frente; sin duda recordaba que hacía ape­nas dos meses que su madre había muerto y que él era quien menos podía dudar que había sido envenena­da, pero la nube debía ser pasajera, puesto que desapa­recía como una sombra flotante; precisamente quienes le dirigían la palabra, le felicitaban y se codeaban con él, eran los mismos que habían asesinado a la valiente Juana de Albret.

A pocos pasos del rey de Navarra, casi tan pensa­tivo y preocupado como alegre y expansivo aparentaba estar el rey, el joven duque de Guisa conversaba con Teligny. Más afortunado que el bearnés, su fama, a los veintidós años, era casi tan grande como la de su padre, el gran Francisco de Guisa. Era un distinguido mozo, de elevada estatura, de mirada altiva y orgullosa y do­tado de tan natural majestuosidad, que a su paso los demás príncipes parecían plebeyos. Pese a su juventud, los católicos le consideraban jefe de su partido, mien­tras que los hugonotes reconocían como jefe del suyo a Enrique de Navarra, cuyo retrato se acaba de esbozar.

Comenzó usando el título de príncipe de Joinvi­lle, habiendo hecho sus primeras armas en el sitio de Orleáns, al lado de su padre, que murió en sus brazos acusando al almirante Coligny de ser su asesino. Enton­ces, el joven duque hizo, como Annibal, un solemne jura­mento: vengar la muerte de su padre en la persona del almirante o en la de algún miembro de su familia, y per­seguir a los de su religión sin tregua ni reposo, prome­tiendo a Dios convertirse en su ángel exterminador so­bre la tierra hasta concluir con el último hereje. Por fuerza había de producir gran asombro el ver a este prín­cipe, siempre tan fiel a su palabra, estrechar la mano de quienes juró ser enemigo mortal y charlar amistosamen­te con el yerno de aquél a quien, ante su padre agonizan­te, prometió dar muerte.

Pero, como ya hemos dicho, ésta era la noche de las sorpresas. El observador privilegiado, que hubiese podido asistir a la fiesta provisto de ese conocimiento del porvenir del que por fortuna carecen los hombres y de esa facultad de leer en los corazones que, por desdi­cha, solo pertenece a Dios, habría gozado sin duda del más curioso espectáculo que ofrecen los anales de la tris­te comedia humana.

Este observador, que faltaba en las galerías interio­res del Louvre, continuaba en la calle, mirando con ojos llameantes y rugiendo con voz amenazadora: este ob­servador era el pueblo, quien, con su instinto maravillo­so agudizado por el odio, seguía desde lejos el ir y venir de las sombras de sus enemigos implacables, deducien­do sus pasiones tan claramente como pueda hacerlo un espectador situado ante las ventanas de un salón de baile en el que no puede entrar. La música embriaga y mar­ca el compás al bailarín, mientras que el espectador de fuera, como no la oye y tan sólo advierte el movimien­to, ríe de ese muñeco que parece agitarse caprichosa­mente.

La música que embriagaba a los hugonotes era la voz de su orgullo. Aquellas luminarias que a media no­che veían los parisienses eran los relámpagos de su odio que iluminaban el porvenir. Sin embargo, todo reía en el interior del Louvre, y ahora un murmullo más dulce y halagador que nunca se dejó sentir: la joven desposada, después de quitarse su traje de boda, su manto y su largo velo, acababa de entrar en el salón de baile, acompañada por la hermosa duquesa de Nevers, su mejor amiga, y conducida por su hermano Carlos IX, que la presenta­ba a sus principales invitados.

La recién casada, hija de Enrique II, era la perla de la corona de Francia, es decir, Margarita de Valois, a quien el rey Carlos IX, con su familiar ternura, llamaba siem­pre «mi hermana Margot».

Jamás un recibimiento, por halagador que fuese, había sido tan merecido como el que ahora se dispen­saba a la nueva reina de Navarra. Margarita, que entonces apenas contaba veinte años, era ya el objeto de las alabanzas de todos los poetas. Unos la comparaban a la aurora, otros a Citerea. Era, en efecto, la belleza sin rival en aquella corte donde Catalina de Médicis había reunido, para convertirlas en sus Sirenas, a las mujeres más hermosas que pudo hallar. Tenía los cabellos ne­gros, el color encendido, la mirada voluptuosa y velada por largas pestañas, la boca roja y delicada, el cuello airoso, el talle firme y flexible y, ocultos en calzado de raso, unos pies de niña. Los franceses se sentían orgu­llosos de tenerla con ellos, viendo cómo se abría en su tierra una flor tan magnífica... Los extranjeros que pa­saban por Francia regresaban a sus países deslumbrados por su belleza si sólo la habían visto y admirados de su saber si habían logrado hablar con ella. Margarita no so­lamente era la más bella, sino también la más culta de las mujeres de su tiempo. Se citaba la frase de un sabio ita­liano que le había sido presentado y que, después de ha­ber conversado una hora con ella en italiano, español, latín y griego, se había ido diciendo lleno de entusiasmo: «Ver la corte de Francia sin ver a Margarita de Valois, ni es ver Francia ni es ver la corte».

No escasearon, por lo tanto, los murmullos de apro­bación al rey Carlos IX y a la reina de Navarra; ya se sabe lo aficionados que eran los hugonotes a tales demostra­ciones. No faltaron infinidad de alusiones al pasado y hubo no pocas preguntas acerca del porvenir que fueron hábilmente deslizadas hasta el oído del rey en medio de los cumplidos.

A todas estas alusiones respondía el monarca con sus labios pálidos y su falsa sonrisa:

‑Al entregar a mi hermana Margarita en brazos de Enrique de Navarra, entrego mi corazón en brazos de todos los protestantes del reino.

Esta frase tranquilizaba a unos y hacía sonreír a otros, porque en realidad tenía dos sentidos: uno pater­nal, en el que Carlos IX no quería insistir demasiado; otro injurioso, para la desposada, para su marido y has­ta para el rey mismo, porque aludía a ciertos escándalos privados con que la crónica de la corte había encontra­do ya el medio de manchar el velo nupcial de Margarita de Valois.

Entre tanto, el señor de Guisa conversaba, como decíamos, con Teligny, pero sin prestar al diálogo tanta atención como para no poder dirigir de vez en cuando una mirada al grupo de damas en cuyo centro resplan­decía la reina de Navarra.

Cuando la mirada de la princesa chocaba con la del joven duque, una nube parecía oscurecer la encantado­ra frente coronada por una aureola temblorosa de ruti­lantes estrellas, y un oculto designio parecía descubrir­se en su actitud impaciente y agitada.

La princesa Claudia, hermana mayor de Margarita, casada desde hacía varios años con el duque de Lorena, había notado esa inquietud, y ya se acercaba a ella para preguntarle la causa, cuando, al apartarse todos para dar paso a la reina madre, que entraba apoyándose en el brazo del joven príncipe de Condé, la princesa se halló de nuevo alejada de su hermana.

Se produjo entonces un movimiento general que el duque de Guisa aprovechó para acercarse a su cuñada, la señora de Nevers, y, por consiguiente, a Margarita.

La señora de Lorena, que no había perdido de vista a la joven reina, vio desaparecer de su frente la nube que hasta entonces la velara y subir hasta sus mejillas una encendida llama. El duque continuaba aproximándose y, cuando estuvo a dos pasos de Margarita, esta, que más parecía sentirle que verle, se volvió, no sin hacer un violento esfuerzo para dar a su semblante una expresión calmosa a indiferente. El duque se inclinó ante ella en un respetuoso saludo mientras murmuraba a media voz:

‑Ipse attuli.

Lo que significaba: «Lo he traído» o «Lo he traído yo mismo».

Margarita devolvió su reverencia al joven duque y al incorporarse pronunció esta respuesta:

‑Noctu pro more.

O lo que es igual: «Esta noche, como de costumbre».

Estas dulces palabras, apagadas por el enorme cue­llo almidonado del vestido de la princesa, cual lo hubie­ran sido por una mampara, no fueron oídas más que por la persona a quien iban dirigidas. Por corto que fuese, el diálogo encerraba, sin duda, cuanto tenían que decirse, ya que, terminado este intercambio de dos palabras por tres, se separaron, Margarita más pensativa y el du­que con el rostro más radiante que antes de haberse acercado.

Tuvo lugar esta pequeña escena sin que el más inte­resado en observarla pareciera prestar la menor aten­ción. El rey de Navarra no tenía ojos más que para una sola persona, que reunía en torno suyo una corte casi tan numerosa como Margarita de Valois: esta persona era la bella señora de Sauve.

Carlota de Beaune‑Semblancay, nieta del desdi­chado Semblancay y esposa de Simón de Fizes, barón de Sauve, era una de las damas de honor de Catalina de Médicis y una de las más temibles colaboradoras de esta reina, que ofrecía a sus enemigos el filtro del amor cuando no se atrevía a darles el veneno florentino. Pe­queña, rubia, tan pronto chispeante como melancólica, siempre dispuesta al amor y a la intriga, esos dos gran­des quehaceres que desde hacía cincuenta años ocupa­ban a la corte de los tres últimos reyes, mujer en toda la acepción de la palabra y con todo el encanto que esto implica, desde los ojos azules lánguidos o llameantes hasta los piececitos inquietos y arqueados en su calza­do de terciopelo, la señora de Sauve era dueña desde hacía algunos meses de todos los pensamientos del rey de Navarra, que se iniciaba entonces tanto en la carrera amorosa como en la política; de modo que Margarita de Navarra, belleza magnífica y real, ni siquiera pudo despertar la admiración en el fondo del corazón de su esposo. Cosa extraña y que asombraba a todo el mun­do, incluso a este alma llena de tinieblas y de misterios, era que Catalina de Médicis, al mismo tiempo que perseguía su proyecto de unión entre su hija y el rey de Navarra, no había dejado de favorecer, casi abierta­mente, los amores de éste con la señora de Sauve. Mas a pesar de ayuda tan poderosa y a despecho de las cos­tumbres fáciles de la época, la bella Carlota había re­sistido hasta entonces.

De esta resistencia sin precedentes, increíble, in­audita, más aún que de la belleza y de la inteligencia de la que resistía, nació en el corazón del bearnés una pa­sión que, no pudiendo satisfacerse, se replegó sobre sí misma, devorando en el corazón del joven rey la timi­dez, el orgullo y hasta aquella despreocupación mitad filosófica, mitad perezosa, que constituía el fondo de su carácter.

La señora de Sauve hacía unos minutos que acababa de entrar en el salón de baile; fuera por desprecio o por resentimiento, había resuelto en un principio no asistir al triunfo de su rival y, pretextando una indisposición, había consentido que su esposo, secretario de Estado desde hacía cinco años, fuera solo al Louvre. Pero, al ver al barón de Sauve sin su esposa, Catalina de Médicis se informó de la causa que mantenía alejada a su amada Carlota. Al saber que sólo se trataba de una leve indis­posición, le escribió unas líneas rogándole que se pre­sentara, ruego que ésta se apresuró a obedecer. Enrique, aunque muy triste al principio por su ausencia, respiró con más libertad al ver entrar solo al señor de Sauve; pero en el momento en que, no esperando ni remo­tamente su llegada, se acercaba suspirando a la amable criatura a la que estaba condenado si no a amar, por lo menos a tratar como esposa, vio aparecer a la señora de Sauve en el extremo de la galería. Entonces se quedó clavado en su sitio con los ojos fijos en aquella Circe que lo encadenaba con un lazo mágico. Luego, en lugar de dirigirse a su esposa, se acercó a la señora de Sauve con un movimiento de vacilación que más parecía de asom­bro que de temor.

Los cortesanos, por su parte, viendo que el rey de Navarra, cuyo corazón ardiente conocían, se aproxi­maba a la hermosa Carlota, no se atrevieron a impe­dirlo, y se alejaron. Así, al mismo tiempo que Margari­ta de Valois y el señor de Guisa intercambiaban las pocas palabras latinas que hemos mencionado, Enri­que entablaba con la señora de Sauve, en un francés muy inteligible, aunque salpicado de acento gascón, una charla menos misteriosa.

‑¡Oh, amiga mía ‑le dijo‑, aparecéis aquí en el momento en que acaban de informarme que estabais en­ferma y cuando había perdido ya la esperanza de veros!

‑¿Pretenderá Vuestra Majestad‑respondió la se­ñora de Sauve‑hacerme creer que le habría costado mu­cho perder esa esperanza?

‑¡Cómo! Ya lo creo ‑repuso el bearnés‑. ¿Aca­so no sabéis que vos sois mi sol durante el día y mi es­trella durante la noche? Os aseguro que me creía en la oscuridad más profunda. Al llegar vos iluminasteis todo de pronto.

‑Entonces, ¿os he hecho una mala pasada?

‑¿Qué queréis decir, amiga mía?

‑Quiero decir que, cuando se es dueño de la mu­jer más hermosa de Francia, lo único que se debe de­sear es que la luz deje paso a la oscuridad, porque es en la oscuridad donde nos espera la dicha.

‑Esta dicha, querida, sabéis muy bien que depende de una sola persona y que esta persona se ríe y se burla del pobre Enrique.

‑¡Oh! ‑replicó la baronesa‑. Yo había creído que, por el contrario, esa persona era el juguete y la burla del rey de Navarra.

Enrique se quedó estupefacto ante aquella actitud hostil, pero después cayó en la cuenta de que era pro­ducto del despecho, y pensó que éste no es más que la máscara del amor.

‑En verdad, querida Carlota‑dijo‑, me acusáis muy injustamente y no comprendo cómo una boca tan bella pueda ser a un mismo tiempo tan cruel. ¿Creéis por ventura que soy yo quien se casa? ¡Oh, no, de nin­guna manera! ¡Qué voy a ser yo!

‑Seré yo entonces ‑repuso la baronesa con acri­tud, si es que puede parecer agria la voz de la mujer que nos ama y se queja de no sentirse correspondida.

‑¿Con unos ojos tan bellos, no alcanzáis a ver más allá? No, no, no es Enrique de Navarra quien se casa con Margarita de Valois.

‑¿Pues quién es?

‑¡Por Dios, baronesa! Es la religión reformada la que se casa con el Papa. ¡Ni más ni menos!

‑Nada de eso, señor, no pienso dejarme engañar por vuestros juegos de ingenio; Vuestra Majestad ama a Mar­garita y no soy yo, Dios me libre, quien puede reprochá­roslo. Ella es lo bastante hermosa como para ser amada.

Enrique reflexionó un instante, durante el cual las comisuras de sus labios fingieron una sonrisa.

‑baronesa ‑dijo‑, según veo, buscáis querella. No tenéis derecho a ello. ¿Qué habéis hecho, decidme, para impedir que me case con Margarita? Nada. Por el contrario, me habéis hecho perder toda esperanza.

‑¡Bien castigada estoy! ‑respondió la señora de Sauve.

‑¿Por qué?

‑Por la sencilla razón de que hoy os casáis con otra.

‑¡Si me caso con ella es porque vos no me amáis...!

‑Si os amase, Sire, moriría antes de una hora.

‑¡Dentro de una hora! ¿Qué queréis decir? ¿Cuál sería la causa de vuestra muerte?

‑¡Los celos!... Dentro de una hora, la reina de Navarra despedirá a sus damas y Vuestra Majestad a sus gentiles hombres.

‑¿Es ésta la idea que en realidad os tortura, amiga mía?

‑No he querido decir eso; lo que sí digo es que, si os amara, me torturaría horriblemente.

‑¡Pues bien! ‑exclamó Enrique lleno de júbilo al oír tal confesión, la primera que recibía de aquellos la­bios‑. ¿Y si el rey de Navarra no despidiera a ninguno de sus gentiles hombres esta noche?

‑Sire ‑dijo la señora de Sauve, mirando al rey con un asombro que por esta vez no era fingido‑, es­táis diciendo cosas imposibles y sobre todo increíbles.

‑Para que las creyerais, ¿qué tendría que hacer?

‑Tendríais que darme una prueba que no podéis darme.

‑¡Oh, señora, por san Enrique, os la daré, estad segura! ‑exclamó el rey devorando a la joven con una mirada amorosa.

‑¡Majestad!... ‑murmuró la bella Carlota bajan­do la voz y los ojos‑. No comprendo... ¡No, no, es imposible que renunciéis a la felicidad que os espera!

‑Hay cuatro Enriques en esta sala, mi bien ‑re­puso el rey‑: Enrique de Francis, Enrique de Condé, Enrique de Guisa y Enrique de Navarra.

‑¿Y qué?

‑Que Enrique de Navarra no hay más que uno. ¿Si le tuvierais a vuestro lado toda la noche...?

‑¿Toda la noche?

‑Sí, toda la noche. ¿Estaríais segura de que no está con otra?

‑¡Ah, si sois capaz de hacer eso! ‑exclamó a su vez la señora de Sauve.

‑Palabra de caballero.

La señora de Sauve levantó sus grandes ojos llenos de voluptuosas promesas y sonrió al rey, cuyo corazón se colmó de alegría.

‑En ese caso, ¿qué diríais? ‑preguntó Enrique. ‑¡Oh! En ese caso diría que Vuestra Majestad ver­daderamente me ama ‑respondió Carlota.

‑¡Cuerpo de Baco! Entonces decidlo, porque así es.

‑Pero ¿cómo haremos? ‑prosiguió la señora de Sauve.

‑¡Por Dios, baronesa, no os faltará alguna cama­rera, alguna doncella o alguna joven de la que podáis estar segura!

‑Tengo a Dariole, que me sirve con tanta devoción que con gusto se dejaría cortar en pedazos por mí. ¡Un verdadero tesoro!

‑Decidle, ¡por Satanás!, baronesa, que haré su for­tuna cuando se cumpla lo que han predicho los astrólo­gos y yo sea rey de Francia.

Carlota sonrió; ya en esa época estaba formada la reputación gascona del bearnés en lo que respecta a sus promesas.

‑¿Qué deseáis de Dariole?

‑Muy pocas cosa. Lo que para ella no será nada lo será todo para mí.

‑¿En resumen?

‑Vuestro departamento está situado encima del mío, ¿no es cierto?

‑Sí.

‑Decidle que espere detrás de la puerta. Daré tres golpes suaves. Cuando me abra, vos tendréis la prueba que os he prometido.

La señora de Sauve guardó silencio unos segundos; luego, como si hubiera mirado a su alrededor para ase­gurarse de que nadie la oía, fijó por un instante los ojos en el grupo donde se encontraba la reina madre, instan­te que bastó para que Catalina y su dama de honor cam­biaran una mirada.

‑¡Ah! Si yo quisiera ‑dijo la señora de Sauve con un acento de Sirena que hubiese derretido la cera en los oídos de Ulises‑, si yo quisiera sorprender en una mentira a Vuestra Majestad...

‑Tratad de hacerlo, amiga mía, es cuestión de que lo intentéis...

‑Os confieso que tengo que luchar contra la ten­tación.

‑Daos por vencida, nunca son tan fuertes las mu­jeres como después de haber cedido.

‑Señor, os cojo la palabra en nombre de Dariole para el día en que seáis rey de Francia.

Enrique lanzó un grito de alegría.

En el preciso momento en que este grito se esca­paba de los labios del bearnés, la reina de Navarra res­pondía al duque de Guisa:

‑Noctu pro more: esta noche, como de costumbre.

Enrique se alejó entonces de la señora de Sauve tan dichoso como el duque de Guisa de Margarita de Va­lois.

Una hora después de esta doble escena que acaba­mos de relatar, el rey Carlos y la reina madre se retira­ban a sus aposentos. Inmediatamente, los salones co­menzaron a despoblarse y las galerías dejaron ver la base de sus columnas de mármol.

El almirante y el príncipe de Condé salieron escol­tados por cuatrocientos gentiles hombres, abriéndose paso entre la multitud que murmuraba. Luego, Enrique de Guisa y los caballeros loreneses y católicos salieron a su vez acompañados por los gritos de alegría y los aplausos de la multitud.

En cuanto a Margarita de Valois, Enrique de Na­varra y la señora de Sauve, ya se sabe que habitaban en el mismo palacio del Louvre.

 

II

 

LAS HABITACIONES

DE LA REINA DE NAVARRA

 

El duque de Guisa acompañó a su cuñada, la du­quesa de Nevers, a su casa, sita en la calle de Chaume, frente a la de Brac. Después de haberla dejado al cuida­do de sus doncellas, entró en su cuarto para cambiarse de ropa, coger una capa y armarse de uno de esos puña­les cortos y agudos llamados «fe de caballero», que se llevaban sin la espada. En el momento en que iba a cogerlo de encima de la mesa, vio entre la hoja y la vaina un papel.

Lo abrió y leyó lo que sigue:

«Espero que el señor de Guisa no vuelva esta noche al Louvre, o, si lo hace, tome al menos la precaución de armarse con una buena cota de malla y una buena espada. »

‑¡Ah! ‑dijo el duque, volviéndose hacia su ayu­da de cámara‑. ¡Singular advertencia, Robin! Espero que me digas quién entró aquí durante mi ausencia.

‑Una sola persona, monseñor.

‑¿Quién?

‑El señor Du Gast.

‑¡Perfectamente! Me pareció reconocer la letra. ¿Estás seguro de que Du Gast ha venido? ¿Le has visto?

‑Más todavía, monseñor, he hablado con él.

‑¡Muy bien! Seguiré su consejo. Tráeme la cota y la espada.

El criado, habituado a estos cambios de indumenta­ria, le entregó al instante lo que pedía. El duque se puso la cota tejida con mallas tan flexibles que la trama de acero no era más gruesa que el terciopelo. Ciñóse las calzas y se vistió con un jubón gris y plata, sus colores favoritos. Se calzó unas altas botas que le llegaban hasta la mitad del muslo, se caló un gorro de terciopelo negro sin plumas ni pedrerías, se envolvió en una capa oscura, colgó su puñal al cinto y poniendo su espada en manos de un paje, única escolta que eligió como compañía, tomó el camino del Louvre.

Al poner los pies en la calle, el sereno de Saint­ Germain d'Auxerre acababa de cantar la una de la ma­drugada.

Pese a lo avanzado de la noche y a las pocas seguri­dades que ofrecían las calles en aquella época, el prín­cipe aventurero no tuvo ningún tropiezo por el cami­no, llegando sano y salvo ante la masa colosal del viejo Louvre, cuyas luces se habían apagado una tras otra y ahora se erguía, sombrío y formidable, en medio del si­lencio y la oscuridad.

Delante del castillo real se extendía un profundo foso, al que daban la mayoría de las habitaciones de los príncipes. Las habitaciones de Margarita estaban si­tuadas en el primer piso.

Este primer piso hubiera sido muy accesible a no ser por el foso, de cuyo fondo le separaba una distancia de cerca de treinta pasos. Por consiguiente, quedaba fuera del alcance de los amantes y de los ladrones, lo que no impidió que el señor de Guisa bajara resuelta­mente al foso.

En el momento en que lo hacía se oyó abrirse una ventana en la planta baja. Esta ventana estaba enrejada, pero una mano levantó uno de los barrotes, falseado con premeditación, y dejó caer un cordón de seda.

‑¿Sois vos, Guillonne? ‑preguntó el duque en voz baja.

‑Sí, monseñor ‑respondió una voz femenina en tono todavía más bajo.

‑¿Y Margarita?

‑Os espera.

‑Magnífico.

Dichas estas palabras, el duque hizo una señal a su paje, quien, abriendo su capa, desenrolló una pequeña escala de cuerda. El príncipe ató uno de los extremos de la escala al cordón. Guillonne atrajo hacia sí la esca­la y la sujetó sólidamente. El señor de Guisa, luego de ceñirse la espada, comenzó la ascensión, que hizo sin tropiezo alguno. Detrás de él volvió a su sitio el barro­te, la ventana se cerró de nuevo y el paje, después de contemplar cuán tranquilamente entraba su señor en el Louvre, fue a tenderse, arrebujado en su capa, sobre la hierba del foso, al amparo de la muralla.

La noche era muy cerrada y caían algunas gotas de lluvia, tibias y gruesas, procedentes de unos nubarro­nes cargados de electricidad.

El duque de Guisa siguió a su guía, que era nada menos que la hija de Jacques de Matignon, mariscal de Francia. Pasaba por ser la confidente de Margarita, quien no tenía secretos para ella y, según las malas len­guas de la corte, entre los misterios que ocultaba su in­corruptible fidelidad, había algunos tan terribles que le obligaban a guardar los otros.

Ninguna luz había quedado encendida en las habi­taciones del piso bajo ni en los corredores. Sólo de vez en cuando un tenue relámpago iluminaba las oscuras habitaciones con un reflejo azulado y fugaz.

El duque, siempre guiado por la muchacha que lo llevaba de la mano, llegó por fin a una escalera de cara­col que se abría en el espesor de un muro y que iba a dar a una puerta secreta a invisible de la antecámara de las habitaciones de Margarita. Esta antecámara, como las demás cámaras del piso bajo, estaba sumergida en la más completa oscuridad.

Al llegar allí, Guillonne se detuvo.

‑¿Habéis traído lo que la reina desea? ‑inquirió en voz baja.

‑Sí ‑respondió el duque de Guisa‑, pero sólo se lo entregaré a Su Majestad en persona.

‑Venid, pues, sin perder un instante ‑dijo en­tonces, en medio de la oscuridad, una voz que hizo es­tremecer al duque, pues reconoció en ella a la de Mar­garita.

Al mismo tiempo, al levantarse un cortinaje de terciopelo violeta con doradas flores de lis, el duque distinguió en la sombra a la reina en persona que, im­paciente, le salía al encuentro.

‑Heme aquí, señora ‑dijo entonces el duque, y traspuso rápidamente la cortina, que se cerró tras él.

Tocó el turno a Margarita de Valois de servir de guía al príncipe en estas habitaciones, que él conocía de sobra, mientras Guillonne, quedándose en la puerta, se llevaba un dedo a los labios para tranquilizar a su au­gusta señora.

Como si hubiera comprendido las celosas inquie­tudes del duque, Margarita le condujo hasta su dormi­torio, donde le dijo:

‑¿Estáis contento, duque?

‑¿Contento, señora? ‑preguntó éste‑. ¿Y de qué, si puede saberse?

‑De esta prueba que os doy ‑repuso Margarita con un imperceptible tono de despecho‑, pues perte­nezco a un hombre que la misma noche de bodas hace tan poco caso de mí, que ni siquiera ha venido a agrade­cerme el honor que le he hecho, no ya eligiéndole por esposo, sino aceptándole como tal.

‑¡Oh, señora! ‑dijo tristemente el duque‑. Tran­quilizaos: vendrá, sobre todo si vos lo deseáis.

‑¡Y sois vos quien dice eso, Enrique! –exclamó Margarita‑. ¡Vos, que sabéis mejor que nadie lo con­trario de lo que estáis diciendo! ¿Os hubiera yo pedido que vinierais al Louvre si tuviera este deseo?

‑Me habéis pedido que viniera al Louvre, Marga­rita, porque deseáis borrar todo vestigio de nuestro pa­sado, pasado que no sólo vivía en mi corazón, sino tam­bién en este cofre de plata que os traigo.

‑¿Queréis que os diga una cosa, Enrique?‑repu­so Margarita mirando fijamente al duque‑. ¡Más que un príncipe, me parecéis un colegial! ¿Yo negar que os he amado? ¿Yo querer apagar una llama que quizá se extinga, pero cuya luz perdurará siempre? Sabed que los amores de las personas de mi rango iluminan y a veces incendian toda una época. ¡No, no, mi dueño! Podéis conservar las cartas de vuestra Margarita y el cofre que ella os dio. De todas esas cartas, ella no reclama más que una sola, que es tan peligrosa para vos como para ella misma.

‑Todo es vuestro ‑replicó el duque‑; elegid, pues, y destruid lo que queráis.

Margarita registró con rapidez el cofre abierto. Fue cogiendo con sus manos febriles hasta una docena de cartas, limitándose a ver los sobres, como si con esto su memoria recordara cuál era su contenido, pero, al lle­gar al final de su examen, miró al duque y, palidecien­do, le dijo:

‑Señor, no está aquí la que busco. ¿Acaso la ha­béis perdido? Porque si la habéis entregado...

‑‑¿Qué carta buscáis, señora?

‑Aquella en que os decía que os casarais sin tardanza.

‑¿Para excusar vuestra infidelidad?

Margarita se limitó a encogerse de hombros:

‑No, por cierto, sino para salvaros la vida. Busco la carta en la que os decía que el rey, enterado de nues­tro amor y viendo los esfuerzos que yo hacía para romper vuestra futura unión con la infanta de Portugal, había llamado a su hermano, el bastardo de Angu­lema, y le había dicho, mostrándole dos espadas: «Con ésta matarás a Enrique de Guisa esta noche o yo lo ma­taré mañana con esta otra». Decidme, ¿dónde está esa carta?

‑Vedla aquí‑dijo el duque sacándola de su pecho.

Margarita casi se la arrebató de las manos, la abrió con avidez, se cercioró de que era realmente la que bus­caba, lanzó una exclamación de alegría y la acercó a una vela. La llama se comunicó enseguida al papel, que ar­dió en un instante. Luego, como si Margarita temiese que pudieran descubrirla, aplastó las cenizas con su pie.

Durante toda esta febril escena, el duque de Guisa había seguido con la mirada a su amante.

‑¿Y ahora, Margarita? ‑le dijo cuando ella hubo terminado‑. ¿Estáis contenta?

‑Sí, porque ahora que estáis casado con la princesa de Porcian, mi hermano me perdonará vuestro amor, mientras que antes no me hubiese perdonado el haberos revelado un secreto como el que, en mi debilidad por vos, no tuve el valor de ocultaros.

‑Es verdad ‑respondió el duque de Guisa‑. Claro que en aquel tiempo me amabais...

‑Y os amo todavía, Enrique, tanto o más que antes.

‑¿Vos?

‑Sí, yo. Nunca he necesitado tanto un amigo sin­cero y fiel como ahora que soy una reina sin trono y una esposa sin marido.

El joven príncipe ladeó tristemente la cabeza.

‑Os digo y os repito, Enrique, que mi marido no solamente no me ama, sino que me odia, me desprecia. ¿Queréis mejor prueba de ese odio y de ese desprecio que vuestra presencia aquí, en la habitación donde él debería estar a estas horas?

‑Aún no es tarde, señora, y el rey de Navarra ne­cesita tiempo para despedir a sus gentiles hombres. Si no ha venido, no tardará en llegar.

‑¿Cómo queréis que os diga que no vendrá? ‑ex­clamó Margarita con creciente despecho.

‑Señora ‑dijo Guillonne abriendo la puerta y le­vantando las cortinas‑, el rey de Navarra sale en este momento de sus habitaciones.

‑¡Estaba seguro de que vendría! ‑gritó el duque de Guisa.

‑Enrique ‑dijo Margarita con voz cautelosa, co­giéndole de la mano‑. Enrique, vais a ver si soy una mu­jer de palabra y si se puede confiar en mis promesas; entrad en ese gabinete.

‑¡Señora, dejadme partir si es tiempo todavía, por­que a la primera prueba de amor que el rey os dé, saldré de mi escondite y... desdichado de él!

‑¡Entrad os digo! ¡Estáis loco! ¡Entrad! Yo res­ponderé de todo.

Y empujó al duque hacia el gabinete. ¡Con qué oportunidad! Apenas se cerró la puerta detrás del du­que, apareció sonriente el rey de Navarra, escoltado por dos pajes que llevaban ocho velas de cera amarilla.

Margarita disimuló su turbación en una profunda reverencia.

‑¿Todavía no estáis acostada, señora? ‑preguntó el bearnés con su aspecto franco y jovial‑. ¿O es que por ventura me esperabais?

‑No, señor ‑respondió Margarita‑, ayer mis­mo me dijisteis que sabíais perfectamente que nuestro matrimonio era una alianza política y que nunca ejer­ceríais vuestros derechos sobre mí.

‑Desde luego, pero esto no es razón para que no conversemos un poco los dos. Guillonne, cerrad las puertas y dejadnos.

Margarita, que se había sentado, levantóse y exten­dió la mano como para ordenar a los pajes que se que­daran.

‑¿Será preciso que llame a vuestras damas? ‑pre­guntó el rey‑. Así lo haré si es vuestro deseo, pero os confieso que, por las cosas que tengo que deciros, pre­feriría que estuviésemos solos. ‑Y el rey de Navarra se adelantó hacia el gabinete.

‑¡No! ‑gritó Margarita, interceptándole violen­tamente el paso‑. Es inútil; estoy dispuesta a escu­charos.

El bearnés sabía ya cuanto deseaba saber. Dirigió una rápida mirada hacia el gabinete, como si a través de los cortinajes hubiese querido penetrar en sus más som­brías profundidades. Y luego, volviendo sus ojos hacia su bella esposa, pálida de terror:

‑En ese caso, señora ‑le dijo con voz perfecta­mente tranquila‑, podremos conversar un momento.

‑Como guste Vuestra Majestad ‑dijo la joven, dejándose caer en el sillón que le indicaba su marido.

El bearnés se colocó cerca de ella.

‑Señora, a pesar de lo que diga la gente, creo que nuestro matrimonio es un buen matrimonio. Yo soy vuestro y vos sois mía.

‑Pero... ‑dijo Margarita.

‑Debemos, por consiguiente ‑continuó el rey de Navarra, sin advertir al parecer la vacilación de Mar­garita‑, obrar como buenos aliados, puesto que hoy nos hemos jurado alianza ante Dios. ¿No es esta vues­tra opinión?

‑Sin duda, señor.

‑Conozco, señora, cuán grande es vuestra inteli­gencia. No ignoro de cuántos peligrosos abismos está sembrado el terreno de la corte; soy joven y, aunque nunca hice mal a nadie, tengo muchos enemigos. ¿En qué bando, señora, debo colocar a quien lleva mi nom­bre y me ha jurado fidelidad al pie del altar?

‑¡Oh, señor! Podíais pensar...

‑No pienso nada, señora, espero y quiero asegu­rarme de que mi esperanza es fundada. Es indudable que nuestro casamiento no es más que un pretexto o una trampa.

Margarita se estremeció, sin duda porque también a su mente había acudido la misma idea.

‑Ahora bien, ¿en cuál de los dos bandos? ‑con­tinuó Enrique de Navarra‑. El rey me odia, el duque de Anjou me odia, el duque de Alençon me odia, Ca­talina de Médicis odiaba demasiado a mi madre para no odiarme a mí también.

‑¡Oh, señor! ¿Qué estáis diciendo?

‑La verdad, señora ‑prosiguió el rey‑, y de­searía, para que nadie creyera que me engaño acerca del asesinato del señor De Mouy y del envenenamien­to de mi madre, que hubiese aquí alguien que pudiera oírme.

‑Señor‑interrumpió Margarita, con el tono más tranquilo y sonriente que pudo‑, sabéis muy bien que aquí no hay nadie más que vos y yo.

‑Por eso justamente me atrevo a deciros que no me engañan los halagos que me hace la Casa de Francia ni los que me prodiga la Casa de Lorena.

‑¡Sire, Sire! ‑exclamó Margarita.

‑¿Qué hay, amiga mía? ‑preguntó sonriendo, a su vez, Enrique.

‑Hay, señor, que tales palabras son muy peligro­sas...

‑De ningún modo estando... solos como estamos ‑repuso el rey‑. Os decía, pues...

Margarita, visiblemente atormentada, hubiera que­rido detener cada palabra en los labios del bearnés. En­rique proseguía con su aparente ingenuidad:

‑Os decía, pues, que estoy amenazado por todas partes: amenazado por el rey, amenazado por el duque de Alençon, amenazado por el duque de Anjou, ame­nazado por la reina madre, amenazado por el duque de Guisa, por el de Mayenne, por el cardenal de Lorena, por todo el mundo, en fin. Esto se sabe por instinto, de sobra lo comprendéis, señora. Pues bien, contra todas esas amenazas, que no tardarán en convertirse en ataques, puedo defenderme con vuestro apoyo. A vos os quieren todas esas personas que a mí me detestan.

‑¿A mí? ‑preguntó Margarita.

‑Sí, a vos ‑respondió Enrique de Navarra con la mayor naturalidad‑. Os quiere el rey Carlos, os quiere ‑añadió recalcando el nombre‑ el duque de Alençon, os quiere la reina Catalina, os quiere el duque de Guisa.

‑Señor... ‑murmuró Margarita.

‑Nada tiene de extraño que todo el mundo os quie­ra. Quienes acabo de nombrar son vuestros hermanos o vuestros parientes. Amar a los parientes y a los herma­nos es vivir conforme a la ley de Dios.

‑Terminad ya, de una vez ‑dijo Margarita sofo­cada‑. ¿Hasta dónde queréis llegar, señor?

‑Quiero llegar hasta donde os he dicho y es que si os convertís, no diré en mi amiga, sino en mi aliada, podré afrontarlo todo; pero si, por el contrario, prefe­rís ser mi enemiga, estoy perdido.

‑¡Oh! Jamás seré vuestra enemiga‑exclamó Mar­garita.

‑Por lo que se ve, ¿tampoco seréis nunca mi amiga?

‑Puede ser.

‑¿Y mi aliada?

‑Eso sí.

Y Margarita se volvió, tendiendo la mano al rey.

Enrique la cogió, la besó con galantería y, guar­dándola entre las suyas más por un deseo de investiga­ción que por un sentimiento de ternura, dijo:

‑Os creo, señora, y desde ahora os tengo como alia­da. Nos han casado sin que nos conociéramos, sin que nos amásemos, incluso sin consultarnos. No nos debe­mos, por lo tanto, nada como marido y mujer. Ya veis, señora, que, anticipándome a vuestros deseos, vengo a confirmaros esta noche lo que os dije ayer. Ahora noso­tros nos aliamos libremente sin que nadie nos obligue a ello; nos aliamos como dos corazones leales que se de­ben mutua protección. ¿Lo entendéis así?

‑Sí, señor ‑dijo Margarita, tratando de retirar la mano.

‑Si es así‑continuó el bearnés sin apartar los ojos de la puerta del gabinete‑, como quiera que la primera prueba de una sincera alianza es la confianza más ab­soluta, voy a contaros, señora, en sus más secretos de­talles, el plan que tengo concebido para salir victorioso de tantas enemistades.

‑Señor... ‑susurró Margarita, volviendo a pesar suyo los ojos hacia el gabinete, mientras el bearnés, al ver que su treta surtía efecto, sonreía para sus adentros.

‑He aquí mi plan ‑prosiguió, fingiendo no ad­vertir la confusión de la reina‑. Voy a...

‑Señor ‑gritó Margarita, levantándose súbita­mente y cogiendo del brazo al rey‑; ¡permitidme que respire... la emoción... el calor..., no sé..., me ahogo!

En efecto, Margarita se hallaba pálida y temblorosa como si hubiera estado a punto de desmayarse.

Enrique se dirigió hacia una ventana situada a cierta distancia y la abrió. La ventana daba sobre el río.

Margarita le siguió con la mirada.

‑Silencio, silencio, Sire. Os lo suplico, por vuestro bien.

‑Pero, señora, ¿no me habéis dicho que estamos solos? ‑dijo el bearnés, sonriendo a su manera.

‑Sí, señor, pero ¿no habéis oído decir que por me­dio de un tubo introducido a través de un techo o de una pared se puede escuchar todo?

‑Está bien, señora ‑replicó en voz baja el bear­nés‑. No me amáis, es cierto, pero sois una mujer hon­rada.

‑¿Qué queréis decir, señor?

‑Que si fuerais capaz de traicionarme, me hubie­seis dejado continuar, puesto que yo mismo me trai­cionaba. Me habéis hecho callar. Sé ahora que hay al­guien escondido aquí, que sois una esposa infiel, pero una fiel aliada, y en este momento ‑agregó sonriendo el bearnés‑ os confieso que me hace más falta la fideli­dad política que amorosa.

‑Sire... ‑murmuró confusa Margarita.

‑Bueno, bueno, ya hablaremos de todo esto más adelante, cuando nos conozcamos mejor ‑dijo Enri­que. Y luego, elevando la voz‑: ¿Respiráis más libre­mente ahora?

‑Sí, Sire ‑afirmó Margarita.

‑En ese caso‑agregó el rey‑no quiero importu­naros por más tiempo. Os presento mis respetos y os ofrezco por anticipado mi buena amistad. Os ruego que la aceptéis como os la ofrezco, es decir, de todo corazón. Descansad y buenas noches.

Margarita levantó hacia su esposo unos ojos bri­llantes de gratitud a la vez que le tendía la mano.

‑Queda convenido ‑le dijo.

‑¿Alianza política, franca y leal?

‑Franca y leal ‑respondió la reina.

Atrayendo la mirada de Margarita, que parecía fascinada, el bearnés se dirigió hacia la puerta. Luego, cuando los cortinajes cayeron entre ellos y la alcoba, añadió:

‑Gracias, Margarita, gracias. Sois una verdadera princesa de Francia. Me marcho tranquilo. A falta de vuestro amor, cuento con vuestra amistad, cuento con vos, como vos podéis contar conmigo. Adiós, señora.

Enrique besó la mano de su esposa, oprimiéndola suavemente. Luego, con pasos ligeros, regresó a sus ha­bitaciones, preguntándose para sus adentros:

«¿Quién demonios estará con ella? ¿El duque de Anjou? ¿El duque de Alençon? ¿El de Guisa? ¿Será su hermano, su amante o las dos cosas a la vez? En verdad casi estoy arrepentido de haberme citado con la baro­nesa, pero empeñé mi palabra y Dariole me espera... Sospecho que será ella la que haya salido perdiendo con mi paso por el dormitorio de mi esposa antes de ir al suyo. Y es que, ¡voto a Satanás!, esta "Margot", como la llama mi cuñado Carlos IX, es una adorable criatura.»

Con un andar en el que se delataba cierta vacila­ción, Enrique de Navarra subió la escalera que condu­cía a las habitaciones de la señora de Sauve.

Margarita le siguió con los ojos hasta que desapa­reció. Al entrar de nuevo en su alcoba, encontró al du­que en la puerta del gabinete. Su presencia le produjo casi un remordimiento.

El duque, por su parte, estaba serio y su entrecejo fruncido denotaba una amarga preocupación.

‑Margarita es hoy neutral‑dijo‑, Margarita se­rá hostil dentro de ocho días.

‑¡Ah! ¿Conque habéis escuchado?

‑¿Qué otra cosa queríais 'que hiciese encerra­do ahí?

‑¿Y os parece que me he conducido de distinto mo­do a como debía conducirse la reina de Navarra?

‑No, pero sí de otro modo a como debía hacerlo la amante del duque de Guisa.

‑Señor ‑repuso la reina‑, podré no amar a mi marido, pero nadie tiene derecho a exigirme que le traicione. Decidme de buena fe si traicionaríais vos el secreto de vuestra esposa, la princesa de Porcian.

‑Vamos, señora ‑dijo el duque moviendo la ca­beza‑, creo que ya está bien. Comprendo que ya no me amáis como en aquellos días en que me contabais lo que tramaba el rey contra mí y contra los míos.

‑Entonces, el rey era el fuerte y vosotros erais los débiles. Ahora, Enrique es el débil y vosotros sois los fuertes. Como veréis, desempeño siempre el mismo papel.

‑Salvo que os cambiéis de bando.

‑Es un derecho que he adquirido salvándoos la vida.

‑Perfectamente, señora, y como entre los aman­tes, cuando uno se separa, se le devuelve todo lo que ha dado, os salvaré la vida a mi vez si se presenta la oca­sión y estaremos en paz.

Después de pronunciar estas palabras, el duque se inclinó y abandonó la estancia sin que Margarita hicie­ra un solo gesto para retenerle. En la antecámara en­contró a Guillonne, que le condujo hasta la ventana de la planta baja, y en el foso a su paje, con el cual regresó a su casa.

Entre tanto, Margarita se acercó pensativa a la ven­tana.

‑¡Qué noche de bodas! ‑murmuró‑. ¡El espo­so me rehuye y el amante me abandona!

En este momento pasó del otro lado del foso, vi­niendo de la Tour du Bois y en dirección a la Casa de la Moneda, un colegial, que, con las manos puestas en la cintura, cantaba:

 

Date: 2015-12-17; view: 586


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