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El Cáliz de fuego

 

 

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Ron asombrado cuando los alumnos de Hogwarts, formados en fila, volvían a subir la escalinata tras la comitiva de Durmstrang—. ¡Krum, Harry! ¡Es Viktor Krum!

—¡Ron, por Dios, no es más que un jugador de quid­ditch! —dijo Hermione.

—¿Nada más que un jugador de quidditch? —repitió Ron, mirándola como si no pudiera dar crédito a sus oídos—. ¡Es uno de los mejores buscadores del mundo, Hermione! ¡Nunca me hubiera imaginado que aún fuera al colegio!

Cuando volvían a cruzar el vestíbulo con el resto de los estudiantes de Hogwarts, de camino al Gran Comedor, Harry vio a Lee Jordan dando saltos en vertical para poder distinguir la nuca de Krum. Unas chicas de sexto revolvían en sus bolsillos mientras caminaban.

—¡Ah, es increíble, no llevo ni una simple pluma! ¿Crees que accedería a firmarme un autógrafo en el som­brero con mi lápiz de labios?

—¡Pero bueno! —bufó Hermione muy altanera al ade­lantar a las chicas, que habían empezado a pelearse por el lápiz de labios.

—Voy a intentar conseguir su autógrafo —dijo Ron—. No llevarás una pluma, ¿verdad, Harry?

—Las dejé todas en la mochila —contestó.

Se dirigieron a la mesa de Gryffindor. Ron puso mucho interés en sentarse orientado hacia la puerta de entrada, porque Krum y sus compañeros de Durmstrang seguían amontonados junto a ella sin saber dónde sentarse. Los alumnos de Beauxbatons se habían puesto en la mesa de Ravenclaw y observaban el Gran Comedor con expresión crítica. Tres de ellos se sujetaban aún bufandas o chales en torno a la cabeza.

—No hace tanto frío —dijo Hermione, molesta—. ¿Por qué no han traído capa?

—¡Aquí! ¡Ven a sentarte aquí! —decía Ron entre dien­tes—. ¡Aquí! Hermione, hazte a un lado para hacerle sitio...

—¿Qué?

—Demasiado tarde —se lamentó Ron con amargura.

Viktor Krum y sus compañeros de Durmstrang se ha­bían colocado en la mesa de Slytherin. Harry vio que Mal­foy, Crabbe y Goyle parecían muy ufanos por este hecho. En el instante en que miró, Malfoy se inclinaba un poco para dirigirse a Krum.

—Sí, muy bien, hazle la pelota, Malfoy —dijo Ron de forma mordaz—. Apuesto algo a que Krum no tarda en ca­larte... Seguro que tiene montones de gente lisonjeándolo todo el día... ¿Dónde creéis que dormirán? Podríamos hacer­le sitio en nuestro dormitorio, Harry... No me importaría dejarle mi cama: yo puedo dormir en una plegable.

Hermione exhaló un sonoro resoplido.

—Parece que están mucho más contentos que los de Beauxbatons —comentó Harry.



Los alumnos de Durmstrang se quitaban las pesadas pieles y miraban con expresión de interés el negro techo lle­no de estrellas. Dos de ellos cogían los platos y las copas de oro y los examinaban, aparentemente muy impresionados.

En el fondo, en la mesa de los profesores, Filch, el conserje, estaba añadiendo sillas. Como la ocasión lo merecía, llevaba puesto su frac viejo y enmohecido. Harry se sor­prendió de verlo añadir cuatro sillas, dos a cada lado de Dumbledore.

—Pero sólo hay dos profesores más —se extrañó Harry—. ¿Por qué Filch pone cuatro sillas? ¿Quién más va a venir?

—¿Eh? —dijo Ron un poco ido. Seguía observando a Krum con avidez.

Habiendo entrado todos los alumnos en el Gran Comedor y una vez sentados a las mesas de sus respectivas casas, em­pezaron a entrar en fila los profesores, que se encaminaron a la mesa del fondo y ocuparon sus asientos. Los últimos en la fila eran el profesor Dumbledore, el profesor Karkarov y Madame Maxime. Al ver aparecer a su directora, los alumnos de Beauxbatons se pusieron inmediatamente en pie. Algunos de los de Hogwarts se rieron. El grupo de Beauxbatons no pa­reció avergonzarse en absoluto, y no volvió a ocupar sus asientos hasta que Madame Maxime se hubo sentado a la iz­quierda de Dumbledore. Éste, sin embargo, permaneció en pie, y el silencio cayó sobre el Gran Comedor.

—Buenas noches, damas, caballeros, fantasmas y, muy especialmente, buenas noches a nuestros huéspedes —dijo Dumbledore, dirigiendo una sonrisa a los estudiantes extranjeros—. Es para mi un placer daros la bienveni­da a Hogwarts. Deseo que vuestra estancia aquí os resulte al mismo tiempo confortable y placentera, y confío en que así sea.

Una de las chicas de Beauxbatons, que seguía aferran­do la bufanda con que se envolvía la cabeza, profirió lo que inconfundiblemente era una risa despectiva.

—¡Nadie te obliga a quedarte! —susurró Hermione, irritada con ella.

—El Torneo quedará oficialmente abierto al final del banquete —explicó Dumbledore—. ¡Ahora os invito a todos a comer, a beber y a disfrutar como si estuvierais en vuestra casa!

Se sentó, y Harry vio que Karkarov se inclinaba inme­diatamente hacia él y trababan conversación.

Como de costumbre, las fuentes que tenían delante se llenaron de comida. Los elfos domésticos de las cocinas pa­recían haber tocado todos los registros. Ante ellos tenían la mayor variedad de platos que Harry hubiera visto nunca, incluidos algunos que eran evidentemente extranjeros.

—¿Qué es esto? —dijo Ron, señalando una larga sopera llena de una especie de guiso de marisco que había al lado de un familiar pastel de carne y riñones.

—Bullabesa —repuso Hermione.

—Por si acaso, tuya —replicó Ron.

—Es un plato francés —explicó Hermione—. Lo probé en vacaciones, este verano no, el anterior, y es muy rica.

—Te creo sin necesidad de probarla —dijo Ron sirvién­dose pastel.

El Gran Comedor parecía mucho más lleno de lo usual, aunque había tan sólo unos veinte estudiantes más que de cos­tumbre. Quizá fuera porque sus uniformes, que eran de colo­res diferentes, destacaban muy claramente contra el negro de las túnicas de Hogwarts. Una vez desprendidos de sus pieles, los alumnos de Durmstrang mostraban túnicas de color rojo sangre.

A los veinte minutos de banquete, Hagrid entró furtivamente en el Gran Comedor a través de la puerta que estaba situada detrás de la mesa de los profesores. Ocupó su silla en un extremo de la mesa y saludó a Harry, Ron y Hermione con la mano vendada.

—¿Están bien los escregutos, Hagrid? —le preguntó Harry.

—Prosperando —respondió Hagrid, muy contento.

—Sí, estoy seguro de que prosperan —dijo Ron en voz baja—. Parece que por fin han encontrado algo de comer que les gusta, ¿verdad? ¡Los dedos de Hagrid!

En aquel momento dijo una voz:

—«Pegdonad», ¿no «queguéis» bouillabaisse?

Se trataba de la misma chica de Beauxbatons que se había reído durante el discurso de Dumbledore. Al fin se ha­bía quitado la bufanda. Una larga cortina de pelo rubio plateado le caía casi hasta la cintura. Tenía los ojos muy azules y los dientes muy blancos y regulares.

Ron se puso colorado. La miró, abrió la boca para con­testar, pero de ella no salió nada más que un débil gorjeo.

—Puedes llevártela —le dijo Harry, acercándole a la chica la sopera.

—¿Habéis «tegminado» con ella?

—Sí —repuso Ron sin aliento—. Sí, es deliciosa.

La chica cogió la sopera y se la llevó con cuidado a la mesa de Ravenclaw. Ron seguía mirándola con ojos desorbi­tados, como si nunca hubiera visto una chica. Harry se echó a reír, y el sonido de su risa pareció sacar a Ron de su ensi­mismamiento.

—¡Es una veela! —le dijo a Harry con voz ronca.

—¡Por supuesto que no lo es! —repuso Hermione áspe­ramente—. No veo que nadie más se haya quedado mirán­dola con la boca abierta como un idiota.

Pero no estaba totalmente en lo cierto. Cuando la chica cruzó el Gran Comedor muchos chicos volvieron la cabeza, y algunos se quedaban sin habla, igual que Ron.

—¡Te digo que no es una chica normal! —exclamó Ron, haciéndose a un lado para verla mejor—. ¡Las de Hogwarts no están tan bien!

—En Hogwarts las hay que están muy bien —contestó Harry, sin pensar. Daba la casualidad de que Cho Chang estaba sentada a unas pocas sillas de distancia de la chica del pelo plateado.

—Cuando podáis apartar la vista de ahí —dijo Hermio­ne—, veréis quién acaba de llegar.

Señaló la mesa de los profesores, donde ya se habían ocupado los dos asientos vacíos. Ludo Bagman estaba sen­tado al otro lado del profesor Karkarov, en tanto que el se­ñor Crouch, el jefe de Percy, ocupaba el asiento que había al lado de Madame Maxime.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó Harry sorprendido.

—Son los que han organizado el Torneo de los tres ma­gos, ¿no? —repuso Hermione—. Supongo que querían estar presentes en la inauguración.

Cuando llegaron los postres, vieron también algunos dulces extraños. Ron examinó detenidamente una especie de crema pálida, y luego la desplazó un poco a la derecha, para que quedara bien visible desde la mesa de Ravenclaw. Pero la chica que parecía una veela debía de haber comido ya bastante, y no se acercó a pedirla.

Una vez limpios los platos de oro, Dumbledore volvió a levantarse. Todos en el Gran Comedor parecían emociona­dos y nerviosos. Con un estremecimiento, Harry se pregun­tó qué iba a suceder a continuación. Unos asientos más allá, Fred y George se inclinaban hacia delante, sin despegar los ojos de Dumbledore.

—Ha llegado el momento —anunció Dumbledore, son­riendo a la multitud de rostros levantados hacia él—. El Torneo de los tres magos va a dar comienzo. Me gustaría pronunciar unas palabras para explicar algunas cosas an­tes de que traigan el cofre...

—¿El qué? —murmuró Harry.

Ron se encogió de hombros.

—... sólo para aclarar en qué consiste el procedimiento que vamos a seguir. Pero antes, para aquellos que no los co­nocéis, permitidme que os presente al señor Bartemius Crouch, director del Departamento de Cooperación Mágica Internacional —hubo un asomo de aplauso cortés—, y al se­ñor Ludo Bagman, director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos.

Aplaudieron mucho más a Bagman que a Crouch, tal vez a causa de su fama como golpeador de quidditch, o tal vez simplemente porque tenía un aspecto mucho más simpático. Bagman agradeció los aplausos con un jovial gesto de la mano, mientras que Bartemius Crouch no saludó ni sonrió al ser presentado. Al recordarlo vestido con su impecable traje en los Mundiales de quidditch, Harry pensó que no le pegaba la túnica de mago. El bigote de cepillo y la raya del pelo, tan recta, resultaban muy raros junto al pelo y la bar­ba de Dumbledore, que eran largos y blancos.

—Los señores Bagman y Crouch han trabajado sin des­canso durante los últimos meses en los preparativos del Tor­neo de los tres magos —continuó Dumbledore—, y estarán conmigo, con el profesor Karkarov y con Madame Maxime en el tribunal que juzgará los esfuerzos de los campeones.

A la mención de la palabra «campeones», la atención de los alumnos aumentó aún más.

Quizá Dumbledore percibió el repentino silencio, por­que sonrió mientras decía:

—Señor Filch, si tiene usted la bondad de traer el cofre...

Filch, que había pasado inadvertido pero permanecía atento en un apartado rincón del Gran Comedor, se acercó a Dumbledore con una gran caja de madera con joyas incrus­tadas. Parecía extraordinariamente vieja. De entre los alum­nos se alzaron murmullos de interés y emoción. Dennis Creevey se puso de pie sobre la silla para ver bien, pero era tan pequeño que su cabeza apenas sobresalía de las demás.

—Los señores Crouch y Bagman han examinado ya las instrucciones para las pruebas que los campeones tendrán que afrontar —dijo Dumbledore mientras Filch colocaba con cuidado el cofre en la mesa, ante él—, y han dispuesto todos los preparativos necesarios para ellas. Habrá tres pruebas, espaciadas en el curso escolar, que medirán a los campeones en muchos aspectos diferentes: sus habilidades mágicas, su osadía, sus dotes de deducción y, por supuesto, su capacidad para sortear el peligro.

Ante esta última palabra, en el Gran Comedor se hizo un silencio tan absoluto que nadie parecía respirar.

—Como todos sabéis, en el Torneo compiten tres cam­peones —continuó Dumbledore con tranquilidad—, uno por cada colegio participante. Se puntuará la perfección con que lleven a cabo cada una de las pruebas y el campeón que des­pués de la tercera tarea haya obtenido la puntuación más alta se alzará con la Copa de los tres magos. Los campeo­nes serán elegidos por un juez imparcial: el cáliz de fuego.

Dumbledore sacó la varita mágica y golpeó con ella tres veces en la parte superior del cofre. La tapa se levantó lenta­mente con un crujido. Dumbledore introdujo una mano para sacar un gran cáliz de madera toscamente tallada. No habría llamado la atención de no ser porque estaba lleno hasta el borde de unas temblorosas llamas de color blanco azulado.

Dumbledore cerró el cofre y con cuidado colocó el cáliz sobre la tapa, para que todos los presentes pudieran verlo bien.

—Todo el que quiera proponerse para campeón tiene que escribir su nombre y el de su colegio en un trozo de per­gamino con letra bien clara, y echarlo al cáliz —explicó Dumbledore—. Los aspirantes a campeones disponen de veinticuatro horas para hacerlo. Mañana, festividad de Halloween, por la noche, el cáliz nos devolverá los nombres de los tres campeones a los que haya considerado más dignos de representar a sus colegios. Esta misma noche el cáliz quedará expuesto en el vestíbulo, accesible a todos aquellos que quieran competir.

»Para asegurarme de que ningún estudiante menor de edad sucumbe a la tentación —prosiguió Dumbledore—, trazaré una raya de edad alrededor del cáliz de fuego una vez que lo hayamos colocado en el vestíbulo. No podrá cru­zar la línea nadie que no haya cumplido los diecisiete años.

»Por último, quiero recalcar a todos los que estén pen­sando en competir que hay que meditar muy bien antes de entrar en el Torneo. Cuando el cáliz de fuego haya seleccio­nado a un campeón, él o ella estarán obligados a continuar en el Torneo hasta el final. Al echar vuestro nombre en el cáliz de fuego estáis firmando un contrato mágico de tipo vinculante. Una vez convertido en campeón, nadie puede arrepentirse. Así que debéis estar muy seguros antes de ofrecer vuestra candidatura. Y ahora me parece que ya es hora de ir a la cama. Buenas noches a todos.

—¡Una raya de edad! —dijo Fred Weasley con ojos chis­peantes de camino hacia la puerta que daba al vestíbulo—. Bueno, creo que bastará con una poción envejecedora para burlarla. Y, una vez que el nombre de alguien esté en el cá­liz, ya no podrán hacer nada. Al cáliz le da igual que uno tenga diecisiete años o no.

—Pero no creo que nadie menor de diecisiete años ten­ga ninguna posibilidad —objetó Hermione—. No hemos aprendido bastante...

—Habla por ti —replicó George—. Tú lo vas a intentar, ¿no, Harry?

Harry pensó un momento en la insistencia de Dumble­dore en que nadie se ofreciera como candidato si no había cumplido los diecisiete años, pero luego volvió a imaginarse a sí mismo ganando el Torneo de los tres magos... Se pre­guntó hasta qué punto se enfadaría Dumbledore si alguien por debajo de los diecisiete hallaba la manera de cruzar la raya de edad...

—¿Dónde está? —dijo Ron, que no escuchaba una pala­bra de la conversación, porque escrutaba la multitud para ver dónde se encontraba Krum—. Dumbledore no ha dicho nada de dónde van a dormir los de Durmstrang, ¿verdad?

Pero su pregunta quedó respondida al instante. Habían llegado a la altura de la mesa de Slytherin, y Karkarov les metía prisa en aquel momento a sus alumnos.

—Al barco, vamos —les decía—. ¿Cómo te encuentras, Viktor? ¿Has comido bastante? ¿Quieres que pida que te preparen un ponche en las cocinas?

Harry vio que Krum negaba con la cabeza mientras se ponía su capa de pieles.

—Profesor, a mí sí me gustaría tomar un ponche —dijo otro de los alumnos de Durmstrang.

—No te lo he ofrecido a ti, Poliakov —contestó con brus­quedad Karkarov, de cuyo rostro había desaparecido todo aire paternal—. Ya veo que has vuelto a mancharte de co­mida la pechera de la túnica, niño indeseable...

Karkarov se volvió y marchó hacia la puerta por delante de sus alumnos. Llegó a ella exactamente al mismo tiempo que Harry, Ron y Hermione, y Harry se detuvo para cederle el paso.

—Gracias —dijo Karkarov despreocupadamente, echán­dole una mirada.

Y de repente Karkarov se quedó como helado. Volvió a mirar a Harry y dejó los ojos fijos en él, como si no pudiera creer lo que veía. Detrás de su director, también se detuvie­ron los alumnos de Durmstrang. Muy lentamente, los ojos de Karkarov fueron ascendiendo por la cara de Harry hasta llegar a la cicatriz. También sus alumnos observaban a Harry con curiosidad. Por el rabillo del ojo, Harry veía en sus caras la expresión de haber caído en la cuenta de algo. El chico que se había manchado de comida la pechera le dio un codazo a la chica que estaba a su lado y señaló sin disi­mulo la frente de Harry.

—Sí, es Harry Potter —dijo desde detrás de ellos una voz gruñona.

El profesor Karkarov se dio la vuelta. Ojoloco Moody es­taba allí, apoyando todo su peso en el bastón y observando con su ojo mágico, sin parpadear, al director de Durmstrang.

Ante los ojos de Harry, Karkarov palideció y le dirigió a Moody una mirada terrible, mezcla de furia y miedo.

—¡Tú! —exclamó, mirando a Moody como si no diera crédito a sus ojos.

—Sí, yo —contestó Moody muy serio—. Y, a no ser que tengas algo que decirle a Potter, Karkarov, deberías salir. Estás obstruyendo el paso.

Era cierto. La mitad de los alumnos que había en el Gran Comedor aguardaban tras ellos, y se ponían de punti­llas para ver qué era lo que ocasionaba el atasco.

Sin pronunciar otra palabra, el profesor Karkarov salió con sus alumnos. Moody clavó los ojos en su espalda y, con un gesto de intenso desagrado, lo siguió con la vista hasta que se alejó.

 

 

Como al día siguiente era sábado, lo normal habría sido que la mayoría de los alumnos bajaran tarde a desayunar. Sin embargo, Harry, Ron y Hermione no fueron los únicos que se levantaron mucho antes de lo habitual en días de fiesta. Al bajar al vestíbulo vieron a unas veinte personas agrupadas allí, algunas comiendo tostadas, y todas contemplando el cáliz de fuego. Lo habían colocado en el centro del vestíbulo, encima del taburete sobre el que se ponía el Sombrero Seleccionador. En el suelo, a su alrededor, una fina línea de color dorado formaba un círculo de tres metros de radio.

—¿Ya ha dejado alguien su nombre? —le preguntó Ron algo nervioso a una de tercero.

—Todos los de Durmstrang —contestó ella—. Pero de momento no he visto a ninguno de Hogwarts.

—Seguro que lo hicieron ayer después de que los demás nos acostamos —dijo Harry—. Yo lo habría hecho así si me fuera a presentar: preferiría que no me viera nadie. ¿Y si el cáliz te manda a freír espárragos?

Alguien se reía detrás de Harry. Al volverse, vio a Fred, George y Lee Jordan que bajaban corriendo la escalera. Los tres parecían muy nerviosos.

—Ya está —les dijo Fred a Harry, Ron y Hermione en tono triunfal—. Acabamos de tomárnosla.

—¿El qué? —preguntó Ron.

—La poción envejecedora, cerebro de mosquito —res­pondió Fred.

—Una gota cada uno —explicó George, frotándose las manos con júbilo—. Sólo necesitamos ser unos meses más viejos.

—Si uno de nosotros gana, repartiremos el premio en­tre los tres —añadió Lee, con una amplia sonrisa.

—No estoy muy convencida de que funcione, ¿sabéis? Seguro que Dumbledore ha pensado en eso —les advirtió Hermione.

Fred, George y Lee no le hicieron caso.

—¿Listos? —les dijo Fred a los otros dos, temblando de emoción—. Entonces, vamos. Yo voy primero...

Harry observó, fascinado, cómo Fred se sacaba del bolsi­llo un pedazo de pergamino con las palabras: «Fred Weasley, Hogwarts.» Fred avanzó hasta el borde de la línea y se quedó allí, balanceándose sobre las puntas de los pies como un sal­tador de trampolín que se dispusiera a tirarse desde veinte metros de altura. Luego, observado por todos los que estaban en el vestíbulo, tomó aire y dio un paso para cruzar la línea.

Durante una fracción de segundo, Harry creyó que el truco había funcionado. George, desde luego, también lo cre­yó, porque profirió un grito de triunfo y avanzó tras Fred. Pero al momento siguiente se oyó un chisporroteo, y ambos hermanos se vieron expulsados del círculo dorado como si los hubiera echado un invisible lanzador de peso. Cayeron al suelo de fría piedra a tres metros de distancia, haciéndose bastante daño, y para colmo sonó un «¡plin!» y a los dos les salió de repente la misma barba larga y blanca.

En el vestíbulo, todos prorrumpieron en carcajadas. Incluso Fred y George se rieron al ponerse en pie y verse cada uno la barba del otro.

—Os lo advertí —dijo la voz profunda de alguien que parecía estar divirtiéndose, y todo el mundo se volvió para ver salir del Gran Comedor al profesor Dumbledore. Exami­nó a Fred y George con los ojos brillantes—. Os sugiero que vayáis los dos a ver a la señora Pomfrey. Está atendiendo ya a la señorita Fawcett, de Ravenclaw, y al señor Summers, de Hufflepuff, que también decidieron envejecerse un po­quito. Aunque tengo que decir que me gusta más vuestra barba que la que les ha salido a ellos.

Fred y George salieron para la enfermería acompaña­dos por Lee, que se partía de risa, y Harry, Ron y Hermione, que también se reían con ganas, entraron a desayunar.

Habían cambiado la decoración del Gran Comedor. Como era Halloween, una nube de murciélagos vivos revolo­teaba por el techo encantado mientras cientos de calabazas lanzaban macabras sonrisas desde cada rincón. Se encami­naron hacia donde estaban Dean y Seamus, que hablaban sobre los estudiantes de Hogwarts que tenían diecisiete años o más y que podrían intentar participar.

—Corre por ahí el rumor de que Warrington se ha le­vantado temprano para echar el pergamino con su nombre —le dijo Dean a Harry—. Sí, hombre, ese tío grande de Slytherin que parece un oso perezoso...

Harry, que se había enfrentado a Warrington en quid­ditch, movió la cabeza en señal de disgusto.

—¡Espero que no tengamos de campeón a nadie de Slytherin!

—Y los de Hufflepuff hablan todos de Diggory —comen­tó Seamus con desdén—. Pero no creo que quiera arriesgarse a perder su belleza.

—¡Escuchad! —dijo Hermione repentinamente.

En el vestíbulo estaban lanzando vítores. Se volvieron todos en sus asientos y vieron entrar en el Gran Comedor, sonriendo con un poco de vergüenza, a Angelina Johnson. Era una chica negra, alta, que jugaba como cazadora en el equipo de quidditch de Gryffindor. Angelina fue hacia ellos, se sentó y dijo:

—¡Bueno, lo he hecho! ¡Acabo de echar mi nombre!

—¡No puedo creerlo! —exclamó Ron, impresionado.

—Pero ¿tienes diecisiete años? —inquirió Harry.

—Claro que los tiene. Porque si no le habría salido bar­ba, ¿no? —dijo Ron.

—Mi cumpleaños fue la semana pasada —explicó Angelina.

—Bueno, me alegro de que entre alguien de Gryffin­dor —declaró Hermione—. ¡Espero que quedes tú, Angeli­na!

—Gracias, Hermione —contestó Angelina sonriéndole.

—Sí, mejor tú que Diggory el hermoso —dijo Seamus, lo que arrancó miradas de rencor de unos de Hufflepuff que pasaban al lado.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Ron a Harry y Hermione cuando hubieron terminado el desayuno y salían del Gran Comedor.

—Aún no hemos bajado a visitar a Hagrid —comentó Harry.

—Bien —dijo Ron—, mientras no nos pida que donemos los dedos para que coman los escregutos...

A Hermione se le iluminó súbitamente la cara.

—¡Acabo de darme cuenta de que todavía no le he pedi­do a Hagrid que se afilie a la P.E.D.D.O.! —dijo con ale­gría—. ¿Querréis esperarme un momento mientras subo y cojo las insignias?

—Pero ¿qué pretende? —dijo Ron, exasperado, mien­tras Hermione subía por la escalinata de mármol.

—Eh, Ron —le advirtió Harry—, por ahí viene tu amiga...

Los estudiantes de Beauxbatons estaban entrando por la puerta principal, provenientes de los terrenos del colegio, y entre ellos llegaba la chica veela. Los que estaban alrede­dor del cáliz de fuego se echaron atrás para dejarlos pasar, y se los comían con los ojos.

Madame Maxime entró en el vestíbulo detrás de sus alumnos y los hizo colocarse en fila. Uno a uno, los alumnos de Beauxbatons fueron cruzando la raya de edad y deposi­tando en las llamas de un blanco azulado sus pedazos de pergamino. Cada vez que caía un nombre al fuego, éste se volvía momentáneamente rojo y arrojaba chispas.

—¿Qué crees que harán los que no sean elegidos? —le susurró Ron a Harry mientras la chica veela dejaba caer al fuego su trozo de pergamino—. ¿Crees que volverán a su co­legio, o se quedarán para presenciar el Torneo?

—No lo sé —dijo Harry—. Supongo que se quedarán, porque Madame Maxime tiene que estar en el tribunal, ¿no?

Cuando todos los estudiantes de Beauxbatons hubieron presentado sus nombres, Madame Maxime los hizo volver a salir del castillo.

—¿Dónde dormirán? —preguntó Ron, acercándose a la puerta y observándolos.

Un sonoro traqueteo anunció tras ellos la reaparición de Hermione, que llevaba consigo las insignias de la P.E.D.D.O.

—¡Démonos prisa! —dijo Ron, y bajó de un salto la esca­linata de piedra, sin apartar los ojos de la chica veela, que iba con Madame Maxime por la mitad de la explanada.

Al acercarse a la cabaña de Hagrid, al borde del bosque prohibido, el misterio de los dormitorios de los de Beauxba­tons quedó disipado. El gigantesco carruaje de color azul claro en el que habían llegado estaba aparcado a unos dos­cientos metros de la cabaña de Hagrid, y los de Beauxba­tons entraron en él de nuevo. Al lado, en un improvisado potrero, pacían los caballos de tamaño de elefantes que ha­bían tirado del carruaje.

Harry llamó a la puerta de Hagrid, y los estruendosos ladridos de Fang respondieron al instante.

—¡Ya era hora! —exclamó Hagrid, después de abrir la puerta de golpe y verlos—. ¡Creía que no os acordabais de dónde vivo!

—Hemos estado muy ocupados, Hag... —empezó a decir Hermione, pero se detuvo de pronto, estupefacta, al ver a Hagrid.

Hagrid llevaba su mejor traje peludo de color marrón (francamente horrible), con una corbata a cuadros amarillos y naranja. Y eso no era lo peor: era evidente que había tratado de peinarse usando grandes cantidades de lo que parecía aceite lubricante hasta alisar el pelo formando dos coletas. Puede que hubiera querido hacerse una coleta como la de Bill y se hubiera dado cuenta de que tenía demasiado pelo. A Hagrid aquel tocado le sentaba como a un santo dos pistolas. Durante un instante Hermione lo miró con ojos de­sorbitados, y luego, obviamente decidiendo no hacer ningún comentario, dijo:

—Eh... ¿dónde están los escregutos?

—Andan entre las calabazas —repuso Hagrid conten­to—. Se están poniendo grandes: ya deben de tener cerca de un metro. El único problema es que han empezado a ma­tarse unos a otros.

—¡No!, ¿de verdad? —dijo Hermione, echándole a Ron una dura mirada para que se callara, porque éste, viendo el peinado de Hagrid, acababa de abrir la boca para comentar algo.

—Sí —contestó Hagrid con tristeza—. Pero están bien. Los he separado en cajas, y aún quedan unos veinte.

—Bueno, eso es una suerte —comentó Ron. Hagrid no percibió el sarcasmo de la frase.

La cabaña de Hagrid constaba de una sola habitación, uno de cuyos rincones se hallaba ocupado por una cama gi­gante cubierta con un edredón de retazos multicolores. De­lante de la chimenea había una mesa de madera, también de enorme tamaño, y unas sillas, sobre las que colgaban unos cuantos jamones curados y aves muertas. Se sentaron a la mesa mientras Hagrid comenzaba a preparar el té, y no tardaron en hablar sobre el Torneo de los tres magos. Ha­grid parecía tan nervioso como ellos a causa del Torneo.

—Esperad y veréis —dijo, entusiasmado—. No tenéis más que esperar. Vais a ver lo que no habéis visto nunca. La primera prueba... Ah, pero se supone que no debo decir nada.

—¡Vamos, Hagrid! —lo animaron Harry, Ron y Hermione.

Pero él negó con la cabeza, sonriendo al mismo tiempo.

—No, no, no quiero estropearlo por vosotros. Pero os aseguro que será muy espectacular. Los campeones van a tener en qué demostrar su valía. ¡Nunca creí que viviría lo bastante para ver una nueva edición del Torneo de los tres magos!

Terminaron comiendo con Hagrid, aunque no comieron mucho: Hagrid había preparado lo que decía que era un es­tofado de buey, pero, cuando Hermione sacó una garra de su plato, los tres amigos perdieron gran parte del apetito. Sin embargo, lo pasaron bastante bien intentando sonsacar a Hagrid cuáles iban a ser las pruebas del Torneo, especulan­do qué candidatos elegiría el cáliz de fuego y preguntándose si Fred y George habrían vuelto a ser barbilampiños.

A media tarde empezó a caer una lluvia suave. Resulta­ba muy agradable estar sentados junto al fuego, escuchando el suave golpeteo de las gotas de lluvia contra los cristales de la ventana, viendo a Hagrid zurcir calcetines y discutir con Hermione sobre los elfos domésticos, porque él se negó ta­jantemente a afiliarse a la P.E.D.D.O. cuando ella le mostró las insignias.

—Eso sería jugarles una mala pasada, Hermione —dijo Hagrid gravemente, enhebrando un grueso hilo amarillo en una enorme aguja de hueso—. Lo de cuidar a los humanos forma parte de su naturaleza. Es lo que les gusta, ¿te das cuenta? Los harías muy desgraciados si los apartaras de su trabajo, y si intentaras pagarles se lo tomarían como un in­sulto.

—Pero Harry liberó a Dobby, ¡y él se puso loco de con­tento! —objetó Hermione—. ¡Y nos han dicho que ahora quiere que le paguen!

—Sí, bien, en todas partes hay quien se desmadra. No niego que haya elfos raros a los que les gustaría ser libres, pero nunca conseguirías convencer a la mayoría. No, nada de eso, Hermione.

A Hermione no le hizo ni pizca de gracia su negativa y volvió a guardarse la caja de las insignias en el bolsillo de la capa.

Hacia las cinco y media se hacía de noche, y Ron, Harry y Hermione decidieron que era el momento de vol­ver al castillo para el banquete de Halloween. Y, lo más importante de todo, para el anuncio de los campeones de los colegios.

—Voy con vosotros —dijo Hagrid, dejando la labor—. Esperad un segundo.

Hagrid se levantó, fue hasta la cómoda que había junto a la cama y empezó a buscar algo dentro de ella. No pusie­ron mucha atención hasta que un olor horrendo les llegó a las narices. Entre toses, Ron preguntó:

—¿Qué es eso, Hagrid?

—¿Qué, no os gusta? —dijo Hagrid, volviéndose con una botella grande en la mano.

—¿Es una loción para después del afeitado? —preguntó Hermione con un hilo de voz.

—Eh... es agua de colonia —murmuró Hagrid. Se había ruborizado—. Tal vez me he puesto demasiada. Voy a qui­tarme un poco, esperad...

Salió de la cabaña ruidosamente, y lo vieron lavarse con vigor en el barril con agua que había al otro lado de la ventana.

—¿Agua de colonia? —se preguntó Hermione sorpren­dida—. ¿Hagrid?

—¿Y qué me decís del traje y del peinado? —preguntó a su vez Harry en voz baja.

—¡Mirad! —dijo de pronto Ron, señalando algo fuera de la ventana.

Hagrid acababa de enderezarse y de volverse. Si antes se había ruborizado, aquello no había sido nada comparado con lo de aquel momento. Levantándose muy despacio para que Hagrid no se diera cuenta, Harry, Ron y Hermione echaron un vistazo por la ventana y vieron que Madame Maxime y los alumnos de Beauxbatons acababan de salir del carruaje, evidentemente para acudir, como ellos, al ban­quete. No oían nada de lo que decía Hagrid, pero se dirigía a Madame Maxime con una expresión embelesada que Harry sólo le había visto una vez: cuando contemplaba a Norberto, el cachorro de dragón.

—¡Se va al castillo con ella! —exclamó Hermione, indig­nada—. ¡Creía que iba a ir con nosotros!

Sin siquiera volver la vista hacia la cabaña, Hagrid ca­minaba pesadamente a través de los terrenos de Hogwarts al lado de Madame Maxime. Detrás de ellos iban los alumnos de Beauxbatons, casi corriendo para poder seguir las enormes zancadas de los dos gigantes.

—¡Le gusta! —dijo Ron, incrédulo—. Bueno, si termi­nan teniendo niños, batirán un récord mundial. Seguro que pesarán alrededor de una tonelada.

Salieron de la cabaña y cerraron la puerta. Fuera esta­ba ya sorprendentemente oscuro. Se arrebujaron bien en la capa y empezaron a subir la cuesta.

—¡Mirad, son ellos! —susurró Hermione.

El grupo de Durmstrang subía desde el lago hacia el castillo. Viktor Krum caminaba junto a Karkarov, y los otros alumnos de Durmstrang los seguían un poco rezaga­dos. Ron observó a Krum emocionado, pero éste no miró a ningún lado al entrar por la puerta principal, un poco por delante de Hermione, Ron y Harry.

Una vez dentro vieron que el Gran Comedor, iluminado por velas, estaba casi abarrotado. Habían quitado del vestí­bulo el cáliz de fuego y lo habían puesto delante de la silla vacía de Dumbledore, sobre la mesa de los profesores. Fred y George, nuevamente lampiños, parecían haber encajado bastante bien la decepción.

—Espero que salga Angelina —dijo Fred mientras Harry, Ron y Hermione se sentaban.

—¡Yo también! —exclamó Hermione—. ¡Bueno, pronto lo sabremos!

El banquete de Halloween les pareció mucho más largo de lo habitual. Quizá porque era su segundo banquete en dos días, Harry no disfrutó la insólita comida tanto como la habría disfrutado cualquier otro día. Como todos cuantos se encontraban en el Gran Comedor —a juzgar por los cuellos que se giraban continuamente, las expresiones de impa­ciencia, las piernas que se movían nerviosas y la gente que se levantaba para ver si Dumbledore ya había terminado de comer—, Harry sólo deseaba que la cena terminara y anun­ciaran quiénes habían quedado seleccionados como cam­peones.

Por fin, los platos de oro volvieron a su original estado inmaculado. Se produjo cierto alboroto en el salón, que se cortó casi instantáneamente cuando Dumbledore se puso en pie. Junto a él, el profesor Karkarov y Madame Maxime parecían tan tensos y expectantes como los demás. Ludo Bagman sonreía y guiñaba el ojo a varios estudiantes. El se­ñor Crouch, en cambio, no parecía nada interesado, sino más bien aburrido.

—Bien, el cáliz está casi preparado para tomar una de­cisión —anunció Dumbledore—. Según me parece, falta tan sólo un minuto. Cuando pronuncie el nombre de un cam­peón, le ruego que venga a esta parte del Gran Comedor, pase por la mesa de los profesores y entre en la sala de al lado —indicó la puerta que había detrás de su mesa—, don­de recibirá las primeras instrucciones.

Sacó la varita y ejecutó con ella un amplio movimiento en el aire. De inmediato se apagaron todas las velas salvo las que estaban dentro de las calabazas con forma de cara, y la estancia quedó casi a oscuras. No había nada en el Gran Comedor que brillara tanto como el cáliz de fuego, y el ful­gor de las chispas y la blancura azulada de las llamas casi hacia daño a los ojos. Todo el mundo miraba, expectante. Algunos consultaban los relojes.

—De un instante a otro —susurró Lee Jordan, dos asientos más allá de Harry.

De pronto, las llamas del cáliz se volvieron rojas, y em­pezaron a salir chispas. A continuación, brotó en el aire una lengua de fuego y arrojó un trozo carbonizado de pergami­no. La sala entera ahogó un grito.

Dumbledore cogió el trozo de pergamino y lo alejó tanto como le daba el brazo para poder leerlo a la luz de las lla­mas, que habían vuelto a adquirir un color blanco azulado.

—El campeón de Durmstrang —leyó con voz alta y cla­ra— será Viktor Krum.

—¡Era de imaginar! —gritó Ron, al tiempo que una tor­menta de aplausos y vítores inundaba el Gran Comedor. Harry vio a Krum levantarse de la mesa de Slytherin y caminar hacia Dumbledore. Se volvió a la derecha, recorrió la mesa de los profesores y desapareció por la puerta hacia la sala contigua.

—¡Bravo, Viktor! —bramó Karkarov, tan fuerte que todo el mundo lo oyó incluso por encima de los aplausos—. ¡Sabía que serías tú!

Se apagaron los aplausos y los comentarios. La aten­ción de todo el mundo volvía a recaer sobre el cáliz, cuyo fue­go tardó unos pocos segundos en volverse nuevamente rojo. Las llamas arrojaron un segundo trozo de pergamino.

—La campeona de Beauxbatons —dijo Dumbledore—es ¡Fleur Delacour!

—¡Es ella, Ron! —gritó Harry, cuando la chica que pa­recía una veela se puso en pie elegantemente, sacudió la ca­beza para retirarse hacia atrás la amplia cortina de pelo plateado, y caminó por entre las mesas de Hufflepuff y Ra­venclaw.

—¡Mirad qué decepcionados están todos! —dijo Her­mione elevando la voz por encima del alboroto, y señalando con la cabeza al resto de los alumnos de Beauxbatons.

«Decepcionados» era decir muy poco, pensó Harry. Dos de las chicas que no habían resultado elegidas habían roto a llorar, y sollozaban con la cabeza escondida entre los brazos.

Cuando Fleur Delacour hubo desaparecido también por la puerta, volvió a hacerse el silencio, pero esta vez era un silencio tan tenso y lleno de emoción, que casi se palpaba. El siguiente sería el campeón de Hogwarts...

Y el cáliz de fuego volvió a tornarse rojo; saltaron chis­pas, la lengua de fuego se alzó, y de su punta Dumbledore retiró un nuevo pedazo de pergamino.

—El campeón de Hogwarts —anunció— es ¡Cedric Dig­gory!

—¡No! —dijo Ron en voz alta, pero sólo lo oyó Harry: el jaleo proveniente de la mesa de al lado era demasiado es­truendoso. Todos y cada uno de los alumnos de Hufflepuff se habían puesto de repente de pie, gritando y pataleando, mientras Cedric se abría camino entre ellos, con una amplia sonrisa, y marchaba hacia la sala que había tras la mesa de los profesores. Naturalmente, los aplausos dedicados a Ce­dric se prolongaron tanto que Dumbledore tuvo que esperar un buen rato para poder volver a dirigirse a la concurrencia.

—¡Estupendo! —dijo Dumbledore en voz alta y muy con­tento cuando se apagaron los últimos aplausos—. Bueno, ya tenemos a nuestros tres campeones. Estoy seguro de que puedo confiar en que todos vosotros, incluyendo a los alum­nos de Durmstrang y Beauxbatons, daréis a vuestros respec­tivos campeones todo el apoyo que podáis. Al animarlos, todos vosotros contribuiréis de forma muy significativa a...

Pero Dumbledore se calló de repente, y fue evidente para todo el mundo por qué se había interrumpido.

El fuego del cáliz había vuelto a ponerse de color rojo. Otra vez lanzaba chispas. Una larga lengua de fuego se ele­vó de repente en el aire y arrojó otro trozo de pergamino.

Dumbledore alargó la mano y lo cogió. Lo extendió y miró el nombre que había escrito en él. Hubo una larga pau­sa, durante la cual Dumbledore contempló el trozo de per­gamino que tenía en las manos, mientras el resto de la sala lo observaba. Finalmente, Dumbledore se aclaró la gargan­ta y leyó en voz alta:

—Harry Potter.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 421


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Beauxbatons y Durmstrang | Los cuatro campeones
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