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La naranja es una fruta de invierno

La naranja es una fruta de invierno. Un sol color naranja se fue rodando, más allá de los montes, por los remotos caminos del mundo, por los ignorados y lejanos caminos del mundo.

En la sombra, al pie de una colina de pedernal, de una colina que marca a chispas veloces la andadura de la caballería, dos docenas de casas se aprietan contra el campanario. Las casas son canijas, negruzcas, lisiadas; parecen casas enfermas con el alma de roña, que va convirtiendo las carnes en polvo de estiércol. El campanario — un día esbelto y altanero—, hoy está desmochado y ruinoso, desnudo y pobre como un héroe en desgracia. El viento, a veces, se distrae en llevarse una piedra del campanario, una piedra que sale volando, como una maldición, contra cualquier tejado y rompe cien tejas, que después ya no se repondrán jamás. Sobre el campanario, el vacío nido de la cigüeña espera los primeros soles rojos de la primavera, los soles que marcarán el retorno de las [86]

aves lejanas, de las extrañas aves que conocen el calendario de memoria, como un niño aplicado.

El vacío nido de la cigüeña ha echado miste­riosas raíces, firmes raíces en la piedra. Al vacío nido de la cigüeña —doce docenas de secos palitos puestos al desgaire — no hay vien­to de la sierra que lo derribe, no hay rayo de la nube que lo eche al suelo. Sobre el vacío nido de la cigüeña quizá vuele, como un alto alcotán*, la primera sombra de Dios.

Al caserío le van naciendo, con la noche, tenues rendijas de luz en las ventanas que no ajustan del todo, en las ventanas que siempre dejan un resquicio abierto, quién sabe si a la ilusión, al miedo o a la esperanza: como un corazón anhelante, como un corazón que no encuentra consuelo en la soledad.

Entornando el mirar, las rendijas de luz semejan flacos fantasmas atados a las sombras, hojas de las peores facas, las facas que tienen luz propia como los ojos de los gatos, como los ojos de los caballos, como los ojos del lobo, que muestran el color del matorral del odio. Y su figura. Y su andar, que nos muerde los nervios de la cabeza, que forman un raro árbol dentro de la cabeza, un árbol que mete sus ramas espantadas por entre las junturas de los sesos.

Un vientecillo que pincha baja por la ladera, husmea como un can con hambre por las callejas y se escapa ululando por el olivar del Cura, el olivar que se pinta con el ceniciento color de la plata vieja, la plata de las monedas antiguas, el confuso color del recuerdo.

Al pie del olivar del Cura, conforme* se sale hacia el arroyo, una cerca de adobe guarda del [87]

lobo negro de la noche las ovejas de Esteban Moragón, alias Tinto, mozo que va a casar. La alta barda* de adobe se corona de espinas erizadas, de secas y heridoras zarzas, de vio­lentas botellas en pedazos, de alambres agre­sivos, descarados, fríamente implacables. El Tinto se guarda lo mejor que puede.



La taberna de Picatel es baja de techo. Picatel es alto. La taberna de Picatel es húmeda y lóbrega. Picatel es seco y tarambana. La taberna de Picatel es negra y rumorosa. Picatel es albino, pero también decidor.

Picatel tiene cincuenta años. Picatel no come. A Picatel le zurra su mujer. Picatel es un haragán. Picatel es un pendón. Picatel es fumador, es bebedor, es jugador. Picatel es faldero. Picatel fue cabo en África. En Monte Arruit le pegaron a Picatel un tiro en una pierna. Picatel es cojo. Picatel está picado de viruela. Picatel tose.

Esta es la historia de Picatel.

*

— ¡Así te vea comido de la miseria!

—¡Y con telarañas en los ojos!

—¡ Y con gusanos en el corazón!

—i Y con lepra en la lengua!

Picatel estaba sentado detrás del mostrador. —¿Te quieres callar, Segureja?

—No me callo porque no me da la gana. Pícatel es un filósofo práctico, [88]

—¿Quieres que te cuente otra vez lo de tu madre, Segureja?

Segureja se calló. Segureja es la mujer de Picatel. Segureja es baja y gorda, sebosa y culona, honesta y lenguaraz. Segureja fue garrida de moza, y de rosada color.

Segureja se metió en la cocina. Iba en silencio.

*

El Tinto y Picatel no son buenos amigos. La novia del Tinto estuvo de criada en casa de Picatel. Según las gentes, Picatel, a veces, entraba en la cocina y le decía a la novia del Tinto:

—No te afanes, muchacha; lo mismo te van a dar. Que trabaje la Segureja, que ya no sirve para nada más.

Según las gentes, un día salió la novia del Tinto llorando de casa de Picatel. La Segureja le había pegado una paliza, que a poco más la desloma. La Segureja, según la gente, le decía a la gente:

—Es una guarra y una tía asquerosa, que se metía con Picatel en la cuadra a hacer las bellaquerías.

La gente le preguntaba a la mujer de Picatel:

—Pero, ¿usted los vio, tía Segureja?

Y la mujer de Picatel respondía:

—No; que si los veo, la mato; ¡vaya si la mato!

Desde entonces, el Tinto y Picatel no son buenos amigos.

*

De las vigas de la taberna de Pícale] cuelgan unos chorizos y unas tiras de papel engomado [89]

que aún guardan las moscas del verano, las moscas zumbadoras y pendencieras de julio y de agosto.

El Tinto es un mozo jaquetón y terne, que baila el pasodoble de lado. El Tinto lleva gorra de visera. El Tinto sabe pescar la trucha con esparavel. El Tinto sabe capar puercos silbando. El Tinto sabe poner el lazo en el camino del conejo. El Tinto escupe por el colmillo.

Las artes del Tinto le vienen de familia. Su padre mató una vez una loba a palos.

—¿Dónde le diste? —le preguntaban los ami­gos.

—En el alma, muchachos; que si no, no lo cuento.

El padre del Tinto, otra vez, por mor de* dos cuartillos de vino que iban apostados, entró en una tienda y se comió una perra* de todo: una perra de jabón, una perra de sal, una perra de cinta, una perra de clavos, una perra de azúcar, una perra de pimienta, una perra de cola de carpintero, tres piedras de mechero, una carpeta de papel de cartas, una perra de añil, una perra de tocino, una perra de pan de higo*, una perra de petróleo, una perra de lija y una perra que sacó el amo del cajón del mostrador. Los seis reales los pagó el de la apuesta.

Después, el padre del Tinto se fue a la botica y se tomó una perra entera de bicarbonato.

El Tinto entró en la taberna de Picatel. —Oye. Picatel... Picatel, ni le miró. [90]

—Llámame Eusebio.

El Tinto se sentó en un rincón.

—Oye, Eusebio...

—¿Qué quieres?

—Dame un vaso de blanco. ¿Tienes algo de picar?

—Chorizo, si te hace.

Picatel salió del mostrador con el vaso de blanco.

—También te puedo dar un poco de bacalao.

El Tinto estaba recostado en la pared con dos patas de la banqueta en el aire.

—No. No quiero el bacalao. Ni el chorizo.

El Tinto sacó el chisquero, encendió su apagado cigarro y echó una larga bocanada de humo, con la cabeza atrás, casi con deleite.

—Me vas a traer un papel de las moscas. Hoy me da la gana de comerte el papel de las moscas.

Picatel dejó el vaso de blanco sobre la mesa.

—El papel es mío. No lo vendo.

—¿Y las moscas?

—Las moscas también son mías.

—¿Todas?

—Todas, sí. ¿Qué pasa?

Lo que pasó en la taberna de Picatel, nadie lo sabe a ciencia cierta. Y si alguien lo sabe, no lo quiere decir.

Cuando llegó la pareja* a la taberna de Picatel, Picatel estaba debajo del mostrador, echando sangre por un tajo que tenía en la cara.

La pareja levantó a Picatel, que estaba blanco como la primera harina.

—¿Qué ha pasado? [91]

Picatel estaba como tonto. La herida de la cara le manaba sangre, lenta y roja como un sueño siniestro. Picatel, en voz baja, repetía y repetía la monótona retahila de su venganza.

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

Los ojos de Picatel le bizqueaban un poco.

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

La pareja se acercó al Tinto, que esperaba en su rincón sin mirar para la escena.

—¿Qué comes?

—Nada, papel de moscas. A la guardia civil no se le hace lo que yo coma.

La naranja es una fruta de invierno. El sol color naranja aún ha de tardar varias horas en oír la letanía de Picatel:

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

La Segureja restañó la herida de Picatel con un pañuelo mojado en anís. Después le puso vinagre en la frente, para que espabilara*.

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

—Pero, ¿qué dices?

Picatel, con los ojos cerrados, no escuchaba la voz de la Segureja

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

En el cuartelillo, el Tinto le decía al cabo que él no había querido más que comerse el papel de las moscas. [92]

—Se lo puedo jurar a usted por mi madre, señor cabo. Yo, en comiéndome* el papel de las moscas, me hubiera marchado por donde entré.

El cabo estaba de mal humor; la pareja le había levantado de la cama.

Cuando la pareja dio dos golpes sobre la puerta de su cuarto, el cabo estaba soñando que un capitán le decía:

—Oiga usted, brigada, se trata de un servicio difícil, de un servicio que tiene que ser pres­tado por un hombre de mucha confianza.

El cabo no entendía del todo lo del papel de las moscas.

—Pero bueno, vamos a ver: usted, ¿por qué se quería comer el papel de las moscas?

El Tinto buscaba una buena razón, una razón convincente:

—Pues ya ve usted, señor cabo: ¡un capri­cho!

La gente, la misma gente que había pregun­tado a Segureja lo que había pasado entre su marido y la novia del Tinto, se agolpó ante la cerca de adobe que hay al pie del olivar del Cura, conforme se sale hacia el arroyo.

Una hora antes, Picatel había saltado como un garduño la alta barda de las espinas y las zarzas, de los vidrios y los alambres desga­rradores.

Picatel llevaba en la mano una faca de acero brillador, una faca cuya luz semejaba en la noche el temblor de una tenue rendija en la ventana que no ajusta del todo, en la ventana que siempre deja un resquicio abierto, quién [93]

sabe si a la venganza, al miedo o a la desespe­ración.

Picatel llevaba en la boca la temerosa salmo­dia* que le empujó por encima de los adobes del corral del Tinto.

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

Picatel se acercó a las ovejas, tibias y pro­metedoras, aromáticas y femeniles. Su corazón le andaba a saltos, como cuando se encerraba en la cuadra con la novia del Tinto.

Picatel paseó entre las ovejas, celoso como un gallo, rendidamente lujurioso como un sultán que vaga su veneno por entre las con­fusas filas de un ejército de esclavas des­nudas.

A Picatel se le hizo un nudo en la gar­ganta.

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

Picatel palpó los lomos a una oveja soltera, a una cordera que miraba como su mujer, de moza, o como la novia del Tinto derribada sobre el suelo de estiércol de la cuadra.

A Picatel le empezaron a zumbar las sienes. La cordera se estaba quieta y sobresaltada, como una novia enamorada y obediente.

A Picatel se le nublaron los ojos... La cordera también sintió que la mirada se le iba...

Fue cosa de un instante. Picatel echó el brazo atrás y descargó un navajazo temeroso en el vientre de la cordera. La cordera se estremeció y se fue contra el suelo del corral.

Una carcajada retumbó por los montes, como el canto de un gallo inmenso y loco. [94]

La gente, la misma gente que decía que entre Picatel y la novia del Tinto había más que palabras, seguía, firme y silenciosa ante el corral que queda al pie del olivar del Cura, conforme se sale del pueblo, camino del arroyo.

La pareja no dejaba arrimar a la gente.

Ese hombre que llega tarde a todos los acon­tecimientos, preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Nada — le respondieron—, que Picatel despanzurró a las cien ovejas del Tinto.

Sí; la naranja es una fruta de invierno.

Cuando el sol color naranja llegó rodando, más acá de los montes, por los remotos caminos del mundo, por los lejanos e ignorados cami-nos del mundo, ya Picatel marchaba, más allá de la colina de duro pedernal, de espaldas a las casas canijas, negruzcas, lisiadas, por aquellos caminos que llevaban al mundo, andando como un sonámbulo, repitiendo a la media voz del remordimiento:

—Por donde más te ha de doler... Te he de pinchar por donde más te ha de doler...

El sol color naranja alumbraba la escena, sin darle una importancia mayor.

Sí; sin duda alguna, la naranja es una fruta de invierno.

 

EL SENTIDO


Date: 2015-12-11; view: 1254


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DOS BUTACAS SE TRASLADAN DE HABITACIÓN | CON LA CAMPANA DE COLOR MARRÓN
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