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Maldiciones imperdonables

 

 

Los dos días siguientes pasaron sin grandes incidentes, a menos que se cuente como tal el que Neville dejara que se fundiera su sexto caldero en clase de Pociones. El profesor Snape, que durante el verano parecía haber acumulado rencor en cantidades nunca antes conocidas, castigó a Nevi­lle a quedarse después de clase. Al final del castigo, Neville sufría un colapso nervioso, porque el profesor Snape lo ha­bía obligado a destripar un barril de sapos cornudos.

—Tú sabes por qué Snape está de tan mal humor, ¿ver­dad? —dijo Ron a Harry, mientras observaban cómo Her­mione enseñaba a Neville a llevar a cabo el encantamiento antigrasa para quitarse de las uñas los restos de tripa de sapo.

—Sí —respondió Harry—. Por Moody.

Era comúnmente sabido que Snape ansiaba el puesto de profesor de Artes Oscuras, y era el cuarto año consecutivo que se le escapaba de las manos. Snape había odiado a los an­teriores titulares de la asignatura y nunca se había esforzado en disimularlo. No obstante, parecía especialmente cauteloso a la hora de mostrar cualquier indicio patente de animosidad contra Ojoloco Moody. Desde luego, cada vez que Harry los veía juntos (a la hora de las comidas, o cuando coincidían en los corredores), se llevaba la clara impresión de que Snape rehuía los ojos de Moody, tanto el mágico como el normal.

—Me parece que Snape le tiene algo de miedo, ¿no crees? —dijo Harry, pensativo.

—¿Te imaginas que Moody convierte a Snape en un sapo cornudo —dijo, con lágrimas de risa en los ojos— y lo hace botar por toda la mazmorra...?

Los de cuarto curso de Gryffindor tenían tantas ganas de asistir a la primera clase de Moody que el jueves, después de comer, llegaron muy temprano e hicieron cola a la puerta del aula cuando la campana aún no había sonado.

La única que faltaba era Hermione, que apareció puntual.

—Vengo de la...

—... biblioteca —adivinó Ron—. Date prisa o nos quedaremos con los peores asientos.

Y se apresuraron a ocupar tres sillas delante de la mesa del profesor. Sacaron sus ejemplares de Las fuerzas oscu­ras: una guía para la autoprotección, y aguardaron en un si­lencio poco habitual. No tardaron en oír el peculiar sonido sordo y seco de los pasos de Moody provenientes del corre­dor antes de que entrara en el aula, tan extraño y aterrori­zador como siempre. Entrevieron la garra en que terminaba su pata de palo, que sobresalía por debajo de la túnica.

—Ya podéis guardar los libros —gruñó, caminando rui­dosamente hacia la mesa y sentándose tras ella—. No los necesitaréis para nada.

Volvieron a meter los libros en las mochilas. Ron estaba emocionado.

Moody sacó una lista, sacudió la cabeza para apartarse la larga mata de pelo gris del rostro, desfigurado y lleno de cicatrices, y comenzó a pronunciar los nombres, recorriendo la lista con su ojo normal mientras el ojo mágico giraba para fijarse en cada estudiante conforme respon­día a su nombre.



—Bien —dijo cuando el último de la lista hubo contes­tado «presente»—. He recibido carta del profesor Lupin a propósito de esta clase. Parece que ya sois bastante diestros en enfrentamientos con criaturas tenebrosas. Habéis es­tudiado los boggarts, los gorros rojos, los hinkypunks, los grindylows, los kappas y los hombres lobo, ¿no es eso?

Hubo un murmullo general de asentimiento.

—Pero estáis atrasados, muy atrasados, en lo que se re­fiere a enfrentaros a maldiciones —prosiguió Moody—. Así que he venido para prepararos contra lo que unos magos pueden hacerles a otros. Dispongo de un curso para enseña­ros a tratar con las mal...

—¿Por qué, no se va a quedar más? —dejó escapar Ron.

El ojo mágico de Moody giró para mirarlo. Ron se asustó, pero al cabo de un rato Moody sonrió. Era la primera vez que Harry lo veía sonreír. El resultado de aquel gesto fue que su rostro pareció aún más desfigurado y lleno de cicatrices que nunca, pero era un alivio saber que en ocasiones podía adoptar una expresión tan amistosa como la sonrisa. Ron se tranquilizó.

—Supongo que tú eres hijo de Arthur Weasley, ¿no? —dijo Moody—. Hace unos días tu padre me sacó de un buen aprieto... Sí, sólo me quedaré este curso. Es un favor que le hago a Dumbledore: un curso y me vuelvo a mi retiro.

Soltó una risa estridente, y luego dio una palmada con sus nudosas manos.

—Así que... vamos a ello. Maldiciones. Varían mucho en forma y en gravedad. Según el Ministerio de Magia, yo debería enseñaros las contramaldiciones y dejarlo en eso. No tendríais que aprender cómo son las maldiciones prohi­bidas hasta que estéis en sexto. Se supone que hasta enton­ces no seréis lo bastante mayores para tratar el tema. Pero el profesor Dumbledore tiene mejor opinión de vosotros y piensa que podréis resistirlo, y yo creo que, cuanto antes se­páis a qué os enfrentáis, mejor. ¿Cómo podéis defenderos de algo que no habéis visto nunca? Un mago que esté a punto de echaros una maldición prohibida no va a avisaros antes. No es probable que se comporte de forma caballerosa. Tenéis que estar preparados. Tenéis que estar alerta y vigilantes. Y usted, señorita Brown, tiene que guardar eso cuando yo es­toy hablando.

Lavender se sobresaltó y se puso colorada. Le había estado mostrando a Parvati por debajo del pupitre su horós­copo completo. Daba la impresión de que el ojo mágico de Moody podía ver tanto a través de la madera maciza como por la nuca.

—Así que... ¿alguno de vosotros sabe cuáles son las maldiciones más castigadas por la ley mágica?

Varias manos se levantaron, incluyendo la de Ron y la de Hermione. Moody señaló a Ron, aunque su ojo mágico se­guía fijo en Lavender.

—Eh... —dijo Ron, titubeando— mi padre me ha habla­do de una. Se llama maldición imperius, o algo parecido.

—Así es —aprobó Moody—. Tu padre la conoce bien. En otro tiempo la maldición imperius le dio al Ministerio mu­chos problemas.

Moody se levantó con cierta dificultad sobre sus dispa­rejos pies, abrió el cajón de la mesa y sacó de él un tarro de cristal. Dentro correteaban tres arañas grandes y negras. Harry notó que Ron, a su lado, se echaba un poco hacia atrás: Ron tenía fobia a las arañas.

Moody metió la mano en el tarro, cogió una de las ara­ñas y se la puso sobre la palma para que todos la pudieran ver. Luego apuntó hacia ella la varita mágica y murmuró entre dientes:

¡Imperio!

La araña se descolgó de la mano de Moody por un fino y sedoso hilo, y empezó a balancearse de atrás adelante como si estuviera en un trapecio; luego estiró las patas hasta po­nerlas rectas y rígidas, y, de un salto, se soltó del hilo y cayó sobre la mesa, donde empezó a girar en círculos. Moody vol­vió a apuntarle con la varita, y la araña se levantó sobre dos de las patas traseras y se puso a bailar lo que sin lugar a du­da era claqué.

Todos se reían. Todos menos Moody.

—Os parece divertido, ¿verdad? —gruñó—. ¿Os gusta­ría que os lo hicieran a vosotros?

La risa dio fin casi al instante.

—Esto supone el control total —dijo Moody en voz baja, mientras la araña se hacía una bola y empezaba a rodar—. Yo podría hacerla saltar por la ventana, ahogarse, colarse por la garganta de cualquiera de vosotros...

Ron se estremeció.

—Hace años, muchos magos y brujas fueron controla­dos por medio de la maldición imperius —explicó Moody, y Harry comprendió que se refería a los tiempos en que Vol­demort había sido todopoderoso—. Le dio bastante que hacer al Ministerio, que tenía que averiguar quién actua­ba por voluntad propia y quién, obligado por la maldi­ción.

»Podemos combatir la maldición imperius, y yo os ense­ñaré cómo, pero se necesita mucha fuerza de carácter, y no todo el mundo la tiene. Lo mejor, si se puede, es evitar caer víctima de ella. ¡ALERTA PERMANENTE! —bramó, y todos se sobresaltaron.

Moody cogió la araña trapecista y la volvió a meter en el tarro.

—¿Alguien conoce alguna más? ¿Otra maldición prohi­bida?

Hermione volvió a levantar la mano y también, con cier­ta sorpresa para Harry, lo hizo Neville. La única clase en la que alguna vez Neville levantaba la mano era Herbología, su favorita. El mismo parecía sorprendido de su atrevimiento.

—¿Sí? —dijo Moody, girando su ojo mágico para dirigir­lo a Neville.

—Hay una... la maldición cruciatus —dijo éste con voz muy leve pero clara.

Moody miró a Neville fijamente, aquella vez con los dos ojos.

—¿Tú te llamas Longbottom? —preguntó, bajando rá­pidamente el ojo mágico para consultar la lista.

Neville asintió nerviosamente con la cabeza, pero Moody no hizo más preguntas. Se volvió a la clase en gene­ral y alcanzó el tarro para coger la siguiente araña y poner­la sobre la mesa, donde permaneció quieta, aparentemente demasiado asustada para moverse.

—La maldición cruciatus precisa una araña un poco más grande para que podáis apreciarla bien —explicó Moody, que apuntó con la varita mágica a la araña y dijo—: ¡Engorgio!

La araña creció hasta hacerse más grande que una ta­rántula. Abandonando todo disimulo, Ron apartó su silla para atrás, lo más lejos posible de la mesa del profesor.

Moody levantó otra vez la varita, señaló de nuevo a la araña y murmuró:

¡Crucio!

De repente, la araña encogió las patas sobre el cuerpo. Rodó y se retorció cuanto pudo, balanceándose de un lado a otro. No profirió ningún sonido, pero era evidente que, de haber podido hacerlo, habría gritado. Moody no apartó la varita, y la araña comenzó a estremecerse y a sacudirse más violentamente.

—¡Pare! —dijo Hermione con voz estridente.

Harry la miró. Ella no se fijaba en la araña sino en Ne­ville, y Harry, siguiendo la dirección de los ojos de su amiga, vio que las manos de Neville se aferraban al pupitre. Tenía los nudillos blancos y los ojos desorbitados de horror.

Moody levantó la varita. La araña relajó las patas pero siguió retorciéndose.

Reducio —murmuró Moody, y la araña se encogió hasta recuperar su tamaño habitual. Volvió a meterla en el tarro—. Dolor —dijo con voz suave—. No se necesitan cu­chillos ni carbones encendidos para torturar a alguien si uno sabe llevar a cabo la maldición cruciatus... También esta maldición fue muy popular en otro tiempo. Bueno, ¿al­guien conoce alguna otra?

Harry miró a su alrededor. A juzgar por la expresión de sus compañeros, parecía que todos se preguntaban qué le iba a suceder a la última araña. La mano de Hermione tem­bló un poco cuando se alzó por tercera vez.

—¿Sí? —dijo Moody, mirándola.

—Avada Kedavra —susurró ella.

Algunos, incluido Ron, le dirigieron tensas miradas.

—¡Ah! —exclamó Moody, y la boca torcida se contorsio­nó en otra ligera sonrisa—. Sí, la última y la peor. Avada Kedavra: la maldición asesina.

Metió la mano en el tarro de cristal, y, como si supiera lo que le esperaba, la tercera araña echó a correr despavori­da por el fondo del tarro, tratando de escapar a los dedos de Moody, pero él la atrapó y la puso sobre la mesa. La araña correteó por la superficie.

Moody levantó la varita, y, previendo lo que iba a ocu­rrir, Harry sintió un repentino estremecimiento.

¡Avada Kedavra! —gritó Moody.

Hubo un cegador destello de luz verde y un ruido como de torrente, como si algo vasto e invisible planeara por el aire. Al instante la araña se desplomó patas arriba, sin ninguna heri­da, pero indudablemente muerta. Algunas de las alumnas profirieron gritos ahogados. Ron se había echado para atrás y casi se cae del asiento cuando la araña rodó hacia él.

Moody barrió con una mano la araña muerta y la dejó caer al suelo.

—No es agradable —dijo con calma—. Ni placentero. Y no hay contramaldición. No hay manera de interceptaría. Sólo se sabe de una persona que haya sobrevivido a esta maldi­ción, y está sentada delante de mí.

Harry sintió su cara enrojecer cuando los ojos de Moody (ambos ojos) se clavaron en los suyos. Se dio cuenta de que también lo observaban todos los demás. Harry miró la lim­pia pizarra como si se sintiera fascinado por ella, pero no veía nada en absoluto...

De manera que así habían muerto sus padres... exacta­mente igual que esa araña. ¿También habían resultado sus cuerpos intactos, sin herida ni marca visible alguna? ¿Ha­bían visto el resplandor de luz verde y oído el torrente de muerte acercándose velozmente, antes de que la vida les fuera arrancada?

Harry se había imaginado la muerte de sus padres una y otra vez durante los últimos tres años, desde que se había enterado de que los habían asesinado, desde que había ave­riguado lo sucedido aquella noche: que Colagusano los ha­bía traicionado revelando su paradero a Voldemort, el cual los había ido a buscar a la casa de campo; que Voldemort ha­bía matado en primer lugar a su padre; que James Potter había intentado enfrentarse a él, mientras le gritaba a su mujer que cogiera a Harry y echara a correr... y que Volde­mort había ido luego hacia Lily Potter y le había ordenado hacerse a un lado para matar a Harry; que ella le había ro­gado que la matara a ella y no al niño, y se había negado a dejar de servir de escudo a su hijo... y que de aquella mane­ra Voldemort la había matado a ella también, antes de diri­gir la varita contra Harry...

Harry estaba al tanto de aquellos detalles porque había oído las voces de sus padres al enfrentarse con los dementores el curso anterior. Porque ésa era la terrible arma de los dementores: obligar a su víctima a revivir los peores recuer­dos de su vida, y ahogarla, impotente, en su propia desespe­ración...

Moody había vuelto a hablar; desde la distancia, según le parecía a Harry. Haciendo un gran esfuerzo, volvió al presente y escuchó lo que decía el profesor.

Avada Kedavra es una maldición que sólo puede llevar a cabo un mago muy poderoso. Podríais sacar las vari­tas mágicas todos vosotros y apuntarme con ellas y decir las palabras, y dudo que entre todos consiguierais siquiera ha­cerme sangrar la nariz. Pero eso no importa, porque no os voy a enseñar a llevar a cabo esa maldición.

»Ahora bien, si no existe una contramaldición para Avada Kedavra, ¿por qué os la he mostrado? Pues porque tenéis que saber. Tenéis que conocer lo peor. Ninguno de vosotros querrá hallarse en una situación en que tenga que enfrentarse a ella. ¡ALERTA PERMANENTE! —bramó, y toda la clase volvió a sobresaltarse.

»Veamos... esas tres maldiciones, Avada Kedavra, cruciatus e imperius, son conocidas como las maldiciones im­perdonables. El uso de cualquiera de ellas contra un ser humano está castigado con cadena perpetua en Azkaban. Quiero preveniros, quiero enseñaros a combatirlas. Tenéis que prepararos, tenéis que armaros contra ellas; pero, por encima de todo, debéis practicar la alerta permanente e in­cesante. Sacad las plumas y copiad lo siguiente...

Se pasaron lo que quedaba de clase tomando apuntes sobre cada una de las maldiciones imperdonables. Nadie habló hasta que sonó la campana; pero, cuando Moody dio por terminada la lección y ellos hubieron salido del aula, to­dos empezaron a hablar inconteniblemente. La mayoría co­mentaba cosas sobre las maldiciones en un tono de respeto y temor.

—¿Visteis cómo se retorcía?

—Y cuando la mató... ¡simplemente así!

Hablaban sobre la clase, pensó Harry, como si hubiera sido un espectáculo teatral, pero para él no había resultado divertida. Y, a juzgar por las apariencias, tampoco para Hermione.

—Daos prisa —les dijo muy tensa a Harry y Ron.

—¿No vuelves a la condenada biblioteca? —preguntó Ron.

—No —replicó Hermione, señalando a un pasillo late­ral—. Neville.

Neville se hallaba de pie, solo en mitad del pasillo, diri­giendo al muro de piedra que tenía delante la misma mira­da horrorizada con que había seguido a Moody durante la demostración de la maldición cruciatus.

—Neville... —lo llamó Hermione con suavidad.

Neville la miró.

—Ah, hola —respondió con una voz mucho más aguda de lo usual—. Qué clase tan interesante, ¿verdad? Me pre­gunto qué habrá para cenar, porque... porque me muero de hambre, ¿vosotros no?

—Neville, ¿estás bien? —le preguntó Hermione.

—Sí, sí, claro, estoy bien —farfulló Neville atropellada­mente, con la voz demasiado aguda—. Una cena muy inte­resante... clase, quiero decir... ¿Qué habrá para cenar?

Ron le dirigió a Harry una mirada asustada.

—Neville, ¿qué...?

Oyeron tras ellos un retumbar sordo y seco, y al volverse vieron que el profesor Moody avanzaba hacia allí cojean­do. Los cuatro se quedaron en silencio, mirándolo con aprensión, pero cuando Moody habló lo hizo con un gruñido mucho más suave que el que le habían oído hasta aquel mo­mento.

—No te preocupes, hijo —le dijo a Neville—. ¿Por qué no me acompañas a mi despacho? Ven... tomaremos una taza de té.

Neville pareció aterrorizarse aún más ante la perspec­tiva de tomarse un té con Moody. Ni se movió ni habló.

Moody dirigió hacia Harry su ojo mágico.

—Tú estás bien, ¿no, Potter?

—Sí —contestó Harry en tono casi desafiante.

El ojo azul de Moody vibró levemente en su cuenca al escudriñar a Harry. Luego dijo:

—Tenéis que saber. Puede parecer duro, pero tenéis que saber. No sirve de nada hacer como que... bueno... Va­mos, Longbottom, tengo algunos libros que podrían intere­sarte.

Neville miró a sus amigos de forma implorante, pero ninguno dijo nada, así que no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por Moody, que le había puesto en el hombro una de sus nudosas manos.

—Pero ¿qué pasaba? —preguntó Ron observando a Ne­ville y Moody doblar la esquina.

—No lo sé —repuso Hermione, pensativa.

—¡Vaya clase!, ¿eh? —comentó Ron, mientras empren­dían el camino hacia el Gran Comedor—. Fred y George te­nían razón. Este Moody sabe de qué va la cosa, ¿a que sí? Cuando hizo la maldición Avada Kedavra, ¿te fijaste en cómo murió la araña, cómo estiró la pata?

Ron enmudeció de pronto ante la mirada de Harry, y no volvió a decir nada hasta que llegaron al Gran Comedor, cuando se atrevió a comentar que sería mejor que empeza­ran aquella misma noche con el trabajo para la profesora Trelawney, porque les llevaría unas cuantas horas.

Hermione no participó en la conversación de Harry y Ron durante la cena, sino que comió a toda prisa para volver a la biblioteca. Harry y Ron fueron hacia la torre de Gryffindor, y Harry, que no había pensado en otra cosa durante toda la cena, volvió al tema de las maldiciones imperdonables.

—¿No se meterán en un aprieto Moody y Dumbledore si el Ministerio se entera de que hemos visto las maldiciones? —preguntó, cuando se acercaban a la Señora Gorda.

—Sí, seguramente —contestó Ron—. Pero Dumbledo­re siempre ha hecho las cosas a su manera, ¿no?, y me pa­rece que Moody se ha estado metiendo en problemas desde hace años. Primero ataca y luego pregunta... Fíjate en lo de los contenedores de basura. «Tonterías...»

La Señora Gorda se hizo a un lado para dejarles paso, y ellos entraron en la sala común de Gryffindor, que estaba muy animada y llena de gente.

—Entonces, ¿nos ponemos con lo de Adivinación? —propuso Harry.

—Deberíamos —respondió Ron refunfuñando.

Fueron por los libros y los mapas al dormitorio, y encon­traron a Neville allí solo, sentado en la cama, leyendo. Pare­cía mucho más tranquilo que al final de la clase de Moody, aunque todavía no estuviera del todo normal. Tenía los ojos enrojecidos.

—¿Estás bien, Neville? —le preguntó Harry.

—Sí, sí —respondió Neville—, estoy bien, gracias. Estoy leyendo este libro que me ha dejado el profesor Moody...

Levantó el libro para que lo vieran. Se titulaba Las plan­tas acuáticas mágicas del Mediterráneo y sus propiedades.

—Parece que la profesora Sprout le ha dicho al profesor Moody que soy muy bueno en Herbología —dijo Neville. Ha­bía una tenue nota de orgullo en su voz que Harry no había percibido nunca—. Pensó que me gustaría este libro.

Decirle a Neville lo que la profesora Sprout opinaba de él, pensó Harry, había sido una manera muy hábil de ani­marlo, porque muy raramente oía decir que fuera bueno en algo. Era un gesto del estilo de los del profesor Lupin.

Harry y Ron cogieron sus ejemplares de Disipar las nieblas del futuro y volvieron con ellos a la sala común, en­contraron una mesa libre y se pusieron a trabajar en las predicciones para el mes siguiente. Al cabo de una hora ha­bían hecho muy pocos progresos, aunque la mesa estaba abarrotada de trozos de pergamino llenos de cuentas y sím­bolos, y Harry tenía la cabeza tan neblinosa como si se le hubiera metido dentro todo el humo procedente de la chime­nea de la profesora Trelawney.

—No tengo ni idea de qué significa todo esto —declaró, observando una larga lista de cálculos.

—¿Sabes qué? —dijo Ron, que tenía el pelo de punta a causa de todas las veces que se había pasado los dedos por él llevado por la desesperación—. Creo que tendríamos que usar el método alternativo de Adivinación.

—¿Qué quieres decir? ¿Que nos lo inventemos?

—Claro —contestó Ron, que barrió de la mesa el batiburrillo de cuentas y apuntes, mojó la pluma en tinta y co­menzó a escribir—. El próximo lunes —dijo, mientras escribía— es probable que me acatarre debido a la negativa influencia de la conjunción de Marte y Júpiter. —Levantó la vista hacia Harry—. Ya la conoces: pon unas cuantas des­gracias y le gustará.

—Bien —asintió Harry, estrujando su primer borrador del trabajo y tirándolo al fuego por encima de las cabezas de un grupo de charlatanes alumnos de primero—. Vale. El lu­nes tendré riesgo de... resultar quemado.

—La verdad es que sí —dijo Ron con una risita—, porque el próximo lunes volveremos a ver los escregutos. Bien, el martes yo...

—Puedes perder tu más preciada posesión —propuso Harry, echando un vistazo a Disipar las nieblas del futuro en busca de ideas.

—Muy bien. Será a causa de... eh... Mercurio. ¿Qué te parece si a ti alguien que pensabas que era amigo tuyo te apuñala por la espalda?

—Sí, eso me gusta —dijo Harry, tomando nota—. Y ocu­rrirá porque... Venus estará en la duodécima casa celeste.

—Y el miércoles creo que me irá muy mal en una pelea.

—¡Eh, me lo has quitado! Bueno, no pasa nada: puedo perder una apuesta.

—Sí, puedes apostar a que yo gano la pelea.

Continuaron inventando predicciones (que iban au­mentando en gravedad) durante otra hora, mientras se iba vaciando la sala común conforme la gente se iba a dormir. Crookshanks se les acercó, saltó con agilidad a una silla va­cía y miró a Harry acusadoramente, de forma muy semejan­te a como lo habría hecho Hermione de haber sabido que no estaban haciendo el trabajo de un modo honrado.

Harry contempló la sala, intentando pensar en una desgracia que aún no hubiera puesto, y vio a Fred y Geor­ge sentados uno al lado del otro contra el muro de enfrente, las cabezas casi juntas y las plumas en la mano, escudri­ñando un pedazo de pergamino. No era normal ver a Fred y George apartados en un rincón y trabajando en silencio. Les gustaba estar en todos los fregados y ser siempre el centro de atención. Había algo misterioso en la manera en que trabajaban sobre el trozo de pergamino, y Harry se acordó de cómo se habían puesto a escribir los dos juntos cuando habían vuelto a La Madriguera. Entonces había pensado que debía de tratarse de otro cupón de pedido para los «Sortilegios Weasley», pero esta vez no le daba la misma impresión: en ese caso, seguramente habrían de­jado a Lee Jordan participar en la broma. Se preguntó si no estaría más bien relacionado con el Torneo de los tres magos.

Mientras Harry los observaba, George le dirigió a Fred un gesto negativo de la cabeza, tachó algo con la pluma y, en una voz muy baja que sin embargo llegó al otro lado de la sala casi vacía, le dijo:

—No... así da la impresión de que lo estamos acusando. Tenemos que tener cuidado...

En ese momento George levantó la vista y se dio cuenta de que Harry los observaba. Harry sonrió y se apresuró a volver a sus predicciones. No quería que George pensara que los espiaba. Poco después, los gemelos enrollaron el pergamino, les dieron las buenas noches y se fueron a dormir.

Hacía unos diez minutos que Fred y George se habían marchado cuando se abrió el hueco del retrato y Hermione entró en la sala común con un manojo de pergaminos en una mano y en la otra una caja cuyo contenido hacía ruido con­forme ella andaba. Crookshanks arqueó la espalda, ronro­neando.

—¡Hola! —saludó—, ¡acabo de terminar!

—¡Yo también! —contestó Ron con una sonrisa de triunfo, soltando la pluma.

Hermione se sentó, dejó en una butaca vacía las cosas que llevaba, y cogió las predicciones de Ron.

—No vas a tener un mes muy bueno, ¿verdad? —co­mentó con sorna, mientras Crookshanks se hacia un ovillo en su regazo.

—Bueno, al menos no me coge de sorpresa —repuso Ron bostezando.

—Me temo que te vas a ahogar dos veces —dijo Hermione.

—¿Sí? —Ron echó un vistazo a sus predicciones—. Ten­dré que cambiar una de ellas por ser pisoteado por un hipo­grifo desbocado.

—¿No te parece que es demasiado evidente que te lo has inventado? —preguntó Hermione.

—¡Cómo te atreves! —exclamó Ron, ofendiéndose de broma—. ¡Hemos trabajado como elfos domésticos!

Hermione arrugó el entrecejo.

—No es más que una forma de hablar —se apresuró a decir Ron.

Harry dejó también la pluma. Acababa de predecir su propia muerte por decapitación.

—¿Qué hay en la caja? —inquirió, señalando hacia ella.

—Es curioso que lo preguntes —dijo Hermione, diri­giéndole a Ron una mirada desagradable. Levantó la tapa y les mostró el contenido.

Dentro había unas cincuenta insignias de diferentes co­lores, pero todas con las mismas letras: «P.E.D.D.O.»

—¿«Peddo»? —leyó Harry, cogiendo una insignia y mi­rándola—. ¿Qué es esto?

—No es «peddo» —repuso Hermione algo molesta—. Es pe, e, de, de, o: «Plataforma Élfica de Defensa de los Dere­chos Obreros.»

—No había oído hablar de eso en mi vida —se extrañó Ron.

—Por supuesto que no —replicó Hermione con énfa­sis—. Acabo de fundarla.

—¿De verdad? —dijo Ron, sorprendido—. ¿Con cuántos miembros cuenta?

—Bueno, si vosotros os afiliáis, con tres —respondió Hermione.

—¿Y crees que queremos ir por ahí con unas insignias en las que pone «peddo»? —dijo Ron.

—Pe, e, de, de, o —lo corrigió Hermione, enfadada—. Iba a poner «Detengamos el Vergonzante Abuso de Nues­tras Compañeras las Criaturas Mágicas y Exijamos el Cambio de su Situación Legal», pero no cabía. Así que ése es el encabezamiento de nuestro manifiesto. —Blandió ante ellos el manojo de pergaminos—. He estado documentándo­me en la biblioteca. La esclavitud de los elfos se remonta a varios siglos atrás. No comprendo cómo nadie ha hecho nada hasta ahora...

—Hermione, métetelo en la cabeza —la interrumpió Ron—: a... ellos... les... gusta. ¡A ellos les gusta la esclavitud!

—Nuestro objetivo a corto plazo—siguió Hermione, ha­blando aún más alto que Ron y actuando como si no hubiera oído una palabra— es lograr para los elfos domésticos un salario digno y unas condiciones laborales justas. Los obje­tivos a largo plazo incluyen el cambio de la legislación sobre el uso de la varita mágica y conseguir que haya un repre­sentante elfo en el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas.

—¿Y cómo lograremos todo eso? —preguntó Harry.

—Comenzaremos buscando afiliados —explicó Her­mione muy contenta—. Pienso que puede estar bien pedir como cuota de afiliación dos sickles, que darán derecho a una insignia, y podemos destinar los beneficios a elaborar panfletos para nuestra campaña. Tú serás el tesorero, Ron: tengo arriba una hucha de lata para ti. Y tú, Harry, serás el secretario, así que quizá quieras escribir ahora algo de lo que estoy diciendo, como testimonio de nuestra primera sesión.

Hubo una pausa en la que Hermione les sonrió satis­fecha, y Harry permaneció callado, dividido entre la exas­peración que le provocaba Hermione y la diversión que le causaba la cara de Ron, el cual parecía hallarse en un es­tado de aturdimiento. El silencio fue roto por un leve gol­peteo en la ventana. Harry miró hacia allí e, iluminada por la luz de la luna, vio una lechuza blanca posada en el alféizar.

¡Hedwig! —gritó, y se levantó de un salto para ir al otro lado de la sala común a abrir la ventana.

Hedwig entró, cruzó la sala volando y se posó en la mesa, sobre las predicciones de Harry.

—¡Ya era hora! —exclamó Harry, yendo aprisa tras ella.

—¡Trae la contestación! —dijo Ron nervioso, señalando el mugriento trozo de pergamino que Hedwig llevaba atado a la pata.

Harry se dio prisa en desatarlo y se sentó para leerlo. Una vez desprendida de su carga, Hedwig aleteó hasta po­sarse en una de sus rodillas, ululando suavemente.

—¿Qué dice? —preguntó Hermione con impaciencia.

La carta era muy corta, y parecía escrita con mucha premura. Harry la leyó en voz alta:

 

Harry:

Salgo ahora mismo hacia el norte. Esta noticia de que tu cicatriz te ha dolido se suma a una serie de extraños rumores que me han llegado hasta aquí. Si vuelve a dolerte, ve directamente a Dumbledore. Me han dicho que ha sacado a Ojoloco de su retiro, lo que significa que al menos él está al tanto de los in­dicios, aunque sea el único.

Estaremos pronto en contacto. Un fuerte abrazo a Ron y Hermione. Abre los ojos, Harry.

Sirius

 

Harry miró a Ron y Hermione, que le devolvieron la mi­rada.

—¿Que viene hacia el norte? —susurró Hermione—. ¿Regresa?

—¿Que Dumbledore está al tanto de los indicios? —dijo Ron, perplejo—. ¿Qué pasa, Harry?

Harry acababa de pegarse con el puño en la frente, ahuyentando a Hedwig.

—¡No tendría que haberle contado nada! —exclamó con furia.

—¿De qué hablas? —le preguntó Ron, sorprendido.

—¡Ha pensado que tenía que venir! —repuso Harry, dan­do un puñetazo en la mesa que hizo que Hedwig fuera a posarse en el respaldo de la silla de Ron, ululando indignada—. ¡Regresa porque cree que estoy en peligro! ¡Y a mí no me pasa nada! No tengo nada para ti —le dijo en tono de regañina a Hedwig, que abría y cerraba el pico esperando una recom­pensa—. Si quieres comer tendrás que ir a la lechucería.

Hedwig lo miró con aire ofendido y volvió a salir por la ventana abierta, pegándole en la cabeza con el ala al pasar.

—Harry... —comenzó a decir Hermione, en un tono de voz tranquilizador.

—Me voy a la cama —atajó Harry—. Hasta mañana.

En el dormitorio, Harry se puso el pijama y se metió en su cama de dosel, pero no tenía sueño.

Si Sirius volvía y lo atrapaban, sería culpa suya, de Harry. ¿Por qué demonios no se había callado? Un ratito de dolor y enseguida a contarlo... Si hubiera tenido la sen­satez de guardárselo...

Oyó a Ron entrar en el dormitorio poco después, pero no le dijo nada. Permaneció mucho tiempo contemplando el os­curo dosel de la cama. El dormitorio estaba sumido en com­pleto silencio, y, si se hubiera hallado menos agobiado por las preocupaciones, Harry se habría dado cuenta de que la ausencia de los habituales ronquidos de Neville indicaba que alguien más tampoco lograba conciliar el sueño.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 452


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