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Capítulo diez 4 page

Los minutos pasaban, y la señora de Villefort no podía, al parecer, dejar aquella colgadura que tenía suspendida como una mortaja. So­bre la cabeza de Valentina pagaba su tributo a la meditación; la me­ditación del crimen debe ser el remordimiento.

En aquel instante aumentaron los chisporroteos de la lámpara.

La señora de Villefort al oír aquel ruido tembló y dejó caer la col­gadura. Apagóse la lámpara y quedó la habitación en la oscuridad más profunda. En medio de ella dio el reloj las cuatro y media.

La envenenadora, espantada, buscó a tientas la puerta y entró en su cuarto con el sudor y la angustia en la frente.

La oscuridad continuó aún durante dos horas.

Poco a poco fue penetrando la claridad en la habitación, pero sin que pudiera permitir aún reconocer los objetos; aumentó y dióles en­tonces forma sensible.

En la escalera resonó la tos de la enfermera, que entró en el cuarto de Valentina con una taza en la mano.

La primera mirada de un padre o de un amante hubiera sido deci­siva. Valentina había muerto. Para aquella mercenaria, Valentina dormía.

‑Bueno ‑dijo acercándose a la mesa de noche‑, ha bebido una parte de la poción, el vaso está vacío en sus dos terceras partes.

Fue a la chimenea, encendió fuego, se instaló en un sillón, y aunque salía del lecho, aprovechóse del sueño de Valentina para dormir otras dos horas.

El reloj, que daba las ocho, la despertó.

Extrañada del obstinado sueño en que permanecía la joven, espan­tada de aquel brazo que colgaba fuera de la cama y que permanecía siempre en la misma postura, se acercó a la cama, y entonces notó que sus labios estaban fríos y helado su pecho.

Trató de levantar el brazo y ponerlo junto al cuerpo, pero el brazo no obedeció; tan tieso estaba ya que no le quedó duda a la enfermera. Dio un espantoso grito y corrió a la puerta.

‑¡Auxilio! ‑gritaba‑. ¡Auxilio!

‑¡Cómo! ¿Auxilio? ‑respondió desde abajo la voz de d'Avrigny.

Era la hora en que el doctor tenía costumbre de venir.

‑¡Cómo! ¿Auxilio? ‑gritaba Villefort saliendo precipitadamen­te de su despacho‑. Doctor, ¿habéis oído gritos de socorro?

‑Sí, sí, subamos ‑respondió d'Avrigny‑; es en el cuarto de Va­lentina.

Pero antes de que el padre y el doctor Regasen, los criados que esta­ban en el mismo piso, en los corredores o aposentos inmediatos, en­traron todos, y viendo a Valentina pálida a inmóvil sobre su lecho, levantaron sus manos al cielo y temblaron como azogados.

‑Llamad a la señora de Villefort, despertadla ‑gritaba el procu­rador del rey desde la puerta, sin atreverse a entrar.



Pero los criados, en lugar de responder, miraban al doctor, que ha­bía entrado y corrido hacia Valentina, a la que sostenía en sus bra­zos.

‑¡Aun ésta! ‑murmuró, dejándola caer‑. ¡Dios mío! ¡Dios mío. .. ! ¿Cuándo os daréis por satisfecho?

Villefort entró en el cuarto.

‑¡Qué decís! ¡Dios mío! ‑dijo, levantando las manos al cielo‑. ¡Doctor!, ¡doctor!

‑Digo que vuestra hija ha muerto ‑repuso el médico con voz so­lemne y terrible en su solemnidad.

El procurador del rey cayó cual si le hubiesen quebrado las piernas y su cabeza se posó sobre el lecho de Valentina.

A las palabras del doctor, al grito del padre, los criados huyeron despavoridos, profiriendo sordas imprecaciones. Oyéronse en las es­caleras y corredores sus precipitados pasos. En seguida un gran mo­vimiento en el patio extinguióse al poco tiempo. Todos habían aban­donado la casa maldita.

En aquel instante, la señora de Villefort, con un peinador a medio ningún sonido. Vaciló y se sostuvo contra la puerta. Señaló en seguida a la puerta.

‑Sí, sí ‑continuó el anciano.

Maximiliano se lanzó a la escalera, cuyos escalones subió de dos en dos, mientras le parecía que el anciano le decía con los ojos:

‑Más de prisa, más de prisa.

Un minuto le bastó para atravesar varias habitaciones solitarias como el resto de la casa, y llegar hasta la de Valentina.

No tuvo necesidad de abrir la puerta, pues estaba abierta de par en par.

Un suspiro fue lo primero que oyó. Vio una figura arrodillada y medio oculta entre la blanca colgadura. El temor y el espanto le clava­ron junto a la puerta.

Entonces fue cuando oyó una voz que decía: ¡Valentina ha muerto!, y otra que repetía como un eco:

‑¡Muerta! ¡Muerta!

El señor de Villefort levantóse casi avergonzado de haber sido sor­prendido en aquel exceso de dolor. La terrible posición que ocupaba hacía veinticinco años había llegado a hacer de él más o menos un hombre. Su mirada, un instante incierta, se fijó en Morrel.

‑¿Quién sois ‑le dijo‑, que olvidáis que no se entra así en una casa en que habita la muerte? ¡Salid, caballero, salid!

Pero Morrel permaneció inmóvil, incapaz de apartar los ojos del espantoso espectáculo que presentaba aquella cama en desorden y de la pálida mujer que estaba acostada en ella.

‑¡Salid! ¿No oís? ‑gritaba Villefort, mientras d'Avrigny se ade­lantaba por su parte para hacer que Morrel se marchase.

Este miraba con aire espantado aquel cadáver, aquellos dos hom­bres y toda la habitación. Pareció titubear un instante, abrió la boca, y finalmente, no hallando qué responder, a pesar de la multitud de ideas que se agolpaban en su cerebro, volvió atrás cogiéndose los ca­bellos de tal suerte que Villefort y d'Avrigny, distraídos un momento de su preocupación, le siguieron con la vista y se miraron el uno al otro como diciendo:

‑¡Está loco!

Pero no habían transcurrido aún cinco minutos cuando oyeron rui­do en la escalera, y vieron a Morrel, que con fuerza sobrenatural traía en brazos el sillón de Noirtier avanzando hacia la cama de Valentina. El rostro de aquel anciano, en el que la inteligencia desplegaba todos sus recursos, cuyos ojos reunían todo el poder del alma para suplir a las demás facultades; la aparición de aquel pálido semblante y de aquella ardiente mirada fue aterradora para Villefort.

‑¡Ved lo que han hecho! ‑gritó Morrel teniendo aún una mano apoyada en el respaldo del sillón que acababa de aproximar al lecho, y la otra extendida hacia la cama de Valentina‑. ¡Ved, padre mío, ved!

Villefort retrocedió espantado y miró a aquel joven que le era casi desconocido y que llamaba padre a Noirtier.

En aquel momento, el alma del anciano pasó toda a sus ojos, que inmediatamente se llenaron del rojo de la sangre. Después se le hin­charon las venas del cuello, una tinta azulada como la que invade la piel del epiléptico cubrió sus mejillas y sus sienes.

A aquella violenta explosión interior de todo su ser sólo le faltaba un grito.

Este salió, por decirlo así, de todos los poros, horrible en su mutis­mo, desgarrador en su silencio.

D'Avrigny se precipitó hacia el anciano y le hizo aspirar un violen­to revulsivo.

‑¡Señor! ‑dijo entonces Morrel tomando la mano inerte del pa­ralítico‑‑, me preguntan quién soy y con qué derecho estoy aquí. ¡Oh!, decidlo, vos, que lo sabéis ‑y los sollozos ahogaron la voz del joven.

La respiración intensa y jadeante del anciano levantaba su pecho. Al verle parecía sufrir una de aquellas convulsiones que preceden a la agonía.

Al fin, sus ojos se llenaron de lágrimas, más feliz en esto que el jo­ven, que sollozaba sin poder llorar. No pudiendo inclinar la cabeza, cerró los ojos.

‑Decid ‑continuó Morrel con voz ahogada‑, ¡decid que yo era su prometido! ¡Decid que ella era mi noble amiga! ¡Mi único amor sobre la tierra! ¡Decid, decid, decid... que ese cadáver me per­tenece!

Y el joven, dando el terrible espectáculo de una gran energía que de pronto se desploma, cayó pesadamente de rodillas ante aquel lecho que sus crispados dedos apretaron con fuerza.

Aquel dolor era tan agudo que d'Avrigny se volvió para ocultar su emoción, y Villefort, sin pedir ninguna explicación, atraído por el magnetismo que nos impele hacia aquellos que aman a los que llora­mos, alargó la mano al joven.

Pero Morrel nada veía. Había cogido la helada mano de Valentina, y no pudiendo llorar mordía la colcha dando rugidos.

Durante algún tiempo no se oyeron en aquella habitación más que suspiros, lágrimas, imprecaciones y oraciones.

Y sin embargo, un ruido dominaba a los demás. El de la tarda y ronca respiración de Noirtier, en quien cada aspiración parecía que iba a romper dentro de su pecho los resortes de la vida.

En fin, Villefort, más dueño de sí que los demás, después de haber cedido durante algún tiempo su lugar a Maximiliano, tomó la pala­bra.

‑Caballero ‑le dijo‑, ¿amabais a Valentina, decís? ¿Erais su prometido? Ignoraba este amor, no tenía noticia de semejante com­promiso, y con todo, yo, su padre, os lo perdono, porque veo que vuestro dolor es grande, real y verdadero. Además, el mío es muy grande para que quede en mi corazón lugar para otro sentimiento. Sin embargo, como veis, el ángel que esperabais ha abandonado la tierra, y nada tiene que hacer ya de las adoraciones de los hombres, la que a esta hora adora ella misma al Señor. Decid, pues, adiós a esos tris­tes restos. Tomad por última vez esa mano que esperabais, y separaos de ella para siempre. Valentina sólo necesita ya al sacerdote que la ha de bendecir.

‑Os equivocáis, señor ‑dijo Morrel, quedándose con una rodilla en tierra, y atravesado el corazón con un dolor más agudo que cuantos había sentido‑, os equivocáis. Valentina, muerta como ha muerto, necesita no sólo el sacerdote que la bendiga, sino también un ven­gador. Enviad a buscar el sacerdote, el vengador seré yo.

‑¿Qué queréis decir, caballero? ‑murmuró Villefort, temblando ante esta nueva inspiración del delirio de Morrel.

‑Quiero decir ‑prosiguió Maximiliano‑ que hay dos hombres en vos, señor. El padre ha llorado bastante; que el procurador del rey empiece a cumplir su deber.

Los ojos de Noirtier se animaron y d'Avrigny se acercó.

‑Señor ‑prosiguió el joven, recorriendo de una mirada los senti­mientos que se retrataban en los semblantes de todos‑, sé lo que digo, y sabéis tan bien como yo lo que quiero decir. ¡Valentina ha muerto asesinada!

Villefort bajó la cabeza. D'Avrigny avanzó un paso. Noirtier hizo sí con los ojos.

‑Ahora bien ‑dijo Morrel‑, en nuestros días, una criatura aun­que no fuese joven, bella, adorable, como era Valentina, no desapare­ce violentamente del mundo sin que se pida cuenta de su desaparición. ¡Vamos!, señor procurador del rey ‑añadió Morrel con una vehe­mencia que cada vez iba en aumento‑, ¡no haya piedad! Os denuncio el crimen. Buscad al asesino.

Y sus ojos implacables interrogaban a Villefort, quien a su vez so­licitaba con sus miradas tan pronto a d'Avrigny como a Noirtier, pero en lugar de hallar socorro en las miradas de su padre o del doctor, Villefort encontró en ellos la misma inflexibilidad que en Maxi­miliano.

‑Sí ‑expresó el anciano con los ojos.

‑Cierto‑dijo el doctor.

‑Caballero ‑repuso Villefort, procurando luchar aún contra aque­lla triple voluntad y hasta contra su propia emoción‑, os engañáis. No se cometen crímenes en mi casa. La fatalidad me persigue. Dios me prueba, ¡es horroroso pensarlo! , pero no se asesina a nadie.

Los ojos de Noirtier relampaguearon. D'Avrigny abrió la boca para hablar, pero Morrel, extendiendo el brazo, hizo señal de que callasen todos.

‑Y yo afirmo que aquí se asesina ‑gritó Morrel, cuya voz bajó sin perder nada de su vibración acostumbrada‑. Os digo: ¡ved aquí la cuarta víctima en cuatro meses! Afirmo que intentaron hace cua­tro días envenenar a Valentina, y que no lo consiguieron, gracias a las precauciones que tomó el señor Noirtier.

»Afirmo que esta vez han doblado la dosis o cambiado el veneno, y han conseguido su objeto. Añadiré en fin, que sabéis esto tan bien como yo, pues el señor os ha prevenido como médico y como amigo.

‑¡Oh!, deliráis, caballero ‑dijo Villefort, procurando evadirse del círculo en que se encontraba encerrado.

‑¡Que estoy delirando! ‑gritó Morrel‑. Apelo al señor d'Avri­gny. Preguntadle si se acuerda de las palabras que pronunció en vues­tro jardín la noche de la muerte de la señora de Saint‑Merán, cuando los dos, creyéndoos solos, os ocupabais de ella, y en la que esa fatalidad de quien habláis, y Dios, a quien acusáis injustamente, no tuvieron más parte que haber criado al asesino de Valentina.

Villeford y d'Avrigny se miraron.

‑Sí, sí ‑dijo Morrel‑. Recordadlo, porque aquellas palabras que creíais pronunciadas en el silencio de la soledad, cayeron en mis oídos. Ciertamente, al ver aquella noche la culpable condescendencia del señor de Villefort para con los suyos, debía haberlo puesto todo en conocimiento de la autoridad, y no sería cómplice como lo soy en este momento de lo muerte, Valentina, ¡mi Valentina querida! Pero el cómplice será el vengador, porque esta cuarta muerte es in fraganti, visible a los ojos de todos, y si lo padre lo abandona, ¡oh, mi Valentina!, lo juro, yo perseguiré a lo asesino.

Y esta vez, como si la naturaleza se apiadase de aquel vigoroso or­ganismo próximo a destrozarse por su excesiva fuerza, las últimas pa­labras de Morrel expiraron en sus labios, mil suspiros lanzó su pecho, y sus lágrimas, tanto tiempo rebeldes, corrieron en abundancia. Cayó de nuevo, llorando amargamente cerca del lecho de Valentina.

Entonces tomó la palabra d'Avrigny.

‑Y yo también ‑dijo con voz fuerte‑, yo también me uno al se­ñor Morrel para pedir justicia contra el crimen, porque mi corazón se levanta contra mí, a la sola idea de que mi cobarde complacencia ha alentado al asesino.

‑¡Dios mío! ¡Dios mío! ‑murmuró Villefort aterrado.

Morrel levantó la cabeza, leyendo en los ojos del anciano que lan­zaban chispas.

‑Mirad, mirad ‑dijo‑, el señor Noirtier quiere decirnos algo. ‑Sí ‑hizo Noirtier con una expresión tanto más terrible, cuan­to que todas las facultades de aquel pobre anciano impotente se con­centraban en su mirada.

‑¿Conocéis al asesino? ‑dijo Morrel.

‑Sí.

‑¿Y vais a guiarnos? ‑dijo‑; escuchemos, señor d'Avrigny, escuchemos.

Noirtier miró a Morrel con una melancólica sonrisa, una de aque­llas que tantas veces habían hecho feliz a Valentina, y fijó con esto sus ojos.

Después, mirando fijamente a su interlocutor, señaló hacia la puerta.

‑¿Queréis que salga? ‑dijo dolorosamente Morrel.

‑Sí ‑hizo Noirtier.

‑No me mandéis eso, ¡tened piedad de mí!

Los ojos del anciano permanecieron fijos en la puerta.

‑¿Podré volver, al menos? ‑preguntó Morrel.

‑Sí.

‑¿Debo irme solo?

‑No.

‑¿Quién ha de venir conmigo, el procurador del rey?

‑No.

‑¿El doctor?

‑Sí.

‑¿Queréis quedaros a solas con el señor de Villefort?

‑Sí.

‑¿Podrá entenderos?

‑Sí.

‑¡Oh! ‑dijo Villefort casi contento, porque la conversación iba a tener lugar solamente entre los dos‑, estad tranquilo, comprendo muy bien a mi padre.

Y al hablar con esta expresión de alegría, sus dientes daban unos contra otros.

D'Avrigny tomó del brazo a Morrel y salieron juntos.

Un silencio más profundo que el de la muerte reinaba entonces en aquella casa. Al cabo de un cuarto de hora se oyeron pasos, y Ville­fort apareció a la puerta del salón donde se encontraban Maximiliano y d'Avrigny, absorto éste, sofocado aquél.

‑Venid ‑les dijo.

Y les llevó junto al sillón de Noirtier.

Morrel miró atentamente a Villefort.

La cara del procurador del rey estaba lívida. Varias manchas azules se veían en su frente. Tenía en la mano una pluma, que torcida en mil sentidos diferentes, chillaba al hacerse pedazos.

‑Señores ‑dijo con voz ahogada al médico y a Morrel‑, señores, ¿me dais vuestra palabra de honor de que este secreto permanecerá sepultado entre nosotros?

Los dos hicieron un movimiento.

‑Os lo suplico... ‑continuó Villefort.

‑Pero... ‑dijo Morrel‑, el culpable..., el matador..., el asesi­no...

=Tranquilizaos, caballero, se hará justicia ‑dijo Villefort‑, mi padre me ha revelado el nombre del culpable, mi padre tiene sed de venganza como vos, y sin embargo, mi padre os conjura también a que guardéis el secreto del crimen. ¿No es cierto, padre?

‑Sí ‑hizo Noirtier.

Morrel dejó escapar un movimiento de horror y de incredulidad.

‑¡Oh! ‑dijo Villefort, deteniendo a Maximiliano por el brazo‑, si mi padre, hombre inflexible como conocéis, os lo pide, es porque sabe que Valentina será terriblemente vengada. ¿Es verdad, padre?

‑Sí ‑dijo Noirtier.

Villefort prosiguió:

‑El me conoce, y le he dado mi palabra. ¡Tranquilizaos, señores, sólo tres días! ¡Os pido tres días!, es menos de lo que pediría la jus­ticia, y la venganza que tome de la muerte de mi hija hará temblar hasta lo íntimo del corazón al más indiferente de los hombres. ¿No es verdad, padre mío?

Al decir estas palabras rechinaba los dientes, y sacudió con fuerza la muerta mano del anciano.

‑¿Cumplirá todas sus promesas el señor de Villefort? ‑preguntó Morrel, mientras d'Avrigny le interrogaba con su mirada.

‑Sí ‑dijo Noirtier con una mirada de siniestra alegría.

‑¿Juráis, pues, caballeros ‑dijo Villefort juntando las manos de d'Avrígny y de Morrel‑, juráis apiadaros del honor de mi casa, y que me dejaréis el cuidado de vengarlo?

D'Avrigny se volvió, y pronunció un sí muy débil; pero Morrél arrancó sus manos de las del magistrado, se precipitó hacia la cama, imprimió un beso en los helados labios de Valentina y huyó con el profundo gemido de un alma consumida por la desesperación.

Hemos dicho que todos los criados habían desaparecido. El señor de Villefort se vio obligado a rogar a d'Avrigny que se encargase de las numerosas y delicadas comisiones que acarrea la muerte en nues­tras grandes poblaciones, sobre todo cuando acompañan a la muerte circunstancias tan sospechosas.

Era terrible ver aquel dolor sin movimiento de Noirtier, aquella desesperación sin gestos y aquellas lágrimas sin voz.

Villefort entró en su despacho. D'Avrigny fue a buscar al médico de la ciudad, que desempeñaba las funciones de inspector de muer­tos, y a quien con bastante razón llaman el médico de los muertos.

Noirtier no quiso apartarse de su nieta.

A la media hora, d'Avrigny volvió con su compañero. Habían ce­rrado la puerta de la calle, y como el portero había desaparecido con los demás criados, Villefort fue a abrir, pero se detuvo después en la escalera. Le faltaba valor para entrar en el cuarto mortuorio.

Los dos doctores llegaron solos hasta Valentina.

Noirtier permanecía junto a la cama, inmóvil como la muerte, pá­lido y mudo como ella.

El médico de los muertos se acercó con la indiferencia del hombre que pasa la mitad de su vida con los cadáveres, levantó la sábana que cubría a la joven y le entreabrió los labios.

‑¡Oh! ‑dijo d'Avrigny suspirando‑, ¡pobre joven!, está bien muerta.

‑Sí ‑dijo lacónicamente el médico, dejando caer las sábanas.

Noirtier respiró intensamente, se volvió d'Avrigny y vio que los ojos del anciano estaban encendidos y fijos en la cama. El buen doc­tor comprendió que Noirtier quería ver a su nieta. Acercóle a la cama, y mientras el otro médico mojaba en agua clorurada los dedos que habían tocado los labios de la joven muerta, descubrió aquel tranqui­lo y pálido rostro que parecía el de un ángel dormido.

Una lágrima que se asomó a los ojos del anciano fueron las gracias que recibió el doctor.

El médico extendió el acta en la misma habitación de Valentina, y cumplida aquella formalidad se retiró acompañado de d'Avri­gny.

Villefort los oyó bajar, asomóse a la puerta de su despacho, dio las gracias al médico en pocas palabras, y dirigiéndose a d'Avrigny le dijo:

‑¿Y ahora, el sacerdote?

‑¿Conocéis a algún eclesiástico a quien queráis encargar con pre­ferencia que vele cerca de Valentina? ‑preguntó el doctor.

‑No ‑dijo Villefort‑, id al más próximo.

‑El más próximo ‑dijo el doctor‑ es un buen abate italiano que ha venido a vivir a la casa inmediata a la vuestra. ¿Queréis que le avise al pasar?

‑D'Avrigny ‑dijo Villefort‑, os ruego que acompañéis a este ca­ballero. Aquí tenéis la llave para que podáis entrar y salir. Traeréis al sacerdote, y os encargaréis de instalarlo en el cuarto de mi pobre hija.

‑¿Deseáis hablarle, amigo mío?

‑Deseo estar solo. Me disculparéis, ¿verdad? Un sacerdote debe comprender todos los dolores, hasta el de un padre.

Y Villefort dio una llave a d'Avrigny, saludó al otro médico y en­tró en su despacho, poniéndose en seguida a trabajar.

Para ciertos organismos, el trabajo es el remedio de todos los males. Al bajar a la calle vieron un hombre con sotana que estaba a la puerta de la casa inmediata.

‑Ved al eclesiástico de que os he hablado ‑dijo el médico de los muertos a d'Avrigny.

Este se acercó al sacerdote.

‑Caballero ‑le dijo‑, ¿estáis dispuesto a hacer un gran favor a un desgraciado padre que acaba de perder a su hija, al señor procura­dor del rey, Villefort?

‑¡Ah! ‑respondió el eclesiástico con un acento italiano sumamen­te marcado‑, sí; lo sé, la muerte está en esa casa.

‑Entonces no tengo necesidad de deciros qué clase de favor se espera de vos.

‑Iba a ofrecerme, caballero; nuestra misión es ir al encuentro de nuestros deberes.

‑Es una joven.

‑Sí, lo sé; lo he oído decir a los criados que huían de la casa. Lla­mábase Valentina, y ya he rogado a Dios por ella.

‑Gracias, gracias ‑respondió d'Avrigny‑, y puesto que habéis empezado a ejercer vuestro santo ministerio, dignaos continuarlo. Ve­nid a sentaros junto a la difunta, y toda una familia sumida en el dolor os estará agradecida.

‑Voy en seguida, caballero, y me atrevo a decir que jamás votos más fervientes subieron al trono del Altísimo.

D'Avrigny tomó por la mano al abate, y sin encontrar a Villefort, que permanecía encerrado en su despacho, le condujo hasta el cuarto de Valentina, de la que los sepultureros no debían encargarse hasta la noche siguiente. Al penetrar en el despacho, la mirada de Noirtier se encontró con la del abate, y sin duda creyó leer algo de particular en ella, porque no se separó de él. D'Avrigny le recomendó no solamente la muerta, sino también el vivo. El sacerdote ofreció rogar por la una y cuidar al otro. Se comprometió solemnemente a hacerlo, y sin duda para que no le estorbasen en el momento en que d'Avrigny salió, corrió el cerrojo de la puerta por la que se marchó el doctor, y el de la que daba a la habitación de la señora de Villefort.

 


Date: 2015-12-17; view: 625


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