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Capítulo once

La firma de Danglars

La mañana siguiente presentóse triste y nebulosa. Durante la no­the los sepultureros habían cumplido su fúnebre oficio. Habían cosi­do el cuerpo de la joven en el sudario que envuelve a los que dejaron de existir, dándoles lo que se llama la igualdad ante la muerte. Aquel sudario no era otra cosa más que una pieza de batista que la joven había comprado quince días antes.

Al comenzar la noche, hombres llamados al efecto, llevaron a Noir­tier del cuarto de Valentina al suyo, y contra lo que era de esperar, el anciano no opuso resistencia al alejarlo del cadáver de su nieta que­rida.

El abate Busoni, que había velado hasta el amanecer, se retiró sin llamar a nadie. A las ocho de la mañana regresó el médico, y encontró a Villefort que pasaba al cuarto de Noirtier, y le acompañó para saber cómo había pasado la noche el anciano. Halláronle en el gran sillón que le servía de cama, durmiendo con un sueño tranquilo y casi sonriendo. Detuviéronse los dos admira­dos.

‑Mirad ‑dijo d'Avrigny a Villefort, que observaba a su padre dormido‑, mirad cómo la naturaleza sabe calmar los más agudos dolores, y ciertamente nadie podía afirmar que el señor Noirtier no amaba a su nieta, y sin embargo duerme.

‑Tenéis razón ‑respondió Villefort con sorpresa‑, duerme, y es muy extraño, porque la menor contrariedad le hace pasar en vela no­ches enteras.

‑El dolor le ha rendido ‑replicó d'Avrigny. Y ambos volvieron pensativos al despacho del magistrado.

‑Ved, doctor, yo no he dormido ‑dijo Villefort mostrando a d'Avrigny su lecho intacto‑. El dolor no me rinde a mí. Hace dos no­ches que no me he acostado, pero en cambio mirad mi mesa. He es­crito, ¡Dios mío!, durante dos días y dos noches..., ¡he anotado esa causa, he preparado el acta de acusación del asesino Benedetto... ! ¡Oh!, trabajo, trabajo, mi pasión, mi alegría, mi furor, tú sí, ¡me haces sobrellevar todas las penas!

Y apretó la mano del doctor convulsivamente.

‑¿Tenéis necesidad de mí? ‑le preguntó éste.

‑No; solamente os ruego que volváis a las once, a mediodía es cuando... se la llevarán... ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija! ¡Mi pobre hija!

Y el procurador del rey, volviendo por un instante a ser humano, levantó los ojos al cielo y dio un suspiro.

‑¿Estaréis en el salón de recepción?

‑No; tengo un primo que se encarga de ese triste honor; yo tra­bajaré, doctor; cuando trabajo, todo desaparece.

En efecto, antes que el doctor llegase a la puerta, el procurador del rey se había puesto a trabajar.



Al salir, d'Avrigny encontró a aquel pariente del que le había ha­blado Villefort, personaje tan insignificante en esta historia como en su familia. Uno de aquellos seres destinados desde su nacimiento a representar el papel de útiles en el mundo.

Había sido puntual. Iba vestido de negro, y llevaba un lazo de crespón en el brazo. Pasó a la casa de su primo, habiendo estudiado primero la fisonomía que debía tener mientras fuese necesario, bien resuelto a dejarla en seguida.

A las once se oyó en el patio de entrada el ruido del coche fúnebre. La calle del arrabal Saint‑Honoré se llenó de gente, ávida de las ale­grías y de los duelos de los ricos, de aquella gente que corre con igual prisa a un entierro suntuoso que al matrimonio de una duquesa.

Poco a poco fue llenándose la casa mortuoria, y llegaron al prin­cipio parte de nuestros antiguos conocidos, es decir, Debray, Cha­teau‑Renaud, Beauchamp. Después todas las notabilidades de la curia, de la literatura y del ejército, porque el señor de Villefort ocupaba, menos aún por su posición social que por su mérito personal, uno de los primeros puestos en el mundo parisiense.

El primo habíase apostado a la puerta del salón, y hacía entrar a todo el mundo, y era un gran alivio para los invitados ver allí una figura indiferente que no exigía de ellos una fisonomía engañosa o fal­sas lágrimas, como hubiese sucedido siendo un padre, un hermano o un esposo.

Los que se conocían se llamaban con la vista y formaban en grupos. Uno de éstos se componía de Debray, Chateau‑Renaud y Beauchamp.

‑¡Pobre joven! ‑dijo Debray, pagando como cada cual su tribu­to a aquel doloroso suceso‑, ¡pobre joven!, ¡tan bella y tan rica! ¿Habríais pensado en esto, Chateau‑Renaud, cuando nos vimos...? ¿Cuánto hará? ¿Tres semanas o un mes a lo sumo, para firmar el con­trato, que no se firmó?

‑Yo no ‑dijo Chateau‑Renaud.

‑¿La conocíais?

‑Había hablado una o dos veces con ella en el baile de la señora de Morcef. Me pareció encantadora, aunque de carácter un poco me­lancólico. ¿Y su madrastra, dónde está? ¿Lo sabéis?

‑Ha ido a pasar el día con la mujer de ese digno caballero que nos atiende.

‑¿Quién es ése?

‑¿Quién?

‑El caballero que nos recibe, ¿es un diputado?

‑No ‑dijo Beauchamp‑; estoy condenado a ver a nuestros hono­rables todos los días, y esta facha me es enteramente desconocida.

‑¿Habéis comentado esta muerte en vuestro periódico?

‑El artículo no es mío, pero se ha hablado, y dudo mucho que sea agradable al señor de Villefort. Se dice, según creo, que si hubiesen ocurrido cuatro muertes sucesivas en cualquiera otra parte que en casa del procurador del rey, ciertamente hubiera llamado algo la aten­ción de este magistrado.

‑Además ‑dijo Chateau‑Renaud‑, el doctor d'Avrigny, que es el médico de mi madre, dice que su dolor es inmenso. ¿Pero a quién buscáis, Debray?

‑Busco a Montecristo ‑respondió el joven.

‑Le he encontrado en el boulevard, viniendo yo hacia aquí. Creo que estará de viaje, porque iba a casa de su banquero ‑dijo Beau­champ.

‑¿A casa de su banquero? ¿Su banquero no es Danglars? ‑pre­guntó Chateau‑Renaud a Debray.

‑Creo que sí ‑respondió el secretario íntimo con alguna turba­ción‑. Pero el conde de Montecristo no es sólo el que falta aquí. Tampoco veo a Morrel.

‑¡Morrel! ¿Acaso la conocía? ‑preguntó Chateau‑Renaud.

‑Había sido presentado a la señora de Villefort solamente.

‑No importa, hubiera debido venir ‑dijo Debray‑. ¿De qué hablaré esta noche? Este entierro es la noticia del día. ¡Pero chitón!, dejadnos, he ahí el ministro de justicia y de Cultos, va a creerse obli­gado a hacer su discurso al lagrimoso y triste primo.

Y los tres jóvenes aproximáronse a la puerta para oír el discurso del ministro de justicia y de Cultos.

Beauchamp había dicho la verdad. Al venir él al entierro había en­contrado a Montecristo que se dirigía a casa de Danglars, calle de la Chaussée d'Antin.

Desde su ventana el banquero vio el carruaje del conde que entra­ba en el patio, y le salió al encuentro con una fisonomía triste, pero afable.

‑Y bien, conde ‑le dijo alargándole la mano‑, ¿venís a condo­leros conmigo? En verdad que la desgracia está en mi casa a tal pun­to, que cuando entrasteis me preguntaba a mí mismo si no habría yo deseado mal a esos pobres Morcef, lo que hubiera justificado el proverbio: Al que desea mal a otro, a ése le sucede. Era un poco or­gulloso para un hombre salido de la nada como yo, pero jamás le deseé mal alguno, y después de todo, todo lo debía a su trabajo, lo mismo que yo, pero todos tenemos nuestros defectos. ¡Ah!, conde, las per­sonas de nuestra generación... Pero no, vos no sois de la nuestra; sois joven aún... Las personas de mi tiempo no son felices este año; tes­tigo de ello es nuestro puritano procurador del rey, el señor de Ville­fort, que acaba de perder a su hija. Recapitulemos: Villefort perdien­do toda su familia de un modo extraño. Morcef, deshonrado y muer­to; yo, cubierto de ridículo por la iniquidad de Benedetto, y des­pués...

‑¿Después, qué? ‑preguntó el conde.

‑¡Cómo! ¿No lo sabéis todavía?

‑¿Alguna nueva desgracia?

‑Mi hija...

‑¿La señorita Danglars?

‑Eugenia nos abandona.

‑¡Oh!, Dios mío, ¿qué decís?

‑La verdad, mi querido conde. ¡Cuán dichoso sois vos, que no tenéis mujer ni hijos!

‑¿Lo creéis?

‑¡Ah! ¡Dios mío!

‑Y decíais que la señorita Danglars...

‑No ha podido soportar la afrenta que nos ha hecho ese misera. ble, y me ha pedido permiso para viajar.

‑¿Y se marchó?

‑La otra noche.

‑¿Con la señora Danglars?

‑No, con una parienta... Pero no por eso dejamos de perder a mi querida Eugenia, porque yo que conozco su carácter, dudo que quie­ra regresar a Francia.

‑¡Qué queréis, mi querido barón! Disgustos de familia que serían fatales para otro cualquier pobre diablo, cuya fortuna fuese solamente su hija, pero soportables para un millonario. Por más que sobre esto digan los filósofos, los hombres prácticos les demostrarán en cuanto a eso que no tienen razón. El dinero consuela de muchas cosas, y vos debéis consolaros más pronto que otro cualquiera si admitís la virtud de este bálsamo soberano, vos, el rey de la hacienda, el punto de in­tersección de todos los poderes.

Danglars lanzó una mirada oblicua al conde para ver si se burlaba o hablaba en serio.

‑Sí ‑dijo‑, es cierto que si la fortuna consuela, debo consolar­me, porque soy rico.

‑Tan rico, mi querido barón, que vuestra fortuna es semejante a las Pirámides. Quisieran demolerlas, pero no se atreven; si se atrevie­sen, no podrían.

Danglars se sonrió de aquella confiada honradez del conde.

‑Eso me hace recordar que cuando entrasteis estaba haciendo cin­co bonos, tenía ya firmados dos, ¿me permitís que concluya los otros tres?

‑Concluid, mi querido barón, concluid.

Hubo un instante de silencio, durante el cual sólo se oyó la pluma del banquero, y mientras tanto Montecristo miraba las doradas mol­duras del techo.

‑¿Son bonos de España, de Haití o de Nápoles? ‑dijo el conde.

‑No ‑respondió Danglars sonriendo‑; son bonos al portador sobre el Banco de Francia. Mirad, señor conde, vos que sois el empe­rador de la hacienda, como yo soy el rey, ¿habéis visto pedazos de pa­pel de este tamaño y que valga cada uno un millón?

Montecristo tomó en la mano, como para sopesarlos, los cinco pe­dazos de papel que le presentaba orgullosamente el banquero, y leyó:

 

El señor regente del Banco de Francia hará pagar a mi orden y so­bre los fondos por mí depositados, la cantidad de un millón de fran­cos, valor en cuenta.

Barón Danglars.

 

‑Uno, dos, tres, cuatro, cinco ‑dijo Montecristo‑, ¡cinco mi­llones! ¡Demonio! ¡Y cómo vais, señor Creso!

‑Ved de qué modo hago yo mis negocios ‑dijo Danglars.

‑Es maravilloso, y sobre todo si, como no dudo, esa suma se gaga al contado.

‑Se pagará ‑dijo Danglars.

‑Es algo magnífico tener semejante crédito. En verdad, sólo en Francia sé ven estas cosas, cinrn miserables pedazos de papel valer cinco millones, es preciso verlo para creerlo.

‑¿Dudáis?

‑No.

‑Es que decís eso con un acento... Haced una cosa, daos el placer de acompañar a mi dependiente al Banco, y le veréis salir con bonos sobre el tesoro por igual cantidad.

‑No ‑dijo Montecristo doblando los cinco billetes‑, el asun­to es demasiado curioso, y quiero hacer yo mismo la experiencia. Mi crédito en vuestra casa era de seis millones. He tornado novecientos mil francos. Tomo vuestros cinco billetes, que creo pagables solamen­te con la vista de vuestra firma, y he aquí un recibo general de seis millones que regulariza vuestra cuenta. Lo había preparado de ante­mano, porque es preciso deciros que tengo hoy gran necesidad de di­nero.

Y con una mano metió los billetes en su bolsillo y con la otra alar­gó su recibo al banquero.

Un rayo que hubiese caído a los pies de Danglars no le hubiera causado mayor espanto.

‑¡Qué! ‑balbució‑, señor conde, ¿tomáis ese dinero? Pero dis­pensad, es dinero que debo a los hospicios, y he ofrecido pagarlo hoy por la mañana.

‑¡Ah! ‑dijo Montecristo‑, no importa. No tengo empeño pre­cisamente en que me paguéis con esos billetes, dadme otros valores. Solamente por curiosidad tomé éstos, para poder decir en el mundo que sin aviso alguno, sin pedirme cinco minutos de tiempo, la casa Danglars me había pagado cinco millones al contado. ¡Habría algo no­table! Pero tomad vuestros valores, dadme otros.

Y presentó los cinco billetes a Danglars, que, lívido, alargó el bra­zo para recogerlos, como el buitre alarga la garra por entre los hierros de la jaula para detener la carne que le quitan. De repente mudó de modo de pensar, hizo un esfuerzo violento y se contuvo.

En seguida la sonrisa dibujóse poco a poco en sus labios.

‑Después de todo ‑dijo‑, vuestro recibo es dinero.

‑¡Oh!, Dios mío. ¡Sí!, y si estuvieseis en Roma, la casa de Thomson y French no os pondría la menor dificultad en pagaros con un re­cibo mío.

‑Perdonad, señor conde, perdonad.

‑¿Puedo, pues, guardar este dinero?

‑Sí, guardadlo ‑dijo Danglars enjugando el sudor de su frente.

‑Bien; pero reflexionad. Si os arrepentís, todavía estáis a tiempo.

‑No ‑dijo Danglars‑; guardad mis firmas, pero, como sabéis, nadie es tan amigo de formalidades como el hombre de negocios. Des­tinaba esa suma a los hospicios, y hubiera creído robarles no dándo­les precisamente ésa. ¡Como si un escudo no valiese tanto como otro! ¡Dispensadme!

Y empezó a reír estrepitosamente.

‑Ya estáis dispensado ‑respondió amablemente el conde de Montecristo.

Y colocó los billetes en su cartera.

‑Pero ‑dijo Danglars‑, tenemos aún una cantidad de cien mil francos.

‑¡Oh!, bagatelas ‑dijo Montecristo‑. El corretaje debe ascen­der poco más o menos a esa suma. Guardadla y estamos en paz.

‑Conde‑dijo Danglars‑, ¿habláis en serio?

‑Jamás me chanceo con los banqueros ‑dijo el conde con una seriedad que rayaba en impertinencia.

Y se dirigió a la puerta en el momento en que el ayuda de cámara anunciaba:

‑El señor de Boville, receptor general de hospitales.

‑¡Por vida mía! ‑dijo Montecristo‑, parece que llegué a tiem­po para gozar de vuestras firmas. Se las disputan.

Danglars palideció otra vez y dióse prisa a separarse de Montecristo .

El conde saludó muy cortésmente al señor de Boville, que aguar­daba en el salón y fue introducido inmediatamente en el despacho del banquero.

El rostro grave del conde se iluminó con una rápida sonrisa al ver la cartera que tenía en la mano el receptor de hospitales.

Encontró en la puerta su carruaje y se hizo conducir inmediata­mente al banco.

Danglars, entretanto, reprimiendo su emoción, salió al encuentro del receptor general.

No es necesario decir que le recibió con la sonrisa en los labios y un semblante el más halagüeño.

‑Buenos días ‑dijo‑, mi querido acreedor, porque creo que tal es el que ahora se presenta.

‑Habéis adivinado, señor barón ‑dijo el señor de Boville‑, los hospitales acuden a veros en mi persona. Las viudas y los huérfanos vienen por mis manos a pediros una limosna de cinco millones.

‑¡Y dicen que los huérfanos son dignos de lástima! ‑respondió Danglars, prolongando la broma‑, ¡pobres niños!

‑Pues heme aquí en su nombre ‑dijo Boville‑. ¿Recibisteis mi carta de ayer?

‑Sí.

‑Pues aquí tenéis mi recibo.

‑Mi querido Boville ‑dijo el banquero‑, vuestras viudas y vues­tros huérfanos tendrán, si queréis, la bondad de aguardar veinticua­tro horas, porque el señor de Montecristo, que habéis visto salir de aquí ahora..., ¿le habéis visto?

‑Sí, ¿y qué?

‑El señor de Montecristo se lleva sus cinco millones.

‑¿Cómo es eso?

‑Es que el conde tenía un crédito ilimitado sobre mí. Crédito abierto por la casa de Thomson y French, de Roma. Ha venido a pe­dirme cinco millones de un golpe, y le he dado un bono sobre el ban­co, donde tengo depositados mis fondos, y comprenderéis que temo, retirando de las manos del regente diez millones en el mismo día, que le pareciese una cosa extraordinaria. En dos días ‑añadió Danglars sonriéndose‑ no digo lo contrario.

‑Vamos, pues ‑exclamó el señor de Boville con el tono de la más perfecta incredulidad‑, ¡cinco millones a aquel caballero que acaba de salir ahora y que me saludó sin conocerme!

‑Tal vez os conoce sin que vos le conozcáis. El conde de Montecristo conoce a todo el mundo.

‑¡Cinco millones!

‑Ved aquí su recibo. Haced como santo Tomás: ved y tocad.

El señor de Boville tomó el papel que le presentaba Danglars, y leyó:

Recibidos del señor barón Danglars cinco millones cien mil fran­cos, de que se reembolsará a su voluntad sobre la casa de Thomson y French de Roma.

 

‑¡Luego es cierto! ‑exclamó.

‑¿Conocéis la casa Thomson y French de Roma?

‑Sí ‑dijo el señor de Boville‑, hice una vez un negocio de dos­cientos mil francos en ella, pero no la había vuelto a oír nombrar.

‑Es una de las mejores casas de Europa ‑dijo Danglars, poniendo sobre su mesa el recibo que acababa de tomar de manos del señor Boville.

‑¿Y tenía nada menos que un crédito de cinco millones sobre vos? ¿Pues sabéis que es un nabab el tal conde de Montecristo?

‑No sé lo que es, pero tiene tres créditos ilimitados, uno sobre mí, otro sobre Rothschild y otro sobre Laffitte, y como veis me ha dado la preferencia, dejándome cien mil francos por el corretaje.

El señor de Boville dio todas las muestras de una gran admiración.

‑Será preciso que vaya a visitarle y que obtenga alguna piadosa fundación para nosotros.

‑¡Oh!, es como si la tuvieseis. Solamente sus limosnas ascienden a más de veinte mil francos todos los meses.

‑Es magnífico. Además le citaré el ejemplo de la señora de Mor­cef y su hijo.

‑¿Qué ejemplo?

‑Han dado toda su fortuna a los hospicios.

‑¿Qué fortuna?

‑La suya, la del difunto general Morcef.

‑¿Y con qué razón?

‑Porque dicen que no quieren bienes adquiridos tan miserable­mente.

‑¿Y de qué van a vivir?

‑La madre se ha retirado a una provincia, y el hijo ha entrado en el servicio.

‑¡Toma!, ¡toma! ‑dijo Danglars‑, eso sí que son escrúpulos.

‑Ayer hice registrar el acta de donación.

‑¿Y cuánto poseían?

‑No mucho, un millón doscientos o trescientos mil francos. Pero volvamos a nuestros millones.

‑Con mucho gusto ‑dijo el banquero con la mayor naturali­dad‑. ¿Ese dinero os urge mucho?

‑Sí, el arqueo se efectúa mañana.

‑Mañana, ¿y por qué no me lo dijisteis antes? ¿Y a qué hora es ese arquco?

‑Alas dos.

‑Enviad a las doce ‑dijo Danglars con amable sonrisa.

El señor de Boville apenas respondía. Decía que sí con la cabeza y daba vueltas a la cartera.

‑Pero, ahora que recuerdo, haced más.

‑¿Qué queréis que haga?

‑El recibo del señor de Montecristo es dinero contante. Pasadle a Rothschild o Laffitte y os lo tomarán al instante.

‑¡Cómo! ¿Pagadero en Roma?

‑Desde luego, os costará sólo un descuento de cinco o seis mil francos a lo sumo.

El receptor dio un salto atrás.

‑¡Porvida mía! Prefiero esperar a mañana. ¿Cómo vais a...?

‑He creído por un momento, perdonadme ‑dijo el banquero con una imprudencia sin igual‑, he creído que tendríais algún pequeño déficit que llenar.

‑¡Ah! ‑dijo Boville.

‑Escuchad. No sería la primera vez que tal cosa ocurriera, y en ese caso se hace un sacrificio.

‑Gracias a Dios, no.

‑Entonces, hasta mañana, ¿no es verdad, mi querido receptor?

‑Sí; hasta mañana, pero sin falta.

‑¡Qué! ¿Os burláis? Enviad a mediodía, y el banco estará ya avi­sado.

‑Vendré yo mismo.

‑Mejor aún, porque eso me proporcionará el placer de volver a veros.

Y se estrecharon la mano.

‑A propósito. ¿No habéis ido al entierro de esa pobre señorita de Villefort, que en este momento tiene lugar?

‑No ‑‑‑dijo el banquero‑, pesa sobre mí el ridículo del suceso de Benedetto, y no salgo.

‑¡Bah!, no tenéis razón. ¿Qué culpa tenéis de ello?

‑Amigo mío, cuando se lleva un nombre sin tacha como el mío, se es muy susceptible.

‑Todo el mundo os compadece, creedlo, y más aún, a la señorita, vuestra hija.

‑¡Pobre Eugenia! ‑dijo el banquero, dando un profundo suspi­ro‑. ¿Sabéis que ingresa en un convento?

‑No.

‑Pues desgraciadamente es así. Al día siguiente se decidió a par­tir con una amiga suya, religiosa ya, y va a buscar un convento severo en Italia o España.

‑¡Oh! Es terrible.

Y el séñor de Boville se retiró al hacer esta exclamación, cumplimen­tando al barón.

Mas apenas hubo salido, cuando Danglars, con un gesto enérgico, que comprenderán solamente los que hayan visto a Frederik repre­sentar el Robert Hacaire, exclamó:

‑ ¡Imbécil!

Y guardando el recibo del conde en su cartera, añadió:

‑Ven a mediodía, que yo estaré ya lejos.

Encerróse, vació todos los cajones de su caja, reunió unos cincuen­ta mil francos en billetes de banco, quemó diferentes papeles, puso otros a la vista, y escribió una carta que cerró y cuyo sobre dirigió:

A la señora baronesa de Danglars.

‑Esta noche ‑murmuró‑ yo mismo la colocaré en su tocador.

Sacando en seguida un pasaporte de otro cajón, dijo:

‑Bueno, aún puede servir dos meses.

 

Capítulo doce


Date: 2015-12-17; view: 454


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