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Capítulo noveno

Píramo y Tisbe

Cerca del barrio de Saint‑Honoré, detrás de una hermosa casa nota­ble entre las de este suntuoso barrio, se extiende un vasto jardín, cu­yos espesos castaños rebasan con mucho las grandes tapias, y dejan caer cuando llega la primavera sus flores sobre dos enormes jarrones de mármol colocados paralelamente sobre dos pilastras cuadrangula­res, en que encaja una reja de hierro de la época de Luis XIII.

Esta grandiosa entrada está condenada, a pesar de los magníficos geranios que brotan en los dos jarrones, y que mecen al viento sus hojas marmóreas y sus flores de púrpura, desde que los propietarios se contrajeron a la posesión del palacio, del patio plantado de árboles que cae a la calle principal, y del jardín que cierra esta valla que caía antes a una magnífica huerta de una fanega de tierra, perteneciente a la propiedad. Pero habiendo tirado una línea el demonio de la espe­culación, es decir, una calle en el extremo de esta huerta, con nom­bre antes de existir, merced a una placa de vidrio, pensaron poder vender esta huerta para edificar casas en la calle, y facilitar el tránsi­to en ese magnífico barrio de Saint‑Honoré.

Pero en punto a especulación, el hombre propone y el dinero dis­pone. La calle bautizada murió en la cuna. El que adquirió la huerta, después de haberla pagado cabalmente, no pudo encontrar, al ven­derla, la suma que quería, y esperando una subida de precio, que no podía dejar de indemnizarle un día a otro, se contentó con alquilar la huerta a unos hortelanos por quinientos francos anuales.

No obstante, ya hemos dicho que la reja del jardín que daba a la huerta estaba condenada, y el orín roía sus goznes. Aún hay más: para que los hortelanos no curioseen con sus miradas vulgares el interior del aristocrático jardín, un tabique de tablas está unido a las barras hasta la altura de seis pies. Es verdad que las tablas no están tan bien unidas que no se pueda dirigir una mirada furtiva por entre las juntu­ras, pero esta casa no es tan severa que tema las indiscreciones.

En esta huerta, en lugar de coliflores, lechugas, escarolas, rábanos, patatas y melones, crecen sólo grandes alfalfas, único cultivo que de­nota que aún hay alguien que se acuerda de este lugar abandonado. Una puertecita baja, abriéndose a la calle proyectada, da acceso a este terreno cercado de tapias, que sus habitantes acaban de abandonar a causa de su esterilidad, y que después de ocho días, en lugar de produ­cir un cincuenta por ciento, como antes, no produce absolutamente nada.

Por el lado de la casa, los castaños de que hemos hablado coronan la tapia, lo cual no impide que otros árboles verdes y en flor deslicen en los espacios que median entre unos y otros sus ramas ávidas de aire. En un ángulo en que el follaje es tan espeso que apenas deja penetrar la luz, un ancho banco de piedra y sillas de jardín indican un lugar de reunión o un retiro favorito de algún gabinete de la casa, situada a cien pasos, y que apenas se distingue a través del espeso ramaje que la envuelve. En fin, la elección de este asilo misterioso, está justifica­da a la vez por la ausencia del sol, por la perpetua frescura, aun duran­te los días más ardientes del estío, por el gorjeo de los pájaros y por el alejamiento de la casa y de la calle, es decir, de los negocios y del bu­llicio.



En una tarde del día más caluroso de primavera, había sobre este banco de piedra un libro, una sombrilla, un canastillo de labor y un pañuelo de batista empezado a bordar, y no lejos de este banco, junto a la reja, en pie, delante de las tablas, con los ojos aplicados a una de las aberturas, hallábase una joven, cuyas miradas penetraban en 4 terreno desierto que ya conocemos.

Casi al mismo tiempo, la puertecilla de este terreno se cerraba sin ruido, y un joven alto, vigoroso, vestido con una blusa azul, una gorri­lla de terciopelo, pero cuyos bigotes, barba y cabellos negros cuidado­samente peinados desentonaban de este traje popular, después de una rápida ojeada a su alrededor, para asegurarse de que nadie le espiaba, pasando por esta puerta que cerró tras sí, se dirigió con pasos preci­pitados hacia la reja.

Al ver al que esperaba, pero no probablemente con aquel traje, la joven tuvo miedo y dio dos pasos hacia atrás. Y, sin embargo, ya al través de las hendiduras de la puerta, el joven, con esa mirada que sólo pertenece a los amantes, había visto flotar el vestido blanco y el largo cinturón azul. Corrió hacia el tabique, y aplicando su boca a una abertura, dijo:

‑No temáis, Valentina, soy yo.

La joven se acercó.

‑¡Oh, caballero! ‑dijo‑. ¿Por qué habéis venido hoy tan tarde? ¿Sabéis que pronto vamos a comer y que me he tenido que valer de mil medios para desembarazarme de mi madrastra, que me espía, de mi camarera que me persigue, y de mi hermano que me atormenta, para venir a trabajar aquí en este bordado que temo no se acabe en mucho tiempo...? Así que os excuséis de vuestra tardanza, me diréis qué significa ese nuevo traje que habéis adoptado, y que casi ha sido la causa de que no os reconociera de momento.

‑Querida Valentina ‑dijo el joven‑, demasiado conocéis mi amor para que os hable de él, y sin embargo, siempre que os veo tengo necesidad de deciros que os adoro, a fin de que el eco de mis propias palabras me acaricie dulcemente el corazón cuando dejo de veros. Ahora os doy mil gracias por vuestra dulce reconvención, la cual me prueba que pensabais en mí. ¿Queríais saber la causa de mi tardanza y el motivo de mi disfraz? Pues bien, voy a decírosla, y espero que me excusaréis. Me he establecido.

‑¿Establecido...? ¿Qué queréis decir, Maximiliano? ¿Y somos bastante dichosos para que habléis de lo que nos concierne con ese tono de broma?

‑¡Oh! Dios me libre ‑‑dijo el joven‑ de bromear con lo que deci­dirá de mi suerte. Pero, fatigado de ser un corredor de campos, y un escalador de paredes, espantado de la idea que me hicisteis abrigar la otra tarde de que vuestro progenitor me haría juzgar un día como ladrón, lo cual comprometería el honor del ejército francés, no menos espantado de la posibilidad de que se asombren de ver eternamente rondar alrededor de este terreno, donde no hay la menor ciudadela que sitiar o el más pequeño bloqueo que defender, a un capitán de spahis, me he hecho hortelano, y adoptado el traje de mi profe­sión.

‑Bueno, ¡qué locura!

‑Al contrario, es la idea más feliz que he tenido en toda mi vida, porque al menos nos deja en toda seguridad.

‑Veamos, explicaos.

‑Pues bien. Fui a buscar al propietario de esta huerta, el alquiler con los antiguos inquilinos había concluido, y yo se la alquilé de nue­vo. Toda esta alfalfa me pertenece, Valentina. Nada me prohíbe que yo haga construir una cabaña aquí cerca, y viva de aquí en adelante a veinte pasos de vos. ¡Oh!, no puedo contener mi alegría y mi felici­dad. ¿Comprendéis, Valentina, que se puedan pagar estas cosas? Es imposible, ¿no es verdad? ¡Pues bien!, toda esta felicidad, toda esta dicha, toda esta alegría, por las que yo hubiera dado diez años de mi vida, me cuestan, ¿no adivináis cuánto...? Así, pues, ya lo veis. De aquí en adelante no hay que temer. Estoy aquí en mi casa, puedo po­ner una escala apoyada contra mí tapia, y mirar por encima, y sin te­mor de que venga una patrulla a incomodarme, tengo derecho a deciros que os amo, mientras no se resienta vuestro orgullo de oír salir esa palabra de la boca de un pobre jornalero con una gorra y una blusa.

Valentina dejó escapar un ligero grito de sorpresa, y luego, de re­pente, dijo con tristeza, y como si una nube hubiese velado el rayo de sol que iluminaba su corazón:

‑¡Ay!, Maximiliano, ahora seremos demasiado libres. Nuestra felicidad nos hará tentar a Dios. Abusaremos de nuestra seguridad, y nuestra seguridad nos perderá.

‑¿Podéis decirme eso, amiga mía, a mí, que desde que os conozco os doy pruebas de que he subordinado mis pensamientos y mi vida a vuestra vida y vuestros pensamientos? ¿Quién os ha dado confianza en mí? Mi honor, ¿no es así? Cuando me dijisteis que un vago instinto os aseguraba que corríais algún peligro, todo mi anhelo fue serviros, sin pedir otro galardón más que la felicidad de serviros. ¿Desde este tiempo os he dado ocasión con una palabra, con una seña, de arrepen­tiros por haberme preferido a los que hubieran sido felices en morir por vos? Me dijisteis, pobre niña, que estabais prometida al señor Franz d'Epinay, que vuestro padre había decidido esta alianza, es de­cir, que era segura, porque todo lo que quiere el señor de Villefort se realiza de un modo infalible. Pues bien, he permanecido en la som­bra, esperando, no de mi voluntad ni de la vuestra, sino de los sucesos de la providencia de Dios, y sin embargo, me amabais. Tuvisteis pie­dad de mí, Valentina, y vos misma me lo habéis dicho. Gracias por esa dulce palabra, que no os pido sino que me la repitáis de vez en cuando, y que hará que me olvide de todo lo demás.

‑Y eso es lo que os ha animado, Maximiliano, y eso mismo me proporciona una vida dulce y desgraciada hasta tal punto que me pre­gunto a veces qué es lo que vale más para mí, sí el pesar que me causa­ba antes el rigor de mi madrastra y su ciega preferencia a su hijo, o la felicidad llena de peligros que experimento al veros.

‑¡De peligros! ‑exclamó Maximiliano‑, ¿sois capaz de decir una palabra tan dura y tan injusta? ¿Habéis visto nunca un esclavo más sumiso que yo? Me habéis permitido algunas veces la palabra, Va­lentina, pero me habéis prohibido seguiros. He obedecido. Desde que encontré un medio para penetrar en esta huerta, para hablaros a tra­vés de esta puerta, de estar, en fin, tan cerca de vos sin veros, ¿os he pedido alguna vez que me deis vuestra mano a través de esta valla? ¿He intentado siquiera saltar esta tapia, ridículo obstáculo para mi ju­ventud y mi fuerza? Nunca me he quejado de vuestro rigor, nunca os he manifestado en voz alta un deseo. He sido fiel a mi palabra, como un caballero de los tiempos pasados. Confesad eso al menos para que no os crea injusta.

‑Tenéis razón ‑dijo Valentina pasando por entre dos tablas el extremo de los lindos dedos, sobre los cuales aplicó los labios Maxi­miliano‑. Es verdad que sois un amigo honrado. Pero, en fin, vos no habéis obrado sino por vuestro propio interés, mi querido Maximi­liano. Bien sabíais que el día en que el esclavo fuese exigente lo per­dería todo. Me prometisteis la amistad de un hermano, a mí, a quien mi padre olvida, a quien mi madrastra persigue, y que no tengo por consuelo más que un anciano, inmóvil, mudo, helado, cuya mano no puede estrechar la mía, cuya mirada sola puede hablarme, y cuyo co­razón late sin duda por mí con un resto de calor. Amarga ironía de la suerte que me hace enemiga o víctima de todos los que son más fuer­tes que yo, y que me da un cadáver por único sostén y amigo. ¡Oh! ¡Maximiliano, Maximiliano, soy muy desgraciada, y hacéis bien en amarme por mí y no por vos!

‑Valentina ‑dijo el joven profundamente conmovido‑, no diré que sois el único objeto de mi cariño en el mundo, porque también amo a mi hermana y a mi cuñado, pero es con un amor dulce y tran­quilo, que nada se parece al sentimiento que me inspiráis. Cuando pienso en vos, hierve mi sangre, mi pecho se levanta y no puedo re­primir los latidos de mi corazón. Pero esta fuerza, este ardor, este poder sobrehumano los emplearé únicamente en amaros hasta el día en que me digáis que los emplee en servicio vuestro. Dicen que el señor Franz d'Epinay estará ausente un año todavía, y en un año, ¡cuántas vicisitudes podrán secundar nuestros proyectos! ¡Sigamos, pues, esperando, nada más grato ni más dulce que la esperanza! Pero, entretanto, vos, Valentina, vos que me echáis en cara mi egoísmo, ¿qué habéis sido para mí? La bella y fría estatua de la Venus púdica. En pago de mi cariño, de mi obediencia, de mi moderación, ¿qué me habéis concedido?, casi nada. Me habláis del señor d'Epinay, vuestro futuro esposo, y suspiráis con la idea de ser suya algún día. Veamos, Valentina, ¿es eso todo lo que siente vuestra alma? ¿Es posible que cuando yo os dedico mi vida entera, mi alma, el latido más impercep­tible de mi corazón, cuando soy todo vuestro, cuando siento que me moriría si os perdiera, vos permanezcáis tranquila y no os asuste la sola idea de pertenecer a otro? ¡Oh! Valentina, Valentina, si yo estu­viera en vuestro lugar, si yo supiera que era amado con la seguridad que vos tenéis de que os amo, ya hubiera pasado cien veces mi mano por entre esas rendijas y hubiera estrechado la mano del pobre Maxi­miliano, diciéndole: «Sí, vuestra, sólo vuestra, Maximiliano, en este mundo y en el otro.»

Valentina no respondió, pero el joven la oyó suspirar y llorar.

La reacción de Maximiliano fue instantánea.

‑¡Valentina! ‑exclamó‑. ¡Valentina!, olvidad mis palabras si en ellas ha habido algo que pueda ofenderos.

‑No ‑contestó ella‑, tenéis razón, pero ¿no os dais cuenta de que soy una infeliz criatura, abandonada en una casa extraña, porque mi padre es casi un extraño para mí, criatura cuya voluntad ha ido que­brantando día por día, hora por hora, minuto por minuto, en el espacio de diez años, la voluntad de hierro de otros superiores a quienes estoy sujeta? Nadie ve lo que yo sufro, y a nadie, sino a vos lo he con­fiado. En apariencia y a los ojos de todo el mundo, nada se opone a mis deseos, todos son afectuosos para mí. En realidad, todo me es hostil. El mundo dice: «El señor de Villefort es demasiado grave y se­vero para ser muy cariñoso con su hija. Pero ésta a lo menos ha tenido la felicidad de volver a encontrar en la señora Villefort una segunda madre.» ¡Pues bien!, el mundo se equivoca, mi padre me abandona con indiferencia, y mi madrastra me odia con un encarnizamiento tan­to más terrible cuanto más lo disimula con su eterna sonrisa.

‑¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pu­diera odiaros?

‑Por desgracia, amigo mío ‑dijo Valentina‑, me veo obligada a confesar que ese odio contra mí proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su hijo, a mi hermano Eduardo.

‑¿Y qué?

‑Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo, pero, amigo mío, creo que éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes por su parte, y yo soy ya rica por los bienes de mi madre, los cuales se acrecentarán con los de los señores de Saint‑Me­rán, que heredaré algún día, creo, ¡Dios me perdone por pensar así, que está envidiosa. Y Dios sabe si yo le daría con gusto la mitad de esta fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría ni un instante.

‑¡Pobre Valentina!

‑Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me pa­rece que estos lazos me sostienen y tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no es un hombre cuyas órdenes pueda yo desobe­decer impunemente. Es muy poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os lo juro, no me decido a luchar porque temo que, tanto vos como yo, sucumbiríamos en la lucha.

‑Pero, Valentina ‑repuso Maximiliano‑, ¿por qué desesperar así y ver siempre el porvenir sombrío?

‑Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.

‑Sin embargo, veamos. Si yo no soy para vos un buen partido, desde el punto de vista aristocrático, no obstante tengo una posición honrosa en la sociedad. El tiempo en que había dos Francias ya no existe. Las familias más altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia de la lanza se ha unido con la del cañón. Ahora bien, yo pertenezco a esta última. Yo tengo un hermoso porvenir en el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero indepen­diente; la memoria de mi padre es venerada en nuestro país como la de uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nues­tro país, Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.

‑No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me re­cuerda a mi buena madre, aquel ángel llorado por todo el mundo, y que después de haber velado sobre su hija, mientras su corta perma­nencia en la tierra, vela todavía, así lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre madre, Maximiliano, no tendría yo nada que temer, le diría que os amo, y ella nos protegería.

‑No obstante, Valentina ‑repuso Maximiliano‑, si viviese, yo no os habría conocido, porque, como habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz me hubiera contemplado con desdén desde lo alto de su grandeza.

‑¡Ah!, amigo mío ‑‑exclamó Valentina‑, ¡ahora sois vos el in­justo! Pero decidme...

‑¿Qué queréis que os diga? ‑repuso Maximiliano, viendo que Valentina vacilaba.

‑Decidme ‑continuó la joven‑, ¿ha habido en otros tiempos al­gún motivo de disgusto entre vuestro padre y el mío en Marsella?

‑Que yo sepa, ninguno ‑respondió Maximiliano‑, a no ser que vuestro padre era el más celoso partidario de los Borbones y el mío un hombre adicto al emperador. Esto, según presumo, es la única di­ferencia que había entre ambos. Pero ¿por qué me hacéis esa pre­gunta, Valentina?

‑Voy a decíroslo ‑repuso ésta‑, porque debéis saberlo todo. El día que publicaron los periódicos vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor, estábamos todos en la casa de mi abuelo, se­ñor Noirtier, donde también se encontraba el señor Danglars, ya sabéis, ese banquero cuyos caballos estuvieron anteayer a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico en voz alta a mi abuelo mientras los demás hablaban del casamiento probable del señor de Morcef con la señorita Danglars. Al llegar al párrafo que tra­taba de vos, y que ya había yo leído, porque desde la mañana ante­rior me habíais anunciado esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz..., pero temerosa al mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro nombre, y es seguro que lo hubiera omitido a no ser por el temor de que diesen una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas mis fuerzas y 1eí el párrafo.

‑¡Querida Valentina!

‑Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la cabeza. Estaba yo tan convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de hacer el efecto de un rayo, que creí notar un estremecimiento en mi padre, y aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que fue una ilusión de mi parte. «Mo­rrel ‑dijo mi padre‑, ¡espera un poco! » Frunció las cejas y conti­nuó: « ¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos furiosos bonapartistas que tantos males nos causaron en 1815?

‑Sí ‑respondió Danglars‑, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.

‑Así es, en efecto ‑dijo Maximiliano‑. ¿Y qué respondió vues­tro padre?, decid, Valentina.

‑¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.

‑No importa ‑dijo Maximiliano sonriendo‑, decidlo todo.

‑Su emperador ‑continuó, frunciendo las cejas‑, sabía darles el lugar que merecían a todos esos fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único nombre que merecían. Veo con placer que el nuevo gobierno vuelve a poner en vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la conquista de Argel, le felicitaría do­blemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.

‑En efecto, es una política un tanto brutal ‑dijo Maximiliano‑, pero no sintáis, querida mía, lo que ha dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin cesar: « ¿Por qué el emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y abogados y los lleva a primera línea de fuego?» Ya veis, amiga mía, ambas opiniones se equilibran por lo pintoresco de la expresión y la dulzura del pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la salida del procurador del rey?

‑¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a mí me parece feroz. Pocos momentos después, se levantaron ambos y se marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo estaba muy conmovido. Preciso es deciros, Maximiliano, que yo sola soy la que adivina las agitaciones de ese pobre paralítico, y creí en­tonces que la conversación promovida delante de él, porque nadie hace caso del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente, en atención a que se había hablado mal de su emperador, ya que, según parece, ha sido un fanático de su causa.

‑En efecto ‑dijo Maximiliano‑, es uno de los nombres conoci­dos del Imperio, ha sido senador, y como sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo complicado en todas las conspiraciones bonapartis­tas que se hicieron en tiempo de la Restauración.

‑Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan muy extrañas. El abuelo bonapartista, el hijo realista..., en fin, ¿qué queréis...? Entonces me volví hacia él, y me indicó el pe­riódico con la mirada.

‑¿Qué os ocurre, querido papá? ‑le dije, ¿estáis contento?

Hízome una señal afirmativa con la cabeza.

‑¿De lo que acaba de decir mi papá? ‑le pregunté.

Díjome por señas que no.

‑¿De lo que ha dicho el señor Danglars?

Otra seña negativa.

‑¿Será tal vez porque al señor Morrel ‑no me atreví a decir Ma­ximiliano‑ lo han nombrado oficial de la Legión de Honor?

Entonces me hizo seña de que así era, en efecto.

‑¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado oficial de la Legión de Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su parte, puesto que dicen que vuelve algu­nas veces a la infancia, y es por una de las cosas que le quiero mucho.

‑Es muy particular ‑dijo Maximiliano, reflexionando‑‑, odiar­me vuestro padre, al contrario que vuestro abuelo... ¡Qué cosas tan raras producen esos afectos y esos odios de partidos!

‑¡Silencio! ‑exclamó de repente Valentina‑. ¡Escondeos, huid, viene gente!

Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.

‑Señorita, señorita ‑gritó una voz detrás de los árboles‑, la se­ñora os busca por todas partes. ¡Hay una visita en la sala!

‑¡Una visita! ‑exclamó Valentina agitada‑, ¿y quién ha venido a visitarnos?

‑Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo .

‑Ya voy ‑dijo en voz alta Valentina.

Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de Valentina servía de despedida al fin de cada entrevista.

‑¡Qué es esto! ‑dijo Maximiliano apoyándose en actitud de me­ditación sobre la azada‑, ¿cómo conoce el conde de Montecristo al señor de Villefort?

En efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del señor de Villefort, con el objeto de devolver al procurador del rey la visita que éste le había hecho, y como es de suponer, toda la casa se puso en movimiento al escuchar su nombre.

La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anuncia­ron al conde, hizo venir al instante a su hijo, para que el niño reitera­se sus gracias al conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar

del gran personaje durante dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la cual pudiera acom­pañar uno de los gestos que hacía decir a su madre: « ¡Oh! ¡Qué mu­chacho tan malo; pero bien merece que le perdonen, porque tiene tan­to talento... ! »

Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el se­ñor de Villefort.

‑Mi esposo come hoy en casa del señor canciller ‑respondió la joven‑, acaba de salir en este momento y estoy segura de que sentirá infinito no haber tenido el honor de veros.

Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo devoraban con los ojos, se retiraron después del tiempo razo­nable exigido a la vez por la cortesía y la curiosidad.

‑A propósito, ¿qué hace lo hermana Valentina? ‑dijo la señora de Villefort a Eduardo‑; que la avisen de que quiero tener el honor de presentarla al señor conde.

‑¿Tenéis una hija, señora? ‑inquirió el conde‑, será todavía una niña.

‑Es la hija del señor de Villefort ‑replicó la señora‑, hija del primer matrimonio, esbelta y hermosa figura.

‑Pero melancólica ‑interrumpió el joven Eduardo arrancando, para adornar su sombrero, las plumas de la cola de un precioso gua­camayo, que gritó de dolor en el travesaño dorado de su jaula.

La señora de Villefort se contentó con decir:

‑Silencio, Eduardo.

Luego añadió:

‑Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir mu­chas veces con amargura, porque la señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos por distraerla, tiene un carácter triste y un humor ta­citurno que perjudica muchas veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la causa de ello.

‑Es que la buscan donde no está.

‑¿Dónde la buscan?

‑En el cuarto del abuelo Noirtier.

‑¿Y tú opinas que no está allí?

‑No, no, no, no, no está allí ‑respondió Eduardo tarareando.

‑¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.

‑Está debajo del castaño grande ‑‑continuó el travieso niño pre­sentando, a pesar de los gritos de su madre, una porción de mos­cas vivas al guacamayo, que parecía muy ansioso de esta clase de caza.

La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la cam­panilla para indicar a su doncella el sitio donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se presentó.

La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera podido descubrir en sus ojos las huellas de sus lágrimas.

Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado a nuestros lectores sin darla a conocer, era una alta y es­belta joven de diecinueve años, con pelo castaño claro, ojos de un azul inteso, continente lánguido, y en el cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su madre. Sus manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color imperceptible, le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a quienes se ha comparado bastante poéticamente, en sus movimientos, con los cisnes.

Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había oído hablar, saludó sin ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con una gracia tal, que redobló la atención del conde.

Este se levantó.

‑La señorita de Villefort, mi hijastra ‑dijo la señora de Villefort a Montecristo, que se inclinó hacia adelante, presentando la mano a Valentina.

‑Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la Cochinchina ‑‑‑dijo el pilluelo, dirigiendo a su hermana una mi­rada socarrona.

Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse contra aquella plaga doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el conde se sonrió y miró al muchacho con compla­cencia, lo cual elevó a su madre al colmo del entusiasmo.

‑Pero, señora ‑‑dijo el conde reanudando la conversación y mi­rando alternativamente a la madre y a la hija‑, yo he tenido el honor de veros en alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello, y cuando se presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un porvenir confuso, dispensadme por la expresión.

‑No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficio­nada a la sociedad, y nosotros salimos muy rara vez ‑dijo la joven esposa.

‑Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos, señora, y también a este gracioso picaruelo. La sociedad pari­siense, por otra parte, me es absolutamente desconocida, porque creo haber tenido el honor de deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que recuerde..., esperad... ‑Y el conde llevó su mano a la frente como para coordinar las ideas.

‑No, es en otra parte..., es en... yo no sé..‑‑‑ pero me parece que este recuerdo es inseparable de un sol brillante y de una especie de solemnidad religiosa... La señorita tenía flores en la mano, el niño corría detrás de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, es­tabais debajo de un emparrado... Ayudadme, señora, ¿no os recuer­da nada todo lo que os digo?

‑De veras que no ‑respondió la señora de Villefort‑, y sin em­bargo, me parece que si os hubiese visto en alguna parte, vuestro re­cuerdo estaría presente en mi memoria.

‑El señor conde nos habrá visto quizás en Italia ‑dijo tímida­mente Valentina.

‑En efecto, en Italia..., es muy posible ‑dijo Montecristo‑. ¿Habéis viajado por Italia, señorita?

‑La señora y yo estuvimos allí hace dos meses. Los médicos te­mían que enfermase del pecho, y me recomendaron los aires de Ná­poles. Pasamos por Bolonia, Perusa y Roma.

‑¡Ah!, es verdad, señorita ‑exclamó Montecristo, como si aque­lla simple indicación hubiese bastado para fijar todos sus recuer­dos‑‑‑. Fue en Perusa, el día del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo donde la casualidad nos reunió a vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el honor de veros.

‑Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fies­ta de que habláis ‑dijo la señora de Villefort‑, pero por más que me esfuerzo, me avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber te­nido el honor de veros.

‑Es muy extraño, ni yo tampoco ‑dijo Valentina levantando sus hermosos ojos y mirando a Montecristo.

Eduardo dijo:

‑Yo sí me acuerdo.

‑Voy a ayudaros ‑dijo el conde‑. El día había sido muy calu­roso, os hallabais esperando y los caballos no venían a causa de la so­lemnidad. La señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño desapareció corriendo detrás del pájaro.

‑Y le cogí, mamá, ¿no lo acuerdas? ‑dijo Eduardo‑, ¡vaya!, como que le arranqué tres plumas de la cola.

‑Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras estabais sentada en un banco de piedra y mientras que, como os digo, la señorita de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber hablado mucho tiempo con alguien?

‑Desde luego ‑dijo la señora de Villefort poniéndose colorada‑,

con un hombre envuelto en una gran capa..., con un médico, según creo.

‑Justamente, señora, aquel hombre era yo. En los quince días que hacía que me alojaba en la fonda, curé a mi ayuda de cámara de ca­lentura y al fondista de ictericia, de suerte que me tenían en el con­cepto de un médico famoso. Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de costumbres, de modas, de aquella famosa agua tofana, cuyo secreto, según creo, os habían dicho varias personas que se conservaba todavía en Perusa.

‑¡Ah, es verdad! ‑dijo vivamente la señora de Villefort con cier­ta inquietud‑, ahora recuerdo.

‑Yo no sé ya lo que vos me dijisteis detalladamente, señora ‑re­plicó el conde con una tranquilidad perfecta‑, pero participando del error general, me consultasteis sobre la salud de la señorita de Vi­llefort.

‑Como vos erais médico ‑dijo la señora de Villefort‑ puesto que habíais curado varios enfermos...

‑Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que jus­tamente porque no lo era, no he curado a mis enfermos, sino que mis enfermos se han curado. Yo me contentaré con deciros que he estu­diado bastante a fondo la química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado..., ya comprenderéis.

En este momento dieron las seis.

‑Son las seis ‑dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación‑, ¿no vais a ver si come ya vuestro abuelo, Valentina?

La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar una palabra.

‑¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita de Villefort? ‑dijo el conde, así que Valentina hubo sa­lido.

‑No lo creáis ‑repuso vivamente la joven‑, pero ésta es la hora en que hacemos que den al señor Noirtier la comida que sostiene su triste existencia. Ya sabéis, caballero, en qué lamentable estado se en­cuentra mi suegro.

‑Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una pará­lisis, según creo.

‑¡Ay!, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa máquina humana, pálida y temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse. Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios do­mésticos, os he interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.

‑No he dicho yo eso, señora ‑respondió Montecristo sonriéndose‑. He estudiado la química, porque, decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el ejemplo del rey Mitrídates.

‑Mithridates, rex Ponticus ‑dijo el niño, cortando de un magní­fico álbum unos dibujos de paisaje que iba doblando y guardando en el bolsillo.

‑¡Eduardo, no seas malo! ‑exclamó la señora de Villefort arre­batando el mutilado libro de las manos de su hijo‑. Eres insoporta­ble, nos aturdes, déjanos, ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.

‑¡El álbum...! ‑dijo Eduardo.

‑¿Qué quieres decir, el álbum?

‑Sí, sí, quiero el álbum...

‑¿Por qué has cortado los dibujos?

‑Porque me da la gana.

‑Vete, ¡vete!

‑No, no, no me iré hasta que me des el álbum ‑‑dijo el niño aco­modándose en un sillón, fiel siempre a su costumbre de no ceder nunca.

‑Toma, y déjanos en paz ‑dijo la señora de Villefort; y dio el ál­bum a Eduardo, que salió acompañado de su madre.

El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.

‑Veamos si cierra la puerta ‑murmuró.

Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a en­trar. El conde no pareció darse cuenta de ello.

Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.

‑Permitidme que os haga observar, señora ‑dijo el conde con aquella bondad que ya nos es conocida‑, que sois muy severa con ese niño encantador.

‑Es necesario, caballero ‑replicó la señora de Villefort, con un verdadero aplomo de madre.

‑Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que prueba que su preceptor no ha perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está muy adelantado para su edad.

‑¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más defectos que ser muy voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos, por ejemplo, señor conde, que Mitrídates emplease aquellas precauciones y que pudieran ser eficaces?

‑Con tanta más razón, señora, cuanto que yo las he empleado para no ser envenenado en Palermo, Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a no ser por esa precaución, hubiera perecido.

‑¿Y os salió bien?

‑Completamente.

‑Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa parecida.

‑¡De veras! ‑exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida‑, pues yo no lo recuerdo.

‑Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre los hombres del Norte que sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los temperamentos fríos y linfáticos de los septen­trionales no presentan la misma disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.

‑Es cierto ‑dijo Montecristo‑, yo he visto a rusos devorar sus­tancias vegetales que hubiesen matado infaliblemente a un napolita­no o a un árabe.

‑¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nos­otros que en los orientales y en medio de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se acostumbraría más fácilmente que bajo un clima ca­liente a esa absorción progresiva del veneno?

‑Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a que se haya acostumbrado.

‑Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien, cómo os habéis acostumbrado?

‑Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué vene­no deben usar contra vos..., suponed que este veneno sea..., la bru­cina, por ejemplo...

‑Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo ‑dijo la se­ñora de Villefort.

‑Exacto, señora ‑respondió Montecristo‑, pero veo que me queda muy poco que enseñaros; recibid mi enhorabuena, semejantes conocimientos son muy raros en las mujeres.

‑¡Oh!, lo confieso ‑dijo la señora de Villefort‑, soy muy afi­cionada a las ciencias ocultas, que hablan a la imaginación como una poesía y se resuelven en cifras como una ecuación algebraica; pero continuad, os suplico, lo que me decís me interesa sobremanera.

‑¡Pues bien! ‑repuso Montecristo‑, suponed que este veneno sea la brucina, por ejemplo, y que tomáis un miligramo el primer día. Dos miligramos el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un centigramo. Al cabo de veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es decir, una dosis que tolera­réis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para otra persona que no hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al cabo de un mes, bebiendo agua en la misma jarra, mataréis a la perso­na que haya bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un poco de malestar, producido por una sustancia venenosa mez­clada en aquella agua.

‑¿No conocéis otro contraveneno?

‑No conozco ningún otro.

‑Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates ‑dijo la señora de Villefort pensativa‑, y la había tomado por una fábula.

‑No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me decís, señora, lo que me preguntáis, no es el resultado de una pregunta caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho preguntas idénticas y me habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.

‑Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la botánica y la mineralogía, y cuando he sabido más tarde que el use de los simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de las gentes de Oriente, como las flores explican todo su pen­samiento amoroso, sentí no ser hombre para llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.

‑Tanto más, señora ‑respondió Montecristo‑ cuanto que los orientales no se limitan como Mitrídates, a hacer de los venenos una coraza. Hacen también de él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una arma defensiva, sino a veces ofensiva. La una les sirve con­tra sus sufrimientos, la otra contra sus enemigos. Con el opio, la be­lladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les ha negado en realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el lau­rel, adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres, egipcia, turca o griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asun­tos de química con que dejar estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un confesor.

‑¿De veras? ‑exclamó la señora de Villefort, cuyos ojos brillaban durante este coloquio con el conde.

‑¡Oh!, sí, señora ‑continuó Montecristo‑. Los dramas secre­tos de Oriente se desenvuelven de este modo, desde la planta que hace morir, desde el brebaje que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el infierno. Tienen tantas rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y moral, y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el remedio y el mal a sus necesidades de amor o a sus deseos de venganza.

‑Pero, caballero ‑repuso la joven‑, esas sociedades orientales, en medio de las cuales habéis pasado una parte de vuestra vida, son fantásticas como los cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede suprimir a un hombre impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland? Los sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituyen lo que se llama en Fran­cia el gobierno, son otros Harum‑al‑Ratschild y Giaffar, que no sólo perdonan al envenenador, sino que lo hacen primer ministro, si el crimen ha sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de oro para divertirse en sus horas de tedio.

‑No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay tam­bién personas disfrazadas bajo otro nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía, jueces de instrucción y procuradores del rey. Allí se ahorca, se decapita, y se empala a los criminales. Aquí un ne­cio poseído del demonio del odio, que tiene un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y bajo otro nombre que el suyo propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le impiden dormirse, cinco o seis dracmas de arsénico. Si es hombre diestro, va a cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan pronto como tiene en sus manos el específico, adminis­tra a su enemigo, o a su pariente, una dosis que haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a la víctima, y todo el barrio se alarma. Entonces viene una nube de agentes de policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y extrae del estó­mago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan el hecho con el nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los drogueros prestan su declaración y afirman: «Yo fui quien vendí a este caballero el arsénico», y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que reconocer a veinte por habérselo vendido. Enton­ces el criminal es preso, interrogado, confundido, condenado y gui­llotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es como vuestros septentrionales entienden la química, señora. No obs­tante, Desrues sabía más que todo esto, debo confesarlo.

‑¿Qué queréis, caballero? ‑dijo riendo la joven‑, cada cual hace lo que puede. No todos poseen el secreto de los Médicis o de los Borgias.

‑Ahora bien ‑dijo el conde encogiéndose de hombros‑, ¿que­réis que os diga la causa de todas esas torpezas...? Que en vuestros teatros, según he podido juzgar yo mismo leyendo las obras que en ellos se representan, se ve siempre beber un pomo de veneno o chu­par el guardapelo de una sortija, y caer al punto muertos. Cinco mi­nutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan. Siempre se ignoran las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de policía con su banda, ni a un cabo con cuatro soldados, y esto auto­riza a muchas pobres personas .a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero salid de Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y veréis pasar por las calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese por allí algún genio fantásti­co, podría deciros al oído: «Ese caballero está envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto completamente.»

‑Entonces ‑dijo la señora de Villefort‑, ¿habrán encontrado la famosa agua‑tofana, que suponían perdida en Perusa?

‑¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se siguen unas a otras, y dan la vuelta al mundo, las cosas mu­dan de nombre, y el vulgo es engañado, pero siempre el mismo re­sultado, es decir, el veneno. Cada veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos, esta tos una fluxión de pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia, lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo fuese, lo sería gracias a los remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene que ver la justicia, como decía un horri­ble químico amigo mío, el excelente abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, ei cual había estudiado toda clase de fenómenos.

‑Eso es espantoso, pero admirable ‑repuso la joven‑. Yo creía, lo confieso, que todas estas historias eran invenciones medievales.

‑Sí, sin duda alguna, pero que se han perfeccionado en nuestros días. ¿Para qué queréis que sirva el tiempo, las medallas, las cruces, los premios de Monthyon, si no es para hacer llegar a la sociedad a su más alto grado de perfección? Ahora, pues, el hombre no será per­fecto hasta que sepa crear y destruir como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino.

‑De suerte que ‑replicó la señora de Villefort haciendo que la conversación recayera al objeto que ella deseaba‑, los venenos de los Borgias, de los Médicis, de los René, de los Ruggieri, y proba­blemente más tarde del barón Trenck, de que tanto han abusado el drama moderno y las novelas...

‑Eran objetos de arte, señora, nada más que eso ‑repuso el con­de‑. ¿Creéis que el verdadero sabio se dirige únicamente al mismo individuo? No. La ciencia gusta de aventuras, de caprichos, si así pue­de decirse. Ese excelente abate Adelmonte, de quien os hablaba hace poco, había hecho sobre este punto asombrosos experimentos.

‑¿De veras?

‑Sí, os citaré uno solo... Poseía un hermoso huerto lleno de le­gumbres, de flores y de frutos; entre ellos elegía uno cualquiera, por ejemplo, una lechuga. Por espacio de tres días la regaba con una solu­ción de arsénico, al tercero la lechuga se ponía ya amarillenta, es de­cir, había llegado el momento de cortarla. Para todos parecía madura y conservaba una apariencia apetitosa. Solamente para el abate Adel­monte estaba emponzoñada. Entonces la llevaba a su casa, cogía un conejo, habéis de saber que el abate tenía una colección de conejos, liebres y gatos, que no desmerecía de su colección de legumbres, flores y frutas. Cogía, pues, un conejo y le hacía comer una hoja de aquella lechuga. El conejo, por supuesto, se moría. ¿Qué jueces de Instrucción, ni qué procurador del rey va ahora a averiguar la causa de la muerte de un conejo? Nadie. Conque ya tenemos al conejo muerto. Después de esto, lo hace desollar por su cocinera, y arroja los intestinos sobre un montón de estiércol. Sobre este estiércol hay una gallina, come estos intestinos, cae enferma a su vez y muere al día siguiente. En el momento en que lucha con las convulsiones de la ago­nía pasa por allí un buitre, que en el país de Adelmonte hay muchos, se arroja sobre el cadáver, lo conduce entre sus garras a una roca y se lo come. Al cabo de tres días, el pobre buitre, que después de esta comida se encontró algo indispuesto, siente una especie de aturdi­miento, justamente cuando se hallaba entre una nube, muere allí mis­mo y cae' en vuestro estanque. Los sollos, las anguilas y las lampreas le comen ávidamente, ya sabéis que todos estos pescados son muy aficionados a las carnes. Ahora bien, suponed que al día siguiente os sirven en la mesa uña de esas anguilas, uno de esos sollos o de esas lampreas, envenenados hasta la cuarta generación; entonces vuestro convidado será envenenado a la quinta, y morirá al cabo de ocho días de dolores de entrañas, de males de corazón. Muere en uno de sus accesos. Le hacen la autopsia al cadáver, y los médicos dirán:

‑El pobre señor ha fallecido a causa de un tumor en el hígado, o de una fiebre tifoidea.

‑Pero ‑dijo la señora de Villefort‑ todas esas circunstancias, encadenadas unas a otras, pueden ser destruidas por el menor acci­dente. Puede muy bien ocurrir que el buitre no pase a tiempo o caiga a cien pasos del estanque.

‑¡Ah!, justamente, en eso es en lo que consiste el arte. Para ser un gran químico en Oriente es preciso saber dirigir la casualidad, así es como se obtienen los más difíciles resultados.

La señora de Villefort permanecía pensativa y escuchaba con gran atención.

‑Pero ‑dijo‑ el arsénico es indeleble. De cualquier manera que se le tome, siempre se encuentra en el cuerpo del hombre, si es que se toma una cantidad suficiente para que pueda causar la muerte.

‑¡Bien! ‑exclamó Montecristo‑, eso fue lo que yo dije al abate Adelmonte. Reflexionó un instante y me respondió con un proverbio siciliano que, según creo, es también proverbio francés: «Hijo mío, el

mundo no se hizo en un día, sino en siete. Volved, pues, el domingo.»

» Volví al domingo siguiente. En lugar de regar su lechuga con ar­sénico, la regó con una solución de sales, cuya base era de estricnina, Strichnina colubrina, como dicen los eruditos. Esta vez la lechuga es­taba perfectamente sana a la vista. Así, pues, el conejo no sospechó nada, y a los cinco minutos estaba muerto. La gallina comió el conejo, y al día siguiente dejó de existir. Entonces nosotros hicimos las veces de buitres, cogimos la gallina y la abrimos. Ya habían desaparecido todos los síntomas particulares y no quedaban más que los síntomas generales. Ninguna indicación particular en ningún órgano, irritación del sistema nervioso y nada más. La gallina no había sido envenenada, había muerto de apoplejía. Es un caso raro en las gallinas, lo sé, pero muy común en los hombres.

La señora de Villefort parecía cada vez más pensativa.

‑Es una dicha ‑dijo‑, que tales sustancias no puedan ser pre­paradas más que por químicos, si no la mitad del mundo envenenaría a la otra mitad.

‑Por químicos o personas que se ocupan de la química ‑repuso cándidamente Montecristo.

‑Y después de todo ‑dijo la señora de Villefort‑, por bien preparado que esté, el crimen siempre es crimen. Y si se libra de la investigación humana, no le sucede otro tanto con la mirada de Dios. Los orientales son más sabios que nosotros en punto a conciencia, y han suprimido prudentemente el infierno.

‑¡Oh!, señora, ese es un escrúpulo que debe brotar naturalmente en un alma honrada como la vuestra, pero que desaparecería pronto con el raciocinio. El lado peor del pensamiento humano estará siem­pre resumido en esta paradoja de Juan Jacobo Rousseau, el mandarín a quien se mata a cinco mil leguas levantando el extremo del dedo. La vida del hombre transcurre haciendo estas cosas, y su inteligencia se agota en pensarlas.

Pocas personas conoceréis que vayan a clavar brutalmente un cu­chillo en el corazón de su semejante, o que le administren para hacer­le desaparecer de la superficie del globo, la cantidad de arsénico que decíamos hace poco. Para llegar a este punto es menester que la sangre se caliente a treinta y seis grados, que el pulso descienda a noventa pulsaciones, y que el alma salga de sus límites ordinarios. Pero si pasando de palabra al sinónimo, hacéis una sencilla elimina­ción, en lugar de cometer asesinato innoble, si apartáis pura y senci­llamente de vuestro camino al que os incomode, y esto sin choque, sin violencia, sin el aparato de esos padecimientos que hacen de la vícti­ma un mártir y del que obra un carnicero, en toda la extensión de la palabra, si no hay sangre, ni aullidos, ni contorsiones, ni sobre todo esa horrible instantaneidad del asesinato, entonces os libertáis de la ley humana que os dice: « ¡No turbes la sociedad. .. ! » Este es el modo como proceden los orientales, personajes graves y flemáticos, que se inquietan muy poco de las cuestiones de tiempo en los casos de cierta importancia.

‑Pero queda la conciencia ‑dijo la señora de Villefort con voz conmovida y un suspiro ahogado.

‑Sí ‑‑dijo Montecristo‑, sí, por fortuna queda la conciencia, sin la cual sería uno muy desgraciado. Después de toda acción un poco vigorosa, la conciencia es la que nos salva, porque nos provee de mil disculpas de que sólo nosotros somos jueces, disculpas que, por ex­celentes que sean para conservar el sueño, serían mediocres ante un tribunal para conservaros la vida. Así, pues, Ricardo III, por ejem­plo, tuvo que agradecer mucho a su conciencia después de la muerte de los dos hijos de Eduardo IV. En efecto, podía decir para sí: Estos dos hijos de un rey cruel, perseguidos y que habían heredado los vi­cios de su padre, que yo sólo he sabido reconocer en sus inclinaciones juveniles, estos dos niños me molestaban para hacer la felicidad del pueblo inglés, cuya desgracia habrían causado infaliblemente.

Igualmente debía estar agradecida a su conciencia lady Macbeth, que quería dar un trono, no a su marido, sino a su hijo. ¡Ah!, el amor maternal es una virtud tan grande, un móvil tan poderoso que hace perdonar muchas cosas. Así, pues, muerto Duncan, lady Macbeth hubiera sido desgraciada a no ser por su conciencia.

La señora de Villefort absorbía con avidez estas espantosas pala­bras pronunciadas por el conde con aquella ironía sencilla que le era peculiar.

Después de una pausa, dijo:

‑¿Sabéis, señor conde, que sois un terrible argumentista y que veis el mundo bajo un aspecto algún tanto lívido? Teníais razón, sois un gran químico, y aquel elixir que hicisteis tomar a mi hijo, y que tan rápidamente le devolvió la vida.. .

‑¡Oh!, no os fiéis de eso, señora ‑dijo Montecristo‑; una gota de aquel elixir bastó para devolver la vida a aquel niño que se moría, pero tres gotas habrían hecho que la sangre se agolpara a sus pulmo­nes y le hubieran causado un desmayo muchísimo más grave que aquel en que se hallaba; diez, en fin, le hubieran muerto en el acto. Bien visteis, señora, cuán rápidamente le aparté de aquellos frascos que tuvo la imprudencia de tocar.

‑¿Acaso es algún terrible veneno?

‑¡Oh, no! En primer lugar es menester que sepáis que la palabra

veneno no existe, puesto que en medicina se sirven de los venenos más violentos, que llegan a ser remedios saludables por la manera con que son administrados.

‑¿Y entonces de qué se trataba?

‑Una magnífica preparación de mi amigo, el abate Adelmonte, de la cual me enseñó a usar.

‑¡Oh! ‑dijo la señora de Villefort‑, debe ser un excelente anti­espasmódico.

‑Magnífico, señora, ya lo visteis ‑respondió el conde


Date: 2015-12-17; view: 525


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