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Capítulo cuarto 4 page

‑¡Oh!, eso es ya el colmo, caballero ‑exclamó Herminia sofoca­da‑, ¡y es un modo muy innoble de portarse con una señora!

‑Pero ‑dijo Danglars‑ veo con placer que no habéis seguido adelante, y que habéis obedecido a aquel axioma del Código: La mujer debe seguir al marido.

‑¡ Injurias. .. !

‑Tenéis razón: no pasemos más allá, y razonemos fríamente. Yo nunca me mezclo en vuestros asuntos sino por vuestro bien; haced vos lo mismo. ¿Mi caja no os interesa, decís? Bien; operad con la vuestra, pero ni llenéis ni vaciéis la mía. Por otra parte, ¿quién sabe si todo eso no será un ardid político? ¿Si el ministro, furioso de verme en la oposición y celoso de las simpatías populares que despierto, no está de acuerdo con el señor Debray para arruinarme?

‑¡Como es muy probable!

‑Sin duda: ¡quién ha visto nunca... una noticia telegráfica, es de­cir, una cosa imposible, o lo que es lo mismo, señales enteramente di­ferentes dadas por los últimos telégrafos!, es decir, expresamente en perjuicio mío.

‑Caballero ‑dijo con acento de mayor humildad la baronesa‑‑y no ignoráis, me parece, que ese empleado ha sido destituido de su

empleo, que se ha hablado de formarle proceso, que se dio orden de prenderle, y que esta orden hubiera sido ejecutada si no se hubiera sustraído a las primeras pesquisas por medio de una huida que de­muestra su locura o su culpabilidad... Es un error.

‑Sí, que hace reír a los necios, que hace pasar una mala noche al ministro, que hace emborronar unos cuantos pliegos de papel a los se­ñores secretarios de Estado, pero que a mí me cuesta setecientos mil francos.

‑Pero, caballero ‑‑‑dijo de pronto Herminia‑, puesto que todo eso proviene del señor Debray, ¿por qué en lugar de ir a decírselo directamente a él venís a darme a mí las quejas? ¿Por qué acusáis al hombre y reprendéis a la mujer?

‑¿Conozco yo por ventura al señor Debray? ‑dijo Danglars‑; ¿quiero acaso conocerle? ¿Quiero saber si da o no consejos? ¿Quiero seguirlos? ¿Soy yo el que juego? No; ¡vos sois la que lo hacéis todo, y no yo!

‑Me parece que puesto que os aprovecháis...

Danglars se encogió de hombros.

‑¡Son, en verdad, criaturas locas las mujeres que se creen genios, porque han conducido una o dos intrigas!, pero suponed que hubie­seis ocultado vuestros desórdenes a vuestro mismo marido, lo cual es et ABC del oficio, porque la mayor parte del tiempo los maridos no quieren ver; ¡no seríais sino una débil copia de lo que hacen la mitad de vuestras amigas las mujeres de mundo! Pero no sucede lo mismo conmigo; todo lo he visto: en dieciséis años me habréis ocultado tal vez un pensamiento, pero no un paso, una acción, una falta. Mientras vos os felicitabais por vuestro ingenio y habilidad y creíais firme­mente engañarme, ¿qué ha resultado? Que gracias a mi pretendida ignorancia, desde el señor de Villefort hasta el señor Debray, no ha habido uno solo de vuestros amigos que no haya temblado delante de mí. Ni uno que no me haya tratado como amo de la casa, mi único deseo respecto a vos; ni uno que se haya atrevido a deciros de mí lo que yo mismo os digo hoy; os permito que me tengáis por odioso, pero os impediré tenerme por ridículo, y sobre todo, os prohi'bo que me arruinéis.



Hasta el momento en que pronunció el nombre de Villefort, la ba­ronesa había manifestado algún valor contra todas aquellas quejas; pero al oír este nombre, levantóse como movida por un resorte, ex­tendió los brazos como para conjurar una aparición, y dio tres pasos hacia su marido como para arrancarle el secreto que éste no conocía, o que tal vez algún cálculo odioso, como lo eran todos los de Dan­glars, no quería dejar escapar enteramente.

‑¡El señor de Villefort! ¿Qué significa eso? ¿Qué queréis decir? ‑Quiere decir, señora, que el señor de Nargone, vuestro primer marido, como no era filósofo ni banquero, o siendo tal vez lo uno y lo otro, y viendo que no podía sacar ningún partido del procurador del rey, murió de pesar o de cólera al encontraros embarazada de seis me­ses después de una ausencia de nueve. Soy brutal, no solamente lo sé, sino que me jacto de ello; me he valido para ello de uno de mis me­dios en mis operaciones comerciales. ¿Por qué en lugar de matar se hizo matar él mismo? ¡Porque no tenía caja que salvar, pero yo, yo tengo que salvar mi caja! El señor Debray, mi asociado, me hace per­der setecientos mil francos; que sufra su parte de la pérdida, y prose­guiremos adelante con nuestros asuntos; si no, que me haga bancarro­to de esas ciento cincuenta mil libras, y que unido a los que quiebran, que desaparezca. ¡Oh! ¡Dios mío!, es un buen muchacho, lo sé, cuan­do sus noticias son exactas; pero cuando no lo son, hay cincuenta en el mundo que valen más que él.

La señora Danglars estaba aterrada; sin embargo, hizo un esfuerzo sobre sí misma para responder a aquel ataque. Dejóse caer sobre un sillón, pensando en Villefort, en la escena de la comida, en aquella serie de desgracias que abrumaban una tras otra su casa, y cambiaban en escandalosas disputas la tranquilidad de aquel matrimonio.

Danglars no la miró, aunque ella hizo todo lo posible por desmayar­se. Abrió de una patada la puerta de la alcoba, la volvió a cerrar sin añadir una sola palabra, y entró en su cuarto.

De suerte que al volver en sí, la señora Danglars creyó que había sido presa de una pesadilla atroz.

Al día siguiente, a la hora que Debray solía elegir para hacer una visita a la señora Danglars, su cupé no se presentó en el patio.

A esta hora, es decir, hacia las doce y media, la señora Danglars pidió su carruaje y salió.

Danglars, detrás de una cortina, vio esta salida que esperaba. Dio la orden de que le avisasen en cuanto volviese la señora, pero a las dos aún no había vuelto.

A las dos pidió a su vez su carruaje y se dirigió a la Cámara.

Desde las doce, hasta las dos, Danglars había permanecido en su gabinete, abriendo su correspondencia, trabajando en las operaciones, y recibiendo entre otras visitas la del mayor Cavalcanti, que, siempre tan risueño y tan puntual, se presentó a la hora anunciada para ter­minar su negocio con el banquero.

Al salir de la Cámara, Danglars, que dio algunas muestras de agita­ción durante la sesión, y había hablado más que ningún otro en contra del ministerio, volvió a montar en su carruaje, y dio al cochero la

orden de conducirle al número 30 de la calle de los Campos Elíseos.

Le dijeron que el señor de Montecristo estaba en casa, pero que tenía una visita, y suplicaba al señor Danglars que esperase un instan­te en el salón.

Mientras el banquero esperaba, la puerta se abrió, y vio entrar a un hombre vestido de abate que, en lugar de esperar como él, más fami­liar en su casa, le saludó, entró en las habitaciones interiores y des­apareció.

Un instante después, la puerta por donde había entrado el abate se volvió a abrir y Montecristo apareció en el salón.

‑Perdonad, querido barón ‑‑dijo el conde‑, pero uno de mis me­jores amigos , el abate Busoni, a quien habréis visto pasar, acaba de llegar a París; hacía mucho tiempo que estábamos separados, y no he tenido valor para dejarle tan pronto; espero que me dispensaréis haberos hecho esperar.

‑¡Cómo! ‑dijo Danglars‑; yo soy el indiscreto por haber elegi­do un momento tan malo, y voy a retirarme.

‑Al contrario, sentaos; ¡pero Dios mío!, ¿qué tenéis?, parecéis disgustado, me asustáis; un capitalista apesadumbrado es lo mismo que los cometas, presagia siempre una desgracia más en el mundo.

‑No parece sino que la rueda de la fortuna ha cesado estos días de rodar para mí ‑dijo Danglars‑; pues he recibido una siniestra noticia.

‑¡Ah! ¡Dios mío! ‑dijo Montecristo‑, ¿habéis perdido a la bolsa?

‑No, ya me repondré; sólo se trata de una bancarrota en Trieste.

‑¿De veras? ¿Sería tal vez la víctima Jacobo Manfredi?

‑¡Exacto! Figuraos, un hombre que ganaba para mí desde hace mucho tiempo unos ocho o novecientos mil francos al año. Ni siquie­ra dejaba nunca de pagarlo, ni siquiera un retraso; me aventuré a dar­le un millón..., ¡y hete aquí que al señor Manfredi se le ocurre sus­pender sus pagos!

‑¿De veras?

‑Es una fatalidad. Le mando seiscientas mil libras que no me son pagadas; además, soy portador de cuatrocientos mil francos en letras de cambio firmadas por él, y pagaderas al fin del corriente en casa de su corresponsal de París. E§tamos a treinta, ¡envío a cobrar!, ¡ya!, ¡ya!, el corresponsal había desaparecido. Con un negocio de España me he fastidiado este mes totalmente.

‑¿Pero habéis perdido en vuestro negocio de España?

‑Ciertamente; ¿no lo sabíais? Setecientos mil francos de mi caja, ¡un verdadero desastre!

‑¿Y cómo diablos os habéis dejado engañar, vos que sois ya pe­rro viejo?

‑¡No es culpa mía! Mi mujer es la culpable, soñó que don Carlos había entrado en España; ella cree mucho en los sueños. Cuando ha soñado una cosa, según dice ella, sucede infaliblemente. Convencido yo también, la permito jugar, ella tiene su bolsillo y su agente de cam­bio, juega y pierde. Es verdad que no es mi dinero, sino el suyo el que ella juega. Con todo, no importa, ya comprenderéis que cuando salen del bolsillo de la mujer setecientos mil francos, el marido se resiente un poco de ello. ¡Cómo! ¿No sabéis nada? ¡Pues sí ha causado mu­cho ruido tal negocio...!

‑Sí, había oído hablar de ello; pero ignoraba los detalles. Además, soy un ignorante respecto a todos los negocios de bolsa.

‑¿No jugáis?

‑¡Yo! ¿Y cómo queréis que juegue? Yo, que tanto trabajo me cuesta arreglar mis rentas. Me vería en la precisión de tomar un agen­te, y un cajero además de mi mayordomo; nada, nada, no pienso en eso. Pero, a propósito de España, me parece que la baronesa no había soñado enteramente la entrada de don Carlos. Los periódicos han hablado de ello también.

‑¿Vos creéis en los periódicos?

‑Yo no, señor; pero creía que el Messager estaba exceptuado de la regla, y que siempre las noticias telegráficas eran ciertas.

‑¡Y bien!, lo que es inexplicable ‑repuso Danglars‑ es que esa entrada de don Carlos era en efecto una noticia telegráfica.

‑¿De suerte ‑dijo Montecristo‑‑ que este mes habéis perdido cerca de un millón setecientos mil francos?

‑¡No cerca, ésa es exactamente mi pérdida!

‑¡Diablo!, para un caudal de tercer orden ‑dijo Montecristo con compasión‑, es un golpe bastante rudo.

‑¡De tercer orden! ‑dijo Danglars algo amostazado‑, ¿qué dia­blo entendéis por eso?

‑Sin duda ‑prosiguió Montecristo‑ yo divido los caudales en tres categorías: fortuna de primer orden a los que se componen de te­soros que se palpan con la mano, las tierras, las viñas, las rentas so­bre el Estado, como Francia, Austria a Inglaterra, con tal que estos tesoros, estas minas y estas rentas formen un total de unos cien millo­nes; considero capital de segundo orden a las explotaciones de manu­facturas, las empresas por asociación, los virreinatos y principados que no pasan de un millón quinientos mil francos de renta, formando todo una suma de cuarenta millones; llamo, en fin, capital de tercer orden a los que están expuestos al azar, destruidos por una noticia

telegráfica, las bandas, las especulaciones eventuales, las operaciones sometidas, en fin, a esa fatalidad que podría llamarse fuerza menor, comparándola con la fuerza mayor, que es la fuerza natural, formando todo reunido un caudal ficticio o real de unos quince millones. ¿No es ésta, aproximadamente, vuestra posición?

‑Sí, sí ‑respondió Danglars.

‑De aquí resulta que con seis meses como éste ‑continuó Montecristo con el mismo tono imperturbable‑, un capital de tercer orden se encontrará en su hora postrera, es decir, agonizando.

‑¡Oh! ‑dijo Danglars con sonrisa forzada‑, ¡bien seguro!

‑¡Pues bien!, supongamos siete meses ‑repuso Montecristo en el mismo tono‑. Decidme, ¿pensasteis alguna vez que siete veces un millón y setecientos mil francos hacen cerca de doce millones...? ¿No...?, tenéis razón; con tales reflexiones nadie comprometería sus capitales; nosotros tenemos nuestros hábitos más o menos suntuosos, éste es nuestro crédito; pero cuando el hombre muere, no le queda más que su piel, porque las fortunas de tercer orden no representan más que la tercera o cuarta parte de su apariencia, así como la loco­motora de un tren no es, en medio del humo que la envuelve, sino una máquina más o menos fuerte. ¡Pues bien!, de esos cinco o seis millo­nes que forman su capital real, acabáis de perder dos; no disminuyen, por lo tanto, vuestra fortuna ficticia o vuestro crédito; es decir, mi querido Danglars, que vuestra piel acaba de ser abierta por una san­gría, que reiterada cuatro veces arrastraría tras sí la muerte. Vamos, señor Danglars; ¿necesitáis dinero...? ¿Cuánto queréis que os pres­te...?

‑Qué mal calculador sois ‑‑exclamó Danglars llamando en su ayuda toda la filosofía y todo el disimulo de la apariencia‑; a estas horas, el dinero ha entrado en mi caja por otras especulaciones que han salido bien. La sangre que salió por la sangría ha vuelto a entrar por medio de la nutrición. He perdido una batalla en España, he sido ba­tido en Trieste; pero mi armada naval de la India habrá conquistado algunos países, mis peones de México habrán descubierto alguna mina.

‑¡Muy bien!, ¡muy bien! Pero queda la cicatriz, y a la primera pér­dida volverá a abrirse.

‑No, porque camino sobre seguro ‑prosiguió el banquero con el tono y los ademanes de un charlatán que, sabiéndose vencido, quiere probar lo contrario‑‑; para eso, sería menester que sucumbiesen tres gobiernos.

‑¡Diantre!, ya se ha visto eso.

‑O bien, que la tierra no diese sus frutos.

‑Acordaos de las siete vacas gordas y las siete flacas.

‑O que se separen las aguas del mar como en tiempo de Faraón; aún quedan muchos mares, y mis buques tendrían por donde navegar.

‑Tanto mejor, tanto mejor, señor Danglars ‑dijo Montecristo­ conozco que me había engañado y que podéis entrar en los capitales de segundo orden.

‑Creo poder aspirar a ese honor ‑dijo Danglars con una de aque­llas sonrisas gruesas, por decirlo así, que le eran peculiares‑; pero ya que hemos empezado a hablar de negocios ‑añadió, satisfecho de haber hallado un motivo para variar de conversación‑, decidme, ¿qué es lo que puedo yo hacer por el señor Cavalcanti?

‑Entregarle dinero, si tiene un crédito sobre vos, y si este crédito os parece bueno.

‑¡Magnífico!, esta mañana se presentó con un vale de cuarenta mil francos, pagadero a la vista contra vos, firmado por el abate Busoni, y endosado a mí por vos; ya comprenderéis que al momento le entre­gué sus cuarenta billetes.

Montecristo hizo un movimiento de cabeza que indicaba su apro­bación.

‑Sin embargo, no es esto todo ‑continuó Danglars‑; ha abierto a su hijo un crédito en mi casa.

‑Sin indiscreción, ¿cuánto tiene señalado al joven?

‑Unos cinco mil francos al mes.

‑Sesenta mil al año. Ya me figuraba yo que esos Cavalcanti no habían de ser muy desprendidos. ¿Qué queréis que haga un joven con cinco mil francos al mes?

‑Ya comprenderéis que si precisa de algunos miles de francos...

‑No hagáis nada de eso, el padre os lo dejará por vuestra cuenta; no conocéis a todos los millonarios ultramontanos; ¿y quién le ha abierto ese crédito?

‑¡Oh!, la casa French, una de las mejores de Florencia.

‑No quiero decir que vayáis a perder; pero, sin embargo, no eje­cutéis punto por punto más que lo que os diga la letra.

‑¿No tenéis confianza en ese Cavalcanti?

‑Por su firma sola le daría yo diez millones. Esto corresponde a las fortunas de segundo orden, de que os hablaba hace poco, señor Dan­glars.

‑Y yo le hubiera tomado por un simple mayor.

‑Y le hubierais hecho mucho honor, porque razón tenéis, no sa­tisface a primera vista su aspecto. Al verle por primera vez, me pare ció algún viejo teniente; pero todos los italianos son por ese estilo, parecen viejos judíos cuando no deslumbran como magos de Oriente.

‑El joven es mejor ‑dijo Danglars.

‑Sí, un poco tímido, quizá; pero, en fin, me ha parecido bien. Yo estaba inquieto.

‑¿Por qué?

‑Porque le visteis por primera vez en mi casa, se puede decir aca­bado de entrar en el mundo, según me han dicho. Ha viajado con un preceptor muy severo, y no había venido nunca a París.

‑Todos esos italianos acostumbran a casarse entre sí, ¿no es ver­dad? ‑preguntó Danglars‑; les gusta asociar sus fortunas.

‑Esto es lo que suelen hacer; pero Cavalcanti es muy original, y no quiere imitar a nadie. Nadie me quitará de la cabeza que ha traído a su hijo a París para buscarle una mujer.

‑¿Vos lo creéis así?

‑Estoy seguro de ello.

‑¿Y habéis oído hablar de sus bienes?

‑No se trata de otra cosa; pero unos pretenden que tiene millo­nes, y otros que no tiene un cuarto.

‑Y vamos a ver..., ¿cuál es vuestro parecer...?

‑¡Oh!, no os fundéis en lo que yo diga..., porque...

‑Pero en fin...

‑Mi opinión es que todos esos antiguos podestás, todos esos anti­guos condottieri, porque esos Cavalcanti han mandado armadas, han gobernado provincias; mi opinión, repito, es que han escondido los millones en esos rincones que conocen sus antepasados, y que van re­velando a sus hijos de generación en generación, y la prueba es que son amarillos y secos como sus florines de la época republicana, de los que conservan un reflejo a fuerza de mirarlos.

‑Perfectamente ‑dijo Danglars‑, y eso es tanto más cierto, cuanto que ninguno posee ni siquiera un pedazo de tierra.

‑Nada; yo sé de seguro que en Luca no tienen más que un pa­lacio.

‑¡Ah!, tienen un palacio ‑dijo Danglars riendo‑, ya es algo.

‑Sí, y se lo alquilan al ministro de Hacienda, y él vive en una ca­sucha cualquiera. ¡Oh! , ya os lo he dicho, lo creo muy tacaño.

‑Vaya, vaya, no le lisonjeáis, por lo visto.

‑Escuchad, apenas le conozco; creo haberle visto tres veces en mi vida; lo que sé, me lo ha dicho el abate Busoni; esta mañana me ha­blaba de sus proyectos acerca de su hijo, y me hacía ver que, cansado de ver dormir fondos considerables en Italia, que es un país muerto, quisiera encontrar un medio, ya sea en Francia o en Inglaterra, de emplearlos, pero habéis de notar que, aunque yo tengo mucha con­fianza en el abate Busoni, no respondo de nada.

‑No importa, no importa, yo saco mis propias deducciones con todos esos informes; decidme, sin que esta pregunta tenga ningún in­terés, ¿cuando esas personas casan a sus hijos, suelen darles dote?

‑¡Psch!, eso según. Yo he conocido a un príncipe italiano, rico como un Creso, uno de los personajes principales de Toscana, que cuando sus hijos se casaban a gusto suyo, les daba millones, y cuando lo hacían a su pesar, se contentaba con darles, por ejemplo, una renta de treinta escudos al mes. Si era con la hija de un banquero, por ejem­plo, probablemente tomaba algún interés en la casa del suegro de su hijo; después da media vuelta a sus cofres, y hete aquí dueño al señor Andrés de unos pocos millones.

‑Luego ese muchacho encontrará una mayorazga, querrá una coro­na cerrada, un El Dorado atravesado por el Potosí.

‑No, todos esos grandes señores se casan generalmente con simples mortales; son como Júpiter, cruzan las razas. Pero cuando me hacéis tantas preguntas, tal vez llevaréis alguna mira... ¿Queréis casar por ventura a Andrés, señor Danglars?

‑Me parece ‑dijo Danglars‑, no sería ésa mala especulación, y yo soy especulador.

‑¿No será con la señorita Danglars, supongo? ¿Porque no que­rréis que luego se ahorque Alberto de desesperación?

‑Alberto ‑dijo el banquero encogiéndose de hombros‑, ah, sí, no le importará mucho.

‑¡Pero está prometido a vuestra hija, según creo!

‑Es decir, el señor de Morcef y yo hemos hablado dos o tres veces de ese casamiento, pero la señora de Morcef y Alberto...

‑No vayáis a decirme que no es buen partido...

‑Bueno, creo que la señorita Danglars merece al señor de Morcef.

‑El dote de la señorita Danglars será muy bonito, en efecto, y yo no lo dudo, sobre todo si el telégrafo no vuelve a cometer más lo­curas.

‑¡Oh!, no es sólo el dote, porque después de todo... Pero decid­me...

‑¿Qué?

‑¿Por qué no convidasteis a Morcef y a su familia a vuestra co­mida?

‑Ya lo había hecho, pero tuvo que hacer un viaje a Dieppe con la señora de Morcef, a quien recomendaron los aires del mar.

‑Sí, sí ‑dijo Danglars riendo‑, deben de resultarle saludables.

‑¿Por qué?

‑Porque son los que ha respirado en su juventud.

Montecristo dejó pasar el chiste sin dar a entender que hubiera fijado la atención en él.

‑Pero, en fin ‑dijo el conde‑, si Alberto no es tan rico como la señorita Danglars, no podéis negar que lleva un hermoso apellido.

‑Me río yo de su apellido, que es tan bueno como el mío ‑dijo Danglars.

‑Ciertamente, vuestro nombre es popular, y ha adornado el título con lo que le ha parecido; pero sois un hombre harto inteligente para no haber comprendido que, según ciertas preocupaciones muy arrai­gadas para que se puedan extinguir, una nobleza de cinco siglos vale más que una nobleza de veinte años.

‑He aquí por qué ‑dijo Danglars con una sonrisa que procuraba hacer sardónica‑, he aquí por qué preferiría yo al señor Andrés Ca­valcanti a Alberto de Morcef.

‑No obstante ‑dijo Montecristo‑, yo supongo que los Morcef no le ceden en nada a los Cavalcanti.

‑¡Los Morcef... ! Mirad, querido conde, ¿creeréis lo que voy a de­ciros...?

‑Seguramente.

‑¿Sois entendido en blasones?

‑Un poco.

‑¡Pues bien!, mirad el color del mío; más sólido es que el del conde de Morcef.

‑¿Por qué?

‑Porque yo, si no soy barón de nacimiento, me llamo al menos Danglars.

‑¿Y qué más?

‑Que él no se llama Morcef.

‑¡Cómo! ¿Que no se llama Morcef?

‑No, señor, no se llama así.

‑No puedo creerlo.

‑A mí me han hecho barón; así, pues, lo soy; él se ha apropiado del título de conde; así, pues, no lo es. '

‑Imposible.

‑Escuchad, mi querido conde ‑prosiguió Danglars‑, el señor de Morcef es mi amigo, o más bien mi conocido, después de treinta años: yo soy franco, y no hago caso del qué dirán; no he olvidado cuál es mi primitivo origen.

‑Hacéis bien, y yo apruebo vuestra manera de pensar ‑dijo Montecristo‑; pero me decíais...

‑¡Pues bien! ¡Cuando yo era escribiente de una oficina, Morcef era un simple pescador!

‑Y entonces, ¿cómo se llamaba?

‑Fernando.

‑¿Fernando, y nada más?

‑Fernando Mondego.

‑¿Estáis seguro?

‑¡Diablo! ¡Me ha vendido bastante pescado para que no le co­nozca.. . !

‑Entonces, ¿por qué le dais vuestra hija a su hijo?

‑Porque Fernando y Danglars eran dos pobretones, ennoblecidos a un mismo tiempo, y enriquecidos también; en realidad, tanto vale uno como otro, salvo ciertas cosas que han dicho de él, y no de mí.

‑¿El qué?

‑Nada.

‑¡Ah!, sí, comprendo; lo que me decís me hace recordar el nom­bre de Fernando Mondego. Yo lo he oído pronunciar en Grecia, si mal no recuerdo.

‑¿Respecto a Alí‑Bajá?

‑Exacto.

‑Ahí está el misterio ‑repuso Danglars‑, y confieso que hubie­ra dado cualquier cosa por descubrirlo.

‑No era difícil, si lo hubieseis deseado.

‑¿Pues cómo?

‑¿Tenéis acaso algún corresponsal en Grecia?

‑¡Oh!

‑¿En Janina?

‑¡En todas partes!

‑¡Pues bien!, escribid a vuestro corresponsal de Janina, y pregun­tad qué papel desempeñó en el desastre de Alí‑Tebelín un francés lla­mado Fernando.

‑¡Tenéis razón! ‑exclamó el banquero, levantándose vivamen­te‑; ¡hoy mismo escribiré!


Date: 2015-12-17; view: 542


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