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El Torneo de los tres magos

 

 

Los carruajes atravesaron las verjas flanqueadas por esta­tuas de cerdos alados y luego avanzaron por el ancho cami­no, balanceándose peligrosamente bajo lo que empezaba a convertirse en un temporal. Pegando la cara a la ventani­lla, Harry podía ver cada vez más próximo el castillo de Hogwarts, con sus numerosos ventanales iluminados reluciendo borrosamente tras la cortina de lluvia. Los rayos cru­zaban el cielo cuando su carruaje se detuvo ante la gran puerta principal de roble, que se alzaba al final de una bre­ve escalinata de piedra. Los que ocupaban los carruajes de delante corrían ya subiendo los escalones para entrar en el castillo. También Harry, Ron, Hermione y Neville saltaron del carruaje y subieron la escalinata a toda prisa, y sólo le­vantaron la vista cuando se hallaron a cubierto en el inte­rior del cavernoso vestíbulo alumbrado con antorchas y ante la majestuosa escalinata de mármol.

—¡Caray! —exclamó Ron, sacudiendo la cabeza y po­niéndolo todo perdido de agua—. Si esto sigue así, va a ter­minar desbordándose el lago. Estoy empapado... ¡Ay!

Un globo grande y rojo lleno de agua acababa de esta­llarle en la cabeza. Empapado y farfullando de indignación, Ron se tambaleó y cayó contra Harry, al mismo tiempo que un segundo globo lleno de agua caía... rozando a Hermione. Estalló a los pies de Harry, y una ola de agua fría le mojó las zapatillas y los calcetines. A su alrededor, todos chillaban y se empujaban en un intento de huir de la línea de fuego.

Harry levantó la vista y vio, flotando a seis o siete metros por encima de ellos, a Peeves el poltergeist, una especie de hom­brecillo con un gorro lleno de cascabeles y pajarita de color naranja. Su cara, ancha y maliciosa, estaba contraída por la concentración mientras se preparaba para apuntar a un nuevo blanco.

—¡PEEVES! —gritó una voz irritada—. ¡Peeves, baja aquí AHORA MISMO!

Acababa de entrar apresuradamente desde el Gran Co­medor la profesora McGonagall, que era la subdirectora del colegio y jefa de la casa de Gryffindor. Resbaló en el suelo mojado y para no caerse tuvo que agarrarse al cuello de Hermione.

—¡Ay! Perdón, señorita Granger.

—¡No se preocupe, profesora! —dijo Hermione jadean­do y frotándose la garganta.

—¡Peeves, baja aquí AHORA! —bramó la profesora McGonagall, enderezando su sombrero puntiagudo y miran­do hacia arriba a través de sus gafas de montura cuadrada.

—¡No estoy haciendo nada! —contestó Peeves entre risas, arrojando un nuevo globo lleno de agua a varias chicas de quinto, que gritaron y corrieron hacia el Gran Come­dor—. ¿No estaban ya mojadas? ¡Esto son unos chorritos! ¡Ja, ja, ja! —Y dirigió otro globo hacia un grupo de segundo curso que acababa de llegar.



—¡Llamaré al director! —gritó la profesora McGona­gall—. Te lo advierto, Peeves...

Peeves le sacó la lengua, tiró al aire los últimos globos y salió zumbando escaleras arriba, riéndose como loco.

—¡Bueno, vamos! —ordenó bruscamente la profesora McGonagall a la empapada multitud—. ¡Vamos, al Gran Comedor!

Harry, Ron y Hermione cruzaron el vestíbulo entre res­balones y atravesaron la puerta doble de la derecha. Ron murmuraba entre dientes y se apartaba el pelo empapado de la cara.

El Gran Comedor, decorado para el banquete de co­mienzo de curso, tenía un aspecto tan espléndido como de costumbre, y el ambiente era mucho más cálido que en el vestíbulo. A la luz de cientos y cientos de velas que flotaban en el aire sobre las mesas, brillaban las copas y los platos de oro. Las cuatro largas mesas pertenecientes a las casas es­taban abarrotadas de alumnos que charlaban. Al fondo del comedor, los profesores se hallaban sentados a lo largo de uno de los lados de la quinta mesa, de cara a sus alumnos. Harry, Ron y Hermione pasaron por delante de los estu­diantes de Slytherin, de Ravenclaw y de Hufflepuff, y se sentaron con los demás de la casa de Gryffindor al otro lado del Gran Comedor, junto a Nick Casi Decapitado, el fantas­ma de Gryffindor. De color blanco perla y semitransparente, Nick llevaba puesto aquella noche su acostumbrado jubón, con una gorguera especialmente ancha que servía al doble propósito de dar a su atuendo un tono festivo y de asegurar que la cabeza se tambaleara lo menos posible sobre su cue­llo, parcialmente cortado.

—Buenas noches —dijo sonriéndoles.

—¡Pues cómo serán las malas! —contestó Harry, qui­tándose las zapatillas y vaciándolas de agua—. Espero que se den prisa con la Ceremonia de Selección, porque me mue­ro de hambre.

La selección de los nuevos estudiantes para asignarles casa tenía lugar al comienzo de cada curso; pero, por una in­fortunada combinación de circunstancias, Harry no había estado presente más que en la suya propia. Estaba desean­do que empezara.

Justo en aquel momento, una voz entrecortada y muy excitada lo llamó:

—¡Eh, Harry!

Era Colin Creevey, un alumno de tercero para quien Harry era una especie de héroe.

—Hola, Colin —respondió con poco entusiasmo.

—Harry, ¿a que no sabes qué? ¿A que no sabes qué, Harry? ¡Mi hermano empieza este año! ¡Mi hermano Dennis!

—Eh... bien —dijo Harry.

—¡Está muy nervioso! —explicó Colin, casi saltando arriba y abajo en su asiento—. ¡Espero que le toque Gryffin­dor! Cruza los dedos, ¿eh, Harry?

—Sí, vale —accedió Harry. Se volvió hacia Hermione, Ron y Nick Casi Decapitado—. Los hermanos generalmente van a la misma casa, ¿no? —comentó. Estaba pensando en los Weasley, que eran siete y todos habían pertenecido a Gryffindor.

—No, no necesariamente —repuso Hermione—. La hermana gemela de Parvati Patil está en Ravenclaw, y son idénticas. Uno pensaría que tenían que estar juntas, ¿verdad?

Harry miró la mesa de los profesores. Había más asien­tos vacíos de lo normal. Hagrid, por supuesto, estaría toda­vía abriéndose camino entre las aguas del lago con los de primero; la profesora McGonagall se encontraría segura­mente supervisando el secado del suelo del vestíbulo; pero había además otra silla vacía, y no caía en la cuenta de quién era el que faltaba.

—¿Dónde está el nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras? —preguntó Hermione, que también miraba la mesa de los profesores.

Nunca habían tenido un profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras que les durara más de un curso. Con di­ferencia, el favorito de Harry había sido el profesor Lupin, que había dimitido el curso anterior. Recorrió la mesa de los profesores de un lado a otro: no había ninguna cara nueva.

—¡A lo mejor no han podido encontrar a nadie! —dijo Hermione, preocupada.

Harry examinó la mesa con más cuidado. El pequeño profesor Flitwick, que impartía la clase de Encantamien­tos, estaba sentado sobre un montón de cojines al lado de la profesora Sprout, que daba Herbología y que en aque­llos momentos llevaba el sombrero ladeado sobre el lacio pelo gris. Hablaba con la profesora Sinistra, del departamento de Astronomía. Al otro lado de la profesora Sinis­tra estaba Snape, el profesor de Pociones, con su pelo gra­siento, su nariz ganchuda y su rostro cetrino: la persona a la que Harry tenía menos aprecio en todo Hogwarts. El odio que Harry le profesaba sólo tenía parangón con el que Snape le profesaba a él, un odio que, si eso era posible, pa­recía haberse intensificado el curso anterior después de que Harry había ayudado á huir a Sirius ante las desme­suradas narices de Snape. Snape y Sirius habían sido ene­migos desde que eran estudiantes.

Al otro lado de Snape había un asiento vacío que Harry adivinó que era el de la profesora McGonagall. En la silla contigua, y en el mismo centro de la mesa, estaba sentado el profesor Dumbledore, el director: su abundante pelo platea­do y su barba brillaban a la luz de las velas, y llevaba una majestuosa túnica de color verde oscuro bordada con multi­tud de estrellas y lunas. Dumbledore había juntado las ye­mas de sus largos y delgados dedos, y apoyaba sobre ellas la barbilla, mirando al techo a través de sus gafas de media luna, como absorto en sus pensamientos. Harry también miró al techo. Por obra de encantamiento, tenía exactamen­te el mismo aspecto que el cielo al aire libre, aunque nunca lo había visto tan tormentoso como aquel día. Se arremoli­naban en él nubes de color negro y morado. Después de oír un trueno, Harry vio que un rayo dibujaba en el techo su forma ahorquillada.

—¡Que se den prisa! —gimió Ron, al lado de Harry—. Podría comerme un hipogrifo.

No había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando se abrieron las puertas del Gran Comedor y se hizo el silencio. La profesora McGonagall marchaba a la cabeza de una larga fila de alumnos de primero, a los que condujo hasta la parte superior del Gran Comedor, donde se encon­traba la mesa de los profesores. Si Harry, Ron y Hermione estaban mojados, lo suyo no era nada comparado con lo de aquellos alumnos de primero. Más que haber navegado por el lago, parecían haberlo pasado a nado. Temblando con una mezcla de frío y nervios, llegaron a la altura de la mesa de los profesores y se detuvieron, puestos en fila, de cara al resto de los estudiantes. El único que no temblaba era el más pequeño de todos, un muchacho con pelo castaño des­vaído que iba envuelto en lo que Harry reconoció como el abrigo de piel de topo de Hagrid. El abrigo le venía tan grande que parecía que estuviera envuelto en un toldo de piel negra. Su carita salía del cuello del abrigo con aspecto de es­tar al borde de la conmoción. Cuando se puso en fila con sus aterrorizados compañeros, vio a Colin Creevey, levantó dos veces el pulgar para darle a entender que todo iba bien y dijo sin hablar, moviendo sólo los labios: «¡Me he caído en el lago!» Parecía completamente encantado por el accidente.

Entonces la profesora McGonagall colocó un taburete de cuatro patas en el suelo ante los alumnos de primero y, enci­ma de él, un sombrero extremadamente viejo, sucio y remen­dado. Los de primero lo miraban, y también el resto de la concurrencia. Por un momento el Gran Comedor quedó en si­lencio. Entonces se abrió un desgarrón que el sombrero tenía cerca del ala, formando como una boca, y empezó a cantar:

 

Hace tal vez mil años

que me cortaron, ahormaron y cosieron.

Había entonces cuatro magos de fama

de los que la memoria los nombres guarda:

El valeroso Gryffindor venía del páramo;

el bello Ravenclaw, de la cañada;

del ancho valle procedía Hufflepuff el suave,

y el astuto Slytherin, de los pantanos.

Compartían un deseo, una esperanza, un sueño:

idearon de común acuerdo un atrevido plan

para educar jóvenes brujos.

Así nació Hogwarts, este colegio.

Luego, cada uno de aquellos fundadores

fundó una casa diferente

para los diferentes caracteres

de su alumnado.

Para Gryffindor

el valor era lo mejor;

para Ravenclaw,

la inteligencia.

Para Hufflepuff el mayor mérito de todos

era romperse los codos.

El ambicioso Slytherin

ambicionaba alumnos ambiciosos.

Estando aún con vida

se repartieron a cuantos venían,

pero ¿cómo seguir escogiendo

cuando estuvieran muertos y en el hoyo?

Fue Gryffindor el que halló el modo:

me levantó de su cabeza,

y los cuatro en mí metieron algo de su sesera

para que pudiera elegiros a la primera.

Ahora ponme sobre las orejas.

No me equivoco nunca:

echaré un vistazo a tu mente

¡y te diré de qué casa eres!

 

En el Gran Comedor resonaron los aplausos cuando terminó de cantar el Sombrero Seleccionador.

—No es la misma canción de cuando nos seleccionó a nosotros —comentó Harry, aplaudiendo con los demás.

—Canta una canción diferente cada año —dijo Ron—. Tiene que ser bastante aburrido ser un sombrero, ¿ver­dad? Supongo que se pasa el año preparando la próxima canción.

La profesora McGonagall desplegaba en aquel momen­to un rollo grande de pergamino.

—Cuando pronuncie vuestro nombre, os pondréis el sombrero y os sentaréis en el taburete —dijo dirigiéndose a los de primero—. Cuando el sombrero anuncie la casa a la que pertenecéis, iréis a sentaros en la mesa correspondien­te. ¡Ackerley, Stewart!

Un chico se adelantó, temblando claramente de la cabe­za a los pies, cogió el Sombrero Seleccionador, se lo puso y se sentó en el taburete.

—¡Ravenclaw! —gritó el sombrero.

Stewart Ackerley se quitó el sombrero y se fue a toda prisa a sentarse a la mesa de Ravenclaw, donde todos lo es­taban aplaudiendo. Harry vislumbró a Cho, la buscadora del equipo de Ravenclaw, que recibía con vítores a Stewart Ackerley cuando se sentaba. Durante un fugaz segundo, Harry sintió el extraño deseo de ponerse en la mesa de Ravenclaw.

—¡Baddock, Malcolm!

—¡Slytherin!

La mesa del otro extremo del Gran Comedor estalló en vítores. Harry vio cómo aplaudía Malfoy cuando Malcolm se reunió con ellos. Harry se preguntó si Baddock tendría idea de que la casa de Slytherin había dado más brujos y brujas oscuros que ninguna otra. Fred y George silbaron a Mal­colm Baddock mientras tomaba asiento.

—¡Branstone, Eleanor!

—¡Hufflepuff!

—¡Cauldwell, Owen!

—¡Hufflepuff!

—¡Creevey, Dennis!

El pequeño Dennis Creevey avanzó tambaleándose y se tropezó en el abrigo de piel de topo de Hagrid al mismo tiempo que éste entraba furtivamente en el Gran Comedor a través de una puerta situada detrás de la mesa de los pro­fesores. Unas dos veces más alto que un hombre normal y al menos tres veces más ancho, Hagrid, con su pelo y barba largos, enmarañados y renegridos, daba un poco de miedo. Una impresión falsa, porque Harry, Ron y Hermione sabían que Hagrid tenía un carácter muy bondadoso. Les guiñó un ojo mientras se sentaba a un extremo de la mesa de los pro­fesores, y observó cómo Dennis Creevey se ponía el Sombre­ro Seleccionador. El desgarrón que tenía el sombrero cerca del ala volvió a abrirse.

—¡Gryffindor! —gritó el sombrero.

Harry aplaudió con los demás de la mesa de Gryffindor cuando Dennis Creevey, sonriendo de oreja a oreja, se quitó el sombrero, lo volvió a poner en el taburete y se fue a toda prisa junto a su hermano.

—¡Colin, me caí! —dijo de modo estridente, arrojándose sobre un asiento vacío—. ¡Fue estupendo! ¡Y algo en el agua me agarró y me devolvió a la barca!

—¡Tranqui! —repuso Colin, igual de emocionado—. ¡Seguramente fue el calamar gigante, Dennis!

—¡Vaya! —exclamó Dennis, como si nadie, en sus mejo­res sueños, pudiera imaginar nada mejor que ser arrojado al agua en un lago de varias brazas de profundidad, por una sacudida en medio de una tormenta, y ser sacado por un monstruo marino gigante.

—¡Dennis!, ¡Dennis!, ¿has visto a ese chico? ¡El del pelo negro y las gafas!, ¿lo ves? ¿A que no sabes quién es, Den­nis?

Harry miró para otro lado y se fijó en el Sombrero Selec­cionador, que en aquel instante estaba ocupándose de Emma Dobbs.

La Selección continuó. Chicos y chicas con diferente grado de nerviosismo en la cara se iban acercando, uno a uno, al taburete de cuatro patas, y la fila se acortaba considerablemente conforme la profesora McGonagall iba lla­mando a los de la ele.

—¡Vamos, deprisa! —gimió Ron, frotándose el estómago.

—¡Por favor, Ron! Recordad que la Selección es mucho más importante que la comida —le dijo Nick Casi Decapita­do, al tiempo que «¡Madley, Laura!» se convertía en miem­bro de la casa Hufflepuff.

—Por supuesto que sí, si uno está muerto —replicó Ron.

—Espero que la remesa de este año en nuestra casa cumpla con los requisitos —comentó Nick Casi Decapitado, aplaudiendo cuando «¡McDonald, Natalie!» llegó a la mesa de Gryffindor—. No queremos romper nuestra racha gana­dora, ¿verdad?

Gryffindor había ganado los tres últimos años la Copa de las Casas.

—¡Pritchard, Graham!

—¡Slytherin!

—¡Quirke, Orla!

—¡Ravenclaw!

Por último, con «¡Whitby, Kevin!» («¡Hufflepuff!»), la Ceremonia de Selección dio fin. La profesora McGonagall cogió el sombrero y el taburete, y se los llevó.

—Se acerca el momento —dijo Ron cogiendo el tenedor y el cuchillo y mirando ansioso su plato de oro.

El profesor Dumbledore se puso en pie. Sonreía a los alumnos, con los brazos abiertos en señal de bienvenida.

—Tengo sólo dos palabras que deciros —dijo, y su pro­funda voz resonó en el Gran Comedor—: ¡A comer!

—¡Obedecemos! —dijeron Harry y Ron en voz alta, cuando por arte de magia las fuentes vacías de repente apa­recieron llenas ante sus ojos.

Nick Casi Decapitado observó con tristeza cómo Harry, Ron y Hermione llenaban sus platos de comida.

—¡Ah, «esdo esdá me’or»! —dijo Ron con la boca llena de puré de patata.

—Tenéis suerte de que haya banquete esta noche, ¿sa­béis? —comentó Nick Casi Decapitado—. Antes ha habido problemas en las cocinas.

—¿«Po’ gué»? ¿«Gué ha sudedido»? —dijo Harry, con la boca llena con un buen pedazo de carne.

—Peeves, por supuesto —explicó Nick Casi Decapita­do, moviendo la cabeza, que se tambaleó peligrosamente. Se subió la gorguera un poco más—. Lo de siempre, ya sabéis. Quería asistir al banquete. Bueno, eso está completamente fuera de cuestión, porque ya lo conocéis: es un salvaje; no puede ver un plato de comida y resistir el impulso de tirár­selo a alguien. Celebramos una reunión de fantasmas al respecto. El Fraile Gordo estaba a favor de darle una opor­tunidad, pero el Barón Sanguinario... más prudentemente, a mí parecer... se mantuvo en sus trece.

El Barón Sanguinario era el fantasma de Slytherin, un espectro adusto y mudo cubierto de manchas de sangre de color plateado. Era el único en Hogwarts que realmente po­día controlar a Peeves.

—Sí, ya nos pareció que Peeves estaba enfadado por algo —dijo Ron en tono enigmático—. ¿Qué hizo en las coci­nas?

—¡Oh, lo normal! —respondió Nick Casi Decapitado, encogiéndose de hombros—. Alborotó y rompió cosas. Tiró cazuelas y sartenes. Lo encontraron nadando en la sopa. A los elfos domésticos los sacó de sus casillas...

¡Paf!

Hermione acababa de golpear su copa de oro. El zumo de calabaza se extendió rápidamente por el mantel, man­chando de color naranja una amplia superficie de tela blan­ca, pero Hermione no se inmutó por ello.

—¿Aquí hay elfos domésticos? —preguntó, clavando los ojos en Nick Casi Decapitado, con expresión horrorizada—. ¿Aquí, en Hogwarts?

—Claro que sí —respondió Nick Casi Decapitado, sor­prendido de la reacción de Hermione—. Más que en ningu­na otra morada de Gran Bretaña, según creo. Más de un centenar.

—¡Si nunca he visto a ninguno! —objetó Hermione.

—Bueno, apenas abandonan las cocinas durante el día —explicó Nick Casi Decapitado—. Salen de noche para ha­cer un poco de limpieza... atender los fuegos y esas cosas... Se supone que no hay que verlos. Eso es lo que distingue a un buen elfo doméstico, que nadie sabe que está ahí.

Hermione lo miró fijamente.

—Pero ¿les pagan? —preguntó—. Tendrán vacaciones, ¿no? Y... y baja por enfermedad, pensiones y todo eso...

Nick Casi Decapitado se rió con tantas ganas que la gorguera se le bajó y la cabeza se le cayó y quedó colgando del fantasmal trocito de piel y músculo que todavía la mantenía unida al cuello.

—¿Baja por enfermedad y pensiones? —repitió, vol­viendo a colocarse la cabeza sobre los hombros y asegurán­dola de nuevo con la gorguera—. ¡Los elfos domésticos no quieren bajas por enfermedad ni pensiones!

Hermione miró su plato, que estaba casi intacto, puso encima el tenedor y el cuchillo y lo apartó de ella.

—«Vabos, He’mione» —dijo Ron, rociando sin querer a Harry con trocitos de budín de Yorkshire—. «Va’a», lo sien­to, «Adry». —Tragó—. ¡Porque te mueras de hambre no vas a conseguir que tengan bajas por enfermedad!

—Esclavitud —dijo Hermione, respirando con dificul­tad—. Así es como se hizo esta cena: mediante la esclavitud.

Y se negó a probar otro bocado.

La lluvia seguía golpeando con fuerza contra los altos y oscuros ventanales. Otro trueno hizo vibrar los cristales, y el techo que reproducía la tormenta del cielo brilló iluminando la vajilla de oro justo en el momento en que los restos del pla­to principal se desvanecieron y fueron reemplazados, en un abrir y cerrar de ojos, por los postres.

—¡Tarta de melaza, Hermione! —dijo Ron, dándosela a oler—. ¡Bollo de pasas, mira! ¡Y pastel de chocolate!

Pero la mirada que le dirigió Hermione le recordó hasta tal punto la de la profesora McGonagall que prefirió desistir.

Una vez terminados los postres y cuando los últimos restos desaparecieron de los platos, dejándolos completa­mente limpios, Albus Dumbledore volvió a levantarse. El rumor de charla que llenaba el Gran Comedor se apagó al instante, y sólo se oyó el silbido del viento y la lluvia gol­peando contra los ventanales.

—¡Bien! —dijo Dumbledore, sonriéndoles a todos—. Ahora que todos estamos bien comidos —Hermione lanzó un gruñido—, debo una vez más rogar vuestra atención mientras os comunico algunas noticias:

»El señor Filch, el conserje, me ha pedido que os comu­nique que la lista de objetos prohibidos en el castillo se ha visto incrementada este año con la inclusión de los yoyós gritadores, los discos voladores con colmillos y los bumera­nes-porrazo. La lista completa comprende ya cuatrocientos treinta y siete artículos, según creo, y puede consultarse en la conserjería del señor Filch.

La boca de Dumbledore se crispó un poco en las comisu­ras. Luego prosiguió:

—Como cada año, quiero recordaros que el bosque que está dentro de los terrenos del castillo es una zona prohibida a los estudiantes. Otro tanto ocurre con el pueblo de Hogs­meade para todos los alumnos de primero y de segundo.

»Es también mi doloroso deber informaros de que la Copa de quidditch no se celebrará este curso.

—¿Qué? —dijo Harry sin aliento.

Miró a Fred y George, sus compañeros del equipo de quidditch. Le decían algo a Dumbledore moviendo sólo los labios, sin pronunciar ningún sonido, porque debían de es­tar demasiado consternados para poder hablar. Dumbledo­re continuó:

—Esto se debe a un acontecimiento que dará comienzo en octubre y continuará a lo largo de todo el curso, acaparan­do una gran parte del tiempo y la energía de los profesores... pero estoy seguro de que lo disfrutaréis enormemente. Ten­go el gran placer de anunciar que este año en Hogwarts...

Pero en aquel momento se escuchó un trueno ensor­decedor, y las puertas del Gran Comedor se abrieron de golpe.

En la puerta apareció un hombre que se apoyaba en un largo bastón y se cubría con una capa negra de viaje. Todas las cabezas en el Gran Comedor se volvieron para observar al extraño, repentinamente iluminado por el resplandor de un rayo que apareció en el techo. Se bajó la capucha, sacu­dió una larga melena en parte cana y en parte negra, y ca­minó hacia la mesa de los profesores.

Un sordo golpe repitió cada uno de sus pasos por el Gran Comedor. Llegó a un extremo de la mesa de los profe­sores, se volvió a la derecha y fue cojeando pesadamente ha­cia Dumbledore. El resplandor de otro rayo cruzó el techo. Hermione ahogó un grito.

Aquella luz había destacado el rostro del hombre, y era un rostro muy diferente de cuantos Harry había visto en su vida. Parecía como labrado en un trozo de madera desgasta­do por el tiempo y la lluvia, por alguien que no tenía la más leve idea de cómo eran los rostros humanos y que además no era nada habilidoso con el formón. Cada centímetro de la piel parecía una cicatriz. La boca era como un tajo en diago­nal, y le faltaba un buen trozo de la nariz. Pero lo que lo ha­cía verdaderamente terrorífico eran los ojos.

Uno de ellos era pequeño, oscuro y brillante. El otro era grande, redondo como una moneda y de un azul vívido, eléc­trico. El ojo azul se movía sin cesar, sin parpadear, girando para arriba y para abajo, a un lado y a otro, completamente independiente del ojo normal... y luego se quedaba en blan­co, como si mirara al interior de la cabeza.

El extraño llegó hasta Dumbledore. Le tendió una mano tan toscamente formada como su cara, y Dumbledore la estrechó, murmurando palabras que Harry no consiguió oír. Parecía estar haciéndole preguntas al extraño, que ne­gaba con la cabeza, sin sonreír, y contestaba en voz muy baja. Dumbledore asintió también con la cabeza, y le mostró al hombre el asiento vacío que había a su derecha.

El extraño se sentó y sacudió su melena para apartarse el pelo entrecano de la cara; se acercó un plato de salchichas, lo levantó hacia lo que le quedaba de nariz y lo olfateó. A con­tinuación se sacó del bolsillo una pequeña navaja, pinchó una de las salchichas por un extremo y empezó a comérsela. Su ojo normal estaba fijo en la salchicha, pero el azul seguía yendo de un lado para otro sin descanso, moviéndose en su cuenca, fijándose tanto en el Gran Comedor como en los es­tudiantes.

—Os presento a nuestro nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras —dijo animadamente Dumbledore, ante el silencio de la sala—: el profesor Moody.

Lo normal era que los nuevos profesores fueran recibi­dos con saludos y aplausos, pero nadie aplaudió aquella vez, ni entre los profesores ni entre los alumnos, a excepción de Hagrid y Dumbledore. El sonido de las palmadas de ambos resonó tan tristemente en medio del silencio que enseguida dejaron de aplaudir. Todos los demás parecían demasiado impresionados por la extraña apariencia de Moody para ha­cer algo más que mirarlo.

—¿Moody? —le susurró Harry a Ron—. ¿Ojoloco Moody? ¿Al que tu padre ha ido a ayudar esta mañana?

—Debe de ser él —dijo Ron, con voz asustada.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Hermione en voz muy baja—. ¿Qué le pasó en la cara?

—No lo sé —contestó Ron, observando a Moody con fas­cinación.

Moody parecía totalmente indiferente a aquella fría acogida. Haciendo caso omiso de la jarra de zumo de calaba­za que tenía delante, volvió a buscar en su capa de viaje, sacó una petaca y echó un largo trago de su contenido. Al le­vantar el brazo para beber, la capa se alzó unos centímetros del suelo, y Harry vio, por debajo de la mesa, parte de una pata de palo que terminaba en una garra.

Dumbledore volvió a aclararse la garganta.

—Como iba diciendo —siguió, sonriendo a la multitud de estudiantes que tenía delante, todos los cuales seguían con la mirada fija en Ojoloco Moody—, tenemos el honor de ser la sede de un emocionante evento que tendrá lugar du­rante los próximos meses, un evento que no se celebraba desde hacía más de un siglo. Es un gran placer para mí in­formaros de que este curso tendrá lugar en Hogwarts el Torneo de los tres magos.

—¡Se está quedando con nosotros! —dijo Fred en voz alta.

Repentinamente se quebró la tensión que se había apo­derado del Gran Comedor desde la entrada de Moody. Casi todo el mundo se rió, y Dumbledore también, como apre­ciando la intervención de Fred.

—No me estoy quedando con nadie, señor Weasley —re­puso—, aunque, hablando de quedarse con la gente, este ve­rano me han contado un chiste buenísimo sobre un trol, una bruja y un leprechaun que entran en un bar...

La profesora McGonagall se aclaró ruidosamente la garganta.

—Eh... bueno, quizá no sea éste el momento más apro­piado... No, es verdad —dijo Dumbledore—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, el Torneo de los tres magos! Bien, algunos de voso­tros seguramente no sabéis qué es el Torneo de los tres ma­gos, así que espero que los que lo saben me perdonen por dar una breve explicación mientras piensan en otra cosa.

»EI Torneo de los tres magos tuvo su origen hace unos setecientos años, y fue creado como una competición amis­tosa entre las tres escuelas de magia más importantes de Europa: Hogwarts, Beauxbatons y Durmstrang. Para re­presentar a cada una de estas escuelas se elegía un cam­peón, y los tres campeones participaban en tres pruebas mágicas. Las escuelas se turnaban para ser la sede del Tor­neo, que tenía lugar cada cinco años, y se consideraba un medio excelente de establecer lazos entre jóvenes magos y brujas de diferentes nacionalidades... hasta que el número de muertes creció tanto que decidieron interrumpir la cele­bración del Torneo.

—¿El número de muertes? —susurró Hermione, algo asustada.

Pero la mayoría de los alumnos que había en el Gran Comedor no parecían compartir aquel miedo: muchos de ellos cuchicheaban emocionados, y el mismo Harry estaba más interesado en seguir oyendo detalles sobre el Torneo que en preocuparse por unas muertes que habían ocurrido hacía más de cien años.

—En todo este tiempo ha habido varios intentos de vol­ver a celebrar el Torneo —prosiguió Dumbledore—, ningu­no de los cuales tuvo mucho éxito. Sin embargo, nuestros departamentos de Cooperación Mágica Internacional y de Deportes y Juegos Mágicos han decidido que éste es un buen momento para volver a intentarlo. Hemos trabajado a fondo este verano para asegurarnos de que esta vez ningún campeón se encuentre en peligro mortal.

»En octubre llegarán los directores de Beauxbatons y de Durmstrang con su lista de candidatos, y la selección de los tres campeones tendrá lugar en Halloween. Un juez imparcial decidirá qué estudiantes reúnen más méritos para competir por la Copa de los tres magos, la gloria de su cole­gio y el premio en metálico de mil galeones.

—¡Yo voy a intentarlo! —dijo entre dientes Fred Weas­ley, con la cara iluminada de entusiasmo ante la perspecti­va de semejante gloria y riqueza. No debía de ser el único que se estaba imaginando a sí mismo como campeón de Hogwarts. En cada una de las mesas, Harry veía a estu­diantes que miraban a Dumbledore con expresión de arre­bato, o que cuchicheaban con los vecinos completamente emocionados. Pero Dumbledore volvió a hablar, y en el Gran Comedor se hizo otra vez el silencio.

—Aunque me imagino que todos estaréis deseando lle­varos la Copa del Torneo de los tres magos —dijo—, los di­rectores de los tres colegios participantes, de común acuerdo con el Ministerio de Magia, hemos decidido estable­cer una restricción de edad para los contendientes de este año. Sólo los estudiantes que tengan la edad requerida (es decir, diecisiete años o más) podrán proponerse a considera­ción. Ésta —Dumbledore levantó ligeramente la voz debido a que algunos hacían ruidos de protesta en respuesta a sus últimas palabras, especialmente los gemelos Weasley, que parecían de repente furiosos— es una medida que estima­mos necesaria dado que las tareas del Torneo serán difíciles y peligrosas, por muchas precauciones que tomemos, y re­sulta muy improbable que los alumnos de cursos inferiores a sexto y séptimo sean capaces de enfrentarse a ellas. Me aseguraré personalmente de que ningún estudiante menor de esa edad engañe a nuestro juez imparcial para convertirse en campeón de Hogwarts. —Sus ojos de color azul claro brillaron especialmente cuando los guiñó hacia los rostros de Fred y George, que mostraban una expresión de desa­fío—. Así pues, os ruego que no perdáis el tiempo presentándoos si no habéis cumplido los diecisiete años.

»Las delegaciones de Beauxbatons y Durmstrang llega­rán en octubre y permanecerán con nosotros la mayor parte del curso. Sé que todos trataréis a nuestros huéspedes extranjeros con extremada cortesía mientras están con noso­tros, y que daréis vuestro apoyo al campeón de Hogwarts cuando sea elegido o elegida. Y ya se va haciendo tarde y sé lo importante que es para todos vosotros estar despiertos y descansados para empezar las clases mañana por la maña­na. ¡Hora de dormir! ¡Andando!

Dumbledore volvió a sentarse y siguió hablando con Ojoloco Moody. Los estudiantes hicieron mucho ruido al ponerse en pie y dirigirse hacia la doble puerta del vestí­bulo.

—¡No pueden hacer eso! —protestó George Weasley, que no se había unido a la multitud que avanzaba hacia la salida sino que se había quedado quieto, de pie y mirando a Dumbledore—. Nosotros cumpliremos los diecisiete en abril: ¿por qué no podemos tener una oportunidad?

—No me van a impedir que entre —aseguró Fred con testarudez, mirando a la mesa de profesores con el entrece­jo fruncido—. Los campeones tendrán que hacer un montón de cosas que en condiciones normales nunca nos permiti­rían. ¡Y hay mil galeones de premio!

—Sí —asintió Ron, con expresión soñadora—. Sí, mil galeones...

—Vamos —dijo Hermione—, si no nos movemos nos va­mos a quedar aquí solos.

Harry, Ron, Hermione, Fred y George salieron por el vestíbulo; los gemelos iban hablando de lo que Dumbledore podía hacer para impedir que participaran en el Torneo los menores de diecisiete años.

—¿Quién es ese juez imparcial que va a decidir quiénes serán los campeones? —preguntó Harry.

—No lo sé —respondió Fred—, pero es a él a quien tene­mos que engañar. Supongo que un par de gotas de poción envejecedora podrían bastar, George...

—Pero Dumbledore sabe que no tienes la edad —dijo Ron.

—Ya, pero él no es el que decide quién será el campeón, ¿no? —dijo Fred astutamente—. Me da la impresión de que cuando ese juez sepa quién quiere participar escogerá al mejor de cada colegio y no le importará mucho la edad. Dumbledore pretende que no lleguemos a presentarnos.

—¡Pero ha habido muertos! —señaló Hermione con voz preocupada mientras atravesaban una puerta oculta tras un tapiz y comenzaban a subir otra escalera más estrecha.

—Sí —admitió Fred, sin darle importancia—, pero eso fue hace años, ¿no? Además, ¿es que puede haber diversión sin un poco de riesgo? ¡Eh, Ron!, y si averiguamos cómo en­gañar a Dumbledore, ¿no te gustaría participar?

—¿Qué te parece? —le preguntó Ron a Harry—. Esta­ría bien participar, ¿no? Pero supongo que elegirán a al­guien mayor... No sé si estamos preparados...

—Yo, desde luego, no lo estoy —dijo desde detrás de Fred y George la voz triste de Neville—. Supongo que a mi abuela le gustaría que lo intentara. Siempre me dice que debería mantener alto el honor de la familia. Tendré que... ¡Ay!

Neville acababa de hundir un pie en un peldaño a mi­tad de la escalera. En Hogwarts había muchos escalones falsos como aquél. Para la mayor parte de los estudiantes que llevaban cierto tiempo en Hogwarts, saltar aquellos es­calones especiales se había convertido en un acto incons­ciente, pero la memoria de Neville era nefasta. Entre Harry y Ron lo agarraron por las axilas y le liberaron el pie, mien­tras una armadura que había al final de la escalera se reía con un tintineo de sus piezas de metal.

—¡Cállate! —le dijo Ron, bajándole la visera al pasar.

Fueron hasta la entrada de la torre de Gryffindor, que estaba oculta tras el enorme retrato de una señora gorda con un vestido de seda rosa.

—¿La contraseña? —preguntó cuando los vio aproxi­marse.

—«¡Tonterías!» —respondió George—. Es lo que me ha dicho abajo un prefecto.

El retrato se abrió hacia ellos para mostrar un hueco en el muro, a través del cual entraron. Un fuego crepitaba en la sala común de forma circular, abarrotada de mesas y de butacones mullidos. Hermione dirigió una mirada sombría a las alegres llamas, y Harry la oyó murmurar claramente «esclavitud» antes de volverse a ellos para darles las buenas noches y desaparecer por la puerta hacia el dormitorio de las chicas.

Harry, Ron y Neville subieron por la última escalera, que era de caracol, para ir a su dormitorio, que se hallaba al final de la torre. Pegadas a la pared había cinco camas con dosel de color carmesí intenso, cada una de las cuales tenía a los pies el baúl de su propietario. Dean y Seamus se me­tían ya en la cama. Seamus había colgado la escarapela del equipo de Irlanda en la cabecera de la suya, y Dean había clavado con chinchetas el póster de Viktor Krum sobre la mesita de noche. El antiguo póster del equipo de fútbol de West Ham estaba justo al lado.

—Está pirado —comentó Ron suspirando y moviendo la cabeza de lado a lado ante los futbolistas de papel.

Harry, Ron y Neville se pusieron el pijama y se metie­ron en la cama. Alguien (un elfo doméstico, sin duda) había colocado calentadores entre las sábanas. Era muy placente­ro estar allí, en la cama, y escuchar la tormenta que azotaba fuera.

—Podría presentarme —dijo Ron en la oscuridad, me­dio dormido—, si Fred y George descubren cómo hacerlo... El Torneo... nunca se sabe, ¿verdad?

—Supongo que no... —Harry se dio la vuelta en la cama y una serie de nuevas imágenes deslumbrantes se le forma­ron en la mente: engañaba a aquel juez imparcial y le hacía creer que tenía diecisiete años... Lo elegían campeón de Hogwarts... Se hallaba en el campo, con los brazos alzados delante de todo el colegio, y sus compañeros lo ovaciona­ban... Acababa de ganar el Torneo de los tres magos, y de entre la borrosa multitud se destacaba claramente el rostro de Cho, resplandeciente de admiración...

Harry sonrió a la almohada, contento de que Ron no pu­diera ver lo que él veía.

 

 

Ojoloco Moody

 

 

A la mañana siguiente la tormenta se había ido a otra par­te, aunque el techo del Gran Comedor seguía teniendo un aspecto muy triste. Durante el desayuno, unas nubes enormes del color gris del peltre se arremolinaban sobre las ca­bezas de los alumnos, mientras Harry, Ron y Hermione examinaban sus nuevos horarios. Unos asientos más allá, Fred, George y Lee Jordan discurrían métodos mágicos de envejecerse y engañar al juez para poder participar en el Torneo de los tres magos.

—Hoy no está mal: fuera toda la mañana —dijo Ron pasando el dedo por la columna del lunes de su horario—. Herbología con los de Hufflepuff y Cuidado de Criaturas Mágicas... ¡Maldita sea!, seguimos teniéndola con los de Slytherin...

—Y esta tarde dos horas de Adivinación —gruñó Harry, observando el horario. Adivinación era su materia menos apreciada, aparte de Pociones. La profesora Trelawney siempre estaba prediciendo la muerte de Harry, cosa que a él no le hacía ni pizca de gracia.

—Tendríais que haber abandonado esa asignatura como hice yo —dijo Hermione con énfasis, untando mante­quilla en la tostada—. De esa manera estudiaríais algo sensato como Aritmancia.

—Estás volviendo a comer, según veo —dijo Ron, mi­rando a Hermione y las generosas cantidades de mermela­da que añadía a su tostada, encima de la mantequilla.

—He llegado a la conclusión de que hay mejores medios de hacer campaña por los derechos de los elfos —repuso Hermione con altivez.

—Sí... y además tenías hambre —comentó Ron, sonriendo.

De repente oyeron sobre ellos un batir de alas, y un centenar de lechuzas entró volando a través de los venta­nales abiertos. Llevaban el correo matutino. Instintivamente, Harry alzó la vista, pero no vio ni una mancha blanca entre la masa parda y gris. Las lechuzas volaron alrededor de las mesas, buscando a las personas a las que iban dirigi­das las cartas y paquetes que transportaban. Un cárabo grande se acercó a Neville Longbottom y dejó caer un pa­quete sobre su regazo. A Neville casi siempre se le olvidaba algo. Al otro lado del Gran Comedor, el búho de Draco Mal­foy se posó sobre su hombro, llevándole lo que parecía su acostumbrado suplemento de dulces y pasteles procedentes de su casa. Tratando de olvidar el nudo en el estómago pro­vocado por la desilusión, Harry volvió a sus gachas de ave­na. ¿Era posible que le hubiera sucedido algo a Hedwig y que Sirius no hubiera llegado a recibir la carta?

Sus preocupaciones le duraron todo el recorrido a tra­vés del embarrado camino que llevaba al Invernadero 3; pero, una vez en él, la profesora Sprout lo distrajo de ellas al mostrar a la clase las plantas más feas que Harry había visto nunca. Desde luego, no parecían tanto plantas como gruesas y negras babosas gigantes que salieran verticalmente de la tierra. Todas estaban algo retorcidas, y tenían una serie de bultos grandes y brillantes que parecían llenos de líquido.

—Son bubotubérculos —les dijo con énfasis la profesora Sprout—. Hay que exprimirlas, para recoger el pus...

—¿El qué? —preguntó Seamus Finnigan, con asco.

—El pus, Finnigan, el pus —dijo la profesora Sprout—. Es extremadamente útil, así que espero que no se pierda nada. Como decía, recogeréis el pus en estas botellas. Te­néis que poneros los guantes de piel de dragón, porque el pus de un bubotubérculo puede tener efectos bastante mo­lestos en la piel cuando no está diluido.

Exprimir los bubotubérculos resultaba desagradable, pero curiosamente satisfactorio. Cada vez que se reventaba uno de los bultos, salía de golpe un líquido espeso de color amarillo verdoso que olía intensamente a petróleo. Lo fue­ron introduciendo en las botellas, tal como les había indica­do la profesora Sprout, y al final de la clase habían recogido varios litros.

—La señora Pomfrey se pondrá muy contenta —comen­tó la profesora Sprout, tapando con un corcho la última bo­tella—. El pus de bubotubérculo es un remedio excelente para las formas más persistentes de acné. Les evitaría a los estudiantes tener que recurrir a ciertas medidas desespera­das para librarse de los granos.

—Como la pobre Eloise Migden —dijo Hannah Abbott, alumna de Hufflepuff, en voz muy baja—. Intentó quitárse­los mediante una maldición.

—Una chica bastante tonta —afirmó la profesora Sprout, moviendo la cabeza—. Pero al final la señora Pom­frey consiguió ponerle la nariz donde la tenía.

El insistente repicar de una campana procedente del castillo resonó en los húmedos terrenos del colegio, seña­lando que la clase había finalizado, y el grupo de alumnos se dividió: los de Hufflepuff subieron al aula de Transfor­maciones, y los de Gryffindor se encaminaron en sentido contrario, bajando por la explanada, hacia la pequeña ca­baña de madera de Hagrid, que se alzaba en el mismo bor­de del bosque prohibido.

Hagrid los estaba esperando de pie, fuera de la cabaña, con una mano puesta en el collar de Fang, su enorme perro jabalinero de color negro. En el suelo, a sus pies, había va­rias cajas de madera abiertas, y Fang gimoteaba y tiraba del collar, ansioso por investigar el contenido. Al acercarse, un traqueteo llegó a sus oídos, acompañado de lo que pare­cían pequeños estallidos.

—¡Buenas! —saludó Hagrid, sonriendo a Harry, Ron y Hermione—. Será mejor que esperemos a los de Slythe­rin, que no querrán perderse esto: ¡escregutos de cola explosiva!

—¿Cómo? —preguntó Ron.

Hagrid señaló las cajas.

—¡Ay! —chilló Lavender Brown, dando un salto hacia atrás.

En opinión de Harry, la interjección «ay» daba cabal idea de lo que eran los escregutos de cola explosiva. Pare­cían langostas deformes de unos quince centímetros de largo, sin caparazón, horriblemente pálidas y de aspecto viscoso, con patitas que les salían de sitios muy raros y sin cabeza visible. En cada caja debía de haber cien, que se movían unos encima de otros y chocaban a ciegas contra las paredes. Despedían un intenso olor a pescado podrido. De vez en cuando saltaban chispas de la cola de un escreguto que, haciendo un suave «¡fut!», salía despedido a un palmo de distancia.

—Recién nacidos —dijo con orgullo Hagrid—, para que podáis criarlos vosotros mismos. ¡He pensado que puede ser un pequeño proyecto!

—¿Y por qué tenemos que criarlos? —preguntó una voz fría.

Acababan de llegar los de Slytherin. El que había habla­do era Draco Malfoy. Crabbe y Goyle le reían la gracia.

Hagrid se quedó perplejo ante la pregunta.

—Sí, ¿qué hacen? —insistió Malfoy—. ¿Para qué sir­ven?

Hagrid abrió la boca, según parecía haciendo un consi­derable esfuerzo para pensar. Hubo una pausa que duró unos segundos, al cabo de la cual dijo bruscamente:

—Eso lo sabrás en la próxima clase, Malfoy. Hoy sólo tienes que darles de comer. Pero tendréis que probar con diferentes cosas. Nunca he tenido escregutos, y no estoy seguro de qué les gusta. He traído huevos de hormiga, hí­gado de rana y trozos de culebra. Probad con un poco de cada.

—Primero el pus y ahora esto —murmuró Seamus.

Nada salvo el profundo afecto que le tenían a Hagrid podría haber convencido a Harry, Ron y Hermione de coger puñados de hígado despachurrado de rana y tratar de ten­tar con él a los escregutos de cola explosiva. A Harry no se le iba de la cabeza la idea de que aquello era completamente absurdo, porque los escregutos ni siquiera parecían tener boca.

—¡Ay! —gritó Dean Thomas, unos diez minutos des­pués—. ¡Me ha hecho daño!

Hagrid, nervioso, corrió hacia él.

—¡Le ha estallado la cola y me ha quemado! —explicó Dean enfadado, mostrándole a Hagrid la mano enrojecida.

—¡Ah, sí, eso puede pasar cuando explotan! —dijo Ha­grid, asintiendo con la cabeza.

—¡Ay! —exclamó de nuevo Lavender Brown—. Hagrid, ¿para qué hacemos esto?

—Bueno, algunos tienen aguijón —repuso con entu­siasmo Hagrid (Lavender se apresuró a retirar la mano de la caja). Probablemente son los machos... Las hembras tienen en la barriga una especie de cosa succionadora... creo que es para chupar sangre.

—Ahora ya comprendo por qué estamos intentando criarlos —dijo Malfoy sarcásticamente—. ¿Quién no que­rría tener una mascota capaz de quemarlo, aguijonearlo y chuparle la sangre al mismo tiempo?

—El que no sean muy agradables no quiere decir que no sean útiles —replicó Hermione con brusquedad—. La san­gre de dragón es increíblemente útil por sus propiedades mágicas, aunque nadie querría tener un dragón como mas­cota, ¿no?

Harry y Ron sonrieron mirando a Hagrid, quien tam­bién les dirigió disimuladamente una sonrisa tras su pobla­da barba. Nada le hubiera gustado más a Hagrid que tener como mascota un dragón, como sabían muy bien Harry, Ron y Hermione: cuando ellos estaban en primer curso, Hagrid había poseído durante un breve período un fiero ridgeback noruego al que llamaba Norberto. Sencillamente, Hagrid tenía debilidad por las criaturas monstruosas: cuanto más peligrosas, mejor.

—Bueno, al menos los escregutos son pequeños —co­mentó Ron una hora más tarde, mientras regresaban al castillo para comer.

—Lo son ahora —repuso Hermione, exasperada—. Cuando Hagrid haya averiguado lo que comen, me temo que pueden hacerse de dos metros.

—Bueno, no importará mucho si resulta que curan el mareo o algo, ¿no? —dijo Ron con una sonrisa pícara.

—Sabes bien que eso sólo lo dije para que Malfoy se callara —contestó Hermione—. Pero la verdad es que sospe­cho que tiene razón. Lo mejor que se podría hacer con ellos es pisarlos antes de que nos empiecen a atacar.

Se sentaron a la mesa de Gryffindor y se sirvieron pata­tas y chuletas de cordero. Hermione empezó a comer tan rá­pido que Harry y Ron se quedaron mirándola.

—Eh... ¿se trata de la nueva estrategia de campaña por los derechos de los elfos? —le preguntó Ron—. ¿Intentas vo­mitar?

—No —respondió Hermione con toda la elegancia que le fue posible teniendo la boca llena de coles de Bruselas—. Sólo quiero ir a la biblioteca.

—¿Qué? —exclamó Ron sin dar crédito a sus oídos—. Hermione, ¡hoy es el primer día del curso! ¡Todavía no nos han puesto deberes!

Hermione se encogió de hombros y siguió engullendo la comida como si no hubiera probado bocado en varios días. Luego se puso en pie de un salto, les dijo «¡Os veré en la cena!» y salió a toda velocidad.

Cuando sonó la campana para anunciar el comienzo de las clases de la tarde, Harry y Ron se encaminaron hacia la torre norte, en la que, al final de una estrecha escalera de caracol, una escala plateada ascendía hasta una trampilla circular que había en el techo, por la que se entraba en el aula donde vivía la profesora Trelawney.

Al acercarse a la trampilla recibieron el impacto de un familiar perfume dulzón que emanaba de la hoguera de la chimenea. Como siempre, todas las cortinas estaban corridas. El aula, de forma circular, se hallaba bañada en una luz tenue y rojiza que provenía de numerosas lámparas ta­padas con bufandas y pañoletas. Harry y Ron caminaron entre los sillones tapizados con tela de colores, ya ocupados, y los cojines que abarrotaban la habitación, y se sentaron a la misma mesa camilla.

—Buenos días —dijo la tenue voz de la profesora Trelawney justo a la espalda de Harry, que dio un res­pingo.

Era una mujer sumamente delgada, con unas gafas enormes que hacían parecer sus ojos excesivamente grandes para la cara, y miraba a Harry con la misma trágica expresión que adoptaba cada vez que lo veía. La acostumbrada abundancia de abalorios, cadenas y pulseras brillaba sobre su persona a la luz de la hoguera.

—Estás preocupado, querido mío —le dijo a Harry en tono lúgubre—. Mi ojo interior puede ver por detrás de tu valeroso rostro la atribulada alma que habita dentro. Y la­mento decirte que tus preocupaciones no carecen de motivo. Veo ante ti tiempos difíciles... muy difíciles... Presiento que eso que temes realmente ocurrirá... y quizá antes de lo que crees...

La voz se convirtió en un susurro. Ron miró a Harry, y éste le devolvió la mirada muy fríamente. La profesora Tre­lawney los dejó y fue a sentarse en un sillón grande de orejas ante el fuego, de cara a la clase. Lavender Brown y Parvati Patil, que admiraban intensamente a la profesora Trelaw­ney, estaban sentadas sobre cojines muy cerca de ella.

—Queridos míos, ha llegado la hora de mirar las estre­llas —dijo—: los movimientos de los planetas y los misterio­sos prodigios que revelan tan sólo a aquellos capaces de comprender los pasos de su danza celestial. El destino hu­mano puede descifrarse en los rayos planetarios, que se en­trecruzan...

Pero los pensamientos de Harry se habían lanzado a vagar. Aquel fuego perfumado siempre conseguía adorme­cerlo y atontarlo, y las divagaciones de la profesora Trelawney nunca lograban lo que se dice encandilarlo... aunque en aquel momento no podía dejar de pensar en lo que ella le acababa de decir: «Presiento que eso que temes realmente ocurrirá...»

Pero Hermione tenía razón, pensó Harry de mal talan­te: la profesora Trelawney no era más que un fraude. En aquel momento no había nada que él temiera, en absoluto... bueno, salvo que se tuvieran en cuenta los temores de que hubieran atrapado a Sirius. Pero ¿qué sabía la profesora Trelawney? Hacía mucho que había llegado a la conclusión de que su don adivinatorio no era nada más que aprovechar las casualidades y echarle mucho misterio a la cosa.

Excepto, claro está, aquella vez al final del último cur­so, cuando predijo que Voldemort se alzaría de nuevo. El mismo Dumbledore dijo que aquel trance le parecía autén­tico, después de que Harry se lo describió...

—¡Harry! —susurró Ron.

—¿Qué?

Harry miró a su alrededor. Toda la clase se estaba fijan­do en él. Se sentó más tieso. Había estado a punto de dor­mirse, entre el calor y sus pensamientos.

—Estaba diciendo, querido mío, que tú naciste clara­mente bajo la torva influencia de Saturno —dijo la profeso­ra Trelawney con una leve nota de resentimiento en la voz ante el hecho de que Harry no hubiera estado pendiente de sus palabras.

—Perdón, ¿nací bajo qué? —preguntó Harry.

—Saturno, querido mío, ¡el planeta Saturno! —repitió la profesora Trelawney, decididamente irritada porque Harry no parecía impresionado por esta noticia—. Estaba diciendo que Saturno se hallaba seguramente en posición dominante en el momento de tu nacimiento: tu pelo oscuro, tu estatura exigua, las trágicas pérdidas que sufriste tan temprano en la vida... Creo que no me equivoco al pensar, querido mío, que naciste justo a mitad del invierno, ¿no es así?

—No —contestó Harry—. Nací en julio.

Ron se apresuró a convertir su risa en una áspera tos.

Media hora después la profesora Trelawney le dio a cada alumno un complicado mapa circular, con el que in­tentaron averiguar la posición de cada uno de los planetas en el momento de su nacimiento. Era un trabajo pesado, que requería mucha consulta de tablas horarias y cálculo de ángulos.

—A mí me salen dos Neptunos —dijo Harry después de un rato, observando con el entrecejo fruncido su trozo de pergamino—. No puede estar bien, ¿verdad?

—Aaaaaah —dijo Ron, imitando el tenue tono de la pro­fesora Trelawney—, cuando aparecen en el cielo dos Neptu­nos es un indicio infalible de que va a nacer un enano con gafas, Harry...

Seamus y Dean, que trabajaban cerca de ellos, se rieron con fuerza, aunque no lo bastante para amortiguar los emo­cionados chillidos de Lavender Brown.

—¡Profesora, mire! ¡He encontrado un planeta descono­cido!, ¿qué es, profesora?

—Es Urano, querida mía —le dijo la profesora Trelawney mirando el mapa.

—¿Puedo echarle yo también un vistazo a tu Urano, Lavender? —preguntó Ron con sorna.

Desgraciadamente, la profesora Trelawney lo oyó, y se­guramente fue ése el motivo de que les pusiera tanto traba­jo al final de la clase.

—Un análisis detallado de la manera en que os afecta­rán los movimientos planetarios durante el próximo mes, con referencias a vuestro mapa personal —dijo en un tono duro que recordaba más al de la profesora McGonagall que al suyo propio—. ¡Quiero que me lo entreguéis el próximo lunes, y no admito excusas!

—¡Rata vieja! —se quejó Ron con amargura mientras descendían la escalera con todos los demás de regreso al Gran Comedor, para la cena—. Eso nos llevará todo el fin de semana, ya veras.

—¿Muchos deberes? —les preguntó muy alegre Her­mione, al alcanzarlos—. ¡La profesora Vector no nos ha puesto nada!

—Bien, ¡bravo por la profesora Vector! —dijo Ron, de mal humor.

Llegaron al vestíbulo, abarrotado ya de gente que hacía cola para entrar a cenar. Acababan de ponerse en la cola cuando oyeron una voz estridente a sus espaldas:

—¡Weasley! ¡Eh, Weasley!

Harry, Ron y Hermione se volvieron. Malfoy, Crabbe y Goyle estaban ante ellos, muy contentos por algún mo­tivo.

—¿Qué? —contestó Ron lacónicamente.

—¡Tu padre ha salido en el periódico, Weasley! —anun­ció Malfoy, blandiendo un ejemplar de El Profeta y hablando muy alto, para que todos cuantos abarrotaban el vestíbulo pudieran oírlo—. ¡Escucha esto!

 

MÁS ERRORES EN EL MINISTERIO DE MAGIA

 

Parece que los problemas del Ministerio de Magia no se acaban, escribe Rita Skeeter, nuestra envia­da especial. Muy cuestionados últimamente por la falta de seguridad evidenciada en los Mundiales de quidditch, y aún incapaces de explicar la desa­parición de una de sus brujas, los funcionarios del Ministerio se vieron inmersos ayer en otra situa­ción embarazosa a causa de la actuación de Arnold Weasley, del Departamento Contra el Uso Incorrec­to de los Objetos Muggles.

 

Malfoy levantó la vista.

—Ni siquiera aciertan con su nombre, Weasley, pero no es de extrañar tratándose de un don nadie, ¿verdad? —dijo exultante.

Todo el mundo escuchaba en el vestíbulo. Con un floreo de la mano, Malfoy volvió a alzar el periódico y leyó:

 

Arnold Weasley, que hace dos años fue castiga­do por la posesión de un coche volador, se vio ayer envuelto en una pelea con varios guardadores de la ley muggles (llamados «policías») a propósito de cier­tos contenedores


Date: 2015-12-11; view: 539


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