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CON LA CAMPANA DE COLOR MARRÓN

Se llamaba Braulio y era made in Germany*, pero como no había tenido suerte en esta vida, se había quedado, incluso con una elegante resignación, esa es la verdad, en despertador de fonda de pueblo. Después de todo —pensaba Braulio—, los hay que están peor. Braulio se refería sin duda, a los despertadores de las monjas de clausura, de los enfermos crónicos y de los condenados a muerte.

Braulio tenía forma de sopera y, todo hay que decirlo, estaba crecido y bastante bien proporcionado. Sus tripas —eso que la gente llama, tan imprecisamente, la máquina— se conservaban bastante bien para la edad que tenía; su esfera, que en tiempos fue de brillo, aún aparentaba cierto empaque a pesar de que el 6 y el 7 estaban casi borrados, y su campana, ¡ay, su campana!, pintada de color marrón, como las sillas del juzgado, retumbaba, [96]

cada mañana, con unos alegres pujos de espe­ranza, con unos recios sones casi militares.

Braulio, cuando era joven y se lucía, lleno de presunción, en el escaparate de la tienda de la capital, allá por el año veintitantos, estuvo algo enamoriscadillo* de una relojita de pulse­ra, muy mona y arregladita, con la que llegó a estar casi comprometido*.

—Yo no sé si debo aspirar a tu mano —le decía Braulio, casi con lágrimas en los ojos—, tú eres de mejor familia que yo, eres mucho más joven, te sobran los rubíes por todas partes. Yo no sé si debo aspirar a tu mano...

Pero la relojita, que se llamaba Inés (tam­poco, de pequeña que era*, hubiera podido llevar un nombre más grande), le respondía, poniendo un gesto mimoso, un ademán coqueto:

—No seas tonto, Braulio, ¿por qué vas a ser poco para mí? Lo que yo quiero, lo único que yo quiero, es un reloj honrado, que me quiera siempre y no me abandone nunca.

A Braulio, al oír hablar de separaciones, le daba un vuelco el corazón en el pecho.

— ¡Pero, Inés, hija mía, querubín! ¿Tú no sabes que eso de la separación es algo que no depende de nosotros? ¡Qué más quisiera yo, chatita* mía, que no apartarme de tu lado por jamás de los jamases*!

Inés siempre tenía la vaga esperanza de que la separación no habría de producirse nunca.

—Bueno, ya veremos; por ahora, ¡no estamos separados!

Una vez —era un día de invierno frío y ne­blinoso, acatarrado y tosedor— un hombre estu­vo mirando, durante un largo rato, para el esca­parate.[97]

—¿A quién mira?—preguntó Inés.

Braulio, rojo de celos, tuvo que templar la voz para responder.

—A ti, hija, a ti. ¿A quién va a mirar?

El señor, después de pensarlo mucho, entró en la tienda.

—Buenos días. Mire usted, yo quisiera rega­larle algo a mi mujer; dentro de unos días va a ser su santo*.



El tendero, con un gesto muy de entendido, miró para los ojos al señor.

—Bien. ¿Le parecería a usted bien un relo-jito de pulsera?

(Sabido es, aunque nunca viene mal repe­tirlo, que los relojeros no distinguen, sino des­pués de haber estudiado mucho, el sexo de los relojes.)

—Pues, hombre, ¡si no es muy caro!

El tendero se acercó al escaparate y limpió a Inés en la bocamanga. Después la mostró, cogiéndola con dos dedos, como si fuera un lagarto.

—Vea usted, una verdadera ganga*.

El tendero y el señor regatearon un poco y, al final, metieron a Inés en una cajita de cartón, entre algodones y sujeta con una goma de estirar*.

El pobre Braulio, hecho un mar de lágrimas*, veía, sin resignación ninguna, llegar el temido instante de la separación.

— ¡Bueno, qué le vamos a hacer! ¡Es la ley de vida, fatal ley de vida! Después de todo, tampoco íbamos a estar, ahí en el escaparate, por los siglos de los siglos.

Las palabras que se decía Braulio eran men­tira, una mentira atroz. Braulio estaba descon-[98]

solado, pero se predicaba en voz alta para darse ánimos.

El señor que quería regalarle algo a su mujer, por el día de su santo, estando ya con Inés en el bolsillo y casi en la puerta de la tienda, se volvió.

—Oiga, usted, ¿y un despertador? ¿No tendría usted por ahí un despertador que fuera bueno y que no resultase muy caro?

Braulio creyó estar sonando y apretó los ojos con fuerza, para no caer desmayado al suelo. Lo que hablaron el señor y el tendero no pudo recordarlo, pero al cabo de un rato estaba envuelto y en otro de los bolsillos del señor.

—No, en ese bolsillo, no; podría aplastarme al relojito. Póngamelo usted en este otro. En el pueblo, en casa del señor que los había comprado, Braulio vivía sobre la mesa de noche del dueño, e Inés, que era más presentable, iba a misa con la señora, y de visitas por las tardes, y al cine, alguna vez que otra*, por las noches.

Braulio e Inés, aunque se veían poco, aun­que pasaban días enteros sin poder ni saludar­se, eran felices sabiéndose bajo un techo co­mún.

Pero una tarde, ¡ay, aquella tarde! Una tarde aciaga, la dueña de Inés, que se llamaba doña Raúla y era viciosa, lenguaraz y entro­metida, se puso a jugar a la brisca* y perdió hasta la respiración.

—Mire usted, amiga María Saturia —le decía doña Raúla a su acreedora—, pagarle en pesetas, no puedo, porque entre todas ustedes me han desplumado, pero si usted [99]

quiere cobrarse con mi relojíto... Anda bastan­te bien.

Doña María Saturia dijo que sí y doña Raúla se quitó su relojito y se lo dio. Después, a doña Raúla, lo único que se le ocurrió fue decir:

— ¡Por Dios, amiga María Saturia, que no se entere mi marido!

—Descuide, descuide...

Braulio, que era un despertador con un gran sentido de la responsabilidad, cuando se dio cuenta de que algo raro pasaba, empezó a pro­testar para ver si el tonto del dueño se daba cuenta. Pero el tonto del dueño*, que casi nunca se enteraba de nada, se limitó a comen­tar:

—¿Qué le pasará a ese endiablado desperta­dor, que está todo el día sonando sin venir a cuento*? Como siga así, no va a haber más remedio que llevarlo al relojero.

Braulio, en vista de que el dueño no le entendía, volvió otra vez a sonar a sus horas. ¡Qué remedio!*

Después, con eso de la tristeza, se le fue poniendo la campana, poco a poco, de color marrón.

 


Date: 2015-12-11; view: 748


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