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Capítulo séptimo

La promesa

Era Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de Saint‑Merán y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afec­taría a su amor.

Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.

Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín.

En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.

‑¿Vos a esta hora? ‑dijo.

‑Sí, pobre amiga mía ‑respondió Morrel‑; vengo a traer y a bus­car malas noticias.

‑¡Esta es la casa de la desgracia! ‑dijo Valentina‑; hablad, Ma­ximiliano; pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante cre­cida.

‑Escuchadme, querida Valentina ‑dijo Morrel procurando conte­ner su emoción para poderse explicar‑, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?

‑Escuchad ‑dijo a su vez Valentina‑, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela,

con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d'Epinay será firmado el contrato.

Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró triste­mente.

‑¡Ay! ‑dijo en voz baja‑,terrible es oír decir tranquilamente a la mujer que se ama: el momento de vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por mi parte no pondré la menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al señor d'Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suya al otro día de su llegada, maña­na lo seréis, porque ha llegado a París esta mañana.

Valentina lanzó un grito.

‑Me hallaba yo en casa de Montecristo hace una hora ‑dijo Morrel‑; hablábamos, él del dolor de vuestra casa, y yo del vuestro, cuando de repente paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía yo en los presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del carruaje me estremecí; pronto se oyeron pasos en la escalera; los retumbantes pasos de la estatua del comendador no asustaron tanto a don Juan como me aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef entró pri­mero, y ya iba yo a dudar de mí mismo, iba a creer que me había equivocado, cuando entró detrás de él un joven, a quien el conde salu­dó, exclamando:



‑¡Ah, señor Franz d'Epinay!

Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido, encarnado; pero seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco minutos después salí sin haber oído una palabra de lo que había pasado; ¡estaba loco!

Valentina murmuró:

‑¡Pobre Maximiliano!

‑Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a sentenciar a vida o a muerte: ¿qué pensáis hacer?

Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.

‑Escuchad ‑dijo Morrel‑, no es la primera vez que pensáis en la situación a que hemos llegado; es grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es bueno para los que se avienen a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y sin duda Dios les recompen­sará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se siente con vo­luntad de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve inmediata­mente a la suerte el golpe que ella le ha dado. ¿Estáis resuelta a luchar contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a pre­guntaros.

Valentina se estremeció, y miró a Morrel con asombro.

La idea de luchar contra su padre, contra su abuela, contra toda la familia, no se había presentado a su imaginación.

‑¿Qué me decís, Maximiliano? ‑preguntó Valentina‑, ¿y a qué llamáis una lucha? ¡Oh!, decid más bien sacrilegio. ¡Cómo! ¿Ha­bría de luchar yo contra la orden de mi padre, contra los deseos de mi abuela moribunda? ¡Es imposible!

Morrel hizo un movimiento. Valentina añadió:

‑Tenéis un corazón demasiado noble para que no me compren­dáis, y me comprendéis tan bien, querido Maximiliano, que por eso os veo tan callado. ¡Luchar yo! ¡Dios me libre! No, no; guardo toda mi fuerza para luchar contra mí misma, y para beber mis lágrimas, como vos decís. En cuanto a afligir a mi padre, en cuanto a turbar los últimos momentos de mi pobrecita abuela, ¡jamás!

‑Tenéis razón ‑dijo Morrel con una calma irónica.

‑¡Qué modo tenéis de decirme eso, Dios mío! ‑exclamó Valen­tina ofendida.

‑Os lo digo como un hombre que os admira, señorita ‑repuso Ma­ximiliano.

‑¡Señorita! ‑exclamó Valentina‑; ¡señorita! ¡Oh!, ¡qué egoís­ta! , me ve desesperada y finge que no me entiende.

‑Os equivocáis, y al contrario, os entiendo perfectamente. No queréis contrariar al señor de Villefort, no queréis desobedecer a la marquesa y mañana firmaréis el contrato que debe enlazaros con el señor d'Epinay.

‑¡Pero, Dios mío! ¿Puedo yo hacer otra cosa?

‑No me preguntéis, señorita, porque yo soy muy mal juez en esta causa y zni egoísmo me cegaría ‑respondió Morrel, cuya voz sorda y puños apretados anunciaban una creciente exasperación.

‑¿Qué me hubierais propuesto, Morrel, si me hallaseis dispuesta a hacer lo que quisierais? Vamos, responded. No se trata de decir: hacéis mal; es preciso que me deis un consejo.

‑¿Me habláis en serio, Valentina, y debo daros ese consejo?

‑Seguramente, querido Maximiliano, porque si es bueno, lo se­guiré sin vacilar.

‑Valentina ‑dijo Morrel rompiendo una tabla ya desunida‑, dadme vuestra mano en prueba de que me perdonáis la cólera; ¡oh!, tengo la cabeza trastornada, y hace una hora que pasan por mi imagi­nación las ideas más insensatas. ¡Oh!, en el caso en que rehuséis mi consejo...

‑Vamos, decidme cuál es.

‑Escuchad, Valentina.

La joven alzó los ojos y arrojó un suspiro.

‑Soy libre ‑repuso Maximiliano‑, soy bastante rico para los dos; os juro ante Dios que seréis mi mujer antes de que mis labios hayan tocado vuestra frente.

Valentina dijo:

‑¡Me hacéis temblar!

‑Seguidme ‑continuó Morrel‑; os conduzco a casa de mi her­mana, que es digna de serlo vuestra: nos embarcaremos para Argel, para Inglaterra o para América, o si preferís nos retiraremos juntos a alguna provincia, o esperaremos a que nuestros amigos hayan vencido la resistencia de vuestra familia para volver a París.

Valentina movió melancólicamente la cabeza.

‑Ya lo esperaba, Maximiliano ‑dijo‑; es un consejo de insensa­to; y yo lo sería más que vos, si no os detuviese con estas palabras: ¡Imposible, Morrel, imposible!

‑¿De modo que seguiréis vuestra suerte, sin tratar de modificar­la? ‑dijo Morrel.

‑¡Sí, aunque luego hubiera de morirme!

‑¡Bien, Valentina! ‑repuso Maximiliano‑‑, os repetiré que te­néis razón. En efecto, yo soy un loco, y vos me probáis que la pasión ciega los entendimientos más claros: os lo agradezco a vos, que obráis sin pasión. ¡Bien, es cosa decidida! Mañana seréis irrevocablemente la esposa del señor Franz d'Epinay, no por esa formalidad de teatro in­ventada para el desenlace de las comedias, sino por vuestra propia vo­luntad.

‑¡Por Dios!, no me desesperéis, Maximiliano ‑dijo Valentina‑, ¿qué haríais, decid, si vuestra hermana escuchase un consejo como el que me dais?

‑Señorita ‑repuso Morrel con una amarga sonrisa‑, yo soy un egoísta, vos lo habéis dicho, y como tal no me ocupo de lo que harían otros en mi lugar, sino de lo que he de hacer yo. Pienso que os co­nozco hace un año, que desde que os conocí, todas mis esperanzas de felicidad las cifré en vuestro amor; llegó un día en que me dijisteis que me amabais; desde entonces no deseé más que poseeros; era mi anhelo, mi vida; ahora ya no tengo deseo alguno; solamente digo que la desgracia me persigue, que había creído ganar el cielo y lo he perdi­do. Eso está sucediendo todos los días; un jugador pierde, no tan sólo lo que tiene, sino lo que no tiene.

Morrel pronunció estas palabras con una calma perfecta; Valenti­na le miró un instante con sus ojos grandes y escudriñadores, procurando no dejar entrever la turbación que iba sintiendo en el fondo de su pecho.

‑Pero, en fin, ¿qué vais a hacer? ‑preguntó.

‑Voy a tener el honor de despedirme de vos, señorita, poniendo a Dios, que oye mis palabras, por testigo, que os deseo una vida tan sosegada y feliz, que no dé cabida en vuestro pecho a un recuerdo mío.

‑¡Oh! ‑murmuró Valentina.

‑¡Adiós, Valentina, adiós! ‑dijo Morrel inclinándose.

‑¿Dónde vais? ‑gritó la joven sacando la mano por la hendidura y agarrando el brazo de Morrel, pues sospechaba que aquella calma de su amado no podía ser real‑, ¿dónde vais?

‑Voy a tratar de no causar un nuevo trastorno a vuestra familia, y a dar un ejemplo que podrán seguir todos los hombres honrados que se encuentren en mi situación.

‑Antes de separaros de mí, decidme lo que vais a hacer, Maximi­liano.

El joven se sonrió tristemente.

‑¡Oh!, ¡hablad! ‑dijo Valentina‑, ¡por favor!

‑¿Habéis cambiado de resolución, Valentina?

‑¡No puedo cambiar! ¡Desdichado! ¡Bien lo sabéis! ‑exclamó la joven.

‑¡Entonces adiós, Valentina!

Valentina golpeó la valla con una fuerza de que nadie la hubiera creído capaz, y cuando Morrel se alejaba, pasó sus dos manos a través de la misma y cruzándolas, exclamó:

‑¿Qué vais a hacer? Yo quiero saberlo; ¿adónde vais?

‑¡Oh!, tranquilizaos ‑dijo Maximiliano deteniéndose a tres pasos de la puerta‑; no tengo la intención de hacer a nadie responsable de los rigores a que la suerte me destina. Otro os amenazaría con ir a buscar al señor Franz, provocarle, batirse con él; esto sería una locu­ra. ¿Qué tiene que ver el señor Franz con todo esto? Me ha visto esta mañana por primera vez; ni siquiera sabía que yo existía cuando vues­tra familia y la suya decidieron que seríais el uno para el otro. ¡No tengo por qué buscar al señor Franz, y os lo juro, no le buscaré!

‑Pero con quién vais a desfogar vuestra cólera? ¿Conmigo?

‑¡Con vos, Valentina! ¡Dios me libre! La mujer es sagrada y la que se ama es santa.

‑¡Será entonces con vos, Maximiliano, con vos mismo!

‑¿No soy yo el culpable, decid? ‑dijo Morrel.

‑Maximiliano ‑dijo Valentina‑, Maximiliano, ¡venid aquí, lo exijo!

Maximiliano se acercó con su dulce sonrisa en los labios; y a no ser por su palidez hubiera podido creerse que estaba en su estado normal.

‑Escuchadme, adorada Valentina ‑dijo con su voz melodiosa y grave‑: las personas como nosotros, que jamás han debido repro­charse una mala acción ni un mal pensamiento; las personas como nos­otros pueden leer uno en el corazón del otro con la mayor claridad. No, nunca me he considerado un romántico, no soy un héroe melancólico, no soy un Manfredo ni un Antony; pero sin palabras, sin protestas, sin juramentos, he puesto en vos mi vida, vos me faltáis, y obráis con mucha razón, os lo he dicho y os lo repito, pero en fin, me faltáis y mi vida se pierde. Desde el instante en que os alejéis de mí, Valentina, quedo solo en el mundo. Mi hermana es feliz con su marido; su marido es sólo mi cuñado, es decir, un hombre emparentado conmigo por las leyes sociales; nadie tiene necesidad de mi existencia. He aquí lo que voy a hacer: esperaré hasta el último segundo a que estéis casada, por­que no quiero perder la sombra de una de esas casualidades impre­vistas que pueden suceder; el señor Franz puede morir de aquí a en­tonces; puede caer un rayo en el altar en el momento en que os acer­quéis, todo parece creíble al condenado a muerte, y para él no son im­posibles los milagros si se trata de la salvación de su vida. Aguardaré, pues, hasta el último instante, y cuando sea cierta mi desgracia, sin re­medio, sin esperanza, escribiré una carta confidencial a mi cuñado, otra al prefecto de policía para darles parte de mi designio; y en lo más escondido de un bosque, a la orilla de algún foso me saltaré la tapa de los sesos, tan cierto como que soy hijo del hombre más honrado que ha vivido en Francia.

Un temblor convulsivo agitó los miembros de Valentina; sus bra­zos cayeron a ambos lados de su cuerpo, y dos gruesas lágrimas roda­ron por sus mejillas.

El joven permaneció delante de ella, sombrío y resuelto.

‑¡Oh!, por piedad, por piedad ‑dijo‑, viviréis, ¿no es verdad?

‑No, por mi honor ‑dijo Maximiliano‑; ¿pero qué os importa? Vos haréis vuestro deber y no os remorderá la conciencia.

Valentina cayó de rodillas oprimiéndose el corazón, que parecía querer salírsele del pecho.

‑Maximiliano ‑dijo‑, Maximiliano, mi amigo, mi hermano so­bre la tierra, mi verdadero esposo en el cielo, lo suplico, imítame, vive con el sufrimiento, tal vez llegará un día en que nos veamos reunidos.

‑Adiós, Valentina ‑repitió Morrel.

‑Dios mío ‑dijo Valentina levantando sus dos manos al cielo con expresión sublime‑; ya veis que he hecho cuanto he podido por permanecer siempre hija sumisa; no ha escuchado mis súplicas, mis ruegos, mis lágrimas. ¡Pues bien! ‑continuó enjugándose las lágri­mas y recobrando su firmeza‑, ¡pues bien!, no quiero morir de re­mordimiento, quiero morir de vergüenza! Viviréis, Maximiliano, y no seré de nadie sino de vos. ¿A qué hora? ¿Cuándo? ¿En este mo­mento? Hablad, mandad, estoy pronta.

Morrel, que había dado de nuevo algunos pasos para alejarse, vol­vió, y pálido de alegría, el corazón palpitante de gozo, extendiendo al través de la valla sus dos manos hacia la joven:

‑Valentina ‑‑dijo‑, querida amiga, no me habéis de hablar así, o si no dejadme morir. ¿Por qué os he de deber a la violencia, si me amáis como yo os amo? Me obligáis a vivir por humanidad, eso es todo lo que hacéis; en tal caso prefiero morir.

‑Después de todo ‑murmuró Valentina‑, ¿quién me ama en el mundo? ¿Quién me ha consolado de todos mis dolores? ¿En quién reposan mis esperanzas? ¿En quién se fija mi extraviada vista? ¿Con quién se desahoga mi afligido corazón? En él, él, él, siempre él. Tienes razón, Maximiliano, lo seguiré; huiré de la casa paterna. ¡Oh, qué ingrata soy! ‑exclamó Valentina sollozando‑. ¡Me olvidaba de mi abuelo Noirtier!

‑No ‑dijo Maximiliano‑, no le abandonarás; el señor de Noir­tier ha parecido experimentar alguna simpatía hacia mí; y antes de huir se lo dirás todo; su consentimiento lo servirá de escudo, y una vez casados vendrá a vivir con nosotros: en lugar de un hijo tendrá dos. Tú me has dicho el modo con que os habláis, pues yo aprenderé pronto el tierno lenguaje de los signos, sí, Valentina. ¡Oh!, lo lo juro, en lugar de la desesperación que nos aguarda, lo prometo la felici­dad. .

‑¡Oh!, mira, Maximiliano, mira si es grande el poder que ejerces sobre mí, que me haces casi creer en lo que dices, a pesar de que es insensato, porque mi padre me maldecirá; le conozco bien, y sé que es inflexible, nunca perdonará. Así, pues, escúchame, Maximiliano: si por artificio, por súplicas, por un accidente, ¿qué sé yo?, en fin, si por un medio cualquiera puedo retrasar el casamiento, esperarás, ¿no es verdad?

‑Sí, lo juro, como jures tú también que ese espantoso casamiento no se efectuará, y aunque lo arrastren delante del magistrado, delante del sacerdote, dirás que no.

‑Te lo juro, Maximiliano; por lo más sagrado que hay para mí, por mi madre.

‑Esperemos, pues ‑dijo Morrel.

‑Sí, esperemos ‑dijo Valentina, que al oír esta palabra dio un

suspiro de alivio‑‑; ¡hay tantas cosas que pueden salvar a unos des­graciados como nosotros!

‑En ti confío, Valentina ‑dijo Morrel‑; todo lo que hagas es­tará bien; pero si son desgraciadas tus súplicas, si lo padre, si la seño­ra de Saint‑Merán exigen que el señor d'Epinay sea llamado mañana para firmar el contrato...

‑Tienes mi palabra, Morrel.

‑En lugar de firmar...

‑Vendré a buscarte y huiremos; pero desde ahora hasta entonces no tentemos a Dios, Morrel; no nos veamos, ha sido un milagro que hasta ahora no nos hayan visto; si nos sorprendiesen, si supieran cómo nos vemos, no tendríamos ningún recurso.

‑Es verdad, Valentina, ¿pero cómo sabré...?

‑Por el notario señor Deschamps.

‑Le conozco.

‑Y por mí misma. Yo lo escribiré, créeme. ¡Dios mío! Bien sabes cuán odiosa me es a mí también esa boda.

‑¡Bien!, ¡bien!, ¡gracias, mi adorada Valentina! ‑replicó Mo­rrel‑. Entonces ya está todo dicho; vengo aquí, subes a la valla y yo lo ayudo a saltar, un carruaje nos esperará a la puerta del cercado, su­bimos a él, lo conduzco a la casa de mi hermana; allí, desconocidos de todos o como quieras, tendremos valor, resistiremos, y no nos deja­remos degollar como el cordero que no se defiende sino con sus ge­midos.

‑Bien ‑dijo Valentina‑; yo también lo diré, Maximiliano, que cuanto hagas está bien hecho.

‑¡Oh!

‑Pues bien, ¿estás contento de lo mujer? ‑dijo tristemente la joven.

‑¡Mi querida Valentina, es tan poco decir que sí!

‑Pues dilo siempre.

Valentina se había acercado, o más bien había acercado sus labios a la valla, y sus palabras y su perfumado aliento llegaban hasta los la­bios de Morrel, que iba acercando su boca al frío a inflexible cer­cado.

‑Hasta la vista ‑dijo Valentina‑, hasta la vista.

‑Me escribirás, ¿no es verdad?

‑Sí.

‑¡Gracias, gracias, hasta la vista!

Oyóse el ruido de un inocente beso y Valentina desapareció bajo los tilos.

Morrel escuchó un instante el crujido de su vestido y el rumor de sus pies en la arena; levantó los ojos al cielo con una expresión inefa­ble de felicidad, como para dar gracias al divino Creador, que permi­tía fuese amado de aquella manera, y desapareció a su vez.

Entró en su case y esperó toda la tarde y todo el día siguiente sin recibir nada. A las dos, y cuando se dirigía a casa del señor Deschamps, notario, recibió por fin por la estafeta un billete que sin duda era de Valentina, aunque nunca había visto su letra.

Estaba concebido en estos términos:

 

Lágrimas, súplicas, ruegos, todo inútil. Ayer, por espacio de dos horas estuve en la iglesia de San Felipe de Roule, y por espacio de dos horas recé con toda mi alma; Dios es insensible como los hombres, y el contrato se f irma esta noche a las nueve.

No tengo más que una palabra, como no tengo más que un corazón, Morrel; os he dado esa palabra y el coraxón es vuestro.

Esta noche, a las nueve menos cuarto, en la valla.

Vuestra mujer,

Valentina de Villefort.

P. D.: Mi pobre abuela se encuentra cede vex peor; ayer tuvo un fuerte delirio; hoy no ha sido delirio, sino locura.

Me amaréis mucho, ¿no es verdad, Morrel? Mucho..., pare hacer­me olvidar que la he abandonado en este estado.

Creo que ocultan a papá Noirtier que el contrato se firma esta noche a las nueve.

Morrel no se limitó a los informes que le diera Valentina, fue a case del notario, que le aseguró la noticia de que el contrato se firma­ba aquella noche a las nueve.

Luego pasó a ver a Montecristo; allí supo más detalles: Franz había ido a anunciarle aquella solemnidad; la señora de Víllefort había escrito al conde pare suplicarle que la disculpase si no le invi­taba; pero la muerte del señor de Saint‑Merán, y el estado en que se hallaba su viuda esparcía sobre aquella reunión un velo de tristeza con el que no quería oscurecer la frente del conde, al cual deseaba toda especie de felicidad.

Franz habfa sido presentado el día anterior a la señora de Saint­ Merán, que se levantó pare esta presentación, volviendo a acostarse en seguida.

Morrel se hallaba presa de una agitación que no podía escapar a una mirada tan penetrante como la del conde; así, pues, Montecristo

se mostró con él más afectuoso que nunca; tanto que dos o tres veces estuvo Maximiliano a punto de decírselo todo. Pero se acordó de la promesa formal dada a Valentina, y su secreto no salió de su corazón.

El joven volvió a leer veinte veces la misiva. Era la primera vez que le escribía, ¡y en qué ocasión! Cada vez que la leía, juraba veinte veces hacer feliz a Valentina. En efecto, ¡qué autoridad tiene la joven que tome una resolución tan peligrosa! ¡Qué abnegación no merece de parte de aquel a quien todo se ha sacrificado! ¡Cuán digna es del culto de su amante! ¡Es la reina y la mujer, y no se tiene bastante con un alma pare darle gracias y adorarla... !

Morrel pensaba con una inexplicable agitación en aquel momento en que Valentina llegara diciendo:

‑Aquí estoy, Maximiliano, ayudadme a subir a la tapia.

Todo estaba preparado pare la fuga; dos escalas habían sido guar­dadas en la choza de la huerta; un cabriolé, que debía conducir a Ma­ximiliano, esperaba; ni criados, ni luz; al doblar la primera esquina, se encenderían las linternas, porque podían muy bien caer en manos de la policía.

De vez en cuando se estremecía; pensaba en el momento en que, al lado de aquella cerca, protegería la bajada de Valentina, y sentiría, temblorosa y abandonada en sus brazos, a aquella de quien aún no había estrechado más que una mano.

Pero al llegar la tarde, cuando vio acercarse la hora, sintió una Bran necesidad de estar solo; su sangre le hervía en las venas, las simples preguntas, la sola voz de un amigo le habrían irritado; se encerró en su cuarto procurando leer, pero su mirada se deslizaba sobre las páginas sin comprender nada, y acabó por tirar el libro con­tra el suelo, pare dibujar por segunda vez su piano, sus escalas y su huerta. Al fin se acercó la hora. Morrel pensó entonces que ya era tiempo de partir, pues eran las siete y media, y aunque el contrato se firmaba a las nueve, era proba­ble que Valentina no esperaría; de consiguiente, después de haber salido a las siete y media en su reloj, de la calle de Meslay, entraba en la huerta cuando daban las ocho en San Felipe de Roule.

El caballo y el cabriolé fueron ocultados detrás de una cabaña arrui­nada en la que Morrel solía esconderse. Poco a poco el día fue declinando, y los árboles desapareciendo en­tre las sombras.

Entonces salió de su escondite, y con el corazón palpitante fue a mirar por la tapia: aún no había nadie.

Las ocho y media dieron.

Estuvo esperando una media hora; se paseaba de un lado a otro, y de vez en cuando iba a mirar por la rendija de las tablas.

El jardín se iba oscureciendo más y más, y en vano buscaba en la oscuridad el vestido blanco, en vano procuraba oír en medio del silen­cio el ruido de los pasos.

La casa que se vislumbraba a través de los árboles permanecía oscu­ra, y no presentaba ninguno de los aspectos que acompañan a un acon­tecimiento tan importante como el de firmar un contrato de matri­monio.

Consultó su reloj, que señalaba las diez menos cuarto; pero pronto conoció su error, cuando el reloj de la iglesia dio las nueve y media.

Ya era media hora más del término fijado: Valentina le había dicho que a las nueve menos cuarto.

Este fue el momento más terrible para el corazón del joven, para el cual cada segundo que transcurría era un nuevo tormento.

El más débil ruido de las hojas, el menor silbido del viento, le hacían sudar y estremecerse; entonces, con mano convulsiva agarraba la escala, y para no perder tiempo, ponía el pie en el primer escalón.

En medio de estos temblores, en medio de estas crueles alternativas de temor y de esperanza..., dieron las diez en el reloj de San Felipe de Roule.

‑¡Oh! ‑murmuró Maximíliano con terror‑; es imposible que dure tanto firmar el contrato, a menos que haya habido algún suceso imprevisto; ya he calculado el tiempo que duran todas las formalida­des, algo ha ocurrido.

Y unas veces se paseaba con agitación por delante de la cerca, otras iba a apoyar su ardorosa frente sobre el hierro helado. ¿Se habría desmayado Valentina durante o después del contrato? ¿O habría sido detenida en su fuga? Estas eran las dos hipótesis que bullían sin ce­sar en el cerebro del joven.

La idea que al fin llegó a obsesionarle fue la de que a la joven, en medio de su fuga, le habían faltado las fuerzas y había caído desma­yada en una de las alamedas del jardín.

‑¡Oh!, si así fuera ‑exclamó lanzándose sobre la escala‑, ¡la perdería y sería por mi culpa!

El demonio que le había soplado al oído este pensamiento no le abandonó, y siguió atormentándole con esa tenacidad que hace que ciertas dudas, al cabo de un instante y a fuerza de pensar en ellas, se conviertan en certeza. Sus ojos, que procuraban penetrar la oscuri­dad creciente, creían ver bajo los sombríos árboles una forma humana.

Morrel se atrevió a llamar, a imaginóse oír un quejido inarticulado.

Dieron las diez y media. Era imposible esperar más tiempo; las sienes de Maximiliano latían violentamente; espesas nubes pasaban por sus ojos; al fin trepó por la escalera, subió a la cerca y de un salto es­tuvo en el jardín.

Estaba en casa de Villefort, acababa de entrar en ella por escala­miento; pensó un instante en las consecuencias que podría tener una acción semejante, pero no había tiempo para retroceder.

Anduvo unos diez pasos hasta internarse en una alameda.

En un minuto se plantó al extremo de ella. Desde allí se descubría la casa.

Aseguróse entonces de una cosa que había ya sospechado, y es que en lugar de las luces que creía ver brillar en cada ventana, como es natural en los días de ceremonía, no vio más que la masa gzís y velada aún por una gran cortina sombría que proyectaba una nube inmensa que se había interpuesto delante de la luna.

Una luz pasaba de vez en cuando como perdida, y lo hacía por de­lante de tres ventanas del piso principal, que eran de las habitaciones de la señora de Saint‑Merán.

Otra luz permanecía inmovíl detrás de unas cortinas encarnadas que eran de la alcoba de la señora de Villefort.

Morrel adivinó todo esto. Mil veces, para seguir a Valentina en su pensamiento a cualquier hora del día, mil veces, repetimos, había hecho que esta última le describiera minuciosamente la casa; de modo que sin haberla visto casi podría asegurarse que la conocía como su dueño.

El joven se asustó todavía más de aquella oscuridad y del silencio, que de la ausencia de Valentina.

Despavorido, loco de dolor, decidido a arrostrarlo todo por volver a ver a Valentina y asegurarse de la desgracia que presagiaba, cual­quiera que fuese, llegó a una plazoleta, la que conducía a la alameda, y se disponía a atravesar con toda rapidez posible el parterre, comple­tamente descubierto, cuando un rumor de voces bastante lejano aún, pero aproximado por el viento, llegó a sus oídos.

Al oírlo dio un paso atrás; había salido fuera de las ramas y do los árboles; pero volvióse a internar en ellos, y permaneció oculto en la oscuridad, inmóvil y mudo.

Había abrazado una resolución: si era Valentína sola, la avisaría con una palabra; si venía acompañada, la vería al menos y se asegu­raría de que no le haba sucedido desgracia alguna; escucharía algunas palabras de su conversación, y al fin podría com­prender aquel misterio incomprensible hasta entonces.

Al fin la luna se desembarazó de la nube que la cubría, y vio apare­cer en la puerta de la escalinata a Villefort seguido de un hombre vestido de negro. Bajaron los escalones y se adelantaron hacia la plazoleta. Aún no había andado cuatro pasos y ya Morrel había reconocido al doctor de Avrigny en el hombre vestido de negro.

Al verlos dirigirse hacia donde él estaba, el joven retrocedió ma­quinalmente hasta que encontró el tronco de un sicómoro, detrás del cual se ocultó.

A los pocos momentos cesó el rumor que en la arena producían los pasos del procurador del rey y del doctor de Avrigny.

‑¡Ah!, querido doctor ‑dijo Villefort‑, el cielo se declara con­tra nuestra casa. ¡Qué muerte tan horrible! No tratéis de consolarme; ¡ay!, no hay consuelo para semejante desgracia; la llaga es demasiado viva y demasiado profunda, ¡muerta!, ¡muerta está!

Un sudor frío heló la frente del joven, cuyos dientes chocaron unos con otros. ¿Quién había muerto en aquella casa que el mismo Villefort maldecía?

‑Querido señor de Villefort ‑respondió el facultativo con un acento que aumentó el terror del joven‑, yo no os he conducido aquí para consolaros, al contrario.

‑¿Qué queréis decir? ‑preguntó el procurador del rey asom­brado.

‑Quiero decir que además de la desgracia que os acaba de suceder, hay otra aún más terrible quizá.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ‑murmuró Villefort cruzando las manos‑; ¿qué es lo que vais a decirme?

‑¿Estamos solos, amigo mío?

‑¡Oh!, sí, solos. Pero ¿qué significan todas esas precauciones?

‑Significan que tengo que haceros una confidencia ‑dijo el doc­tor‑; sentémonos.

Villefort cayó sobre el banco. El doctor permaneció en pie frente a él con una mano apoyada sobre un hombro.

Horrorizado, Morrel sostenía su frente con una mano, y con la otra contenía su corazón cuyos latidos temía que fuesen oídos.

« ¡Muerta! ¡Muerta! », repetía su pensamiento.

Y él mismo se sentía morir.

‑Decid, doctor; ya escucho ‑dijo Villefort‑, herid; a todo estoy preparado.

‑La señora de Saint‑Merán era sin duda de bastante edad, pero gozaba de una salud excelente.

Morrel respiró por primera vez después de diez minutos de agonía.

‑La pena la ha matado ‑dijo Villefort‑; ¡sí, el pesar, doctor! Aquella costumbre que tenía de vivir al lado del marqués hacía más de cuarenta años...

‑No, no es la pena, mi querido Villefort ‑dijo el doctor‑. El pesar puede matar, aunque son muy raros estos casos; pero no mata en un día, no mata en una hors, no mata en diez minutos.

Villefort no respondió nada, pero levantó la cabeza que hasta en­tonces había tenido inclinada y miró al doctor con asombro.

‑¿Estuvisteis junto a ella durante su agonía? ‑preguntó el señor de Avrigny.

‑Sin duda ‑respondió el procurador del rey‑; vos me dijisteis que no me alejase.

‑¿Habéis notado los síntomas del mal a que ha sucumbido la se­ñora de Saint‑Merán?

‑Desde luego, ha tenido tres accesos consecutivos, y cada vez más graves... Cuando vos llegasteis, hacía algunos minutos que apenas po­día respirar; entonces tuvo una crisis que yo tomé por un simple ata­que de nervios; pero no empecé a espantarme sino cuando la vi incor­porarse sobre el lecho, con los miembros y el cuello crispados. Enton­ces os miré, y en vuestro rostro conocí que la cosa era más grave de lo que yo pensaba. Pasada la crisis busqué vuestros ojos, ¡pero no los encontré!, le tomabais el pulso, contabais sus latidos, y empezó la se­gunda crisis, que fue más nerviosa, y sus labios se amorataron y se contrajo su boca. A la tercera expiró. Desde que vi el fin de la primera reconocí que era el tétanos: vos me confirmasteis en esta opinión.

‑Sí, delante de todo el mundo ‑repuso el doctor‑; pero ahora estamos solos.

‑¿Qué vais a decirme, Dios mío?

‑Que los síntomas del tétanos y del envenenamiento por sustan­cias vegetales son absolutamente los mismos.

El señor de Villefort se levantó, y después de un instante de inmo­vilidad y de silencio, volvió a caer sobre el banco.

‑¡Oh, Dios mío!, señor doctor ‑dijo‑‑, ¿os dais cuenta de lo que me estáis diciendo?

Morrel no sabía si soñaba o estaba despierto.

‑Escuchad ‑dijo el doctor‑, conozco la importancia de mi deda­ración y el carácter del hombre a quien se la hago.

‑¿Estáis hablando al amigo... o al magistrado? ‑preguntó Vi­llefort.

‑Al amigo, al amigo en este momento; la relación que existe entre los síntomas del tétanos y los síntomas del envenenamiento por las sustancias vegetales es tan parecida, que si fuera preciso firmarlo no vacilaría. Os repito, pues, no es al magistrado, sino al amigo, a quien advierto que tres cuartos de hora he estudiado la agonía, las convul­siones, la muerte de la señora de Saint‑Merán, y no solamente me atrevo a decir que ha muerto envenenada, sino que aseguraría qué veneno la ha matado.

‑¡Doctor, doctor!

‑Como habéis visto, todo ha sido una serie de soñolencias inte­rrumpidas por crisis nerviosas, excitaciones cerebrales... La señora de Saint‑Merán ha sucumbido a causa de una dosis violenta de brucina o de estricnina que le han administrado por casualidad o por error sin duda.

Villefort cogió una mano del doctor.

‑¡Oh, es imposible! ‑dijo‑, ¡yo sueño, Dios mío! ¿Estoy so­ñando! ¡Es muy cruel oír decir semejantes cosas a un hombre como vos! En nombre del cielo, os lo suplico, querido doctor, decidme que podéis equivocaros.

‑Sin duda, puede ser así..., pero...

‑¿Pero?

‑Yo no lo creo.

‑Doctor, apiadaos de mí; desde hace algunos días me están suce­diendo cosas tan inauditas, que creo que voy a volverme loco.

‑¿Ha visto alguien más que nosotros a la señora de Saint‑Merán?

‑No, nadie más.

‑¿Han ido a buscar a la botica alguna medicina que no fuese recetada por mí?

‑Ninguna.

‑¿Tenía enemigos la señora de Saint‑Merán?

‑Que yo sepa, no.

‑¿Tenía alguien interés en su muerte?

‑¡No, Dios mío, no! Mi hija es su única heredera... Valentina... ¡Oh!, si llegase a concebir tal pensamiento me daría de puñaladas para castigar a mi corazón por haber podido abrigarlo.

‑¡Oh! ‑exclamó a su vez el señor de Avrigny‑, querido amigo, no quiera Dios que yo pueda acusar a nadie: no hablo más que de un accidente, ¿comprendéis? ¡De un error! Pero accidente o error, el caso es que mi conciencia me remordía y necesitaba comunicaros lo que pasaba. Ahora es a vos a quien corresponde informaros.

‑¿A quién? ¿Cómo? ¿De qué?

‑Veamos. ¿No ha podido engañarse Barrois y haberle dado algu­na poción preparada para su amo?

‑¿Para mi padre?

‑Sí.

‑Pero ¿cómo podía envenenar a la señora de Saint‑Merán una po­ción preparada para mi padre? Le habría envenenado a él también.

‑No, señor, nada más sencillo; bien sabéis que en ciertas enfermedades los venenos son un remedio; la parálisis es una de éstas. Hará unos tres meses que, después de haber hecho todo cuanto podía para devolver el movimiento y la palabra al señor Noirtier, me decidí a intentar el último medio; hará unos tres meses, repito, le trato por la brucina; así, pues, en la última bebida que le mandé entraban seis centigramos, que no tienen acción sobre los órganos paralizados del señor Noirtier, y a los cuales se ha acostumbrado además por medio de dosis consecutivas; pero que son suficientes para matar a cualquier otro que no sea él.

‑Mi querido doctor, no hay ninguna comunicación entre el cuarto del señor Noirtier y el de la señora de Saint‑Merán, y Barrois nunca entraba en el de mi suegra. En fin, doctor, os diré que aunque sepa que sois el hombre más concienzudo, el más hábil, aunque siempre vuestras palabras sean para mí una antorcha que me guíe por la oscu­ridad, a pesar de todo, tengo necesidad de apoyarme en este axioma: errare humanum est.

‑Escuchad, Villefort ‑dijo el galeno‑; ¿hay alguno de mis cole­gas en quien tengáis tanta confianza como en mí?

‑¿Por qué me decís eso? ¿Adónde vais a parar?

‑Llamadle, le diré todo lo que he visto, lo que he notado, y hare­mos la autopsia.

‑¿Y encontraréis señales del veneno?

‑¡Veneno!, yo no he dicho eso; pero estudiaremos la exaspera­ción del sistema, reconoceremos la asfixia patente, incontestable, y os diremos: querido Villefort, si ha sido por descuido, vigilad a vuestros criados; si ha sido por odio, vigilad a vuestros enemigos.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que me proponéis, señor de Avri­gny? ‑respondió Villefort abatido‑; desde el momento en que otro que vos posea el secreto, será necesario un proceso, ¡y un proceso en el que yo esté interesado es imposible! Sin embargo, si queréis, si lo exigís, haré lo que decís. En efecto, tal vez deba yo seguir este asun­to; mi carácter me lo ordena. Pero, doctor, desde ahora me veis ate­rrado; ¡introducir en mi casa tal escándalo después de tantas desgra­cias! ¡Oh!, ¡mi mujer y mi hija morirían! Y yo, yo, doctor, bien lo sa­béis, no llega un hombre a ser lo que yo soy, no llega un hombre a ser procurador del rey veinticinco años sin haberse acarreado enemigos; los míos son numerosos... Esté acontecimiento los hará saltar de ale­gría, y a mí me cubrirá de oprobio; doctor, perdonadme estas ideas mundanas. Si fueseis sacerdote, no me atrevería a decíroslo; pero sois hombre, conocéis a los demás; doctor, doctor, no me habéis dicho nada, ¿no es verdad?

‑Querido señor de Villefort ‑respondió el doctor conmovido‑, mi primer deber es la humanidad. Yo habría salvado la vida a la se­ñora de Saint‑Merán si la ciencia hubiera podido hacerlo; pero una vez muerta, me consagro a los vivos. Sepultemos en lo más profundo de nuestros corazones este terrible secreto. Si los ojos de algunos llegan a sospechar, permitiré que la muerte se achaque a mi ignoran­cia; pero guardaré fielmente el secreto. Sin embargo, caballero, no dejéis de indagar, porque probablemente esto no quedará así... Y cuando hayáis descubierto al culpable, si llegáis a descubrirlo, yo seré el primero que os diga: « Sois magistrado, obrad como mejor os pa­rezca.»

‑¡Oh!, gracias, ¡gracias, doctor! ‑dijo Villefort con indescripti­ble alegría‑, jamás había tenido mejor amigo que vos.

Y como si hubiese temido que el doctor Avrigny se retractase de su determinación, se levantó y le condujo hacia su casa.

Los dos hombres se alejaron, y Morrel, que necesitaba respirar, sacó la cabeza del enramado, y la luna iluminó aquel rostro tan pálido, que más bien parecía el de un fantasma.

«Dios me proteja ‑dijo‑ ¡Pero Valentina! ¡Valentina!, ¡pobre amiga! ¿Resistirá tantos dolores?

Al decir estas palabras, miraba alternativamente a la ventana de cortinas encarnadas y a las tres de cortinas blancas.

La luz había desaparecido completamente de la ventana de corti­nas encarnadas. La señora de Villefort acababa sin duda de apagar la lámpara, y sólo la lamparilla era la que esparcía un reflejo débil, casi imperceptible.

Al extremo del edificio vio abrirse una de las ventanas de cortinas blancas. Una bujía, colocada sobre la chimenea, arrojó fuera del bal­c6n algunos rayos de su pálida luz, y una sombra se apoyó en la ba­laustrada.

Morrel se estremeció; parecíale haber oído un gemido.

No era extraño que aquella alma tan intrépida y fuerte, turbada ahora y exaltada por las dos pasiones humanas más fuertes, el amor y el miedo, se hubiese debilitado hasta el punto de sufrir exaltaciones supersticiosas.

Por más que resultaba imposible que la mirada de Valentina le dis­tinguiese, oculto como estaba, creyó oírse llamar por la sombra de la ventana, su espíritu turbado se lo decía, repitiéndoselo su corazón abrasado. Este doble error era para él una certidumbre, y por uno de esos incomprensibles impulsos juveniles salió de su escondite, y en dos saltos, a riesgo de ser visto, de asustar a Valentina, de alarmar a todos los de la casa con algún grito involuntario que pudiera proferir la joven, atravesó aquel parterre que la luna iluminaba en aquel instante de lleno, y habiendo llegado a la calle de naranjos que se extendía delante de la casa, divisó la escalinata, que subió rápidamente, y em­pujó la puerta, que se abrió sin resistencia.

Valentina no le había visto; sus ojos, levantados hasta el cielo, se­guían una nube de plata que se deslizaba sobre el azul, y cuya forma se asemejaba a la de una sombra que sube al cielo; su imaginación poética y exaltada le decía que era el alma de su madre.

Morrel había atravesado la antesala y llegó al pie de la escalera. Alfombras extendidas sobre los escalones apagaron sus pasos. Por otra parte, Morrel había llegado a un punto tal de exaltación, que la presencia de Villefort no le habría extrañado si éste hubiese aparecido ante sus ojos. Su resolución estaba tomada. Se acercaba a él y se lo confesaba todo, rogándole que le escuchase, y aprobase aquel amor que le unía a su hija... Morrel estaba loco.

Afortunadamente no vio a nadie.

Entonces fue cuando le sirvieron de mucho las descripciones que del interior de la casa le había hecho Valentina. Llegó sin accidente alguno al final de la escalera y cuando iba a buscar la habitación, un gemido, cuya expresión reconoció, le indicó el camino que debía se­guir. Se volvió. Una puerta entreabierta dejaba salir el reflejo de una luz y el sonido de la voz que antes había exhalado aquel gemido.

Abrió esta puerta y entró en la estancia.

Al fondo de una alcoba, bajo el sudario blanco que cubría su cabeza y dibujaba su forma, yacía la muerta, más espantosa a los ojos de Mo­rrel desde la revelación de aquel secreto del que la casualidad le había hecho poseedor.

Al lado de la cama, de rodillas, con la cabeza sepultada entre unos almohadones, Valentina, estremeciéndose a cada instante, a cada ge­mido, extendía sobre su cabeza, cuyo rostro no se distinguía, sus dos manos cruzadas y crispadas.

Se había separado del balcón, que había quedado abierto, y rezaba en voz alta con un acento que hubiera conmovido al corazón más in­sensible.

Las palabras se escapaban de sus labios rápidas, incoherentes, in­inteligibles.

La claridad de la luna, que penetraba por el balcón, hacía palidecer el resplandor de la bujía, y azulaba con sus fúnebres tintas este cuadro desolador.

Morrel no pudo resistir esta escena. No era hombre, en verdad, de una piedad ejemplar, no era fácil de conmover, pero ver llorar a Valentina y retorcerse los brazos, era más de lo que podía sufrir en silencio. Arrojó un suspiro, murmuró un nombre, y una cabeza anegada en lágrimas, una cabeza de Magdalena de Correggio se levantó volviéndose hacia él.

Valentina lo vio y no manifestó el menor asombro. No existen emo­ciones intermedias en un corazón ulcerado por una desesperación su­prema.

Morrel extendió la mano a su amiga. Valentina, por toda excusa de no haber acudido a la cita, le mostró el cadáver cubierto por el fúne­bre sudario, y volvió a sollozar.

Ni uno ni otro se atrevían a hablar en aquel cuarto. Los dos vacila­ban en romper aquel silencio que parecía ordenado por la muerte, que se hallaba en algún rincón, con el dedo índice puesto sobre los labios..

Al fin Valentina se atrevió a hablar.

- Si esta emoción hubiera debido recibir al momento su castigo‑, es que esa pobre abuela, al morir, dejó dispuesto que terminasen mi boda lo más pronto posible; ¡también ella, Dios mío! ¡Creyendo proteger­me, obraba contra mí!

‑¡Escuchad! ‑dijo Morrel.

Los dos jóvenes guardaron silencio.

Oyóse abrir una puerta y unos pesos resonaron en el corredor diri­giéndose a la escalera.

‑Es mi padre, que sale de su despacho ‑díjo Valentina.

‑Y que acompaña al doctor ‑añadió Morrel.

‑¿Cómo sabéis que es el doctor? ‑preguntó Valentina asombrada. ‑Lo supongo ‑dijo Morrel.

Valentina miró al joven.

Oyóse cerrar la puerta de la calle.

El señor de Villefort cerró con llave la del jardín y en seguida vol­vió a subir la escalera.

Cuando hubo llegado a la antesala, se detuvo un instante como si vacilase en entrar en el cuarto de la señora de Saint‑Merán. Morrel se escondió detrás de un biombo. Valentina no hizo el menor movi­miento. Hubiérase dicho que un dolor supremo la hacía superior.

‑Amigo ‑dijo‑, ¿cómo es que estáis aquí? ¡Ay!, yo os diría de buena gene bien venido seáis, si no fuera la muerte la que os ha abiertoo la puerta de esta casa.

‑Valentina ‑dijo Morrel con voz trémula y las manos cruzadas‑, yo esperaba desde las ocho y media. No os veía venir, me ínquieté, salté la cerca, penetré en el jardín, entonces unas votes que hablaban del fatal accidente

‑¿Qué voces? ‑preguntó Valentina.

Morrel se estremeció, porque toda la conversación del doctor y del El señor de Villefort siguió hacia su habitación. El señor de Villefort se representó en su imaginación, y creía ver a través del paño mortuorio aquellos brazos crispados, aquel cuerpo rígido, aquellos labios amoratados.

‑Las voces de vuestros criados me lo han revelado todo.

‑Pero venir hasta aquí era perdernos, amigo mío ‑dijo Valentina, sin espanto ni enojo.

‑Perdonadme ‑respondió Morrel con el mismo tono‑, voy a re­tirarme.

‑No ‑dijo Valentina‑, seríais visto, quedaos.

‑Pero si viniesen

La joven movió la cabeza con melancolía.

‑Nadie vendrá ‑dijo‑. Tranquilizaos, ésta es nuestra salvación.

Y le señaló el cadáver cubierto con el paño.

‑¿Pero qué ha sido del señor d'Epinay? Decidme, os lo suplico‑ replicó Morrel.

‑El señor Franz vino pare firmar el contrato en el momento en que mi abuela exhalaba el último suspiro.

‑¡Ah! ‑dijo Morrel con alegría egoísta, porque pensaba que aquella muerte retardaba indudablemente el matrimonio de Valentina.

‑Ahora ‑dijo Valentina‑, no hay más que una salida permitida y segura, y es la habitación de mi abuelo.

Y se levantó.

‑Venid ‑dijo.

‑¿Dónde? ‑preguntó Maximiliano.

‑A la habitación de mi abuelo.

‑¡Yo al cuarto del señor Noirtíer!

‑Sí.

‑¡Qué decís, Valentina!

‑Bien sé lo que digo, y hace tiempo que lo he pensado. No tengo más amigo que éste en el mundo y los dos necesitamos de él... Venid.

‑Cuidado, Valentina ‑dijo Morrel vacilando‑, cuidado, la ven­da ha caído de mis ojos. Al venir estaba demente. ¿Conserváis ínte­gra vuestra razón, querida amiga?

‑Sí ‑dijo Valentina‑, y no siento más que un escrúpulo, y es el dejar solos los restos de mi pobre abuela, que yo me encargué de velar.

‑Valentina ‑dijo Morrel‑, la muerte es sagrada.

‑Sí ‑respondió la joven‑. Pronto acabaremos, venid.

Valentina atravesó la estancia y bajó por una escalerilla que conducía a la habitación de Noirtier. Morrel la seguía de puntillas. Cuando llegaron a la meseta en que estaba la puerta, encontraron al antiguo criado.

‑Barrois ‑dijo Valentina‑, cerrad la puerta y no dejéis entrar a nadie.

Valentina pasó primero.

Noirtier, sentado aún en su sillón, atento al menor ruido, informa­do por su criado de todo lo que sucedía, clavaba ansiosas miradas en la puerta del cuarto. Vio a Valentina y sus ojos brillaron.

Había en el andar y en la actitud de la joven cierta gravedad solem­ne que admiró al anciano. Así, pues, sus brillantes ojos interrogaron vivamente a la joven.

‑Escúchame bien, abuelito ‑le dijo‑, ya sabes que mi buena mamá Saint‑Merán ha muerto hace una hora, y que ya, excepto a ti, no tengo a nadie que me ame en el mundo.

Una expresión de infinita ternura brilló en los ojos del señor Noir­tier.

‑¡A ti sólo, pues, debo confesar mis pesares o mis esperanzas!

El paralítico respondió que sí.

Valentina fue a buscar a Maximiliano y le tomó una mano.

‑Entonces ‑dijo Valentina‑, mirad a este caballero.

El anciano fijó en Morrel sus ojos escudriñadores y ligeramente asombrados.

‑Es el señor Maximiliano Morrel ‑dijo ella‑, hijo de ese hon­rado comerciante de Marsella, de quien sin duda habréis oído hablar.

‑Sí ‑respondió el anciano.

‑Es un nombre que Maximiliano hará sin duda glorioso, pues a los veintiocho años es capitán de spahis y oficial de la Legión de Ho­nor.

El anciano hizo señas de que se acordaba.

‑¡Y bien!, abuelito ‑dijo Valentina hincándose de rodillas de­lante del anciano, y mostrándole a Maximiliano con una mano‑, le amo, y no seré de nadie sino de él. Si me obligan a casarme con otro, me moriré o me mataré.

Sus ojos de paralítico expresaban un sinfín de pensamientos tumul­tuosos.

‑Tú aprecias al señor Maximiliano Morrel, ¿no es verdad, abue­lo? ‑preguntó la joven.

‑Sí ‑respondió el anciano.

‑¿Y quieres protegernos a nosotros, que también somos tus hijos, contra la voluntad de mi padre?

Noirtier fijó su inteligente mirada en Morrel, como diciéndole: ‑Depende.

Maximiliano comprendió.

‑Señorita ‑dijo‑, vos tenéis que cumplir con un deber sagrado en el cuarto de vuestra abuela; ¿queréis permitirme que tenga el ho­nor de hablar un momento con el señor Noirtier?

‑Sí, sí, eso es ‑expresó el anciano, y después miró a Valentina con inquietud.

‑¿Cómo hará para comprenderte, quieres decir, abuelo?

‑Sí.

‑¡Oh!, tranquilízate. Hemos hablado tan a menudo de ti, que co­noce bien la forma en que nos entendemos.

Y volviéndose a Maximiliano con una adorable sonrisa, aunque ve­lada por una tristeza profunda, dijo:

‑Sabe todo lo que yo sé.

Valentina se levantó, acercó una silla para Morrel, recomendó a Barrois que no dejase entrar a nadie, y después de haber abrazado tiernamente a su abuelo, y haberse despedido con tristeza de Morrel, salió.

Entonces éste, para probar a Noirtier que poseía la confianza de Valentina, y sabía todos sus secretos, tomó el diccionario, la pluma y el papel, y todo lo colocó sobre una mesa donde había una lámpara.

‑En primer lugar ‑dijo Morrel‑, permitidme que os cuente quién soy yo, cómo amo a Valentina, y cuáles son mis intenciones res­pecto a esto último.

‑Escucho ‑dijo Noirtier.

Era un espectáculo imponente el ver a este anciano, inútil en apa­riencia, y que era el único protector, el único apoyo, el único juez de los dos amantes jóvenes, hermosos, fuertes y que empezaban a cono­cer el mundo.

Su fisonomía, que expresaba una nobleza y una austeridad nota­bles, impresionaba en extremo a Morrel, que empezó a contar su his­toria temblando.

Entonces refirió cómo había conocido y amado a Valentina, y cómo ésta, en su aislamiento y en su desgracia, había acogido su cariño.

Le habló de su nacimiento, de su posición, de su fortuna y más de una vez, al interrogar la mirada del paralítico, vio que ésta le res­pondía:

‑Está bien, continuad.

‑Ahora ‑dijo Morrel así que hubo acabado la primera parte de su historia‑, ahora que os he contado también mi amor y mis espe­ranzas, ¿debo contaros mis proyectos?

‑Sí.

‑¡Pues bien! Escuchad lo que habíamos decidido.

Y entonces manifestó a Noirtier que un cabriolé esperaba en la huerta, que pensaba raptar a Valentina, llevarla a la casa de su her­mana, casarse, y esperar respetuosamente el perdón del señor de Vi­llefort.

‑No ‑dijo Noirtier.

‑¿No? ‑repuso Morrel‑, ¿no debemos obrar así?

‑No.

‑¿De modo que este proyecto no tiene vuestro consentimiento?

‑No.

‑¡Pues bien!, hay otro medio‑ dijo Morrel.

La mirada interrogadora del anciano preguntó: “¿Cuál?”

‑Buscaré ‑continuó Maximiliano‑ al señor Franz d'Epinay, me alegro de poderos decir esto en ausencia de la señorita de Villefort, y me conduciré de modo que no tenga más remedio que acceder a mis proposiciones.

La mirada de Noirtier siguió interrogándole.

‑¿Queréis que os diga lo que pienso hacer?

‑Sí.

‑Escuchad. Le buscaré, como os decía, le diré los lazos que me unen a la señorita de Villefort. Si es un hombre delicado, probará su delicadeza renunciando a la mano de su prometida, y desde entonces puede contar hasta la muerte con mi amistad y mi cariño. Si rehúsa, ya porque le obligue su interés personal, o porque un ridículo orgullo le haga persistir, después de probarle que Valentina me ama y no pue­de amar a ningún otro más que a mí, me batiré con él, dándole las ventajas que quiera, y le mataré o él me matará. Si yo le mato, no se c


Date: 2015-12-17; view: 432


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