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Capítulo tercero

El señor Bertuccio

Entretanto, el conde había llegado a su casa. Seis minutos había tardado en ello, suficientes para que fuese visto de más de veinte jó­venes que, conociendo el precio del tiro de caballos que ellos no ha­bían podido comprar, habían puesto sus cabalgaduras al galope para poder ver al opulento señor que usaba caballos de diez mil francos cada uno.

La casa elegida por Alí, y que debía servir de residencia a Monte­Cristo, estaba situada a la derecha subiendo por los Campos Elíseos, colocada entre un patio y jardín; una plazoleta de árboles muy espe­sos que se elevaban en medio del patio, cubrían una parte de la fa­chada, alrededor de esta plazoleta se extendían como dos brazos, dos alamedas que conducían desde la reja a los carruajes a una doble esca­lera, sosteniendo en cada escalón un jarrón de porcelana lleno de flo­res. Esta casa aislada en mitad de un ancho espacio tenía además de la entrada principal otra entrada que caía a las calles de Pont‑Ruén.

Antes de que el cochero hubiese llamado al portero, la reja maciza giró sobre sus goznes. Habían visto venir al conde, y en París como en Roma, como en todas partes, se le servía con la rapidez del relám­pago. El cochero entró, pues, describió el semicírculo, y la reja estaba ya cerrada cuando las ruedas rechinaban aún sobre la arena de la calle de árboles.

El carruaje se paró a la izquierda de la escalera. Dos hombres se presentaron en la portezuela, uno era Alí, que se sonrió con alegría al ver a su señor, y que fue pagado con una agradecida mirada de Montecristo.

El otro saludó humildemente y presentó su brazo al conde para ayudarle a bajar del carruaje.

‑Gracias, señor Bertuccio ‑dijo el conde saltando ágilmente del carruaje‑. ¿Y el notario?

‑Está en el saloncito, excelencia ‑respondió Bertuccio.

‑¿Y las tarjetas que os he mandado grabar en cuanto supieseis el número de la casa?

‑Ya está hecho, señor conde; he estado en casa del mejor grabador del Palacio Real, que grabó la plancha delante de mí. La primera que tiraron fue llevada en seguida a casa del señor barón Danglars, dipu­tado, calle de la Chaussée‑d'Antin, número 7; las otras están sobre la chimenea de la alcoba de su excelencia.

‑Bien, ¿qué hora es?

‑Las cuatro.

Montecristo entregó sus guantes, su sombrero y su bastón al mis­mo lacayo francés que se había lanzado fuera de la antesala del conde de Morcef para llamar al carruaje. Luego pasó al saloncito conducido por Bertuccio, que le mostró el camino.



‑Vaya una pobreza de mármoles en esta antesala; espero que los cambien inmediatamente.

Bertuccio se inclinó.

El notario esperaba en el salón, tal como había dicho el mayordomo.

Era un hombre de fisonomía honrada y pacífica.

‑¿Sois el notario encargado de vender la casa de campo que yo quiero comprar? ‑preguntó Montecristo.

‑Sí, señor conde ‑respondió el notario.

‑¿Está preparada el acta de venta?

‑Sí, señor conde.

‑¿La habéis traído?

‑Aquí la tenéis.

‑Muy bien. ¿Dónde está la casa que compro? ‑dijo el conde di­rigiéndose a Bertuccio y al notario.

El mayordomo hizo un gesto que significaba: No sé.

El notario miró a Montecristo sorprendido.

‑¡Cómo! ‑dijo‑. ¿No sabe el señor conde dónde está la casa que compra?

‑No.

‑¿No tiene el señor conde la menor idea de su situación?

‑¿Y cómo había de saberlo? Acabo de llegar de Cádiz esta maña­na, jamás he estado en París, ésta es la primera vez que pongo el pie en Francia.

‑Entonces, la cosa cambia ‑respondió el notario‑. La casa que el señor conde compra está situada en Auteuil.

A estas palabras, Bertuccio palideció visiblemente.

‑¿Y dónde está Auteuil? ‑preguntó Montecristo.

‑A dos pasos de aquí, señor conde ‑respondió el notario‑, un poco después de Passy, en una situación magnífica en medio del bos­que de Bolonia.

‑¡Tan cerca! ‑dijo Montecristo‑. Pero eso no es cameo. ¿Co­mo diablos me habéis ido a escoger una casa a las puertas de París, señor Bertuccio?

‑¡Yo! ‑exclamó el mayordomo turbado‑, no, seguramente no es a mí a quien el señor conde encargó que le eligiese una casa. Pro­cure recordar el señor conde, busque en su memoria, reúna sus ideas.

‑¡Ah!, es verdad ‑dijo Montecristo‑, ahora recuerdo que he leído este anuncio en un periódico, y me he dejado seducir por este título: Casa de campo.

‑Aún es tiempo ‑dijo vivamente Bertuccio‑, y si vuestra exce­lencia quiere que busque otra, la encontraré mucho mejor, en En­ghien, en Fontenay‑aux‑Roces, o en Belle‑Vue.

‑No, no ‑dijo Montecristo con tono despectivo‑, puesto que ya tengo ésta, la conservaré.

‑Y hacéis bien ‑dijo vivamente el notario, temiendo perder sus ganancias‑, es una propiedad muy hermosa: aguas cristalinas y abun­dantes, bosques espesos, habitaciones cómodas, aunque descuidadas hace tiempo, sin contar con los muebles que, aunque un poco antiguos, tienen valor, sobre todo hoy día en que sólo se buscan las cosas anti­guas. Perdonad, pero creo que el señor conde tendrá el gusto de la época.

‑Hablad, hablad ‑dijo Montecristo‑, ¿es cosa conveniente?

‑¡Ah!, señor, mucho mejor: es magnífica.

‑Entonces no hay que desperdiciar esta ocasión ‑dijo Monte­Cristo‑; el contrato, señor notario.

Y firmó rápidamente, después de haber echado una ojeada hacia el sitio donde estaban indicados los nombres de los propietarios y la si­tuación de la casa.

‑Bertuccio ‑dijo‑, entregad cincuenta y seis mil francos a este caballero.

El mayordomo salió con paso no muy seguro, y volvió con un fajo de billetes de banco que el notario contó como un hombre poco acostumbrado a recibir el dinero con tanta puntualidad.

‑Y ahora ‑preguntó el conde‑, ¿están cumplidas todas las for­malidades?

‑Todas, señor conde.

‑¿Tenéis las llaves?

‑Las tiene el portero que guarda la casa, pero aquí tenéis la orden que le he dado de instalaros en vuestra nueva propiedad.

‑Muy bien.

Y Montecristo hizo al notario un movimiento que quería decir: «Ya no tengo necesidad de vos. Podéis retiraros.»

‑Pero ‑exclamó el honrado notario‑, el señor conde se ha en­gañado, me parece. Comprendido todo, no son más que cincuenta y cinco mil francos.

‑¿Y vuestros honorarios?

‑Están incluidos en esta suma, señor conde.

‑¿Pero no habéis venido de Auteuil aquí?

‑¡Oh!, ¡claro está!

‑Pues bien, preciso es pagaros vuestra molestia ‑dijo el conde. Y le despidió con una mirada.

El notario salió lentamente, haciendo una reverencia hasta el suelo, a cada paso que daba. Era la primera vez, desde el día que empezó la carrera, que encontraba semejante cliente.

‑Acompañad a este caballero ‑dijo el conde a Bertuccio.

Y el mayordomo salió detrás del notario.

Tan pronto como el conde estuvo solo, sacó de su bolsillo una car­tera con cerradura, que abrió con una llavecita que llevaba al cuello, y de la que no se separaba nunca.

Tras de haber examinado un momento los papeles que contenía, su vista se detuvo en una hoja en la que había varias notas. Comparó éstas con el acta de venta que había puesto sobre la mesa y quedóse reflexionando un momento.

‑Auteuil, calle de La Fontaine, número 30, esto es ‑dijo‑ Ahora, ¿deberé arrancar esa confesión por el terror religioso o por el terror físico? Dentro de una hora lo sabré todo.

‑¡Bertuccio! ‑exclamó dando un golpe con una especie de mar­tillo sobre un timbre, que produjo un sonido agudo y sonoro‑. ¡Ber­tuccio!

El mayordomo acudió en seguida.

‑Señor Bertuccio ‑dijo el conde‑, ¿no me habíais dicho otras veces que habíais viajado por Francia?

‑Por ciertas partes de Francia, sí, excelencia.

‑¿Sin duda conoceréis los alrededores de París?

‑No, excelencia, no ‑respondió el mayordomo con cierto tem­blor nervioso, que Montecristo, experto en cuanto a emociones, atri­buyó con razón a viva inquietud.

‑Siento que no hayáis visitado los alrededores de París ‑le dijo‑, porque quiero visitar esta tarde mi nueva propiedad, y vi­niendo conmigo hubierais podido darme útiles informes.

‑¡A Auteuil! ‑exclamó Bertuccio, cuya tez tostada se volvió casi lívida‑. ¡Yo ir a Auteuil!

‑¿Y qué tiene eso de particular? Cuando yo viva allí será preciso que vengáis conmigo, puesto que formáis parte de la casa.

Bertuccio bajó la cabeza ante la imperiosa mirada de su señor, y permaneció inmóvil sin responder.

‑¡Ah! ¿Qué os sucede? ¿Vais a hacerme llamar por segunda vez para el carruaje? ‑dijo Montecristo con el tono en que Luis XIV pronunció aquella frase: « ¡He tenido que esperar! »

Bertuccio se lanzó a la antesala, y gritó con voz ronca:

‑Los caballos de su excelencia.

Montecristo escribió dos o tres esquelas; cuando hubo cerrado la última, volvió a presentarse el mayordomo.

‑El carruaje de su excelencia está a la puerta ‑dijo.

‑Pues bien, tomad vuestros guantes y vuestro sombrero ‑dijo Montecristo.

‑¿Pues qué? ¿Debo ir con el señor conde? ‑exclamó Bertuccio exasperado.

‑Sin duda, es preciso que deis vuestras órdenes, puesto que quiero habitar aquella casa.

No era posible replicar; así, pues, el mayordomo, sin pronunciar una palabra, siguió a su señor, que subió al carruaje haciéndole seña de que le siguiese.

El mayordomo se sentó respetuosamente sobre la banqueta delan­tera.

 

Capítulo cuarto

La casa de Auteuil

Al bajar la escalera, Montecristo había observado que Bertuccio se había persignado a la manera de los corsos, es decir, cortando el aire en forma de cruz con el pulgar, y que al tomar asiento en el ca­rruaje había murmurado una breve oración. Cualquier otro que fuera un hombre curioso hubiese tenido compasión de la singular repugnan­cia manifestada por el digno intendente para el paseo premeditado extramuros por el conde, pero según parece, éste era demasiado cu­rioso para poder dispensar a Bertuccio de tal viaje.

En veinte minutos estuvieron en Auteuil. La emoción del mayor­domo iba en aumento. Al entrar en el pueblo, Bertuccio, arrimado a un rincón del coche, comenzó a examinar con una emoción febril todas las casas por delante de las cuales pasaban.

‑Pararéis en la calle de La Fontaine, número 28 ‑dijo el conde, fijando despiadadamente su mirada sobre el mayordomo, al cual daba esta orden.

La frente de Bertuccio estaba bañada en sudor, y sin embargo obe­deció a inclinándose fuera del carruaje, gritó al cochero:

‑Calle de La Fontaine, número 28.

Este número 28 estaba situado en un extremo del pueblo. Durante el viaje había ido oscureciendo, como si se hiciera de noche, o más bien una nube negra, cargada de electricidad, daba a estas tinieblas la apariencia y solemnidad de un episodio dramático. El carruaje se detuvo, y el lacayo se precipitó a la portezuela para abrirla.

‑Y bien ‑dijo el conde‑, ¿no os apeáis, señor Bertuccio? ¿Os quedáis dentro? ¿En qué diablos pensáis hoy?

Bertuccio se precipitó por la portezuela, y presentó su hombro al conde, quien se apoyó esta vez y bajó uno a uno los tres escalones del estribo.

‑Id a llamar ‑dijo el conde‑, y anunciadme.

Bertuccio llamó, la puerta se abrió y apareció el portero.

‑¿Quién es? ‑preguntó.

‑Es vuestro nuevo amo ‑y presentó al portero el billete de re­conocimiento, entregado por el notario.

‑¿Luego se ha vendido la casa? ‑preguntó el portero‑, ¿y es este caballero quien viene a habitarla?

‑Sí, amigo mío ‑dijo el conde‑, y procuraré hacer todo lo po­sible por que quedéis contento de vuestro nuevo amo.

‑¡Oh!, caballero ‑dijo el portero‑; al otro propietario le veía‑

mos rara vez. Hace más de cinco años que no ha venido, y bien ha he­cho en vender una casa que no le servía de nada.

‑¿Y cómo se llamaba vuestro antiguo amo? ‑preguntó Monte­Cristo.

‑¡El señor marqués de Saint‑Meran! ‑respondió el portero.

‑¡El marqués de Saint‑Meran! ‑repitió Montecristo‑. Me pa­rece que este nombre no me es desconocido ‑dijo el conde‑. El marqués de Saint‑Meran...

Y pareció reunir sus ideas.

‑Un miembro de la antigua nobleza ‑continuó el conserje‑. Un fiel servidor de los Borbones; tenía una hija única que casó con el señor de Villefort, que ha sido procurador del rey en Nimes y después en Versalles.

Montecristo dirigió una mirada a Bertuccio, al que encontró más lívido que la pared contra la cual se apoyaba para no caer.

‑¿Y ese señor no ha muerto? ‑preguntó Montecristo‑, me pa­rece haberlo oído decir.

‑Sí, señor, hace veintiún años, y desde este tiempo no hemos vuel­to a ver ni tres veces al pobre marqués.

‑Gracias, muchas gracias ‑‑dijo Montecristo, juzgando por la postración del mayordomo que ya no podía tirar de aquella cuerda sin temor de romperla‑. Dadme una luz.

‑¿Os he de acompañar?

‑No, es inútil. Bertuccio me alumbrará.

Y el conde acompañó estas palabras con el sonido de dos piezas de oro que hicieron deshacerse al conserje en bendiciones y suspiros.

‑¡Ah, caballero! ‑dijo el conserje después de haber buscado inútilmente sobre la chimenea‑, es que aquí no tengo bujías.

‑Tomad una de las linternas del carruaje, Bertuccio, y mostradme las habitaciones ‑dijo el conde.

El mayordomo obedeció sin hacer ninguna observación, pero era fácil ver en el temblor de la mano que sostenía la linterna cuánto le costaba obedecer.

Recorrieron un piso bajo bastante grande, un piso principal com­puesto de un salón, un cuarto de baño y dos alcobas. Por una de estas alcobas se iba a una escalera de caracol que conducía al jardín.

‑¡Aquí hay una escalera! ‑dijo el conde‑. Esto es bastante có­modo. Alumbradme, señor Bertuccio, pasad adelante y veamos adónde nos lleva esta escalera.

‑Señor ‑dijo Bertuccio‑,conduce al jardín.

‑¿Y cómo lo sabéis?

‑Es decir, esto es lo que yo creo...

‑Bien, vamos a cerciorarnos de ello.

Bertuccio lanzó un suspiro y pasó delante.

La escalera desembocaba efectivamente en el jardín.

En la puerta exterior se paró el mayordomo.

‑Vamos, señor Bertuccio ‑dijo el conde.

Pero éste estaba anonadado, casi sin conocimiento. Sus ojos busca­ban a su alrededor como las huellas de algo terrible, y con las manos crispadas parecía apartar de su memoria recuerdos espantosos.

‑¿Qué es eso? ‑insistió el conde.

‑No, no ‑exclamó Bertuccio colocando la linterna en el ángulo de la pared interior‑. No, señor, no iré más lejos, es imposible.

‑¿Qué decís? ‑articuló la irresistible voz de Montecristo.

‑¿Pero no véis, señor ‑exclamó el mayordomo‑, que no es cosa normal que teniendo una casa que comprar en París, la compréis justa­mente en Auteuil, y haya de ser el número 28 de la calle de La Fon­taine? ¡Ah! ¿Por qué no os lo he contado todo, señor? Tal vez no hubierais exigido que viniese. Yo esperaba que sería otra la casa del señor conde. ¡Como si no hubiese otra casa en Auteuil que la del asesinato!

‑¡Oh! ¡Oh! ‑~xclamó Montecristo parándose de repente‑. ¡Qué palabra acabáis de pronunciar! ¡Diablo de hombre! ¡Corso mal­decido! ¡Siempre misterios o supersticiones! Vamos, tomad esa lin­terna y visitemos el jardín, conmigo espero que no tengáis miedo.

Bertuccio recogió la linterna y obedeció. La puerta, al abrirse, des­cubrió un cielo opaco, en el que la luna pugnaba en vano contra un mar de nubes que la cubrían con sus olas sombrías que iluminaban un instante, y que iban a perderse en seguida, más sombrías aún, en las profundidades del firmamento.

El mayordomo Bertuccio quiso tomar un sendero de la izquierda.

‑No, no, por allí no ‑dijo Montecristo‑, ¿a qué seguir por las calles de árboles? Aquí se distingue una plazoleta, sigamos de frente.

Bertuccio se enjugó el sudor que corría por su frente, pero obede­ció. Sin embargo, continuaba inclinándose a la izquierda. Monte­Cristo seguía la derecha, y así que hubo llegado junto a unos cuantos árboles corpulentos y añosos, se detuvo.

El mayordomo no pudo ya contenerse por más tiempo.

‑Alejaos, señor ‑exclamó‑, alejaos, os lo suplico. Estáis justa­mente en el lugar.. .

‑¿En qué lugar?

‑En el lugar donde cayó.

‑Querido señor Bertuccio ‑dijo Montecristo riendo‑, volved en vos, os lo ruego, aquí no estamos en Sarténe o en Corte. Esto no

es un bosque, sino un jardín inglés, y no sé por qué tenéis tanta repug­nancia en seguirlo.

‑¡Señor! ¡No os quedéis ahí... !

‑Creo que os volvéis loco, maese Bertuccio ‑dijo fríamente el conde‑; si es así, avisadme, porque os haré encerrar en una jaula antes de que suceda una desgracia.

‑¡Ay!, excelencia ‑dijo Bertuccio moviendo la cabeza y cruzan­do las manos con una actitud que hiciera reír al conde si reflexiones de mayor importancia no le ocupasen en este momento y no le hubie­sen hecho prestar atención a las menores palabras de su mayordo­mo‑. ¡Ay, excelencia, la desgracia ha ocurrido...!

‑Señor Bertuccio ‑dijo el conde‑, me agrada el ver retorceros los brazos y abrir unos ojos de condenado, y siempre he notado que sólo hacen tantas contorsiones los que tienen algún secreto. Yo sabía que erais corso, sabía que erais taciturno, y algunas veces hablabais entre dientes de alguna historia de venganxa, y esto ocurre solamente en Italia, porque estas cosas están de moda en aquel país, pero en Francia el asesinato es de muy mal gusto, hay gendarmes que se ocu­pan de él, jueces que lo condenan y cadalsos que se ocupan de ven­garlo.

Bertuccio cruzó las manos, y como al ejecutar estas diferentes evo­luciones no había dejado su linterna, la luz iluminó su rostro desen­cajado.

Montecristo le examinó con la misma mirada con que había exa­minado en Roma el suplicio de Andrés; luego, con un tono que hizo estremecer al pobre mayordomo, dijo:

‑Luego mintió el abate Busoni, cuando después de su viaje a Francia en 1829 os envió a mí con una carta en la que me recomenda­ba vuestras buenas prendas. ¡Y bien!, voy a escribir al abate, le haré responsable de su protegido y sin duda sabré toda la historia de su asesinato. Solamente os advierto, señor Bertuccio, que cuando habito en un país estoy acostumbrado a conformarme con sus leyes, y que no tengo ganas de andar con problemas y enredos con la justicia de Francia.

‑¡Oh!, no hagáis eso, excelencia; os he servido fielmente, ¿no es verdad? ‑exclamó Bertuccio desesperado‑, siempre he sido hom­bre honrado, y he hecho todo el bien que he podido.

‑No digo lo contrario ‑replicó el conde‑, pero ¿por qué dia­blos estáis tan agitado? Esa es mala señal; una conciencia pura no gone las mejillas tan pálidas...

‑Pero, señor conde ‑dijo vacilando Bertuccio‑, ¿no me habéis dicho vos mismo que el abate Busoni, que oyó mi confesión en las prisiones de Nimes, os había advertido al enviarme a vuestra casa, que tenía una acción sola que reprenderme?

‑Sí, pero como os dirigía a mí diciéndome que seríais un mayor­domo excelente, creí que vuestro único delito había sido el robo.

‑¡Oh!, señor conde ‑‑exclamó Bertuccio, con desprecio.

‑Porque como erais corso no pudisteis resistir a la tentación de hacer una piel, como suele decirse en nuestro país, cuando al contra­rio, se le deshace una.

‑¡Pues bien!, sí, excelencia; sí, mi buen señor, es cierto ‑excla­mó Bertuccio, arrojándose a los pies del conde‑; sí, es una vengan­za, lo juro, sólo una venganza.

‑Comprendo, pero lo que no comprendo es que esta casa sea jus­tamente la que os galvanice hasta tal punto.

‑Pero, señor, es muy natural ‑replicó Bertuccio‑, puesto que la venganza fue ejecutada en esta misma casa.

‑¡Cómo! ¿Esta casa?

‑¡Oh!, excelencia, aún no era vuestra...

‑¿Pero de quién era? El portero nos ha dicho que del marqués de Saint‑Meran. ¿Pero por qué diablos teníais que vengaros del marqués de Saint‑Meran?

‑¡Oh!, no era de él, señor, era de otro.

‑Vaya un encuentro extraño ‑‑dijo Montecristo, pareciendo ce­der a sus reflexiones‑, que os halléis por casualidad, sin preparación alguna, en una casa donde ha pasado lo que os causa tan espantosos remordimientos.

‑Señor ‑dijo el mayordomo‑, todo esto es debido a la fatali­dad, estoy seguro. Primeró compráis una casa justamente en Auteuil, esta casa es la misma donde yo cometí el asesinato. Bajáis al jardín, justamente por una escalera por donde él bajó. Os detenéis justa­mente en el lugar donde él recibió el golpe. A dos pasos, debajo de ese plátano, estaba la fosa donde acababa de enterrar al niño. Todo eso no es casualidad, esto es la Providencia.

‑Pues bien. Veamos, señor corso, supongamos que sea la Provi­dencia, yo supongo siempre lo que quiero, además, a los espíritus débiles es preciso concederles todo lo que deseen. Vamos, reunid vuestras ideas y contadme eso.

‑Solamente lo he contado una vez, señor, y fue al abate Busoni. Tales cosas ‑añadió Bertuccio moviendo la cabeza‑, no se dicen más que bajo el sello de la confesión.

‑Entonces, mi querido Bertuccio ‑dijo el conde‑, os agradará que os envíe a vuestro confesor. Con él os haréis cartujo o bernardo, y hablaréis de vuestros secretos. Pero yo tengo miedo de un hombre

que se asusta de semejantes fantasmas, no me gusta que mis servido­res tengan miedo de pasearse por la noche en mi jardín; después, lo confieso, me haría muy poca gracia la visita de algún comisario de policía, porque, sabedlo, maese Bertuccio, en Italia no se paga la jus­ticia si no se calla, pero en Francia no se la paga, al contrario, sino cuando habla. ¡Diantre!, os creía un poco más corso, un gran contra­bandista, un hábil mayordomo, pero veo que tenéis otras cuerdas en vuestro arco. ¡Señor Bertuccio, quedáis despedido!

‑¡Oh! ¡Señor, señor! ‑exclamó el mayordomo aterrado ante esta amenaza‑. ¡Oh!, si no se necesita más que eso para quedar a vuestro servicio, hablaré, lo diré todo, y si me separo de vos, será para ir al cadalso!

‑Eso es diferente ‑dijo Montecristo‑, pero si queréis mentir, reflexionadlo, más vale que no me digáis nada.

‑¡No, señor!, os lo juro por la salvación de mi alma, os lo diré todo, porque el abate Busoni no ha sabido más que una parte de mi secreto, pero primero, os lo suplico, apartaos de ese plátano; mirad,1a luna va a salir, y ahí colocado como estáis, envuelto en esa capa que me oculta vuestro cuerpo que se asemeja al del señor Villefort...

‑¡Cómo! ‑exclamó Montecristo‑, es al señor de Villefort...

‑¿Le conocía acaso vuestra excelencia?

‑¿El antiguo procurador de Nimes?

‑Sí.

‑¿Que se casó con la hija del marqués de Saint‑Meran?

‑Eso es.

‑¡Y que tenía la reputación del magistrado más honrado, más se­vero, más rígido...!

‑Pues bien, señor ‑exclamó Bertuccio‑, ese hombre de una reputación tan sólida a intachable. ..

‑¡Continuad!

‑¡Era un infame!

‑¡Bah! ‑dijo Montecristo‑, eso es imposible.

‑Es la pura verdad.

‑¿Sí...? ‑dijo Montecristo‑, ¿y tenéis pruebas de ello?

‑Tenía una, por lo menos.

‑¿Y la habéis perdido? ¡Sois bien torpe!

‑Sí, pero buscándola bien, podremos encontrarla.

‑¡Bien! ¡Bien!, ahora contadme eso, señor Bertuccio, porque os digo que realmente me va interesando todo este asunto.

Y el conde, tarareando un aria de Lucia, se fue a sentar en un ban­co, mientras que Bertuccio le seguía, reuniendo sus ideas.

Bertuccio permaneció en pie delante del conde.

 

Capítulo quinto

La vendetta

‑¿Por dónde quiere el señor conde que empiece a contar los suce­sos? ‑preguntó Bertuccio.

‑Por donde queráis ‑dijo Montecristo‑, pues no sé absoluta­mente nada de todo ello.

‑Sin embargo, yo creía que el abate Busoni había contado a vues­tra excelencia

‑Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado siete a ocho añosy lo he olvidado todo.

‑Entonces puedo, sin temor de fastidiar a vuestra excelencia

‑Hablad, señor Bertuccio, hablad; de algún modo he de pasar la noche.

‑Los sucesos se remontan a 1815.

‑¡Ah! ¡Ah! ‑dijo Montecristo‑, no es ayer mismo, que di­gamos.

‑No, señor, y sin embargo, los menores detalles los tengo tan pre­sentes como si hubiesen sucedido ayer. Yo tenía una hermana y un hermano mayor, que estaba al servicio del emperador. Era teniente de un regimiento compuesto enteramente de corsos. Este hermano era mi único amigo. Habíamos quedado huérfanos, yo a los cinco años y él a los dieciocho. Me había criado como a un hijo. En 1814, en tiem­po de los borbones, se había casado. El emperador salió de la islade Elba, y mi hermano continuó a su servicio y, herido ligeramente en Waterloo, se retiró con el ejército detrás del Loira.

‑Pero esa historia de los Cien Días que me contáis, señor Bertuc­cio, la he oído ya, si no me equivoco.

‑Perdonad, excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y me habéis prometido tener paciencia.

‑¡Proseguid!, ¡proseguid!, cumpliré mi palabra.

‑Un día recibimos una carta. Debo deciros que habitábamos en la pequeña aldea de Rogliano, en la extremidad del cabo Corso. Esta carta era de mi hermano. Nos decía que el ejército estaba licenciado, y que volvía por Chateau‑Roux, Clermond‑Ferrand, Le Puy y Nimes. Si tenía algún dinero me suplicaba que lo mandase a Nimes en casa de un fondista conocido nuestro, con el cual tenía yo algunas relacio­nes.

‑De contrabando ‑respondió Montecristo.

‑¡Pero, por Dios, señor conde! ¡Uno ha de ganarse la vida!

‑Ciertamente; continuad, pues.

‑Yo amaba tiernamente a mi hermano, ya os lo he dicho, exce­lencia; así, decidí no enviarle el dinero, sino llevárselo yo mismo. Poseía mil francos, dejé quinientos a Assunta, que era mi cuñada, tomé los quinientos restantes y me puse en camino para Nimes. Era cosa fácil, tenía mi barca un cargamento que hacer en el mar, todo secundaba mi proyecto. Pero hecho el cargamento, sopló viento con­trario, de modo que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el Ródano. Por fin lo conseguimos, llegamos hasta Arlés, dejé el barco entre Bellegarde y Beaucaire y me dirigí a Nimes.

‑Y llegasteis, ¿no es así?

‑Sí, señor, dispensadme, pero como ve vuestra excelencia, no digo más que las cosas absolutamente necesarias. Fuera de esto, era el mo­memo en que tenían lugar los famosos asesinatos del Mediodía. Ha­bía allí dos o tres bandidos llamados Trestaillón, Truphemy y Graf­fan, que degollaban por las calles a todos los presuntos bonapartistas. Sin duda, el señor conde habrá oído hablar de estos asesinatos.

‑Vagamente, estaba muy lejos de Francia en esa época. Continuad.

‑Al entrar en Nimes, se caminaba pisando sangre. A cada Paso se encontraban cadáveres, los asesinos organizados por bandas. Ante esta carnicería me entró miedo, no por mí; yo, simple pes­cador corso, no tenía gran cosa que temer, al contrario, aquel tiempo era bueno para nosotros, los contrabandistas, pero por mi hermano, por mi hermano, que era soldado del Imperio, que volvía del ejército del Loira con su uniforme y sus charreteras, y que por consiguiente tenía que temerlo todo. Corrí a la casa de nuestro fondista; mis presentimientos no me habían engañado. Mi hermano había llegado a Nimes y a la puerta misma del que iba a pedir hospitalidad, había sido asesinado. Pregunté a todo el mundo acerca de los asesinos, pero nadie se atrevía a decirme sus nombres, tan temidos eran. Pensé entonces en la justicia francesa, de que me habían hablado tanto, que no teme nada, y me presenté en casa del procurador del rey.

‑Y ese procurador del rey ¿se llamaba Villefort? ‑preguntó el conde de Montecristo.

‑Sí, excelencia. Venía de Marsella, en donde había sido sustitu­to. Su celo le había valido el ascenso. Decían que fue uno de los pri­meros que anunció al Gobierno el desembarco en la isla de Elba.

‑Pero ‑interrogó Montecristo‑, ¿vos os presentasteis en su casa?

‑Señor ‑le dije yo‑, mi hermano fue asesinado ayer en las ca­lles de Nimes, yo no sé por quién, pero es vuestra obligación saberlo.

Vos sois aquí el jefe de la justicia, y a la justicia toca vengar a los que no ha sabido defender.

»‑¿Y qué era vuestro hermano? ‑preguntó el procurador del rey.

»‑Teniente del batallón corso.

»‑Entonces, un soldado del usurpador, ¿no es eso?

»‑Un soldado de los ejércitos franceses.

»‑¡Y bien! ‑replicó‑, se ha servido de la espada y ha perecido por la espada.

»‑‑Os equivocáis; ha perecido por el puñal.

» ¿Qué queréis que haga? ‑respondió el magistrado.

»‑Ya os lo he dicho, quiero que le venguéis.

»‑¿Y de quién?

»‑De sus asesinos.

»‑¿Acaso los conozco yo?

»‑Mandad que los busquen.

»‑¿Para qué? Vuestro hermano habrá tenido alguna querella, y se habrá batido en duelo. Todos esos antiguos soldados cometen exce­sos; nuestras gentes del Mediodía no quieren ni a los soldados ni a los excesos.

»‑Señor ‑respondí yo‑, no os suplico por mí. Yo lloraría o me vengaría, eso sería todo, pero mi pobre hermano tenía una mujer, si me sucediese la misma desgracia a mí también, esta pobre criatura mo­riría de hambre, porque se mantenía sólo con el trabajo de mi herma­no. Obtened para ella una pequeña pensión del gobierno.

»‑Todas las revoluciones tienen sus catástrofes ‑respondió el se­ñor de Villefort‑, vuestro hermano ha sido víctima de ésta. Es una desgracia, pero el gobierno no debe nada a vuestra familia por esto. Si tuviésemos que juzgar todas las venganzas que los partidarios del usurpador han ejercido contra los partidarios del rey, cuando a su vez disponían del poder, puede ser que vuestro hermano hubiese sido hoy condenado a muerte. Lo que ha ocurrido es cosa muy natural, por­que es la ley de las represalias.

» ¡Cómo, señor! ‑exclamé yo‑, ¡es posible que me habléis así vos, un magistrado...!

»‑Todos estos corsos son unos locos ‑respondió el señor de Vi­llefort‑, y creen aún que su compatriota es emperador. Os engañáis, amigo mío, debisteis decirme esto hace dos meses. Hoy es demasiado tarde. Idos, pues, y si no queréis, yo os haré marchar.

»Yo le miré un instante para ver si una nueva súplica podría alcan­zar algo de aquel hombre, pero aquel hombre era de piedra. Me apro­ximé a él.

»‑Y bien ‑le dije a media voz‑, puesto que vos conocéis tan

bien a los corsos, debéis saber cómo cumplen su palabra. Vos creéis que han hecho bien en matar a mi hermano, que era bonapartista, porque vos sois realista, ¡pues bien!, yo que también soy bonapartis­ta, os declaro una cosa, y es que os he de matar. A contar desde este momento, os declaro la vendetta; así, pues, sabedlo, y guardaos me­jor, porque la primera vez que nos encontremos cara a cara habrá llegado vuestra última hora.

»Y antes de que hubiese vuelto de su sorpresa, abrí la puerta y me marché.

‑¡Ah, ah! ‑dijo Montecristo‑,con vuestra humilde figura de­cir esas cosas, señor Bertuccio, ¡y a un procurador del rey! ¿Y sabía él al menos lo que quiere decir esa declaración?

‑Tan bien lo sabía, que desde aquel momento no salió ya solo y se encerró en su casa, haciéndome buscar por todas partes. Por fortu­na, estaba tan oculto que no pudo encontrarme. Entonces se apoderó de él el temor, y tuvo miedo de permanecer en Nimes. Solicitó un cambio de residencia y como era, en efecto, un hombre influyente, fue nombrado para Versalles, pero vos lo sabéis, no existen las distan­cias para un corso que ha jurado vengarse de su enemigo, y su ca­rruaje, por bien conducido que fuese, no me ha llevado nunca más de media jornada de ventaja, a pesar de que le seguía a pie.

»Lo importante no era matarle, cien veces había encontrado ya oca­sión, pero era menester matarle, sin ser descubierto, y sobre todo sin ser detenido. Por otra parte, yo no me pertenecía a mí mismo, tenía que proteger y mantener a mi cuñada. Durante tres meses espié al se­ñor de Villefort, durante tres meses no dio un paso, un movimiento, un paseo, que mi mirada no le siguiese donde iba. Al fin, descubrí que venía misteriosamente a Auteuil; le seguí aún, y le vi penetrar en esta casa en que estamos ahora. Solamente que en lugar de entrar como todo el mundo, por la puerta de la calle, venía, unas veces a caballo, y otras en carruaje, dejaba el carruaje o el caballo en la po­sada, y entraba por esta puertecilla que veis allí.

Montecristo hizo con la cabeza un gesto que probaba que en me­dio de la oscuridad distinguía en efecto la entrada indicada por Ber­tuccio.

‑Yo, que no tenía nada que hacer en Versalles, fijé mi residencia en Auteuil a hice mis indagaciones. Si quería, aquí es donde infali­blemente debía encontrarle. La casa pertenecía, como ha dicho el portero a vuestra excelencia, al señor de Saint‑Meran, suegro de Vi­llefort. El señor de Meran vivía en Marsella, por consiguiente esta casa no le servía de nada; así, pues, decían que acababa de alquilarla a una joven viuda a quien conocían bajo el nombre de la baronesa.

»En efecto, una noche, mientras yo estaba mirando por encima de la tapia, vi una mujer joven y hermosa que se paseaba sola por el jardín y miraba con frecuencia a la puertecita, y comprendí que esa noche esperaba a Villefort. Cuando estuvo bastante cerca de mí para que, a pesar de la oscuridad, pudiese distinguir sus facciones, vi a una mujer de dieciocho a diecinueve años, alta y rubia. Como sólo llevaba un peinador y nada ceñía su cintura, noté que estaba encinta y que su embarazo parecía muy avanzado.

Momentos después abrieron la puertecita. Un hombre entró, la joven corrió precipitadamente a su encuentro, ambos se arrojaron en brazos uno de otro, besáronse tiernamente y entraron juntos en la casa. Este hombre era el señor de Villefort. Yo juzgué que al salir, sobre todo si salía de noche, habría de atravesar el jardín.

‑Y ‑preguntó el conde‑ ¿habéis sabido después el nombre de esa mujer?

‑No, excelencia.

‑Continuad.

‑Aquella noche ‑replicó Bertuccio‑ podía muy bien matarle si hubiera conocido mejor el jardín. Temí no herirle bien, y no poder huir si alguien acudía a sus gritos. Lo dejé para la próxima cita, y para que no se me escapase alquilé un cuartito frente a la tapia del jar­dín.

»Tres días después, hacia las siete de la noche, vi salir de la casa un criado a caballo que tomó a galope el camino que conducía al de Se­vres y presumí que iba a Versalles. No me engañaba. Tres horas des­pués el hombre volvió cubierto de polvo, su misión estaba termina­da. Diez minutos después, otro hombre a pie, envuelto en una capa, abría la puertecita del jardín, que se volvió a cerrar detrás de él.

»Bajé apresuradamente. Aunque no hubiese visto el rostro de Vi­llefort, le reconocí por los latidos de mi corazón. Atravesé la calle, me arrimé a un poste colocado junto a la tapia, y con ayuda del cual había mirado otra vez al jardín.

»Ahora no me contenté con mirar. Saqué mi cuchillo del bolsillo, me aseguré que la punta estaba bien afilada, y salté por encima de la tapia.

»Mi primer cuidado fue correr a la puerta, había dejado la llave dentro, tomando la precaución de dar dos vueltas a la cerradura.

»Nada impediría la fuga por este lado. Me puse a estudiar el lugar. El jardín formaba un cuadrilátero, un prado de fino musgo se exten­día en medio. En los ángulos de este prado había algunos árboles de follaje espeso y cubierto de flores de otoño.

Para dirigirse de la casa a la puertecita, el señor de Villefort tenía que pasar junto a uno de estos árboles.

»Era a fines de septiembre. El viento soplaba con fuerza, el res­plandor de la pálida Tuna, velada a cada instante por densas pubes, iluminaba la arena de las calles de árboles que conducían a la casa, pero no podía atravesar la oscuridad de esos árboles espesos, en los que un hombre podia permanecer oculto sin terror de ser visto.

»Me oculté en uno de ellos, junto al cual debía pasar Villefort. Ape­nas estaba allí, cuando en medio de las ráfagas de viento que encorva­ban los árboles sobre mi frente, creí percibir unos gemidos. Pero ya sabéis, o más bien no sabéis, señor conde, que el que espera el mo­mento de cometer un asesinato cree siempre oír gritos en el aire. Dos horas pasaron, durante las cuales, repetidas veces creí oír los mismos gemidos.

»Al fin dieron las dote de la noche.

»Al dar la última campanada, lúgubre y retumbante, percibí un débil resplandor que iluminaba las ventanas de la escalera secreta, por la que hemos descendido hace poco.

»La puerta se abrió y el hombre de la capa volvió a aparecer.

»Era el momento terrible, pero hacía demasiado tiempo que estaba preparado, para que pudiese vacilar; así pues, saqué mi cuchillo y esperé.

»E1 hombre de la capa se dirigió hacia donde yo me hallaba, pero a medida que avanzaba, creí notar que llevaba un arena en la mano derecha. Tuve miedo, no de una lucha, sino de fracasar en mi inten­to. Así que estuvo a solo unos pasos de mí, conocí que lo que yo había tornado por arena no era otra cosa que un azadón.

No había tenido tiempo aún de adivinar qué objeto tenía en la mano el señor de Villefort un azadón, cuando se detuvo al lado del árbol arrojó en derredor una mirada y se puso a cavar un hoyo. En­tonces noté que debajo de la capa llevaba algo que colocó sobre el césped para tener mayor libertad de movimientos.

»La curiosidad me detuvo y quise ver lo que iba a hacer Villefort, y permanecí inmóvil, sin aliento, esperando el resultado.

»Luego se me ocurrió una idea, que se confirmó al ver al procurador del rey sacar de debajo de su capa un cofrecito de dos pies de largo y seis a ocho pulgadas de ancho.

»Le dejé colocar el cofre en el hoyo, sobre el cual echó tierra, des­pués apoyó sus pies sobre esta tierra fresca para hacer desaparecer las huellas de la obra nocturna. Me lancé sobre él y le hundí mi cuchillo en el pecho, diciéndole:

»‑¡Soy Juan Bertuccio!. Ya ves que mi venganza es más completa de lo que yo esperaba.

»Ignoro si oyó estas palabras, no lo creo, pues cayó sin dar un grito. Yo sentí su sangre saltar humeante y ardiente sobre mis manos y so­bre mi rostro, pero estaba ebrio, deliraba. En lugar de quemarme la sangre me refrescaba. En un segundo desenterré el cofre con ayuda del azadón, y para que no viesen que lo había desenterrado, volví a llenar el agujero, arrojé el azadón por encima de la tapia y me lancé por la puerta, que cerré por fuera, llevándome la llave.

‑Bueno ‑repuso el conde‑, fue un asesinato y un robo.

‑No, excelencia ‑respondió Bertuccio‑, fue una venganza se­guida de una restitución.

‑¿Y la suma estaría al menos en buena moneda?

‑No era dinero.

‑¡Ah, sí!, recuerdo que me hablasteis de un niño.

‑Exacto, excelencia. Corrí hacia el río, me senté en la ribera, y an­siando saber lo que contenía el cofre, hice saltar la cerradura con un cuchillo.

» Entre unos paños de finísima batista estaba envuelto un niño re­cién nacido. Su rostro de color de púrpura y sus manos de color de violeta, anunciaban que debió sucumbir por una asfixia producida por ligamentos naturales arrollados alrededor del cuello. No obs­tante, como aún no estaba frío, procuré bañarle en el agua que corría a mis pies. En efecto, poco después creí sentir un ligero latido hacia la región del corazón. Desembaracé su cuello del cordón que le ro­deaba y como había sido enfermero en el hospital de Bastia, hice lo que hubiera hecho un médico en mi lugar, es decir, le introduje aire en los pulmones, y después de un cuarto de hora de inauditos es­fuerzos, le vi suspirar y oí escaparse un grito de su pecho.

»Yo también lancé un grito, pero fue un grito de alegría. Dios no me maldice ‑dije‑, puesto que permite que devuelva la vida a una criatura humana en cambio de la vida que he quitado a otra.

‑¿Y qué hicisteis del niño? ‑preguntó Montecristo‑, era una carga demasiado embarazosa para un hombre que tenía que huir.

‑No tuve la menor idea de conservarle conmigo. Pero yo sabía que había en París un hospicio donde se recibía a estas pobres cria­turas. Al pasar por la barrera declaré haber hallado aquel niño en el camino, y me informé. El cofre estaba allí y podía dar testimonio; los pañales de batista indicaban que el niño pertenecía a padres ricos, la sangre de que yo estaba cubierto podía pertenecer lo mismo a la cria­tura que a cualquiera otra persona. No pusieron ninguna dificultad, entonces me dieron las señas del hospicio, que estaba situado en la calle del Infierno. Y después de haber tomado la precaución de cor­tar el pañal en dos pedazos, de manera que una de las dos letras que lo marcaban envolviese el cuerpo del niño, mientras yo conservaba la otra, deposité mi carga en el torno, llamé, y empecé a correr sin des­cansar. Quince días después estaba de vuelta en Rogliano y decía a Assunta:

.‑Consuélate, hermana mía, Israel ha muerto, pero le he vengado.

»Entonces me pidió la explicación de estas palabras, y le conté todo lo que había pasado.

»‑Juan ‑me dijo Assunta‑, debiste traerte ese niño, le hubiése­mos hecho de padres, le hubiésemos llamado Benedetto, y en favor de esa buena acción Dios nos bendeciría seguramente.

»Por toda respuesta, le di la mitad del pañal que había conservado a fin de hacer reclamar el niño si algún día llegábamos a ser ricos.

‑¿Y con qué letras estaba marcado ese pañal? ‑preguntó Monte­Cristo?

‑Con una H y una N debajo de una diadema de barón.

‑Me parece, Dios me perdone, que os servís de términos de bla­són. ¡Señor Bertuccio! ¿Dónde diablos habéis hecho vuestros estu­dios heráldicos?

‑A vuestro servicio, señor conde, donde todo se aprende.

‑Proseguid. Deseo saber dos cosas.

‑¿Cuáles, señor?

‑¿Qué fue del niño? ¿No me habéis dicho que era un niño, señor Bertuccio?

‑No, excelencia, no recuerdo haberos dicho nada de eso.

‑¡Ah!, creí haber oído...; bien, tal vez esté equivocado.

‑No, no estáis equivocado, porque efectivamente era un niño, pero vuestra excelencia desearía, según me dijo, saber dos cosas, ¿cuál es la segunda?

‑La segunda es el crimen de que fuisteis acusado cuando pedis­teis el confesor, y el abate Busoni fue a veros a la prisión de Nimes.

‑Quizá durará mucho esta relación, excelencia.

‑¿Qué importa? Apenas son las diez, bien sabéis que yo no duer­mo, y supongo que tampoco vos tenéis muchas ganas de hacerlo.

Bertuccio se inclinó y prosiguió su narración.

‑Tanto para desterrar de mi mente los recuerdos que me asalta­ban cuanto para ayudar a las necesidades de la pobre viuda, me dedi­qué con ardor al oficio de contrabandista.

»Las costas del Mediodía estaban muy mal guardadas, debido a los continuos movimientos que tenían lugar allí, ora en Avignon, ora en Nimes o en Uzés. Nos aprovechamos de esta especie de tregua que nos era concedida por el gobierno. Después del asesinato de mi her­mano en las calles de Nimes, yo no había querido entrar en esta ciu­dad. De aquí resultó que el posadero, con el cual efectuábamos nues­tros negocios, viendo que no queríamos buscarle, nos buscó él a nos­otros, y fundó una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire, con el nombre de la Posada del Puente Gard. Así teníamos, ya sea en Aigues Mortes, ya en Martignes, o en Bonc, una docena de casas don­de depositábamos nuestras mercancías, y donde, en caso de necesidad, hallábamos un refugio contra los aduaneros y los gendarmes. Este oficio de contrabandista es muy lucrativo, cuando se aplica a él cierta inteligencia secundada de algún vigor; en cuanto a mí, yo vivía en las montañas, teniendo ahora que temer con doble razón de los gen­darmes y aduaneros, teniendo en cuenta que toda presentación delan­te de jueces podía producir una pesquisa, y esta pesquisa es siempre volver a lo pasado, y en mi pasado podía mostrar algo más grave que algunos cigarros entrados de contrabando, o barriles de aguardiente circulando sin pagar derechos. Así, pues, prefiriendo mil veces la muerte a un arresto, realizaba hazañas asombrosas, y que más de una vez me demostraron que el tener tanto cuidado con el cuerpo es el único obstáculo que se opone al buen éxito de aquellos proyectos nuestros que necesitan decisión rápida y ejecución vigorosa y deter­minada. En efecto, una vez hecho el sacrificio de la vida, ya no es uno igual a los otros hombres, o mejor dicho, los otros hombres no son nuestros iguales, y una vez tomada esta resolución, siente uno aumen­tarse sus fuerzas y agrandarse su horizonte.

‑¡Filosofía también, señor Bertuccio! ‑interrumpió el conde‑, pero vos de todo sabéis un poco.

‑¡Oh, excelencia... !

‑No, no; únicamente que la filosofía a las diez y media de la no­che, es un poco tarde. Pero no tengo otra observación que haceros, ya que la encuentro exacta, lo que no se puede decir de todas las filo­sofías.

‑Cuanto más largas eran mis correrías, mayor era el rendimiento. Assunta era el ama de casa, y nuestra pequeña fortuna se iba aumen­tando. Un día que yo partía para una expedición, díjome ella: Anda, que a lo vuelta lo preparo una sorpresa.

» La interrogué inútilmente. Nada quiso decirme y partí.

»La correría duró más de seis semanas. Habíamos estado en Luca cargando aceite, y en Liorna tomando algodones ingleses; nuestro desembarque se hizo sin ningún acontecimiento adverso; hicimos nuestro negocio y volvimos más contentos que nunca.

» Al entrar en la casa, la primera cosa que vi en el sitio más visible

del cuarto de Assunta, en una cuna suntuosa, en comparación con el resto de la habitación, fue un niño de siete a ocho meses. Lancé un grito de alegría.

»Los únicos momentos de tristeza que había experimentado des­pués del asesinato del procurador del rey, habían sido causados por el abandono de este niño, porque lo que es remordimiento por el ase­sinato no tuve ninguno.

»La pobre Assunta todo lo había adivinado, se había aprovechado de mi ausencia, y con la mitad del pañal, habiendo escrito, para no olvidarlo, el día y la hora en que fue depositado el niño en el hospi­cio, partió a París, y fue a reclamarle. No le pusieron ninguna dificul­tad, y el niño le fue entregado. ¡Ah!, confieso, señor conde, que al ver aquella criatura durmiendo en su cuna, se me partió el corazón, y algunas lágrimas brotaron de mis ojos.

»‑En verdad, Assunta ‑exclamé‑, eres una buena mujer y la Providencia lo bendecirá.

‑¡Ay, excelencia! ‑dijo Bertuccio‑, no sospechaba yo que este niño había de ser el encargado por Dios de mi castigo. Jamás se de­claró tan pronto una naturaleza más perversa, y no obstante, no se podía decir que estuviese mal educado, porque mi hermana le trataba lo mismo que a un príncipe. Era un muchacho de rostro encantador, con unos ojos de azul claro, únicamente sus cabellos, de un rojo muy vivo, dando a este rostro un carácter extraño, aumentaban la viva­cidad de su mirada y la malicia de su sonrisa. También es cierto que la dulzura de su madre animó sus primeras inclinaciones; el niño por quien mi pobre hermana iba al mercado a cuatro o cinco leguas de allí, para comprarle las primeras y mejores frutas y los bizcochos más de­licados, y prefería las naranjas de Palma a las conservas de Génova, las castañas robadas a un extraño, mientras que a su disposición te­nía las castañas y manzanas de nuestro jardín.

»Un día, cuando Benedetto apenas contaba cinco o seis años de edad, el vecino Basilio, que según las costumbres de nuestro país no encerraba ni su dinero ni sus joyas, porque el señor conde lo sabe tan bien como nadie, en Córcega no hay ladrones, el vecino Basilio vino a vernos y se quejó de que le había desaparecido un luis de su bolsillo. Todos creyeron que había contado mal, pero él dijo estar seguro de que le faltaba. Este día Benedetto había faltado de casa desde la mañana y estábamos muy inquietos, cuando a la noche le vimos venir con un mono que se había encontrado, según decía, encadenado al pie de un árbol.

»Hacía un mes que ya no sabía qué pensar, no cesaba de pensar en un mono. Un batelero que había pasado por Rogliano, y que tenía muchos de esos animales, le inspiró sin duda este desgraciado ca­pricho.

»‑En nuestro bosque no hay monos ‑le dije yo‑, y sobre todo encadenados. Confiésame de dónde lo ha venido eso.

Benedetto confesó su mentira y la acompañó de detalles que ha­cían más honor a su imaginación que a su veracidad. Me irrité, y se echó a reír. Le amenacé y se retiró dos pasos.

‑Tú no puedes pegarme, no tienes derecho a ello, no eres mi padre.

Siempre ignoramos quién le reveló ese fatal secreto, que con tanto cuidado le habíamos ocultado. En fin, de todos modos, esta repuesta en la cual el muchacho se rebelaba abiertamente, me espantó. Mi brazo casi levantado, volvió a caer sin tocar al culpable. El muchacho salió victorioso y esta victoria le dio tal audacia, que desde aquel momento todo el dinero de Assunta, cuyo amor hacia él parecía aumentarse a medida que era menos digno de él, se gastó en caprichos. Cuando yo estaba en Rogliano, las cosas iban bastante bien, pero apenas hube partido, Benedetto quedó dueño de la casa, y todo empezó a ir de mal en peor. De edad de once años escasos, todos sus camaradas los había elegido entre jóvenes de dieciocho a veinte años, lo más calaveras de Bastia; por algunos incidentes, la justicia nos había avisado repetidas veces.

Yo estaba asustado. Cualquier informe podía tener fatales conse­cuencias. Precisamente pronto me iba a ver obligado a salir de Cór­cega para una expedición importante. Reflexioné largo tiempo, y con el pensamiento de evitar grandes desgracias, me decidí a llevar conmi­go a Benedetto. Esperaba que la vida activa y laboriosa del contra­bandista, la disciplina severa del Norte, cambiarían este carácter pron­to a corromperse, si es que ya no lo estaba del todo.

»Llamé, pues, aparte a Benedetto y le hice la proposición de se­guirme, rodeando esta proposición de todas las promesas que pueden seducir a un niño de doce años.

Me dejó hablar hasta el fin, y cuando hube acabado, soltó una car­cajada diciendo:

»‑¿Estáis loco, tío? ‑pues así me llamaba cuando estaba de buen humor‑. ¿Yo cambiar la vida que llevo con la que vos lleváis, mi excelente holgazanería por el horrible trabajo que os tenéis im­puesto? ¿Pasar la noche al frío, el día al calor, ocultarse sin cesar, recibir tiros sin cesar y todo esto por ganar un poco de dinero? Dine­ro tengo yo cuanto quiero; madre Assunta me da todo lo que le pido, bien veis que sería un imbécil si aceptase lo que me proponéis.

»Me quedé estupefacto ante esta audacia y este razonamiento; Benedetto siguió jugando con sus camaradas, y lo vi a lo lejos señalán­dome a ellos como si yo fuera un idiota.

‑¡Oh! ¡Niño encantador! ‑murmuró Montecristo.

.‑¡Ah!, si hubiese sido mío ‑respondió Bertuccio‑, si hubiese sido mi hijo, o por lo menos nú sobrino, yo le hubiese corregido sus vicios, pero la idea de que había matado al padre me hacía imposi­ble toda corrección. Di buenos consejos a mi hermana, que siempre salía en defensa del desgraciado, y como me confesó que muchas veces le habían faltado sumas considerables, le indiqué un lugar don­de podría ocultar nuestro pequeño tesoro.

»En cuanto a mí, mi resolución estaba tomada. Benedetto sabía leer, escribir y contar perfectamente, porque cuando por casualidad quería dedicarse al trabajo, aprendía en un día lo que otros en una semana. Mi resolución, como digo, estaba tomada. Yo pensaba em­plearle de secretario en algún buque, y sin avisarle, hacerle venir con­migo una mañana y llevarlo a bordo; de este modo, recomendándole al capitán, todo su porvenir dependía de él.

»Una vez dispuesto este plan, partí para Francia.

»Aquella vez debían efectuarse todas estas operaciones en el golfo de Ly&oacu


Date: 2015-12-17; view: 501


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