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Capítulo VII 1 page

Alejandro Dumas

Los tres mosqueteros

 

Indice

 

 

I. Prefacio

I. Los tres presentes del señor D'Artagnan padre

II. La antecámara del señor de Tréville

III. La audiencia

IV. El hombro de Athos, el tahalíde Porthos y el pañuelo de Aramis

V. Los mosqueteros del rey y los guardias del señor car­denal

VI. Su majestad el rey Luis XIII

VII. Los mosqueteros por dentro

VIII. Una intriga de corte

IX. D'Artagnan se perfila

X. Una ratonera en el siglo XVII

XI. La intriga se anuda

XII. Georges Villiers, duque de Buckingham

XIII. El señor Bonacieux

XIV. El hombre de Meung

XV. Gentes de toga y gentes de espada

XVI. Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño

XVII. El matrimonio Bonacieux

XVIII. El amante y el marido

XIX. Plan de campaña

XX. El viaje

XXI. La condesa de Winter

XXII. El ballet de la Merlaison

XXIII. La cita

XXIV. El pabellón

XXV. Porthos

XXVI. La tesis de Aramis

XXVII. La mujer de Athos

XXVIII. El regreso

XXIX. La caza del equipo

XXX. Milady

XXXI. Ingleses y franceses

XXXII. Una cena de procurador

XXXIII. Doncella y señora

XXXIV. Donde se trata del equipo deAramis y de Porthos.

XXXV. De noche todos los gatos son pardos

XXXVI. Sueño de venganza

XXXVII. El secreto de Milady

XXXVIII. Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo

XXXIX. Una visión

XL. El cardenal

XLI. El sitio de la Rochelle .

XLII . El vino de Anjou . .

XLIII. El albergue del Colombier‑Rouge .

XLIV. De la utilidad de los tubos de estufa

XLV. Escena conyugal

XLVI. El bastión Saint‑Gervais

XLVII. El consejo de los mosqueteros

XLVIII. Asunto de familia

XLIX. Fatalidad

L. Charla de un hermano con su hermana

LI. Oficial

LII. Primera jornada de cautividad

LIII. Segunda jornada de cautividad

LIV. Tercera jornada de cautividad

LV. Cuarta jornada de cautividad

LVI. Un recurso de tragedia clásica

LVII. Evasión

LVIII. Lo que pasó en Portsmouth el 23de agosto de 1628

LIX. En Francis

LX. El convento de las Carmelitas de Béthune

LXI. Dos variedades de demonios

LXII. Gota de agua

LXIII. El hombre de la capa roja

LXIV. El juicio

LXV. La ejecución

LXVI. Conclusión

LXVII. Epílogo

 

 

Prefacio

 

EN EL QUE SE RACE CONSTAR QUE,

PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS»,

LOS HEROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS

A TENER EL HONOR DE CONTAR

A NUESTROS LECTORES

NO TIENEN NADA DE MITOLOGICO

 

Hace aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia de Luis XIV[L1] , di por casualidad con las Memorias del señor D'Artagnan, impresas ‑como la mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse una vuelta más o menos larga por la Bastilla‑ en Ams­terdam, por el editor Pierre Rouge[L2] . El título me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré.



No es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a ella a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, traza­dos sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto parecido como en la historia del señor Anquetil[L3] , las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la época.

 

Mas, como se sabe, lo que sorprende el espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo que impresiona a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda, los detalles que he­mos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por supuesto, nadie antes que nosotros había prestado la menor atención.

D'Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville[L4] , capitán de los mosqueteros del rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el que él solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de Athos, Porthos y Aramis.

Confesamos que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la mente que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D'Artagnan había disimulado nombres tal vez ilus­tres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los habían escogido ellos mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta de fortuna, se habían endosado la simple casaca de mos­quetero.

Desde ese momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una huella cualquiera de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra curiosidad.

Sólo el catálogo de los libros que leímos para llegar a esa meta lle­naría un folletón entero [L5] cosa que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida para nuestros lectores. Nos contentaremos, pues, con decirles que en el momento en que, desalentados de tantas investigaciones infructuosas, Ibamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos por fin, guiados por los consejos de nuestro ilustre y sa­bio amigo Paulin Paris[L6] , un manuscrito in‑folio, con la signatura núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado así:

Memorias del señor conde de la Fère[L7] , referentes a algunos de los sucesos que pasaron en Francia hacia finales del reinado del rey Luis Xlll y el comienzo del reinado del rey Luis XIV.

Adivínese si fue grande nuestra alegría cuando, al hojear el manus­crito, última esperanza nuestra, encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el nombre de Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.

El descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que la ciencia histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos apresuramos a solicitar permi­so para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un día con el ba­gaje de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si es que no conseguimos, cosa muy probable, entrar en la Academia francesa con nuestro propio bagaje[L8] . Debemos decir que ese permiso nos fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir pú­blicamente a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobier­no más bien poco dispuesto con los literatos[L9] .

Ahora bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese manuscrito, restituyéndole el título que le conviene, com­prometiéndonos a publicar inmediatamente la segunda si, como esta­mos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que merece.

Mientras tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa de su placer o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La Fère.

Sentado esto, pasemos a nuestra historia.

 

Capítulo 1

Los tres presentes del señor D'Artagnan padre

 

El primer lunes del mes de abril de 1625[L10] , el burgo de Meung[L11] , donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle[L12] . Muchos burgueses, al ver huir a las mu­jeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puer­tas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hos­tería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en mi­nuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.

En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimien­to de ese género. Estaban los señores que guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal[L13] ; estaba el Español que hacía la guerra al rey[L14] . Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugono­tes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo [L15] ni la librea del duque de Ri­chelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.

Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.

Un joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormente desarrollados, índice in­falible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; de­masiado grande para ser un adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, pren­dida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuan­do estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo.

Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual vol­vía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho le­guas diarias. Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de ho­ra más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.

Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D'Ar­tagnan (así se llamaba el don Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por buen caballe­ro que fuese, semejante montura; también él había lanzado un fuerte suspiro al aceptar el regalo que le había hecho el señor D'Artagnan pa­dre. No ignoraba que una bestia semejante valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que el presente vino acompañado no tenían precio.

‑Hijo mío ‑había dicho el gentilhombre gascón en ese puro pa­tois de Béam del que jamás había podido desembarazarse Enrique IV‑, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre, tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que de­be llevaros a amarlo. No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con él, cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor. En la corte ‑continuó el señor D'Arta­gnan padre‑, si es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años[L16] . Por vos y por los vuestros (por los vuestros entiendo vuestros parientes y ami­gos) no soportéis nunca nada salvo del señor cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el valor se labra hoy día un gentil­hombre su camino. Quien tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo que precisamente durante ese segundo la fortuna le tendía. Sois joven, debéis ser valiente por dos razones: la primera, porque sois gas­cón, y la segunda porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y bus­cad las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un jarrete de hierro, un puño de acero; batíos por cualquier motivo; batíos, tanto más cuanto que están prohibidos los duelos, y por consi­guiente hay dos veces valor al batirse. No tengo, hijo mío, más que quince escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír. Vuestra madre añadirá la receta de cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar cualquier herida que no alcance el corazón. Sacad provecho de todo, y vivid felizmente y por mucho tiempo. Sólo tengo una cosa que añadir, y es un ejemplo que os propongo, no el mío porque yo nunca he aparecido por la cor­te y sólo hice las guerras de religión como voluntario; me refiero al se­ñor de Tréville, que fue antaño vecino mío, y que tuvo el honor siendo niño de jugar con nuestro rey Luis XIII, a quien Dios conserve. A ve­ces sus juegos degeneraban en batalla, y en esas batallas no siempre era el rey el más fuerte. Los golpes que en ellas recibió le proporciona­ron mucha estima y amistad hacia el señor de Tréville. Más tarde, el señor de Tréville se batió contra otros en su primer viaje a Paris, cinco veces; tras la muerte del difunto rey hasta la mayoría del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete veces; y desde esa mayoría hasta hoy, quizá cien. Y pese a los edictos, las ordenanzas y los arrestos, vedle capitán de los mosqueteros, es decir, jefe de una legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien el señor cardenal teme, pre­cisamente él que, como todos saben, no teme a nada. Además, el se­ñor de Tréville gana diez mil escudos al año; es por tanto un gran se­ñor. Comenzó como vos: idle a ver con esta carta, y amoldad vuestra conducta a la suya, para ser como él.

Con esto, el señor D'Artagnan padre ciñó a su hijo su propia espa­da, lo besó tiernamente en ambas mejillas y le dio su bendición.

Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa receta cuyo empleo los consejos que acaba­mos de referir debían hacer bastante frecuente. Los adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el otro, no porque el señor D'Artagnan no amara a su hijo, que era su único vás­tago, sino porque el señor D'Artagnan era hombre, y hubiera conside­rado indigno de un hombre dejarse llevar por la emoción, mientras que la señora D'Artagnan era mujer y, además, madre. Lloró en abundan­cia y, digámoslo en alabanza del señor D'Artagnan hijo, por más es­fuerzo que él hizo por aguantar sereno como debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y derramó muchas lágrimas de las que a duras penas consiguió ocultar la mitad.

El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres pre­sentes paternos y que estaban compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville; como es lógico, los consejos le habían sido dados por añadidura.

Con semejante vademécum, D'Artagnan se encontró, moral y físi­camente, copia exacta del héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de historiador nos han obligado a trazar su retrato. Don Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos: D'Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación. De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde Tarbes [L17] hasta Meung y que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias; sin embargo, el puño no descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada salió de su vaina. Y no es que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los rostros de los que pasaban; pero como encima de la jaca tintineaba una espada de tamaño respetable y encima de esa espada brillaba un ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como las máscaras antiguas. D'Artagnan permaneció, pues, ma­jestuoso a intacto en su susceptibilidad hasta esa desafortunada villa de Meung.

Pero aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc Meunier sin que nadie, hostelero, mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D'Artagnan divisó en una ventana en­treabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y alti­vo gesto aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos per­sonas que parecían escucharle con deferencia. D'Artagnan, según su costumbre, creyó muy naturalmente ser objeto de la conversación y escuchó. Esta vez D'Artagnan sólo se había equivocado a medias: no se trataba de él, sino de su caballo. El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y como, según he dicho, los oyen­tes parecían tener gran deferencia hacia el narrador, se echaban a reír a cada instante. Como media sonrisa bastaba para despertar la irascibi­lidad del joven, fácilmente se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa hilaridad.

Sin embargo, D'Artagnan quiso primero hacerse idea de la fisono­mía del impertinente que se burlaba de él. Clavó su mirada altiva sobre el extraño y reconoció un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años[L18] , de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado; iba vestido con un jubón y calzas violetas con agujetas de igual color, sin más adorno que las cuchilladas habituales por las que pasaba la camisa. Aquellas calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como vesti­dos de viaje largo tiempo encerrados en un baúl. D'Artagnan hizo to­das estas observaciones con la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un sentimiento instintivo que le decía que aquel des­conocido debía tener gran influencia sobre su vida futura.

Y como en el momento en que D'Artagnan fijaba su mirada en el gentilhombre de jubón violeta, el gentilhombre hacía respecto a la jaca bearnesa una de sus más sabias y más profundas demostraciones, sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó, contra su cos­tumbre, vagar visiblemente, si es que se puede hablar así, una pálida sonrisa sobre su rostro. Aquella vez no había duda, D'Artagnan era real­mente insultado. Por eso, lleno de tal convicción, hundió su boina hasta los ojos y, tratando de copiar algunos aires de corte que había sorpren­dido en Gascuña entre los señores de viaje, se adelantó, con una ma­no en la guarnición de su espada y la otra apoyada en la cadera. Des­graciadamente, a medida que avanzaba, la cólera le enceguecía más y más, y en vez del discurso digno y altivo que había preparado para formular su provocación, sólo halló en la punta de su lengua una per­sonalidad grosera que acompañó con un gesto furioso.

‑¡Eh, señor! ‑exclamó‑. ¡Señor, que os ocultáis tras ese posti­go! Sí, vos, decidme un poco de qué os reís, y nos reiremos juntos.

El gentilhombre volvió lentamente los ojos de la montura al caba­llero, como si hubiera necesitado cierto tiempo para comprender que era a él a quien se dirigían tan extraños reproches; luego, cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se frunció ligeramente y tras una larga pausa, con un acento de ironía y de insolencia imposible de describir, respondió a D'Artagnan:

‑Yo no os hablo, señor.

‑¡Pero yo sí os hablo! ‑exclamó el joven exasperado por aquella mezcla de insolencia y de buenas maneras, de conveniencias y de des­denes.

El desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa y, apartándose de la ventana, salió lentamente de la hostería para venir a plantarse a dos pasos de D'Artagnan frente al caballo. Su actitud tran­quila y su fisonomía burlona habían redoblado la hilaridad de aquellos con quienes hablaba y que se habían quedado en la ventana.

D'Artagnan, al verle llegar, sacó su espada un pie fuera de la vaina.

‑Decididamente este caballo es, o mejor, fue en su juventud bo­tón de oro ‑dijo el desconocido continuando las investigaciones co­menzadas y dirigiéndose a sus oyentes de la ventana, sin aparentar en modo alguno notar la exasperación de D'Artagnan, que sin embargo estaba de pie entre él y ellos‑; es un color muy conocido en botánica, pero hasta el presente muy raro entre los caballos.

‑¡Así se ríe del caballo quien no osaría reírse del amo! ‑exclamó el émulo de Tréville, furioso.

‑Señor ‑prosiguió el desconocido‑, no río muy a menudo, co­mo vos mismo podéis ver por el aspecto de mi rostro; pero procuro conservar el privilegio de reír cuando me place.

‑¡Y yo ‑exclamó D'Artagnan‑ no quiero que nadie ría cuando no me place!

‑¿De verdad, señor? ‑continuó el desconocido más tranquilo que nunca‑. Pues bien, es muy justo ‑y girando sobre sus talones se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal, bajo la que D'Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente ensillado.

Pero D'Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la insolencia de burlarse de él. Sacó su espada por entero de la funda y comenzó a perseguirle gritando:

‑¡Volveos, volveos, señor burlón, para que no os hiera por la es­palda!

‑¡Herirme a mí! ‑dijo el otro girando sobre sus talones y mirando al joven con tanto asombro como desprecio‑. ¡Vamos, vamos, queri­do, estáis loco!

Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:

‑Es enojoso ‑prosiguió‑. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de cualquier sitio para reclutar mosqueteros!

Acababa de terminar cuando D'Artagnan le alargó una furiosa esto­cada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es pro­bable que hubiera bromeado por última vez. El desconocido vio en­tonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el mismo mo­mento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una di­versión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D'Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel que cumplió con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:

‑¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se vaya!

‑¡No antes de haberte matado, cobarde! ‑gritaba D'Artagnan mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.

‑¡Una gasconada más! ‑murmuró el gentilhombre‑. ¡A fe mía que estos gascones son incorregibles! ¡Continuad la danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene bastante.

Pero el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía que habérselas; D'Artagnan no era hombre que pidiera merced nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos todavía; por fin, D'Arta­gnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos trozos. Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.

En este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de la escena. El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos cuidados.

En cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la ven­tana y miraba con cierta impaciencia a todo aquel gentío cuya perma­nencia allí parecía causarle viva contrariedad.

‑Y bien, ¿qué tal va ese rabioso? ‑dijo volviéndose al ruido de la puerta que se abrió y dirigiéndose al hostelero que venía a informar­se sobre su salud.

‑¿Vuestra excelencia está sano y salvo? ‑preguntó el hostelero.

‑Sí, completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo quien os prequnta qué ha pasado con nuestro joven.

‑Ya esta mejor ‑dijo el hostelero‑: se ha desvanecido totalmente.

‑¿De verdad? ‑dijo el gentilhombre.

‑Pero antes de desvanecerse ha reunido todas sus fuerzas para llamaros y desafiaros al llamaros.

‑¡Ese buen mozo es el diablo en persona! ‑exclamó el descono­cido.

‑¡Oh, no, excelencia, no es el diablo! ‑prosiguió el hostelero con una mueca de desprecio‑. Durante su desvanecimiento lo hemos re­gistrado, y en su paquete no hay más que una camisa y en su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al desma­yarse que, si tal cosa le hubiera ocurrido en Paris, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os arrepentiréis más tarde.

‑Entonces ‑dijo fríamente el desconocido‑, es algún príncipe de sangre disfrazado.

‑Os digo esto, mi señor ‑prosiguió el hostelero‑, para que to­méis precauciones.


Date: 2015-12-17; view: 505


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