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Los cuatro campeones

 

 

Harry permaneció sentado, consciente de que todos cuantos estaban en el Gran Comedor lo miraban. Se sentía aturdi­do, atontado. Debía de estar soñando. O no había oído bien.

Nadie aplaudía. Un zumbido como de abejas enfureci­das comenzaba a llenar el salón. Algunos alumnos se levan­taban para ver mejor a Harry, que seguía inmóvil, sentado en su sitio.

En la mesa de los profesores, la profesora McGonagall se levantó y se acercó a Dumbledore, con el que cuchicheó impetuosamente. El profesor Dumbledore inclinaba hacia ella la cabeza, frunciendo un poco el entrecejo.

Harry se volvió hacia Ron y Hermione. Más allá de ellos, vio que todos los demás ocupantes de la larga mesa de Gryffindor lo miraban con la boca abierta.

—Yo no puse mi nombre —dijo Harry, totalmente con­fuso—. Vosotros lo sabéis.

Uno y otro le devolvieron la misma mirada de aturdi­miento.

En la mesa de los profesores, Dumbledore se irguió e hizo un gesto afirmativo a la profesora McGonagall.

—¡Harry Potter! —llamó—. ¡Harry! ¡Levántate y ven aquí, por favor!

—Vamos —le susurró Hermione, dándole a Harry un leve empujón.

Harry se puso en pie, se pisó el dobladillo de la túnica y se tambaleó un poco. Avanzó por el hueco que había entre las mesas de Gryffindor y Hufflepuff. Le pareció un camino larguísimo. La mesa de los profesores no parecía hallarse más cerca aunque él caminara hacia ella, y notaba la mira­da de cientos y cientos de ojos, como si cada uno de ellos fue­ra un reflector. El zumbido se hacía cada vez más fuerte. Después de lo que le pareció una hora, se halló delante de Dumbledore y notó las miradas de todos los profesores.

—Bueno... cruza la puerta, Harry —dijo Dumbledore, sin sonreír.

Harry pasó por la mesa de profesores. Hagrid, sentado justo en un extremo, no le guiñó un ojo, ni levantó la mano, ni hizo ninguna de sus habituales señas de saludo. Parecía completamente aturdido y, al pasar Harry, lo miró como ha­cían todos los demás. Harry salió del Gran Comedor y se en­contró en una sala más pequeña, decorada con retratos de brujos y brujas. Delante de él, en la chimenea, crepitaba un fuego acogedor.

Cuando entró, las caras de los retratados se volvieron hacia él. Vio que una bruja con el rostro lleno de arrugas sa­lía precipitadamente de los límites de su marco y se iba al cuadro vecino, que era el retrato de un mago con bigotes de foca. La bruja del rostro arrugado empezó a susurrarle algo al oído.

Viktor Krum, Cedric Diggory y Fleur Delacour estaban junto a la chimenea. Con sus siluetas recortadas contra las llamas, tenían un aspecto curiosamente imponente. Krum, cabizbajo y siniestro, se apoyaba en la repisa de la chime­nea, ligeramente separado de los otros dos. Cedric, de pie con las manos a la espalda, observaba el fuego. Fleur Dela­cour lo miró cuando entró y volvió a echarse para atrás su largo pelo plateado.



—¿Qué pasa? —preguntó, creyendo que había entrado para transmitirles algún mensaje—. ¿«Quieguen» que vol­vamos al «comedog»?

Harry no sabía cómo explicar lo que acababa de suce­der. Se quedó allí quieto, mirando a los tres campeones, sor­prendido de lo altos que parecían.

Oyó detrás un ruido de pasos apresurados. Era Ludo, que entraba en la sala. Cogió del brazo a Harry y lo llevó ha­cia delante.

—¡Extraordinario! —susurró, apretándole el brazo—. ¡Absolutamente extraordinario! Caballeros... señorita —añadió, acercándose al fuego y dirigiéndose a los otros tres—. ¿Puedo presentarles, por increíble que parezca, al cuarto campeón del Torneo de los tres magos?

Viktor Krum se enderezó. Su hosca cara se ensombre­ció al examinar a Harry. Cedric parecía desconcertado: pasó la vista de Bagman a Harry y de Harry a Bagman como si estuviera convencido de que había oído mal. Fleur Delacour, sin embargo, se sacudió el pelo y dijo con una sonrisa:

—¡Oh, un chiste muy «divegtido», «señog» Bagman!

—¿Un chiste? —repitió Bagman, desconcertado—. ¡No, no, en absoluto! ¡El nombre de Harry acaba de salir del cáliz de fuego!

Krum contrajo levemente sus espesas cejas negras. Ce­dric seguía teniendo el mismo aspecto de cortés desconcier­to. Fleur frunció el entrecejo.

—«Pego» es evidente que ha habido un «egog» —le dijo a Bagman con desdén—. Él no puede «competig». Es dema­siado joven.

—Bueno... esto ha sido muy extraño —reconoció Bag­man, frotándose la barbilla impecablemente afeitada y mi­rando sonriente a Harry—. Pero, como sabéis, la restricción es una novedad de este año, impuesta sólo como medida ex­tra de seguridad. Y como su nombre ha salido del cáliz de fuego... Quiero decir que no creo que ahora haya ninguna posibilidad de hacer algo para impedirlo. Son las reglas, Harry, y no tienes más remedio que concursar. Tendrás que hacerlo lo mejor que puedas...

Detrás de ellos, la puerta volvió a abrirse para dar paso a un grupo numeroso de gente: el profesor Dumbledore, se­guido de cerca por el señor Crouch, el profesor Karkarov, Madame Maxime, la profesora McGonagall y el profesor Snape. Antes de que la profesora McGonagall cerrara la puerta, Harry oyó el rumor de los cientos de estudiantes que estaban al otro lado del muro.

—¡Madame Maxime! —dijo Fleur de inmediato, cami­nando con decisión hacia la directora de su academia—. ¡Di­cen que este niño también va a «competig»!

En medio de su aturdimiento e incredulidad, Harry sin­tió una punzada de ira: «¿Niño?»

Madame Maxime se había erguido completamente has­ta alcanzar toda su considerable altura. La parte superior de la cabeza rozó en la araña llena de velas, y el pecho gi­gantesco, cubierto de satén negro, pareció inflarse.

—¿Qué significa todo esto, «Dumbledog»? —preguntó imperiosamente.

—Es lo mismo que quisiera saber yo, Dumbledore —dijo el profesor Karkarov. Mostraba una tensa sonrisa, y sus azu­les ojos parecían pedazos de hielo—. ¿Dos campeones de Hogwarts? No recuerdo que nadie me explicara que el cole­gio anfitrión tuviera derecho a dos campeones. ¿O es que no he leído las normas con el suficiente cuidado?

Soltó una risa breve y desagradable.

C’est impossible! —exclamó Madame Maxime, apo­yando su enorme mano llena de soberbias cuentas de ópalo sobre el hombro de Fleur—. «Hogwag» no puede «teneg» dos campeones. Es absolutamente injusto.

—Creíamos que tu raya de edad rechazaría a los aspi­rantes más jóvenes, Dumbledore —añadió Karkarov, sin perder su sonrisa, aunque tenía los ojos más fríos que nun­ca—. De no ser así, habríamos traído una más amplia selec­ción de candidatos de nuestros colegios.

—No es culpa de nadie más que de Potter, Karkarov —intervino Snape con voz melosa. La malicia daba un brillo especial a sus negros ojos—. No hay que culpar a Dumble­dore del empeño de Potter en quebrantar las normas. Desde que llegó aquí no ha hecho otra cosa que traspasar límites...

—Gracias, Severus —dijo con firmeza Dumbledore, y Snape se calló, aunque sus ojos siguieron lanzando deste­llos malévolos entre la cortina de grasiento pelo negro.

El profesor Dumbledore miró a Harry, y éste le devolvió la mirada, intentando descifrar la expresión de los ojos tras las gafas de media luna.

—¿Echaste tu nombre en el cáliz de fuego, Harry? —le preguntó Dumbledore con tono calmado.

—No —contestó Harry, muy consciente de que todos lo observaban con gran atención. Semioculto en la sombra, Snape profirió una suave exclamación de incredulidad.

—¿Le pediste a algún alumno mayor que echara tu nombre en el cáliz de fuego? —inquirió el director, sin hacer caso a Snape.

—No —respondió Harry con vehemencia.

—¡Ah, «pog» supuesto está mintiendo! —gritó Madame Maxime.

Snape agitaba la cabeza de un lado a otro, con un rictus en los labios.

—Él no pudo cruzar la raya de edad —dijo severamente la profesora McGonagall—. Supongo que todos estamos de acuerdo en ese punto...

—«Dumbledog» pudo «habeg» cometido algún «egog» —replicó Madame Maxime, encogiéndose de hombros.

—Por supuesto, eso es posible —admitió Dumbledore por cortesía.

—¡Sabes perfectamente que no has cometido error al­guno, Dumbledore! —repuso airada la profesora McGona­gall—. ¡Por Dios, qué absurdo! ¡Harry no pudo traspasar por sí mismo la raya! Y, puesto que el profesor Dumbledore está seguro de que Harry no convenció a ningún alumno mayor para que lo hiciera por él, mi parecer es que eso debe­ría bastarnos a los demás.

Y le dirigió al profesor Snape una mirada encolerizada.

—Señor Crouch... señor Bagman —dijo Karkarov, de nuevo con voz afectada—, ustedes son nuestros jueces im­parciales. Supongo que estarán de acuerdo en que esto es completamente irregular.

Bagman se pasó un pañuelo por la cara, redonda e in­fantil, y miró al señor Crouch, que estaba fuera del círculo iluminado por el fuego de la chimenea y tenía el rostro medio oculto en la sombra. Su aspecto era vagamente misterio­so, y la semioscuridad lo hacia parecer mucho más viejo, dándole una apariencia casi de calavera. Pero, al hablar, su voz fue tan cortante como siempre:

—Hay que seguir las reglas, y las reglas establecen cla­ramente que aquellas personas cuyos nombres salgan del cáliz de fuego estarán obligadas a competir en el Torneo.

—Bien, Barty conoce el reglamento de cabo a rabo —dijo Bagman, sonriendo y volviéndose hacia Karkarov y Madame Maxime, como si el asunto estuviera cerrado.

—Insisto en que se vuelva a proponer a consideración el nombre del resto de mis alumnos —dijo Karkarov. La sonri­sa y el tono afectado habían desaparecido. De hecho, la ex­presión de su rostro no era nada agradable—. Vuelve a sacar el cáliz de fuego, y continuaremos añadiendo nombres hasta que cada colegio cuente con dos campeones. No pido más que lo justo, Dumbledore.

—Pero, Karkarov, no es así como funciona el cáliz de fuego —objetó Bagman—. El cáliz acaba de apagarse y no volverá a arder hasta el comienzo del próximo Torneo.

—¡En el que, desde luego, Durmstrang no participará! —estalló Karkarov—. ¡Después de todos nuestros encuen­tros, negociaciones y compromisos, no esperaba que ocu­rriera algo de esta naturaleza! ¡Estoy tentado de irme ahora mismo!

—Ésa es una falsa amenaza, Karkarov —gruñó una voz, junto a la puerta—. Ahora no puedes retirar a tu cam­peón. Está obligado a competir. Como dijo Dumbledore, ha firmado un contrato mágico vinculante. Te conviene, ¿eh?

Moody acababa de entrar en la sala. Se acercó al fuego cojeando, y, a cada paso que daba, retumbaba la pata de palo.

—¿Que si me conviene? —repitió Karkarov—. Me temo que no te comprendo, Moody.

A Harry le pareció que Karkarov intentaba adoptar un tono de desdén, como si ni siquiera mereciera la pena escu­char lo que Moody decía, pero las manos traicionaban sus sentimientos. Estaban apretadas en sendos puños.

—¿No me entiendes? —dijo Moody en voz baja—. Pues es muy sencillo, Karkarov. Tan sencillo como que alguien eche el nombre de Potter en ese cáliz sabiendo que si sale se verá forzado a participar.

—¡Evidentemente, alguien tenía mucho empeño en que «Hogwag tuviega» el doble de «opogiunidades»! —declaró Madame Maxime.

—Estoy completamente de acuerdo, Madame Máxime —asintió Karkarov, haciendo ante ella una leve reveren­cia—. Voy a presentar mi queja ante el Ministerio de Magia y la Confederación Internacional de Magos...

—Si alguien tiene motivos para quejarse es Potter —gruñó Moody—, y, sin embargo, es curioso... No le oigo de­cir ni medio...

—¿Y «pog» qué «tendgía» que «quejagse»? —estalló Fleur Delacour, dando una patada en el suelo—. Va a «podeg pagti­cipag», ¿no? ¡Todos hemos soñado «dugante» semanas y se­manas con «seg» elegidos! Mil galeones en metálico... ¡es una «opogtunidad pog» la que muchos «moguiguían»!

—Tal vez alguien espera que Potter muera por ella —replicó Moody, con un levísimo matiz de exasperación en la voz.

A estas palabras les siguió un silencio extremadamente tenso.

Ludo Bagman, que parecía muy nervioso, se alzaba sobre las puntas de los pies y volvía apoyarse sobre las plantas.

—Pero hombre, Moody... ¡vaya cosas dices! —protestó.

—Como todo el mundo sabe, el profesor Moody da la mañana por perdida si no ha descubierto antes de la comida media docena de intentos de asesinato —dijo en voz alta Karkarov—. Por lo que parece, ahora les está enseñando a sus alumnos a hacer lo mismo. Una rara cualidad en un pro­fesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, Dumbledore, pero no dudo que tenías tus motivos para contratarlo.

—Conque imagino cosas, ¿eh? —gruñó Moody—. Con­que veo cosas, ¿eh? Fue una bruja o un mago competente el que echó el nombre del muchacho en el cáliz.

—¡Ah!, ¿qué prueba hay de eso? —preguntó Madame Maxime, alzando sus enormes manos.

—¡Que consiguió engañar a un objeto mágico extraor­dinario! —replicó Moody—. Para hacerle olvidar al cáliz de fuego que sólo compiten tres colegios tuvo que usarse un encantamiento confundidor excepcionalmente fuerte... Por­que creo estar en lo cierto al suponer que propuso el nombre de Potter como representante de un cuarto colegio, para ase­gurarse de que era el único en su grupo...

—Parece que has pensado mucho en ello, Moody —apun­tó Karkarov con frialdad—, y la verdad es que te ha quedado una teoría muy ingeniosa... aunque he oído que recientemen­te se te metió en la cabeza que uno de tus regalos de cumplea­ños contenía un huevo de basilisco astutamente disimulado, y lo hiciste trizas antes de darte cuenta de que era un reloj de mesa. Así que nos disculparás si no te tomamos demasiado en serio...

—Hay gente que puede aprovecharse de las situaciones más inocentes —contestó Moody con voz amenazante—. Mi trabajo consiste en pensar cómo obran los magos tenebro­sos, Karkarov, como deberías recordar.

—¡Alastor! —dijo Dumbledore en tono de advertencia.

Por un momento, Harry se preguntó a quién se estaba dirigiendo, pero luego comprendió que Ojoloco no podía ser el verdadero nombre de Moody. Éste se calló, aunque siguió mirando con satisfacción a Karkarov, que tenía el rostro en­cendido de cólera.

—No sabemos cómo se ha originado esta situación —continuó Dumbledore dirigiéndose a todos los reunidos en la sala—. Pero me parece que no nos queda más remedio que aceptar las cosas tal como están. Tanto Cedric como Harry han sido seleccionados para competir en el Torneo. Y eso es lo que tendrán que hacer.

—Ah, «pego, Dumbledog»...

—Mi querida Madame Maxime, si se le ha ocurrido a usted una alternativa, estaré encantado de escucharla.

Dumbledore aguardó, pero Madame Maxime no dijo nada; se limitó a mirarlo duramente. Y no era la única: Sna­pe parecía furioso, Karkarov estaba lívido. Bagman, en cambio, parecía bastante entusiasmado.

—Bueno, ¿nos ponemos a ello, entonces? —dijo frotán­dose las manos y sonriendo a todo el mundo—. Tenemos que darles las instrucciones a nuestros campeones, ¿no? Barty, ¿quieres hacer el honor?

El señor Crouch pareció salir de un profundo ensueño.

—Sí —respondió—, las instrucciones. Sí... la primera prueba...

Fue hacia la zona iluminada por el fuego. De cerca, a Harry le pareció que se encontraba enfermo. Se lo veía oje­roso, y la piel, arrugada y reseca, mostraba un aspecto que no era el que tenía durante los Mundiales de quidditch.

—La primera prueba está pensada para medir vuestro coraje —les explicó a Harry, Cedric, Fleur y Krum—, así que no os vamos a decir en qué consiste. El coraje para afrontar lo desconocido es una cualidad muy importante en un mago, muy importante...

»La primera prueba se llevará a cabo el veinticuatro de noviembre, ante los demás estudiantes y el tribunal.

»A los campeones no les está permitido solicitar ni acep­tar ayuda de ningún tipo por parte de sus profesores para llevar a cabo las pruebas del Torneo. Harán frente al prime­ro de los retos armados sólo con su varita. Cuando la pri­mera prueba haya dado fin, recibirán información sobre la segunda. Debido a que el Torneo exige una gran dedicación a los campeones, éstos quedarán exentos de los exámenes de fin de año.

El señor Crouch se volvió hacia Dumbledore.

—Eso es todo, ¿no, Albus?

—Creo que sí —respondió Dumbledore, que observaba al señor Crouch con algo de preocupación—. ¿Estás seguro de que no quieres pasar la noche en Hogwarts, Barty?

—No, Dumbledore, tengo que volver al Ministerio—con­testó el señor Crouch—. Es un momento muy dificil, tenemos mucho trabajo. He dejado a cargo al joven Weatherby... Es muy entusiasta; a decir verdad, quizá sea demasiado entu­siasta...

—Al menos tomarás algo de beber antes de irte... —in­sistió Dumbledore.

—Vamos, Barty. ¡Yo me voy a quedar! —dijo Bagman muy animado—. Ahora es en Hogwarts donde ocurren las co­sas, ya lo sabes. ¡Es mucho más emocionante que la oficina!

—Creo que no, Ludo —contestó Crouch, con algo de su sempiterna impaciencia.

—Profesor Karkarov, Madame Maxime, ¿una bebida antes de que nos retiremos a descansar? —ofreció Dumble­dore.

Pero Madame Maxime ya le había pasado a Fleur un brazo por los hombros y la sacaba rápidamente de la sala. Harry las oyó hablar muy rápido en francés al salir al Gran Comedor. Karkarov le hizo a Krum una seña, y ellos tam­bién salieron, aunque en silencio.

—Harry, Cedric, os recomiendo que subáis a los dormi­torios —les dijo Dumbledore, sonriéndoles—. Estoy seguro de que las casas de Hufflepuff y Gryffindor os aguardan para celebrarlo con vosotros, y no estaría bien privarlas de esta excelente excusa para armar jaleo.

Harry miró a Cedric, que asintió con la cabeza, y salie­ron juntos.

El Gran Comedor se hallaba desierto. Las velas, casi consumidas ya, conferían a las dentadas sonrisas de las ca­labazas un aspecto misterioso y titilante.

—O sea —comentó Cedric con una sutil sonrisa— ¡que volvemos a jugar el uno contra el otro!

—Eso parece —repuso Harry. No se le ocurría nada que decir. En su cabeza reinaba una confusión total, como si le hubieran robado el cerebro.

—Bueno, cuéntame —le dijo Cedric cuando entraban en el vestíbulo, pálidamente iluminado por las antorchas—. ¿Cómo hiciste para dejar tu nombre?

—No lo hice —le contestó Harry levantando la mirada hacia él—. Yo no lo puse. He dicho la verdad.

—Ah... vale —respondió Cedric. Era evidente que no le creía—. Bueno... hasta mañana, pues.

En vez de continuar por la escalinata de mármol, Ce­dric se metió por una puerta que quedaba a su derecha. Harry lo oyó bajar por la escalera de piedra y luego, despacio, comenzó él mismo a subir por la de mármol.

¿Iba a creerle alguien aparte de Ron y Hermione, o pen­sarían todos que él mismo se había apuntado para el Torneo? Pero ¿cómo podía creer eso nadie, cuando iba a enfrentarse a tres competidores que habían recibido tres años más de educación mágica que él, cuando tendría que enfrentarse a unas pruebas que no sólo serían muy peligrosas, sino que debían ser realizadas ante cientos de personas? Sí, es ver­dad que había pensado en ser campeón: había dejado volar la imaginación. Pero había sido una locura, realmente, una especie de sueño. En ningún momento había considerado seriamente la posibilidad de entrar...

Pero había alguien que sí lo había considerado, alguien que quería que participara en el Torneo, y se había asegura­do de que entraba. ¿Por qué? ¿Para darle un gusto? No sabía por qué, pero le parecía que no. ¿Para verlo hacer el ridículo? Bueno, seguramente quedaría complacido. ¿O lo había hecho para que muriera? ¿Moody había estado simplemente dando sus habituales muestras de paranoia? ¿No podía haber pues­to alguien su nombre en el cáliz de fuego para hacerle una gracia, como parte de un juego? ¿De verdad había alguien que deseaba que muriera?

A Harry no le costó responderse esa última pregunta. Sí, había alguien que deseaba que muriera, había alguien que quería matarlo desde antes de que cumpliera un año: lord Voldemort. Pero ¿cómo podía Voldemort haber echado el nombre de Harry en el cáliz de fuego? Se suponía que es­taba muy lejos, en algún país distante, solo, oculto, débil e impotente...

Pero, en aquel sueño que había tenido justo antes de despertarse con el dolor en la cicatriz, Voldemort no se ha­llaba solo: hablaba con Colagusano, tramaba con él el asesinato de Harry...

Harry se llevó una sorpresa al encontrarse de pronto delante de la Señora Gorda, porque apenas se había perca­tado de adónde lo llevaban los pies. Fue también sorprendente ver que la Señora Gorda no estaba sola dentro de su marco: la bruja del rostro arrugado —la que se había meti­do en el cuadro de su vecino cuando él había entrado en la sala donde aguardaban los campeones— se hallaba en aquel momento sentada, muy orgullosa, al lado de la Seño­ra Gorda. Tenía que haber pasado a toda prisa de cuadro en cuadro a través de siete tramos de escalera para llegar allí antes que él. Tanto ella como la Señora Gorda lo miraban con el más vivo interés.

—Bien, bien —dijo la Señora Gorda—, Violeta acaba de contármelo todo. ¿A quién han escogido al final como cam­peón?

—«Tonterías» —repuso Harry desanimado.

—¡Cómo que son tonterías! —exclamó indignada la bruja del rostro arrugado.

—No, no, Violeta, ésa es la contraseña —dijo en tono apaciguador la Señora Gorda, girando sobre sus goznes para dejarlo pasar a la sala común.

El jaleo que estalló ante Harry al abrirse el retrato casi lo hace retroceder. Al segundo siguiente se vio arrastrado dentro de la sala común por doce pares de manos y rodeado por todos los integrantes de la casa de Gryffindor, que grita­ban, aplaudían y silbaban.

—¡Tendrías que habernos dicho que ibas a participar! —gritó Fred. Parecía en parte enfadado y en parte impre­sionado.

—¿Cómo te las arreglaste para que no te saliera barba? ¡Increíble! —gritó George.

—No lo hice —respondió Harry—. No sé cómo...

Pero Angelina se abalanzaba en aquel momento hacia él.

—¡Ah, ya que no soy yo, me alegro de que por lo menos sea alguien de Gryffindor...!

—¡Ahora podrás tomarte la revancha contra Diggory por lo del último partido de quidditch, Harry! —le dijo chi­llando Katie Bell, otra de las cazadoras del equipo de Gryffindor.

—Tenemos algo de comida, Harry. Ven a tomar algo...

—No tengo hambre. Ya comí bastante en el banquete.

Pero nadie quería escuchar que no tenía hambre, nadie quería escuchar que él no había puesto su nombre en el cá­liz de fuego, nadie en absoluto se daba cuenta de que no estaba de humor para celebraciones... Lee Jordan había sa­cado de algún lado un estandarte de Gryffindor y se empeñó en ponérselo a Harry a modo de capa. Harry no pudo zafarse. Cada vez que intentaba escabullirse por la escalera hacia los dormitorios, sus compañeros cerraban filas obligándolo a tomar otra cerveza de mantequilla y llenándole las ma­nos de patatas fritas y cacahuetes. Todos querían averiguar cómo lo había hecho, cómo había burlado la raya de edad de Dumbledore y logrado meter el nombre en el cáliz de fuego.

—No lo hice —repetía una y otra vez—. No sé cómo ha ocurrido.

Pero, para el caso que le hacían, lo mismo le hubiera dado no abrir la boca.

—¡Estoy cansado! —gritó al fin, después de casi media hora—. No, George, en serio... Me voy a la cama.

Lo que quería por encima de todo era encontrar a Ron y Hermione para comentar las cosas con algo de sensatez, pero ninguno de ellos parecía hallarse en la sala común. Insistien­do en que necesitaba dormir, y casi pasando por encima de los pequeños hermanos Creevey, que intentaron detenerlo al pie de la escalera, Harry consiguió desprenderse de todo el mundo y subir al dormitorio tan rápido como pudo.

Para su alivio, vio a Ron tendido en su cama, completa­mente vestido; no había nadie más en el dormitorio. Miró a Harry cuando éste cerró la puerta tras él.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Harry.

—Ah, hola —contestó Ron.

Le sonreía, pero era una sonrisa muy rara, muy tensa. De pronto Harry se dio cuenta de que todavía llevaba el es­tandarte de Gryffindor que le había puesto Lee Jordan. Se apresuró a quitárselo, pero lo tenía muy bien atado. Ron permaneció quieto en la cama, observando los forcejeos de Harry para aflojar los nudos.

—Bueno —dijo, cuando por fin Harry se desprendió el estandarte y lo tiró a un rincón—, enhorabuena.

—¿Qué quieres decir con eso de «enhorabuena»? —pre­guntó Harry, mirando a Ron. Decididamente había algo raro en la manera en que sonreía su amigo. Era más bien una mueca.

—Bueno... eres el único que logró cruzar la raya de edad —repuso Ron—. Ni siquiera lo lograron Fred y Geor­ge. ¿Qué usaste, la capa invisible?

—La capa invisible no me hubiera permitido cruzar la línea —respondió Harry.

—Ah, bien. Pensé que, si había sido con la capa, podrías habérmelo dicho... porque podría habernos tapado a los dos, ¿no? Pero encontraste otra manera, ¿verdad?

—Escucha —dijo Harry—. Yo no eché mi nombre en el cáliz de fuego. Ha tenido que hacerlo alguien, no sé quién.

Ron alzó las cejas.

—¿Y por qué se supone que lo ha hecho?

—No lo sé —dijo Harry. Le pareció que sonaría dema­siado melodramático contestar «para verme muerto».

Ron levantó las cejas tanto que casi quedan ocultas bajo el flequillo.

—Vale, bien. A mí puedes decirme la verdad —repu­so—. Si no quieres que lo sepa nadie más, estupendo, pero no entiendo por qué te molestas en mentirme a mí. No te vas a ver envuelto en ningún lío por decirme la verdad. Esa amiga de la Señora Gorda, esa tal Violeta, nos ha contado a todos que Dumbledore te ha permitido entrar. Un premio de mil galeones, ¿eh? Y te vas a librar de los exámenes fina­les...

—¡No eché mi nombre en el cáliz! —exclamó Harry, co­menzando a enfadarse.

—Vale, tío —contestó Ron, empleando exactamente el mismo tono escéptico de Cedric—. Pero esta mañana dijiste que lo habrías hecho de noche, para que nadie te viera... No soy tan tonto, ¿sabes?

—Pues nadie lo diría.

—¿Sí? —Del rostro de Ron se borró todo asomo de sonri­sa, ya fuera forzada o de otro tipo—. Supongo que querrás acostarte ya, Harry. Mañana tendrás que levantarte tem­prano para alguna sesión de fotos o algo así.

Tiró de las colgaduras del dosel de su cama para cerrar­las, dejando a Harry allí, de pie junto a la puerta, mirando las cortinas de terciopelo rojo que en aquel momento ocultaban a una de las pocas personas de las que nunca habría pensa­do que no le creería.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 465


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