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Capítulo sexto

El baile

El verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del señor de Morcef.

Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.

En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; suce­díanse los valses a los galopes, mientras numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz penetraban en el jardín a través de las persianas.

En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los que la dueña de la casa, tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno, había dado orden de disponer la mesa para la cena.

Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga tienda de cutí que se había erigido en una verdadera ala­meda. Aquel hermoso cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito en favor de la tienda y de la alameda.

Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se acostumbra en Italia, y estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se hace en todos los países donde se comprende un poco este lujo de mesa, el más raro de todos cuando se le quiere completo.

Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas órdenes, empezaban éstos a llenarse de convidados atraí­dos más por la encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que por la posición distinguida del conde; porque todos estaban se­guros de antemano de que aquella fiesta ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.

La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían inspirado profundas inquietudes, vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef, cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del señor de Villefort. Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las portezuelas entablaron el siguiente diálogo:

‑Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? ‑preguntó el procurador del rey.

‑No ‑respondió la señora Danglars‑, me encuentro aún muy afectada.

‑Hacéis mal ‑repuso Villefort con una mirada significativa‑, sería importante que os viesen en ella.

‑¡Ah! ¿Lo creéis así? ‑preguntó la baronesa.

‑Sí.

‑En tal caso, iré.

‑¿Qué queréis decir?

‑Quiero decir que esto marcha muy bien ‑repuso el vizconde riendo‑, y que ya me han preguntado diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde... !, ya le daré mi parabién.



‑¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?

‑¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, se­ñora; tendremos aquí esta noche al hombre de moda, somos de sus privilegiados.

‑¿Estabais ayer en la ópera?

‑No.

‑Pues él estaba.

‑Sí..., el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.

‑¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en «El Diablo enamorado»; la princesa griega estaba deslumbrante. Después de la Cachucha, ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la encantadora bailarina, que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo. ¿Y vendrá también su princesa griega?

‑No, no vendrá; su posición en casa del conde no se conoce aún a punto fijo.

‑Mirad, dejadme; id a saludar a la señora de Villefort ‑dijo la baronesa‑; veo que está deseando hablaros.

Alberto saludó a la señora de Danglars, se dirigió a la de Villefort, que abrió la boca a medida que se acercaba.

‑Apostaría ‑dijo Alberto interrumpiéndola‑ a que sé lo que me vais a preguntar.

‑Me parece que no ‑dijo la señora de Villefort.

‑¿Me lo confesaréis si lo adivino?

‑Sí.

‑¿Palabra de honor?

‑Palabra de honor.

‑Ibais a preguntarme si había entrado el conde de Montecristo, o si vendría.

‑No era eso. No me ocupo de él en este momento. Os iba a pre­guntar si habíais recibido noticias del señor Franz.

‑Sí, ayer.

‑¿Qué os decía?

‑Que salía para París al mismo tiempo que su carta.

‑Decidme, pues, ahora, ¿y el conde?

‑El conde vendrá, tranquilizaos.

¿Sabéis que tiene otro nombre, además de Montecristo?

‑Lo ignoraba.

‑Montecristo es un nombre de isla, y él tiene un nombre de fa­milia.

‑No lo he oído pronunciar.

‑¡Pues bien! Yo estoy más enterada que vos; se llama Zaccone.

‑Es posible.

‑Es maltés.

‑Muy posible también.

‑Hijo de un armador.

‑¡Oh!, os aseguro que debíais referir esas cosas en voz alta, ten­dríais el éxito más feliz.

‑Ha servido en la India, explota en la Tesalia una mina de plata, y viene a París para abrir en Auteuil un establecimiento de aguas minerales.

‑¡Bien!, enhorabuena ‑dijo Morcef‑, buenas noticias; ¿me per­mitís que las repita por ahí?

‑Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que yo os las he con­tado.

‑¿Por qué?

‑Porque es un secreto.

‑¿De quién?

‑De la policía.

‑Entonces esas noticias corrían...

‑Ayer noche, en casa del prefecto. Todo París se había conmo­vido, como sabéis, a la vista de ese lujo inusitado, y la policía obtuvo informes...

‑¡Bien...!, sólo les falta prender al conde como un vagabundo, so pretexto de que es demasiado rico.

‑A fe mía, os aseguro que eso le habría podido suceder, si los in­formes no hubieran sido tan favorables.

‑¡Pobre conde! ¿Y sospecha el peligro que ha corrido?

‑Creo que no.

‑Entonces es una obra de caridad advertírselo. En cuanto llegue, no dejaré de hacerlo.

En este momento, un gallardo joven de ojos negros y vivos, de cabellos negros, de negro y lustroso bigote, fue a saludar respetuosa­mente a la señora de Villefort. Alberto le estrechó una mano.

‑Señora ‑dijo Alberto‑, tengo el honor de presentaros al señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis, uno de nuestros mejores y más distinguidos oficiales.

‑Ya he tenido el gusto de encontrar a este caballero en Auteuil en casa del conde de Montecristo ‑respondió la señora de Villefort, volviéndose con marcada frialdad.

Esta respuesta, y sobre todo, el tono con que fue pronunciada, dejaron helado a Morrel; pero le estaba preparada una compensa­áón; al volverse vio en el quicio de la puerta un hermoso y blanco rostro, cuyos ojos azules, dilatados y sin expresión aparente, se fija­ban en él mientras el ramillete de jazmines subía lentamente a sus labios.

Fue tan bien comprendido este saludo, que Morrel, con la misma expresión de mirada, acercó a su vez su pañuelo a la boca, y las dos estatuas vivas, cuyo corazón latía con tanta violencia bajo el már­mol de su rostro, separadas por toda la longitud de la sala, se olvi­daron un instante o más bien olvidaron el mundo en aquella muda contemplación.

Habrían podido permanecer más tiempo de este modo, perdidas una en otra, sin que nadie notase su olvido de cuanto los rodeaba, pues... el conde de Montecristo acababa de entrar.

Como hemos dicho anteriormente, el conde, fuese prestigio ficti­cio, fuese prestigio natural, llamaba la atención en todas partes donde se hallaba; no era su frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón, de cuyo botín salía un pie de la forma más delicada, los que llamaban la atención; eran, sí, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados lige­ramente, su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin, su boca dibujada con una delicadeza maravillosa, y que sabía tomar tan fácilmente la expresión del mayor desdén, lo que hacía fijar en él todas las miradas.

Podía haber hombres más apuestos; pero seguramente no los habría más significativos (permítasenos esta expresión); todo en el conde quería decir algo y tenía su valor; porque la costumbre del pensa­miento útil había dado a sus facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una flexibilidad y una firmeza incom­parables.

Y además, el mundo parisiense es tan raro, que no hubiera dado a esto ninguna importancia, si no hubiese habido debajo de todo ello una historia dorada por una inmensa fortuna.

Finalmente, el conde se adelantó bajo el peso de las miradas y a través de los saludos, hasta la señora de Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le había visto en un espejo que estaba frente de la puerta y se preparó a recibirle.

Volvióse hacia él con una sonrisa encantadora, y en el momento en que se inclinaba delante de ella.

Sin duda creyó que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte creyó que iba a dirigirle la palabra; pero ambos permanecieron mudos, y después de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo se dirigió hacia Alberto, que corría hacia él con la mano abierta.

‑¿Habéis visto a mi madre? ‑preguntó Alberto.

‑Acabo de tener el honor de saludarla ‑dijo el conde‑, pero no he visto a vuestro padre.

‑Vedle, allí está hablando, en aquel grupo de grandes celebri­dades.

‑¡Ah! ‑dijo Montecristo‑, ¿aquellos señores que hay allí son celebridades? No sabía nada. ¿Y de qué género? Hay celebridades de toda especie, como sabéis.

‑Allí tenéis primeramente un gran sabio, aquel señor alto y flaco; ha descubierto en la campiña de Roma una especie de lagarto que tiene una vértebra más que los otros, y ha venido a participar este descubrimiento al Instituto. Al principio hubo sus disputas. La vér­tebra causó mucha sensación en el mundo erudito; el señor alto y flaco no era más que caballero de la Legión de Honor y le nombraron oficial.

‑¡Enhorabuena! ‑dijo Montecristo‑, esa es una cruz perfec­tamente merecida; entonces, si encuentra una segunda vértebra ¿le harán comendador?

‑Es probable ‑dijo Morcef.

‑¿Y aquel otro que ha tenido la feliz ocurrencia de ponerse un frac azul bordado de verde, quién podrá ser?

‑La ocurrencia no fue de él, sino de la República, la cual, como sabéis, era tan poco artista que, queriendo dar un uniforme a los aca­démicos, suplicó a David que les dibujase un traje.

‑¡Ah, ya! ‑dijo Montecristo‑. ¿Conque ese caballero es un académico?

‑Hace ocho días que forma parte de la docta corporación.

‑¿Y cuál es su mérito, su especialidad?

‑¿Su especialidad? Yo creo que introduce alfileres en la cabeza de los conejos, que hace comer rubia a las gallinas y yo no sé cuántos otros méritos.

‑¿Y por eso ha de pertenecer a la Academia de Ciencias?

‑No, a la Academia Francesa.. .

‑Pero ¿qué tiene que ver con eso la Academia Francesa?

‑Voy a deciros, parece...

‑Que sus experimentos han fomentado sin duda el progreso de la ciencia.

‑No, pero escribe en muy buen estilo.

‑¡Oh! ‑dijo Montecristo‑, eso debe lisonjear soberanamente

el amor propio de los conejos en cuyas cabezas introduce alfileres, a las gallinas cuyos huevos tiñe de encarnado, y, etc...

Alberto soltó una carcajada.

‑¿Y aquel otro? ‑inquirió el conde.

‑¿Aquel otro?

‑Sí, el tercero.

‑¡Ah!, el del frac azul.

‑Eso es.

‑Ese es un colega del conde, el que tan encarnizadamente se opuso a que la cámara de los Pares tenga uniforme; ha tenido un gran éxito de tribuna respecto a este punto: se dice que le van a nombrar em­bajador.

‑¿Y cuáles son sus méritos?

‑Ha escrito dos o tres óperas bufas; ha adquirido cuatro o cinco acciones en el Siècle, y ha votado cinco o seis veces con el ministerio.

‑¡Bravo!, vizconde ‑dijo Montecristo riendo‑, sois un cice­rone encantador: ahora me haréis un favor, ¿no es cierto?

‑¿Cuál?

‑No me presentaréis a esos señores, y si os lo piden, me avi­saréis.

En este momento el vizconde sintió que alguien apoyaba la mano en su brazo, se volvió y vio a Danglars.

‑¡Ah! ¡Sois vos, barón! ‑dijo.

‑¿Por qué me llamáis barón? ‑dijo Danglars‑; bien sabéis que no use mi título. No soy como vos, vizconde, vos lo usáis, ¿no es verdad?

‑Desde luego ‑respondió Alberto‑, porque si no fuese viz­conde no sería nada, mientras que vos, aunque sacrifiquéis vuestro título de barón, siempre quedaréis millonario.

‑Ese título me parece el más hermoso, en estos tiempos por lo menos ‑dijo Danglars.

‑Por desgracia ‑dijo Montecristo‑ no dura tanto ese título como el de barón, el de par de Francia o el de académico; díganlo si no los millonarios de Franck y Polmaun, de Francfort, que acaban de quebrar.

‑¿Cómo? ‑dijo Danglars palideciendo.

‑Esta tarde he recibido la noticia; yo tendría aproximadamente un millón en su casa; pero, habiendo sido avisado a tiempo, exigí el reembolso hará un mes.

‑¡Ah! ¡Dios mío! ‑dijo Danglars‑, por lo menos me hacen perder doscientos mil francos.

‑Pero ya estáis avisado, su firma vale un cinco por ciento.

‑Sí, pero avisado demasiado tarde ‑dijo Danglars‑, he hecho honor a su firma.

‑¡Bueno! ‑dijo Montecristo‑, juntando esos doscientos mi] francos con...

‑¡Chist!, ¡silencio! ‑dijo Danglars‑, no habléis de esas cosas ‑y acercándose a Montecristo...‑, sobre todo delante de Caval­canti hijo ‑añadió el banquero, que al pronunciar estas palabras se volvió sonriendo hacia el joven.

Morcef se separó del conde para ir a hablar con su madre.

Danglars le dejó también para ir a saludar a Cavalcanti hijo.

Montecristo se quedó solo un instante.

El calor era excesivo. Los criados circulaban por los salones con bandejas cargadas de dulces, frutas y helados.

Montecristo se enjugó con su pañuelo el rostro bañado en sudor; pero se retiró cuando el criado le presentó una bandeja y no tomó nada para refrescarse.

La señora de Morcef no perdía de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja sin que tomase nada de ella; también observó el movi­miento que hizo cuando el criado le presentó la bandeja.

‑Alberto ‑dijo‑, ¿no habéis reparado en una cosa?

‑¿Qué es ello, madre mía?

‑Que el conde no acepta la comida en casa del señor de Morcef.

‑Sí, pero aceptó el almuerzo en mi casa, puesto que por ese al­muerzo hizo su entrada en el mundo.

‑Vuestra casa no es la del conde ‑murmuró Mercedes‑, y desde que está aquí, no le pierdo de vista.

‑¿Y qué?

‑Que no ha tomado nada.

‑El conde es muy sobrio.

Mercedes se sonrió tristemente.

‑Acercaos a él, y a la primera bandeja que pase, insistid.

‑¿Por qué motivo, madre mía?

‑Hacedme ese favor, Alberto ‑dijo Mercedes.

Alberto besó la mano de su madre y fue a colocarse junto al conde.

Pasó otra bandeja cargada como las precedentes: Alberto insistió aún, tomó un helado y se lo presentó, pero rehusó obstinadamente.

Alberto volvió al lado de su madre; la condesa estaba muy pálida.

‑¡Y bien! ‑dijo‑, ya veis como no ha querido tomar nada.

‑Sí, ¿pero por qué os preocupa esto tanto?

‑Bien lo sabéis, Alberto; las mujeres somos muy singulares. Hu­biera visto con placer tomar al conde algo en mi casa, aunque no fuese más que un grano de granada. Quizá no esté al corriente de

las costumbres francesas, tal vez tiene preferencia por alguna cosa.

‑¡Oh!, no, no, yo le he visto en Italia comer de todo; sin duda está indispuesto esta noche.

‑¡Oh!, tal vez ‑dijo la condesa‑, como ha habitado siempre climas ardientes, es menos sensible que cualquier otro al calor.

‑No lo creo así, porque se quejaba de que se ahogaba de calor, y preguntaba por qué no han abierto las celosías, puesto que han abierto las ventanas.

‑En efecto ‑dijo Mercedes‑, ése es un medio de asegurarme si esa abstinencia es algo premeditado o no.

Y salió del salón.

Un instante después, las persianas se abrieron y a través de los jazmines que rodeaban las ventanas, pudo verse todo el jardín ilu­minado con linternas, y la cena servida debajo de una tienda.

Los bailadores y los jugadores lanzaron un grito de alegría; todos aquellos pulmones medio sofocados aspiraban con delicia el aire que entraba en abundancia.

Al momento volvió a entrar Mercedes más pálida que había salido, pero con la seriedad que era de notar en ella en ciertas circunstan­cias. Se dirigió al grupo en medio del cual se hallaba su marido.

‑No encadenéis a estos señores, señor conde ‑dijo‑; preferirán tal vez respirar el aire del jardín a ahogarse aquí.

‑¡Ah!, señora ‑dijo un viejo general muy galante‑, no creo que iremos solos al jardín.

‑Bien‑dijo Mercedes‑, yo voy a daros el ejemplo.

Y dirigiéndose a Montecristo:

‑Señor conde ‑‑dijo‑, hacedme el honor de ofrecerme vuestro brazo.

El conde vaciló al oír estas sencillas palabras; después miró a Mer­cedes un momento, rápido como el relámpago, y sin embargo, este momento fue un siglo para la condesa, tantos pensamientos refle­jaba aquella mirada.

Ofreció su brazo a la condesa; ella apoyó ligeramente en él su pequeña mano, y los dos bajaron una de las escaleras limitada a un lado y a otro por heliotropos y camelias.

Detrás de ellos y por otra escalera, se lanzaron al jardín, con es­trepitosas exclamaciones de alegría, unos veinte convidados.

La señora de Morcef entró con su compañero debajo de una bóveda de follaje; era un paseo de tilos en dirección a un invernadero.

‑Hacía mucho calor en el salón, ¿no es verdad, señor conde? ‑dijo.

‑Sí, señora, y vuestra idea de abrir las puertas y las ventanas ha sido excelente.

Al decir estas palabras, el conde notó que la mano de Mercedes temblaba.

‑Pero vos ‑dijo‑, con ere vestido tan ligero y con el cuello al aire, tendréis frío, sin duda.

‑¿Sabéis adónde os llevo? ‑dijo la condesa, sin responder a la pregunta de Montecristo.

‑No, señora ‑dijo éste‑, pero ya veis que no hago ninguna resistencia.

‑Al invernadero, que está al final del paseo que seguimos.

El conde miró a Mercedes como para interrogarla; pero ella siguió su camino sin decir nada, y Montecristo permaneció callado. Llegaron al lugar indicado, lleno de flores y frutas magníficas, que desde el principio de julio, llegaban a su madurez bajo aquella temperatura calculada siempre para reemplazar el calor del sol. La condesa soltó el brazo de Montecristo y fue a coger de una parra un racimo de uva moscatel.

‑Tomad, señor conde ‑dijo con una triste sonrisa, tan triste que casi asomaron dos lágrimas a sus párpados‑; tomad, ya sé que nuestros racimos de Francia no son comparables a los de Sicilia o a los de Chipre, más espero que seréis indulgente con nuestro pobre sol del Norte.

El conde se inclinó y dio un paso atrás.

‑¿Me despreciáis? ‑dijo Mercedes con voz temblorosa.

‑Señora ‑dijo Montecristo‑, os suplico que me disculpéis, pero no como nunca moscatel.

Mercedes dejó caer el racimo, suspirando. Un precioso albaricoque colgaba de un árbol próximo, calentado lo mismo que la parra, por aquel calor artificial del invernadero. Mercedes se acercó a la fruta y la cogió.

‑Tomad entonces ere albaricoque ‑dijo.

Pero el conde hizo el mismo ademán negativo.

‑¡Oh!, ¡tampoco! ‑dijo con un acento tan doloroso que evidentemente ahogaba un gemido‑; en verdad tengo desgracia.

Un largo silencio siguió a esta escena; el albaricoque, lo mismo que el racimo de uvas, rodó por la arena.

‑Señor conde ‑repuso Mercedes mirando a Montecristo con ojos suplicantes‑, hay una tierna costumbre árabe que hace eternamente amigos a los que han comido el pan y la sal juntos bajo el mismo techo.

‑Lo sé, señora ‑respondió el conde‑; pero estamos en Francia y no en Arabia, y en Francis ni se parten el pan y la sal, ni hay amistades eternas.

‑Pero, en fin ‑dijo la condesa, palpitante, y con los ojos fijos en el conde de Montecristo, cuyo brazo estrechó convulsivamente Pntre sus manor‑; somos amigos, ¿no es verdad?

Toda la sangre se agolpó al corazón del conde, que se quedó pálido como la muerte, subiendo después del corazón a la garganta, invadió sus mejillas y sus ojos se abrieron desorbitadamente durante algunos

‑Claro que somos amigos, señora ‑replicó‑; ¿por qué no habíamos de serlo?

Este tono estaba tan lejos de ser el que deseaba la señora de Morcef que se volvió para dejar escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.

‑Gracias ‑dijo.

Y empezó a andar.

Dieron una vuelta al jardín sin pronunciar una palabra.

‑Caballero ‑exclamó de repente la condesa después de diez mi­nutos de paseo silencioso‑, ¿es verdad que habéis visto y viajado tanto, que tanto habéis sufrido?

‑Es verdad, señora, he sufrido mucho ‑respondió Montecristo.

‑¿Sois feliz ahora?

‑Sin duda ‑respondió el conde‑, puesto que nadie me oye quejarme.

‑¿Y os dulcifica el alma vuestra felicidad presente?

‑Mi felicidad presente iguala a mi miseria pasada ‑dijo el conde.

‑¿No estáis casado? ‑inquirió la condesa.

‑¡Yo casado! ‑respondió Montecristo estremeciéndose‑, ¿quién ha podido deciros tal cola?

No me lo han dicho, pero muchas veces os han visto conducir a la ópera a una hermosísima joven.

‑Es una esclava que he comprado en Constantinopla, señora; una hija de príncipe a quien miro mmo hija mía, porque no me liga al mundo ningún otro vínculo.

‑¿De modo que vivís solo?

‑Solo.

‑¿No tenéis hermana..., hijo..., padre?

‑No tengo a nadie en el mundo.

‑¿Cómo podéis vivir así, sin nada que os haga apreciar la vida?

‑No es culpa mía, señora. En Malta amé a una joven; estaba a punto de casarme cuando vino la guerra, y me arrastró lejos de ella como un torbellino. Yo había creído que me amaría bastante para esperarme, para serme fiel aun después de la muerte. Cuando volví, estaba casada. Esta es la historia de todo hombre que ha pasado por la edad de veinte años. Quizá tenía yo el corazón más débil que otro cualquiera, y he sufrido más que otros en mi lugar.

La condesa se detuvo un momento, como si hubiese tenido nece­sidad de ello para respirar.

‑Sí ‑dijo‑, y os ha quedado en el corazón ese amor..., no se ama verdaderamente más que una vez..., ¿y habéis vuelto a ver a esa mujer?

‑Nunca.

‑¡Nunca!

‑No he vuelto al país donde ella vivía.

‑¿A Malta?

‑Sí, a Malta.

‑¿De modo que está en Malta?

‑Creo que sí.

‑¿Y le habéis perdonado lo que os ha hecho sufrir?

‑A ella sí.

‑Pero a ella solamente; ¿seguís odiando a los que os alejaron de su lado?

‑Yo no: ¿por qué había de odiarlos?

La condesa se colocó frente a Montecristo y volvió a ofrecerle otro racimo de uvas.

‑Tomad ‑dijo.

‑No como nunca moscatel, señora ‑respondió Montecristo, como si fuera la primera vez que la condesa le hacía aquel ofreci­miento.

La condesa arrojó las uvas contra la arena con un ademán lleno de desesperación.

‑¡Sois inflexible! ‑murmuró.

Montecristo permaneció tan impasible como si aquella queja no hubiera sido dirigida a él.

En este momento Alberto corría hacia ellos.

‑¡Oh!, ¡madre mía! ‑dijo‑, una gran desgracia.

‑¿Qué ha sucedido? ‑preguntó la condesa como si después de un sueño se despertase y conociese la realidad‑; ¡una desgracia!, en efecto, ¡muchas desgracias deben suceder!

‑Está aquí el señor de Villefort.

‑¿Y bien?

‑Viene a buscar a su mujer y a su hija.

‑¿Por qué?

‑Porque la señora marquesa de Saint‑Merán ha llegado a París,

ha traído la noticia de que el señor de Saint‑Merán ha muerto al salir de Marsella, en la primera parada. La señora de Villefort, que estaba muy alegre, no quería comprender ni dar crédito a aquella desgracia, aunque su padre tomó algunas precauciones, todo lo adi­vinó; este golpe la aterró como si la hubiese herido un rayo, y cayó desmayada.

‑Y el señor de Saint‑Merán, ¿qué es de la señorita de Villefort? ‑preguntó el conde.

‑Su abuelo materno. Venía para acelerar el casamiento de Franz y de su nieta.

‑¡Ah!, ya...

‑He aquí aplazada la boda. ¡Qué lástima que el señor de Saint­Merán no fuese también abuelo de la señorita Danglars!

‑¡Alberto! ¡Alberto! ‑dijo la señora de Morcef con un tono de dulce reproche‑, ¿qué decís? ¡Ah!, señor conde, vos, a quien él tiene tanta consideración, decidle que eso está mal.

Y dio unos pasos hacia adelante.

Montecristo la miró de un modo tan extraño y con una expresión tan pensativa y llena de una admiración tan afectuosa, que Mercedes se volvió.

Cogióle entonces una mano mientras estrechaba la de su hijo, y mirándole exclamó:

‑Somos amigos, ¿no es verdad?

‑¡Oh!, vuestro amigo, señora; no aspiro a tanto; pero, en todo caso, soy vuestro más respetuoso servidor.

La condesa se separó de ellos con el corazón tan lastimado y tan conmovido, que antes de haber andado diez pasos, el conde la vio acercarse su pañuelo a los ojos.

‑¿Cómo? ¿Os habéis disgustado con mi madre? ‑preguntó Al­berto asombrado.

El conde respondió:

‑Al contrario, puesto que acaba de decirme delante de vos que éramos amigos.

Y volvieron al salón, del cual acababan de salir Valentina y el señor y la señora de Villefort.

Excusado es decir que Morrel salió detrás de ellos.

En efecto, tal como había dicho Alberto, acababa de desarrollarse en la casa de Villefort una lúgubre escena.

Después de la partida de las dos mujeres para el baile, adonde por más que insistió la señora de Villefort, no pudo hacer que su marido la acompañase, el procurador del rey se había encerrado, como acostumbraba, en su despacho, adornado de estantes de libros que hubieran espantado a cualquier otro, pero que en sus tiempos apenas bastaban a satisfacer su apetito de hombre estudioso.

Pero esta vez los libros eran inútiles, pues Villefort no se encerraba para estudiar, sino para reflexionar; y una vez cerrada la puerta y dada la orden de que no le incomodasen sino para asuntos de im­portancia, se sentó en un sillón y empezó a repasar otra vez en su memoria todo lo que, después de siete a ocho días, hacía derramarse la copa de sus sombríos pesares y de sus amargos recuerdos.

Entonces, en vez de atacar a los libros amontonados en derredor suyo, abrió un cajón de su bufete, tocó un resorte y sacó una infi­nidad de cuadernos con sus notas personales, manuscritos preciosos, entre los cuales había clasificado y anotado con cifras, conocidas de él solo, los nombres de todos los que en su carrera política, en sus asuntos de intereses, en sus persecuciones o en sus misteriosos amores se habían hecho enemigos suyos.

El número era formidable, y, sin embargo, todos aquellos hombres, por poderosos y terribles que fuesen, le habían hecho sonreírse más de una vez, como se sonríe el viajero que desde la elevada cumbre de la montaña mira a sus pies los agudos picachos, los caminos im­practicables y los bordes de los precipicios, junto a los cuales ha te­nido que caminar largo tiempo para llegar a ella.

Cuando hubo repasado en su memorial todos estos nombres, cuando los hubo leído y vuelto a leer, estudiado y comentado, movió la ca­beza a un lado y a otro.

‑No ‑murmuró‑, ninguno de estos enemigos hubiera esperado con paciencia hasta este día para aniquilarme con su secreto. Algunas veces, como dice Hamlet, el ruido de las cosas más fuertemente es­condidas sale de la tierra, y, como los fuegos fosforescentes, corren por el aire; pero son llamas que iluminan un instante. La historia habrá sido contada por el corso a algún sacerdote, que la habrá propalado a su vez. El señor de Montecristo la habrá sabido, y para enterarse...

‑¿Y para qué quería enterarse? ‑prosiguió el procurador del rey después de un instante de reflexión‑; ¿qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor Zaccone, hijo de un naviero de Malta, explotador de una mina de plata en Tesalia, que viene a Francia por primera vez, en saber un hecho sombrío, misterioso a inútil para él? De los informes incoherentes que me han proporcionado el abate Busoni y lord Wilmore, aquél amigo y éste enemigo, una sola cosa resulta a mis ojos clara, precisa, patente, y es que en ningún tiempo, en ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor punto de contacto entre él y yo.

Sin embargo, Villefort decía estas palabras sin creer él mismo lo que decía. Lo más terrible para él no era la revelación, porque podía negar o responder; le inquietaba poco aquel Mané, Thecel, Pharés, que aparecía de repente en letras de sangre en la pared; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo a que pertenecía la mano que los había trazado.

En el momento en que trataba de calmarse, y en que en lugar de aquel porvenir político que había visto algunas veces en sus sueños de ambición, se proponía un porvenir limitado al hogar doméstico, el ruido de un carruaje resonó en el patio; después oyó en la escalera los pasos de una persona de edad, y después gemidos y ayes que tan bien saben fingir los criados cuando quieren aparentar que participan del dolor de sus amos.

Apresuróse a descorrer el cerrojo de su despacho, y al poco rato, sin anunciarse, una señora anciana entró en el mismo con su chal en el brazo y su sombrero en la mano. Sus cabellos canos descubrían una frente mate como el amarillento marfil, y sus ojos, cuyos ángulos había surcado de arrugas la edad, desaparecían casi bajo las lágri­mas.

‑¡Oh, caballero! ‑dijo‑; ¡ah, qué desgracia!, yo también me moriré; ¡oh, sí, estoy segura de que voy a morirme!

Y cayendo sobre el sillón más próximo a la puerta rompió de nuevo a llorar.

Los criados, en pie en el cancel, y no atreviéndose a ir más lejos, miraban al antiguo criado de Noirtier, que, habiendo oído ruido en la habitación de su señor, se mantenía detrás de los demás.

Villefort se levantó y corrió hacia su suegra, pues era ella.

‑¡Oh, Dios mío!, señora ‑preguntó‑, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis tan desazonada? ¿Y por qué no os acompaña el señor de Saint‑Merán?

‑El señor de Saint‑Merán ha muerto ‑dijo la anciana marquesa sin preámbulos, y con una especie de estupor.

Villefort dio un paso atrás, y dando una palmada:

‑¡Muerto! ‑murmuró‑, ¡muerto..., así..., súbitamente!

‑Hace ocho días ‑continuó la señora de Saint‑Merán‑, subimos juntos al carruaje después de comer. El señor Saint‑Merán padecía muchísimo desde hacía algunos días; sin embargo, la idea de ver a mi querida Valentina le animaba, y a pesar de sus dolores quiso par­tir, cuando a seis leguas de Marsella se apoderó de él, después de haber tomado sus pastillas habituales, un sueño tan profundo que no me parecía natural; sin embargo, yo no quería despertarle, cuando me pareció que su rostro se amorataba, que las venas de sus sienes latían con más violencia que de costumbre. Como había anochecido, yo no veía casi nada y le dejé dormir; al poco rato lanzó un grito sordo y desgarrador, como el de un hombre que sufre en sueños, y dejó caer bruscamente su cabeza hacia atrás. Llamé al camarero, hice parar al postillón, llamé al señor de Saint‑Merán, le hice respirar mi frasco de esencias; todo había acabado, estaba muerto, y al lado de su cadáver llegué a Aix.

Villefort quedó estupefacto.

‑¿Y llamasteis a un médico, seguramente?

‑En seguida; pero como os he dicho, era demasiado tarde.

‑Sin duda; pero, al menos, podía conocer de qué enfermedad había muerto.

‑¡Oh!, sí, señor, me lo dijo; según parece fue una apoplejía ful­minante.

‑¿Y entonces, qué hicisteis?

‑El señor de Saint‑Merán había dicho siempre que si moría lejos de París, deseaba que su cuerpo fuese conducido al panteón de la familia. Yo hice colocarle en un ataúd de plomo y le precedo sólo algunos días.

‑¡Oh! Dios mío, ¡pobre madre! ‑dijo Villefort‑; ¡semejantes preocupaciones después de tal golpe..., y a vuestra edad!

‑Dios me dio fuerzas hasta el fin; por otra parte él hubiera hecho por mí lo que yo hago por él. Es verdad que desde que le dejé, creo que estoy loca. No puedo llorar, ¿dónde está Valentina, caballero? Por ella es por quien veníamos. Quiero verla.

Villefort pensó que sería espantoso responder que la joven se en­contraba en un baile; dijo solamente a la marquesa que su nieta había salido con su madrastra, y que la avisarían en seguida.

‑Al instante, caballero, al instante, os lo suplico ‑dijo la anciana.

Villefort tomó del brazo a la señora de Saint‑Merán y la condujo a su habitación.

‑Descansad ‑dijo‑, madre mía.

La marquesa levantó la cabeza al oír esta palabra, y al ver a aquel hombre que le recordaba a su tan llorada hija, rompió a llorar de nuevo y cayó de rodillas en un sillón, donde sepultó su venerable cabeza.

Villefort la recomendó a los cuidados de las doncellas, mientras el viejo Barrois subía asustado al cuarto de su amo, porque nada intimida tanto a los ancianos como la muerte, que se aparta un ins­tante de su lado para herir a otro anciano.

Mientras la señora de Saint‑Merán, todavía arrodillada, oraba en el fondo de su corazón, Villefort envió a buscar un coche de alquiler,

y fue él mismo a casa de la señora de Morcef a recoger a su mujer y a su hija para traerlas a casa.

Tan pálido estaba cuando se presentó en la puerta del salón, que Valentina corrió hacia él, exclamando:

‑¡Oh!, padre mío, ¿ha sucedido alguna desgracia?

‑Acaba de llegar vuestra abuela, Valentina ‑‑dijo el señor de Villefort.

‑¿Y mi abuelo? ‑preguntó la joven temblando.

El señor de Villefort no respondió sino ofreciendo el brazo a su hija.

Lo hizo a tiempo, pues Valentina, sobrecogida de vértigo, vaciló y estuvo a punto de caerse; la señora de Villefort se apresuró a sos­tenerla, y ayudó a su marido a conducirla a su carruaje, diciendo:

‑¡Qué extraño es eso! ¿Quién lo hubiera sospechado? ¡Oh!, sí, sí; es muy extraño.

Y toda esta desolada familia desapareció así, comunicando la tris­teza como un velo negro al resto de los convidados.

Al pie de la escalera, Valentina encontró a Barrois esperándola.

‑El señor Noirtier desea veros esta noche ‑dijo en voz baja.

‑Decidle que iré en cuanto salga del cuarto de mi abuelita ‑dijo Valentina.

Con la delicadeza de su alma, la joven había comprendido que quien tenía necesidad de ella entonces era la señora de Saint‑Merán.

Halló acostada a su abuela; mudas caricias, gemidos, suspiros ahogados, lágrimas ardientes, tales fueron los detalles que se pueden contar de esta entrevista a la que asistía del brazo de su marido la señora de Villefort, llena de respeto, en la apariencia, hacia la pobre viuda.

Al cabo de un instante, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído:

‑Con vuestro permiso, es mejor que yo me retire, porque mi presencia parece afligir aún más a vuestra suegra.

La señora de Saint‑Merán la oyó.

‑Sí, sí ‑dijo a Valentina también al oído‑ que se vaya, pero quédate tú; sí, quédate.

Salió la señora de Villefort y Valentina se quedó sola junto a la cama de su abuela, porque el procurador del rey, consternado con aquella muerte imprevista, siguió a su mujer.

Entretanto, Barrois había subido por primera vez al cuarto de Noirtier; éste había oído todo el ruido que había en la casa, y envió a su criado a que se informase.

A su vez, aquellos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, interrogaron al mensajero.

‑¡Ay!, señor ‑dijo Barrois‑, acaba de ocurrir una tremenda desgracia. La señora de Saint‑Merán ha llegado y su marido ha muerto.

El señor de Saint‑Merán y Noirtier no habían estado nunca unidos por los lazos de una gran amistad; no obstante, ya se sabe el efecto que produce siempre en un anciano el anuncio de la muerte de otro.

Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre aba­tido o pensativo, y después cerró un ojo solo.

‑¿La señorita Valentina? ‑dijo Barrois.

Noirtier hizo señas afirmativas.

‑Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a des­pedirse de vos con su precioso vestido.

Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.

‑Sí, ¿queréis verla?

El anciano hizo ver que esto era lo que deseaba.

‑Entonces, voy a buscarla, estará sin duda en casa del señor de Morcef; la esperaré hasta que salga, le diré que queréis hablarle, ¿no es esto?

‑Sí ‑respondió el paralítico.

Barrois esperó que volviese Valentina, y como hemos visto, le comunicó el deseo de su abuelo.

Valentina subió, pues, al cuarto de Noirtier cuando salió de las habitaciones de la señora de Saint‑Merán, que aún muy agitada, su­cumbió a la fatiga y quedóse dormida con un sueño febril.

Habían acercado al alcance de su brazo una mesita, sobre la que había un gran jarro de naranjada y un vaso.

Como hemos dicho, la joven subió al cuarto del señor Noirtier tan pronto como abandonó la estancia de la marquesa.

Valentina abrazó al anciano, que la miró con tanta ternura, que la joven sintió de nuevo anegarse sus ojos en lágrimas.

El anciano insistía con su mirada.

‑Sí, sí ‑dijo Valentina‑, tú quieres decir que todavía me queda un abuelo, ¿no es verdad?

El anciano respondió que esto era justamente lo que quería decir.

‑¡Ay! ‑repuso Valentina‑, a no ser así, ¿qué sería de mí ?

Era la una de la madrugada. Barrois, que deseaba acostarse, hizo observar que después de una noche tan dolorosa, todo el mundo tenía necesidad de reposo. El anciano no quiso decir que el reposo suyo era ver a su nieta. Despidió a Valentina a quien efectivamente el dolor y la fatiga daban un aire de sufrimiento.

Al día siguiente, al entrar a ver a su abuela, encontró a ésta en la

cama; la fiebre no se había calmado; al contrario, un fuego sombrío brillaba en los ojos de la anciana marquesa, y parecía poseída de una violenta irritación nerviosa.

‑¡Oh, Dios mío!, mamá, ¿sufrís mucho? ‑exclamó Valentina percibiendo todos estos síntomas de agitación.

‑No, hija mía, no ‑dijo la señora de Saint‑Merán‑; pero espe­raba con impaciencia que hubieseis llegado para mandar llamar a lo padre.

‑¿A mi padre? ‑preguntó Valentina con inquietud.

‑Sí, quiero hablarle.

Valentina no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuya causa ignoraba, y un instante después entró Villefort.

‑Caballero ‑‑‑dijo la señora de Saint‑Merán, sin más preámbulos, y como si temiese que le había de faltar tiempo‑, ¿se trata, me habéis dicho, de casar a mi nieta?

‑Sí, señora ‑respondió Villefort‑, es más que un proyecto, es ya una cosa formal.

‑¿Vuestro yerno es el señor Franz d'Epinay?

‑Sí, señora.

‑¿Es hijo del general Epinay, que era de los nuestros, y que fue asesinado algunos días antes de que el usurpador volviese de la isla de Elba?

‑Ese mismo.

‑¿No le repugna esa alianza con la nieta de un jacobino?

‑Nuestras discrepancias civiles se han desvanecido felizmente, madre ‑dijo Villefort‑; el señor d'Epinay era muy niño cuando murió su padre, conoce muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, con indiferencia al menos.

‑¿Es un buen partido?

‑Bajo todos los conceptos.

‑¿El joven...?

‑Goza de general consideración.

‑¿Es decoroso?

‑Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.

Durante esta conversación Valentina había permanecido silenciosa.

‑¡Y bien!, caballero ‑dijo tras unos minutos de reflexión la señora de Saint‑Merán‑, es preciso que os deis prisa, porque me quedan pocos momentos de vida.

‑¡A vos!, ¡señora!; ¡a vos!, ¡mamá! ‑exclamaron a un tiempo Villefort y Valentina.

‑Yo sé lo que me digo ‑repuso la marquesa‑; es preciso que os deis prisa, a fin de que, no teniendo madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su unión. Yo soy la única que le queda por parte de mi pobre Renata, a quien tan pronto habéis olvidado.

‑¡Ah!, señora ‑dijo Villefort‑, ¿no conocéis que era preciso dar una madre a esta pobre niña, que había perdido a la suya?

‑Una madrastra no es una madre, caballero. Pero no se trata ahora de esto, se trata de Valentina; dejemos en paz a los muertos.

Todo esto había sido dicho con tal acento, que había algo que se asemejaba a los síntomas de un delirio.

‑Se hará como deseáis, señora ‑dijo Villefort‑, y tanto más, cuanto que vuestro deseo está de acuerdo con el mío; y en cuanto llegue el señor d'Epinay a París...

‑Mamá ‑‑‑dijo Valentina‑, las murmuraciones, el luto recien­te..., ¿queréis, en fin, celebrar una boda bajo tan tristes auspicios?

‑Hija mía ‑interrumpió vivamente la abuela‑, no me des esas razones que impiden a los espíritus débiles tener un porvenir feliz. Yo también he sido casada en el lecho de la muerte de mi madre, y no he sido desgraciada por eso.

‑¡Siempre esa idea de muerte!, señora‑replicó Villefort.

‑¡Siempre...! Os digo que voy a morir, ¿me escucháis? ¡Pues bien! ¡Antes de morir quiero haber visto a mi yerno; quiero mandarle que haga feliz a mi nieta; quiero ver en sus ojos si piensa obedecer­me; quiero conocerle, en fin, sí! ‑prosiguió la anciana con una expresión espantosa‑, para venir a buscarle desde el fondo de mi tumba si no hace lo que debe.

‑Señora ‑dijo Villefort‑, es preciso que alejéis esas ideas exal­tadas que casi rayan en locura. Los muertos, una vez colocados en su tumba, duermen sin despertarse jamás.

‑¡Oh, sí, sí, mamá, cálmate! ‑dijo Valentina.

‑Y yo, caballero, os digo que no es como vos creéis. Esta noche he dormido y he tenido un sueño terrible, porque dormía como si mi alma hubiese salido ya del cuerpo: mis ojos, que me esforzaba por abrir, se cerraban a mi pesar, y no obstante yo sé bien que esto os parecerá imposible, a vos sobre todo; pues bien, con mis ojos cerrados he visto en el mismo sitio en que estáis y viniendo del ángulo donde hay una puerta que comunica con el gabinete tocador de la señora de Villefort, he visto entrar sin ruido una forma blanca.

Valentina lanzó un grito.

‑Era la fiebre que os agitaba ‑dijo Villefort.

‑Dudad cuanto queráis, pero yo estoy segura de lo que digo; he visto una forma blanca; y como si Dios hubiese temido que no la percibiese bien, he oído mover mi vaso, mirad, ese mismo que está aquí sobre la mesa.

‑¡Oh, abuelita, era un sueño!

‑No era un sueño, no; porque extendí la mano hacia la campa­nilla, y al ver este movimiento, la sombra desapareció. La camarera entró con una luz.

‑¿Pero no visteis a nadie?

‑Los fantasmas no se muestran sino a los que deben: era el alma de mi marido. Pues bien, si el alma de mi marido vuelve a llamarme, ¿por qué mi alma no había de venir para defender a mi nieta?

‑¡Oh, señora! ‑dijo Villefort aterrado‑, no deis crédito a esas lúgubres ideas; viviréis con nosotros, viviréis mucho tiempo feliz, querida, honrada, y os haremos olvidar...

‑¡Jamás, jamás, jamás! ‑dijo la marquesa‑. ¿Cuándo vuelve el señor d'Epinay?

‑Le estamos esperando de un momento a otro.

‑Está bien, en cuanto llegue, avisadme. Apresurémonos, apre­surémonos. Además, quisiera que viniese un notario para asegurarme de que todos nuestros bienes irán a parar a Valentina.

‑¡Oh, madre mía! ‑murmuró Valentina, apoyando sus labios sobre la abrasada frente de su abuela‑; ¿queréis que muera? ¡Dios mío!, tenéis fiebre. ¡No es un notario el que se debe llamar, es un médico!

‑¡Un médico! ‑dijo la abuela encogiéndose de hombros‑, no sufro; tengo sed.

‑¿Qué bebéis, abuelita?

‑Como siempre, ya sabéis, mi naranjada. Mi vaso está ahí sobre la mesa; dádmelo, Valentina.

Esta llenó de naranjada de la jarra un vaso, y lo tomó con cierto espanto porque era el mismo que suponía ella que había tocado la sombra.

La marquesa se bebió la naranjada.

En seguida se volvió sobre su almohada, exclamando:

‑¡Un notario! ¡Un notario!

El señor de Villefort salió; Valentina se sentó al lado de la cama. La desgraciada joven parecía tener necesidad de aquel médico que había recomendado a su abuela. Un vivo carmín semejante a una llama abrasaba sus mejillas, su respiración era entrecortada y fati­gosa, y el pulso le latía como si tuviese fiebre.

La joven pensaba en la desesperación de Maximiliano cuando supie­se que la señora de Saint‑Merán, en lugar de ser una aliada, obraba sin saberlo, como si hubiese sido una enemiga.

Más de una vez Valentina había pensado decírselo todo a su abue­la, y no hubiera vacilado un instante si Morrel se hubiera llamado Alberto de Morcef, o Raúl de Chateau‑Renaud; pero Morrel era de origen plebeyo, y Valentina sabía cuán grande era el desprecio de la señora de Saint‑Merán para con todos los que no pertenecían a su nobleza. Cada vez que iba a revelar su secreto, se detenía, porque poseía la triste certeza de que iba a descubrirse inútilmente, y en­tonces todo se habría perdido.

Así transcurrieron dos horas. La señora de Saint‑Merán dormía con un sueño agitado y febril.

En este momento anunciaron al notario.

Aunque este anuncio hubiese sido hecho en voz muy baja, la señora de Saint‑Merán se incorporó en la cama.

‑¡El notario! ‑dijo‑, ¡que venga! ¡Venga!

El notario se hallaba junto a la puerta y penetró en la estancia.

‑Vete, Valentina ‑dijo la señora de Saint‑Merán‑, y déjame con el señor.

‑Pero, madre mía...

‑Anda, anda.

La joven besó a su abuela en la frente y salió con el pañuelo sobre los ojos.

En la puerta se encontró con el criado, que le dijo que el médico esperaba en el salón.

Valentina bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al mismo tiempo uno de los hombres más hábiles de la época; amaba mucho a Valentina, a quien casi había visto nacer. Tenía una hija de la edad de la señorita de Villefort, pero su madre padecía del pecho y se temía continuamente por la vida de su hija.

‑¡Oh! ‑dijo Valentina‑, querido señor de Avrigny, os esperá­bamos con impaciencia. Pero, antes de todo, ¿cómo siguen Magdalena y Luisa?

Magdalena era la hija del señor de Avrigny; Luisa, su sobrina.

El señor de Avrigny se sonrió tristemente.

‑Luisa, muy bien ‑dijo‑; Magdalena, la pobre, bastante bien. Pero me habéis mandado llamar, según creo ‑dijo‑ No será vues­tro padre ni la señora de Villefort, supongo. En cuanto a vos, no podemos quitaros el mal de los nervios; pero os recomiendo muy particularmente que no entreguéis con demasía vuestra imaginación a los placeres del campo.

Valentina se puso colorada como la grana, el señor de Avrigny llevaba la ciencia de adivinar casi hasta hacer milagros, porque era uno de esos médicos que tratan lo físico por lo moral.

‑No ‑dijo‑, es para mi abuela. Sabréis seguramente la desgra­cia que ha sucedido.

‑No sé nada ‑respondió el señor Avrigny.

‑¡Ay! ‑dijo Valentina esforzándose por contener las lágrimas‑, ¡mi abuelo ha muerto!

‑¿El señor de Saint‑Merán?

‑Sí.

‑¿De repente?

‑De un ataque de apoplejía fulminante.

‑¿De una apoplejía? ‑repitió el médico.

‑Sí; de suerte que mi pobre abuela está tan desconsolada que no piensa más que en ir a reunirse con él. ¡Oh!, señor de Avrigny, os recomiendo a mi pobre abuelita.

‑¿Dónde está?

‑En su cuarto, con el notario.

‑¿Y el señor Noirtier?

‑Como siempre, con una perfecta lucidez mental, pero la misma inmovilidad, el mismo silencio.

‑Y el mismo amor hacia vos, ¿no es cierto, hija mía?

‑Sí ‑dijo Valentina suspirando‑, él me ama mucho.

‑¿Quién no os amaría?

Valentina se sonrió tristemente.

‑¿Y qué le ocurre a vuestra abuela?

‑Una singular excitación nerviosa, un sueño agitado y extraño; esta mañana decía que durante su sueño había visto entrar un fan­tasma en su cuarto, y haber oído el ruido que hizo al tocar su vaso.

‑Es singular ‑‑dijo el doctor‑, yo no sabía que la señora de Saint‑Merán estuviera sujeta a esas alucinaciones.

‑Es la primera vez que la he visto así ‑dijo Valentina‑, y esta mañana me dio un gran susto, la creí loca, y mi padre también parecía fuertemente afectado.

‑Vamos a ver ‑dijo el señor de Avrigny‑, me parece muy ex­traño todo lo que me estáis diciendo.

El notario bajaba, y avisaron a Valentina de que su abuela estaba sola.

‑Subid ‑‑dijo al doctor.

‑¿Y vos?

‑¡Oh!, yo no me atrevo, me había prohibido que os mandase lla­mar, y como decís, yo misma estoy fatigada, febril, indispuesta, voy a dar una vuelta por el jardín.

El doctor estrechó la mano de Valentina, y mientras él subía al cuarto de la anciana, la joven bajó la escalera que conducía al jardín.

No tenemos necesidad de decir qué parte del jardín era el paseo favorito de Valentina. Después de haber dado dos o tres vueltas por el parterre que rodeaba la casa, cogió una rosa para ponerla en su cin­tura o en sus cabellos y se dirigió a la umbrosa alameda que condu­cía al banco, y del banco a la reja.

Valentina dio esta vez, según su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus flores, pero sin coger ninguna; su corazón dolorido, que aún no había tenido tiempo de desahogarse con nadie, repelía este sencillo adorno; después se encaminó hacia la alameda. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz que pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada.

Entonces esta voz llegó más caramente a sus oídos, y reconoció la voz de Maximiliano.

 


Date: 2015-12-17; view: 420


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