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Capítulo octavo

Haydée

El lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.

La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el mo­mento en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantado­ra sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuen­te, se había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de su amo.

Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como las otras almas ne. cesitan prepararse para las emociones violentas.

La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación com­pletamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, in­mensas cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con almohadones movibles de ricas telas de Persia.

Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía bastante francés para poder transmitir las vo­luntades de su señora a sus camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.

La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es de­cir, en una especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no deja­ba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una fran­cesa habría resultado de una coquetería algún tanto afectada.

En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y de perlas, una cha­queta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpi­ño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto ambicionan nues­tras elegantes parisienses.



Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabe­llos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una mujer perfec­ta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de per­las. Y sobre este conjunto encantador, la flor de la juventud había es­parcido todo su brillo y su perfume.

Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.

Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permi­so a Haydée para entrar a verla.

Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colga­dura que había delante de la puerta.

El conde entró en la estancia.

Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas:

‑¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy lo esclava?

Montecristo se sonrió.

‑Haydée‑dijo‑, bien sabéis...

‑¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? ‑le inte­rrumpió la joven griega‑. ¿He cometido alguna falta? Si es así cas­tígame, pero no me hables de esa manera.

‑Haydée ‑replicó el conde‑, bien sabes que estamos en Fran­cia, y por consiguiente, que eres libre.

‑Libre ¿de qué? ‑preguntó la joven.

‑Libre de abandonarme.

‑¿Abandonarte...?, ¿y por qué habría de hacerlo?

‑¿Qué sé yo? Vamos a ver el mundo.

‑Yo no quiero ver a nadie.

‑Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que lo gustase, no sería yo tan injusto...

‑Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a na­die más que a mi padre y a ti.

‑Pobre Haydée ‑dijo Montecristo‑, es que nunca has habla­do más que con lo padre y conmigo.

‑¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo yo de hablar con otros? Mi padre me llamaba su alegría, tú me llamas tu amor, y ambos me lla­máis vuestra hija.

‑¿Te acuerdas de lo padre, Haydée?

La joven se sonrió.

‑Está aquí y aquí ‑dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su corazón.

‑Y yo, ¿dónde estoy? ‑preguntó sonriéndose Montecristo.

‑Tú‑‑dijo ella‑, tú estás en todas partes.

El conde tomó la mano de Haydée para besarla, pero la joven la retiró y le presentó la frente.

‑Ahora, Haydée ‑le dijo‑, ya sabes que eres libre, que eres aquí la dueña, que eres reina. Puedes conservar lo traje o dejarlo, según lo capricho. Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siem­pre estará mi carruaje preparado para ti. Alí y Myrtho lo acompaña­rán a todas partes y estarán a tus órdenes, pero lo suplico una cosa.

‑Dime.

‑Guarda secreto acerca de lo nacimiento, no digas una palabra de lo pasado. No pronuncies en ninguna ocasión el nombre de lo ilustre padre ni el de lo pobre madre.

‑Ya lo lo he dicho, señor, no veré a nadie.

‑Escucha, Haydée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París. Sigue aprendiendo la vida de nuestros países del norte, como has hecho en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto lo servirá siempre, ya sigas vivendo aquí o ya lo vuelvas a Oriente.

La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:

‑O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?

‑Sí, hija mía ‑dijo Montecristo‑. Bien sabes que nunca seré yo quien lo deje. No es el árbol el que abandona a la flor, sino la flor la que abandona al árbol.

‑Nunca lo abandonaré yo, señor ‑dijo Haydée‑, porque estoy segura de que no podría vivir sin ti.

‑¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años tú serás joven aún.

‑Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que yo le ama­se. Mi padre tenía sesenta años y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.

‑Pero dime: ¿crees tú que lo podrás acostumbrar a esta vida?

‑¿Te veré?

‑Todos los días.

‑Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?

‑Temo que lo aburras.

‑No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche me acordaré de que has venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, gran­des horizontes con el Pindo y el Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los cuales no se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.

‑Eres digna hija del Epiro, Haydée, graciosa y poética, y se conoce que desciendes de esa familia de diosas que ha nacido en lo país. Tranquilízate, hija mía, yo haré de manera que lo juventud no se pierda, porque si me amas como a un padre, yo lo amo como a una hija.

‑Te equivocas, señor; yo no amaba a mi padre como lo amo a ti. Mi amor hacia ti es otro amor. Mi padre ha muerto y yo no he muerto, y si tú murieras yo moriría contigo.

El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ter­nura. Haydée imprimió en ella sus labios como de costumbre.

Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su familia, partió murmurando estos versos de Píndaro:

«Es la joven una flor, cuyo fruto es el amor...»

Dichoso el que la obtenga después de haberla visto madurar lenta­mente.

Conforme a sus órdenes, el carruaje estaba pronto. Montó en él y, como de costumbre, partió a galope.

En pocos minutos llegó a la calle Meslay, número 7.

La casa era blanca, risueña, y precedida de una patio, con dos enor­mes macetas que contenían hermosísimas flores.

El conde reconoció a Coclés en el portero que le abrió la puerta. Pero como éste, ya recordará el lector, no tenía más que un ojo, y des­pués de nueve años se había debilitado considerablemente, no reco­noció al conde.

Para detenerse delante de la entrada, los carruajes debían dar una vuelta, a fin de evitar un surtidor de agua cristalina que salía del centro de una gran taza en forma de concha de mármol, la cual había excitado bastantes envidias en el barrio, y era causa de que llamasen a esta casa el pequeño Versalles.

En esa taza nadaban una multitud de peces encarnados y de diver­sos colores.

La casa, elevada sobre un piso de cocinas y de cuevas, tenía además del bajo otros dos. Los jóvenes la habían comprado con sus depen­dencias, que consistían en un inmenso taller, un jardín y dos pabello­nes en éste. Manuel había visto, desde la primera ojeada, en esta dis­posición, una pequeña especulación. Se había reservado la casa, la mitad del jardín, y había trazado una línea, es decir, había construi­do una tapia entre él y los talleres, que alquiló con los pabellones y la otra mitad del jardín, de suerte que vivía en una casa sumamente agradable por un precio bastante módico.

El comedor era de encina, el salón de caoba y de terciopelo azul, la alcoba de nogal y de damasco verde. Además, había un gabinete de trabajo para Manuel, que no trabajaba, y un salón de música para Julia, que no estudiaba este bello arte.

El segundo piso estaba destinado a Maximiliano. Era una repetición exacta de la habitación de su hermana, pero el comedor había sido convertido en una sala de billar donde llevaba a sus amigos.

El mismo se hallaba limpiando su caballo, y fumando a la entrada del jardín, cuando se detuvo a la puerta el carruaje del conde de Montecristo.

Coclés abrió la puerta, como hemos dicho, y bajándose Bautista del pescante, preguntó si el señor y la señora Herbault y el señor Maxi­niiliano Morrel estaban visibles para el conde de Montecristo.

‑¡Para el conde de Montecristo! ‑exclamó Morrel arrojando su cigarro y saliendo al encuentro del conde‑, ya lo creo, ya lo creo que estamos visibles para él. ¡Ah!, gracias, mil gracias, señor conde, por no haber olvidado vuestra promesa.

Y el joven oficial estrechó con tanta cordialidad y efusión la mano del conde, que éste no pudo menos de conocer por la franqueza del hijo de Morrel, que era esperado con impaciencia.

‑Venid, venid, quiero serviros de introductor ‑dijo Maximilia­no‑; un hombre como vos no debe ser anunciado por un criado. Mi hermana está en su jardín, cortando las flores marchitas. Mi hermano lee sus dos periódicos, La Presse y Les Débats a seis pasos de ella, por­que dondequiera que se ve a la señora Herbault, no hay más que mirar a cuatro varas de distancia y veréis al señor Manuel, y recípro­camente, como decimos en la escuela politécnica.

El rumor de los pasos hizo levantar la cabeza a una joven de veinte a veinticuatro años, vestida con una bata de seda, y que estaba cor­tando cuidadosamente las rosas marchitas de un soberbio rosal.

Esta mujer era nuestra antigua conocida Julia, que al poco tiempo, según se lo había predicho el mandatario de la casa de Thomson y French, convirtióse en señora de Herbault.

Dejó escapar un pequeño grito al ver al extranjero.

Maximiliano soltó una carcajada.

‑No lo incomodes, hermana ‑dijo‑, el señor conde no hace más que dos o tres días que está en París. Pero sabe lo que es una apasio­nada a las flores, y si no lo sabe, tú se lo enseñarás.

‑¡Ah, caballero ‑dijo Julia‑, traeros así es una traición de mi hermano, que no usa de ninguna etiqueta... ¡Penelón...! ¡Penelón...!

Un anciano que regaba un plantío de rosales de Bengala, dejó su regadera en el suelo y se acercó con su gorra en la mano. Algunos me­chones canos blanqueaban su cabellera aún espesa, mientras que su tez bronceada y su mirar osado y vivo recordaban al viejo marino tos­tado al sol del Ecuador y curtido con los vientos de las tempestades.

‑Creo que me habéis llamado, señorita Julia ‑dijo‑, aquí me tenéis.

Penelón había conservado la costumbre de llamar señorita Julia a la hija de su patrón, y jamás había podido acostumbrarse a lo de señora Herbault.

‑Penelón ‑dijo Julia‑, id a avisar al señor Manuel la visita que tenemos, mientras que Maximiliano conduce a este caballero al salón.

Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

‑¡Me permitiréis que me retire un instante!

Y sin esperar el consentimiento del conde, desapareció por una calle de árboles que conducía a la casa.

‑¡Ah!, mi querido Morrel ‑dijo Montecristo‑, observo con do­lor que mi visita causa un trastorno en toda la casa.

‑Mirad, mirad ‑dijo Maximiliano riendo‑. ¿Veis allí al marido que también va a mudarse el chaquetón y a ponerse una levita? ¡Oh!, es que os conocen en la calle de Meslay, estabais anunciado.

‑Creo que es una familia dichosa, caballero ‑dijo el conde, res­pondiendo a su propio pensamiento.

‑¡Oh!, sí, os lo aseguro, señor conde. ¡Qué queréis! ¡No les falta nada para ser felices! Son jóvenes, alegres, se aman, y con sus veinti­cinco mil libras de renta, a pesar de haber manejado tan inmensas for­tunas, se imaginan poseer las riquezas del Perú.

‑Sin embargo, veinticinco mil libras de renta es poco ‑dijo Montecristo con una dulzura que conmovió a Maximiliano, como hubie­ra podido hacerlo la voz de su padre‑, pero no pararán ahí nuestros jóvenes, ya llegarán a su vez a ser millonarios. Vuestro cuñado es abogado..., o médico..., o...

‑Era comerciante, señor conde, y tomó a su cargo la casa de nues­tro pobre padre. El señor Morrel ha muerto dejando quinientos mil francos de caudal. Yo tenía una mitad y mi hermana otra, porque no éramos más que dos. Su esposo, que se había casado con ella sin tener otro patrimonio que su noble probidad, su inteligencia de primer or­den y su reputación intachable, quiso poseer tanto como su mujer, tra­bajó hasta que hubo reunido doscientos cincuenta mil francos. Seis años le bastaron. Era un tierno espectáculo el de estos dos jóvenes tan laboriosos, tan unidos, destinados por su capacidad a la fortuna más alta, y que, no queriendo cambiar nada de las costumbres de la casa paterna, emplearon seis años en hacer lo que otros comerciantes hu­bieran hecho en dos o tres. Así, pues, Marsella entera colmó de ala­banzas tan laboriosa abnegación. Finalmente, un día Manuel fue a buscar a su mujer, que acababa de pagar las cuentas vencidas.

»‑Julia ‑le dijo‑, aquí está el último cartucho de cien francos que Coclés acaba de entregarme y que completa los doscientos cin­cuenta mil francos que hemos fijado como límite de nuestras ganancias. ¿Quedarás satisfecha con este poco, con el cual será preciso contentarnos de aquí en adelante? Escucha, la casa efectúa negocios por un millón al año, y puede producir cuarenta mil francos de be­neficios. Traspasaremos la clientela, si lo parece, en trescientos mil francos en una hora, porque aquí tengo una carta del señor Delaunay que nos los ofrece en cambio de nuestros fondos, que quiere reunir al suyo. Conque, a ver, ¿qué lo parece que hagamos?

H‑Amigo mío ‑dijo mi hermana‑, la casa de Morrel no puede sostenerse sino por un Morrel. Salvar para siempre de los vaivenes de la suerte el nombre de nuestro padre, ¿no vale trescientos mil fran­cos?

»‑Esta misma era mi opinión ‑respondió Manuel‑,sin embar­go, quería saber la tuya.

»‑Pues bien, querido, ahí la tienes. Todas nuestras entradas es­tán hechas. Nuestras letras pagadas, podemos trazar una raya al pie de la cuenta de esta quincena y cerrar la casa. Tracémosla y cerremos el escritorio.

»Lo cual hicimos inmediatamente. Eran las tres, a las tres y cuarto se presentó un cliente para hacer asegurar el pasaje de los dos bu­ques; era una ganancia líquida de quince mil francos al contado.

»‑Caballero ‑dijo Manuel‑, tened la bondad de dirigiros a nuestro compañero el señor Delaunay. En cuanto a nosotros, ya he­mos dejado el negocio.

»‑¿Y desde cuándo? ‑preguntó el cliente asombrado.

»‑Desde hace un cuarto de hora.

‑Y aquí veis, caballero ‑continuó diciendo, sonriendo, Maximi­liano‑,cómo mi hermana y mi cuñado no tienen más que veinticinco mil francos de renta.

Apenas Maximiliano daba fin a su narración, durante la cual el co­razón del conde se había dilatado cada vez más, cuando apareció Ma­nuel con una levita abrochada. Saludó como un hombre que conoce la importancia del personaje a quien hablaba, y después condujo al conde a la casa.

El salón estaba ya embalsamado por las perfumadas flores conteni­das con gran trabajo en un inmenso vaso japonés. Julia, bien vestida y peinada con coquetería, se presentó para recibir al conde.

Oíase cantar a los pájaros del jardín, y de una pajarera próxima al salón. Las ramas de jazmines y de acacias color de rosa bordaban con sus hojas las colgaduras de terciopelo azul.

Todo en esta encantadora morada respiraba la mayor tranquilidad y el más completo sosiego, desde los gorjeos de los pájaros hasta la sonrisa de los dueños de la casa.

Desde que entró el conde se había impregnado ya de esta felicidad. Así, pues, se quedó mudo y pensativo, olvidando que le miraban y que le oían, para proseguir la conversación interrumpida después de los primeros cumplidos.

Dándose cuenta de este silencio, que ya resultaba poco cortés y saliendo con gran esfuerzo de su ensimismamiento, dijo:

‑Señores, perdonadme una emoción que debe asombraros, ha­bituados a la paz y a la felicidad que aquí encuentro, pero es para mí una cosa tan nueva la satisfacción sobre un rostro humano, que no me canso de miraros a vos y a vuestro marido.

‑Somos muy felices, en efecto, caballero ‑repuso Julia‑, pero hemos sufrido mucho y pocas personas habrán comprado su feli­cidad tan cara como nosotros.

La curiosidad se reflejó en las facciones del conde.

‑¡Oh!, es una historia de familia, como os decía el otro día Chateau‑Renaud ‑replicó Maximiliano‑; para vos, señor conde, avezado a ver grandes desgracias y grandes alegrías, tendría poco interés este cuadro de familia. Muchos, muchísimos dolores hemos sufrido, como os decía Julia, aunque estén encerrados en este pe­queño cuadro.

‑¿Y Dios os ha dado consuelos para vuestros sufrimientos? ‑in­quirió Montecristo.

Julia respondió:

‑Sí, señor conde, podemos decirlo, porque hizo por nosotros lo que no hace más que para los elegidos. Nos envió uno de sus án­geles.

Un intenso rubor cubrió las mejillas del conde, que tosió para disimular y se llevó el pañuelo a la boca.

‑Los que han nacido en cuna de púrpura y nunca han deseado nada ‑dijo Manuel‑, no saben lo que es la felicidad de vivir. Lo mismo que no pueden conocer el precio de un cielo puro los que no han entregado nunca su vida a merced de cuatro tablas arrojadas a un mar enfurecido.

Montecristo se levantó, y sin responder una sola palabra, porque sólo en el temblor se hubiera conocido la emoción de que estaba agitado, se puso a recorrer el salón a largos pasos.

‑Nuestra magnificencia os hace sonreír, señor conde ‑dijo Maxi­miliano, que le observaba atentamente.

‑No, no ‑respondió Montecristo, muy pálido, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, en tanto con la otra mostra­ba al joven un fanal, bajo el que reposaba un bolsillo de seda sobre una almohadilla de terciopelo negro‑. Estaba pensando qué significa este bolsillo, que en un lado contiene un papel, me parece, y en el otro un hermoso diamante.

Maximiliano adoptó un aire grave y respondió:

‑Este bolsillo, señor conde, es el tesoro más preciado de nuestra familia.

‑En efecto, este diamante es bastante hermoso ‑repuso el conde de Montecristo.

‑¡Oh!, mi hermano no os habla del valor de la piedra, aunque está valorada en cien mil francos, señor conde. Quiere solamente deciros que los objetos que encierra ese bolsillo son las reliquias del ángel de quien hablábamos hace poco.

‑No entiendo lo que decís, y sin embargo no debo preguntároslo, señora ‑replicó el conde de Montecristo inclinándose‑; perdo­nadme, no he querido ser indiscreto.

‑¿Indiscreto, decís? ¡Oh!, al contrario, nos hacéis felices con ofrecernos una ocasión de hablar de este asunto. Si ocultásemos como un secreto la acción más hermosa que recuerda ese bolsillo, no lo expondríamos de tal modo a la vista de todos.

‑¡Oh!, quisiéramos poderla publicar en todo el universo para que un estremecimiento de nuestro bienhechor desconocido nos reve­lase su presencia.

‑¡Ah! Ahora voy comprendiendo ‑dijo Montecristo con voz ahogada.

‑Caballero ‑dijo Maximiliano levantando el fanal y besando religiosamente el bolsillo de seda‑, esto ha tocado la mano de un hombre por el cual fue salvado mi padre de la muerte, nosotros de la ruina y nuestro nombre de la ignominia, de un hombre, gra­cias al cual, nosotros, pobres muchachos entregados a la miseria o a las lágrimas, podemos oír hoy a la gente extasiarse en nuestra felicidad. Esta carta ‑y sacando Maximiliano un billete del bol­sillo lo presentó al conde‑, esta carta fue escrita por él un día en que mi padre había tomado una resolución desesperada, y este dia­mante fue regalado para su dote a mi hermana por el generoso des­conocido.

Montecristo abrió la carta y la leyó con una inefable expresión de felicidad. Era el billete que nuestros lectores conocen, dirigido a Julia y firmado «Simbad el Marino> .

‑¿Desconocido, decís? ¿Conque el hombre que os ha hecho ese servicio ha permanecido ignorado?

‑Sí, señor. Nunca hemos tenido la dicha de estrechar su mano. No será por no haber pedido a Dios este favor ‑añadió Maximi­liano‑, pero ha habido en toda esta aventura un misterio que aún no hemos podido penetrar, todo ha sido conducido por una mano invisible, poderosa como la de un mago prodigioso.

‑¡Oh! ‑dijo Julia‑, aún no he perdido toda esperanza de besar un día aquélla, como beso el bolsillo que ha tocado. Hace cuatro años Penelón estaba en Trieste. Penelón, señor conde, es ese valiente marino a quién habéis visto con una regadera en la mano y que de contramaestre se ha hecho jardinero. Estando, pues, Penelón en Trieste, vio en el muelle un inglés que iba a embarcarse en un yate y reconoció al que fue a casa de mi padre el 5 de julio de 1829 y que me escribió el billete el 5 de septiembre. Era el mismo, según él aseguró, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.

‑¡Un inglés! ‑exclamó Montecristo, cuya inquietud aumentaba a cada mirada de Julia‑, ¿un inglés, decís?

‑Sí ‑replicó Maximiliano‑, un inglés que se presentó en nues­tra casa como comisionado de la casa Thomson y French, de Roma. He aquí por qué cuando dijisteis el otro día en casa de Morcef que los señores Thomson y French eran vuestros banqueros, me estre­mecí involuntariamente. Caballero, esto sucedió como os hemos dicho, en 1829. ¿Habéis conocido a ese inglés?

‑Pero ¿no habéis dicho también que la casa Thomson y French había negado siempre que os hubiese prestado ese servicio?

‑Sí.

‑Entonces, ese inglés, ¿no sería un hombre que, reconocido a vuestro padre por alguna buena acción que él mismo habría olvida­do, pudiera haber tomado ese pretexto para recompensársela?

‑Todo es posible, caballero, en semejante circunstancia, hasta un milagro.

Montecristo preguntó:

‑¿Cuál era su nombre?

‑Nunca ha dejado otro ‑respondió Julia, mirando al conde con profunda atención‑ que el del billete: Simbad el Marino.

‑Que no sería su nombre verdadero.

‑Es probable ‑dijo Julia, sin dejar de mirarle.

El conde iba a proseguir, pero al ver que Julia le examinaba con tanta atención, como queriendo reconocer el sonido de su voz, se detuvo para reponerse algún tanto de su emoción, y continuó alte­rado.

‑Veamos, ¿no es un hombre de mi estatura casi, tal vez un poco más delgado, enterrado en una inmensa corbata, con una levita abrochada hasta el cuello y siempre con el lápiz en la mano?

‑¡Oh!, ¿pero le conocéis? ‑exclamó Julia con los ojos brillan­tes de alegría.

‑No ‑dijo Montecristo‑, lo supongo solamente. He conocido sólo a un tal... lord Wilmore, de una generosidad admirable.

‑¿Sin darse a conocer?

‑Era un hombre extraño, y no creía en el agradecimiento.

‑¡Oh! ¡Dios mío! ‑exclamó Julia con un acento sublime y cruzando las manos‑, pues ¿en qué creía ese desgraciado?

‑Por lo menos, así le sucedía en la época en que yo le conocí ‑dijo Montecristo, a quien esta voz que partía del fondo del alma le había estremecido hasta la última fibra‑, pero después de este tiempo, tal vez habrá tenido alguna prueba de que la gratitud existe.

‑¿Y vos conocéis a ese hombre, caballero? ‑preguntó Manuel.

‑¡Oh!, si le conocéis, caballero ‑exclamó Julia‑, decid, decid, ¿podéis llevarnos a su lado, mostrárnoslo, enseñarnos dónde está? ¡Oh!, Maximiliano, ¡oh!, Manuel, si le encontrásemos le haríamos creer en el agradecimiento.

Montecristo sintió asomarse dos lágrimas a sus ojos, y de nuevo empezó a pasear por el salón.

‑¡En nombre del cielo, caballero ‑áijo Maximíliano‑, si sabéis alguna cosa de ese hombre, decídnoslo!

‑¡Ay! ‑dijo el conde conteniendo la emoción de su voz‑, si vuestro bienhechor es lord Wilmore, temo que no le encontremos nun­ca. Me separé de él en Palermo, y partía para los países más fabu­losos, conque mucho dudo que vuelva.

‑¡Ah!, caballero, ¡sois cruel! ‑exclamó Julia con espanto.

Y a la joven se le saltaron las lágrimas.

‑Señora ‑dijo gravemente Montecristo devorando con los ojos las dos perlas líquidas que rodaban por las mejillas de Julia‑, si lord Wilmore hubiese visto lo que yo acabo de ver aquí, amaría aún la vida, porque las lágrimas que derramáis le reconciliarían con la humanidad.

Y presentó la mano a Julia, que le dio la suya, dejándose arrastrar de la mirada y del acento del conde.

‑Pero ese lord Wilmore ‑dijo‑ tenía país, familia, parientes, en fin, era conocido, ¿no podríamos...?

‑¡Oh!, no insistáis ‑dijo el conde‑, no procuréis interpretar esas palabras que se me han escapado. No, lord Wilmore no es probable­mente el hombre que buscáis, era mi amigo, yo sabía todos sus secre­tos, y me hubiera contado ése.

‑¿Y no os ha dicho nada? ‑preguntó Julia.

‑Nada, en absoluto.

‑¿Ni una palabra que os hiciera suponer...?

‑Ni una sola palabra.

‑Sin embargo, hace poco le nombrasteis.

‑¡Ah!, no era más que una suposición.

‑Hermana, hermana ‑dijo Maximiliano, saliendo en ayuda del conde‑, el señor tiene razón. Acuérdate de lo que tantas veces nos ha dicho nuestro padre, no es un inglés el que nos ha hecho tan felices.

‑Vuestro padre os decía..., ¿qué os decía, señor Morrel? ‑repu­so vivamente.

‑Mi padre, caballero, veía en esa acción un milagro. Mi padre creía en un bienhechor que había salido de su tumba para favorecer­nos. ¡Oh! ¡Qué tierna superstición!, caballero, y aunque yo no la creía, estaba muy lejos de querer destruir esta creencia en su noble corazón. Así pues, ¡cuantas veces pensaba en ello, pronunciaba en voz baja un nombre que le era muy querido, un nombre de un amigo perdido! Y cuando se vio próximo a morir, cuando la inminencia de la eternidad hubo dado a su imaginación una cosa parecida a la ilu­minación de la tumba, este pensamiento, que hasta entonces había sido una duda, se trocó en convicción, y las últimas palabras que pro­nunció al morir fueron éstas:

«‑¡Maximiliano: era Edmundo Dantés...! »

La palidez del conde, que hacía algunos segundos iba aumentando, fue espantosa cuando oyó estas palabras. Toda su sangre se agolpó a su corazón, no podía hablar, sacó su reloj como si hubiera olvidado la hora, tomó su sombrero, hizo a la señora Herbault una cortesía brus­ca y embarazada, y estrechando las manos de Manuel y Maximiliano, dijo:

‑Señora, concededme el honor y el placer de que venga algunas veces a visitaros. Aprecio mucho vuestra casa, y os estoy sumamente reconocido por vuestro recibimiento, porque es la primera vez que en muchos años me he olvidado de mí mismo.

Y salió apresuradamente.

‑Este conde de Montecristo es un hombre singular ‑dijo Ma­nuel.

‑Sí ‑respondió Maximiliano‑, pero yo creo que tiene un cora­zón excelente, y estoy seguro de que nos ama.

‑Y a mí ‑dijo Julia‑ me ha llegado su voz al corazón, y dos o tres veces se me ha figurado que no era la primera vez que le veía.

 


Date: 2015-12-17; view: 498


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