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PRISIONEROS DEL SOL

INGRATITUD

Nadie mostró el menor interés. Algunos preguntaban qué tal lo habíamos pasado, pero por pura cortesía, pues en cuanto les respondía parecían estar pensando en otra cosa o miraban algo situado más allá de mí.

Al principio resultaba algo frustrante -porque quería contarles lo jodido que era Ko Pha-Ngan-, pero no fue nada comparado con el escaso entusiasmo con que recibieron mis regalitos. Françoise probó la crema dentífrica y la escupió de inmediato. «Cómo pica; casi se me había olvidado», dijo, y Keaty me regañó por comprar pilas tailandesas, que duran tan poco. Sólo Antihigiénix se mostró muy agradecido. En cuanto le di las pastillas de jabón se fue a duchar, y regresó cantando las alabanzas de la abundante espuma que producían.

El sentimiento de frustración, sin embargo, sólo duró lo que el recuerdo de Ko Pha-Ngan, que no fue mucho. Tal como me ocurriera la primera vez que llegué a la playa, mi memoria se replegó sobre sí misma, y al cabo de una semana ya no había nada más que la laguna con su cobijo circular de acantilados. Es decir, nada excepto el mundo, y éste había regresado a su previa condición de entidad inconcreta y sin nombre.

Mis quebraderos de cabeza respecto a Zeph y Sammy fueron lo último en desaparecer. Llegué a pasar cinco noches sin dormir dándole vueltas a los planes que pudieran urdir y a lo que quizás estuviesen tramando aquellos otros misteriosos alemanes. Pero el paso de los días y el que no dieran señales de vida, disipó la inquietud. La mañana siguiente a mi quinta noche sin dormir, le pregunté a Jed si seguía preocupado por lo que pudiesen hacer Zeph y Sammy.

-He pensado un poco en ello -repuso, haciendo un gesto vago con las manos-, pero me parece que está todo bien.

-¿De verdad? -dije, y al instante experimenté un profundo alivio.

-Sí. Creo que iban de peregrinos, gente de esa que no da un paso sin llenarse los bolsillos de guías. Y de no ser así, pues ya veremos qué hacer. -Se acarició la barba, y añadió-: Un día voy a preguntarle a uno de esos que escriben guías de viaje alternativas qué alternativa hay a Khao San Road.

Sonreí.

-Antes de darle una buena tunda, ¿no?

No me devolvió la sonrisa.

TIBURÓN UNO

Pocas semanas después de que fuésemos a buscar el arroz me despertó el ruido de la lluvia en el tejado del barracón. Había llovido tres o cuatro veces desde que llegamos a la playa, pero fueron simples aguaceros. Ahora se trataba de una tormenta tropical, más fuerte incluso que la de Ko Samui.

Salimos unos cuantos a la puerta del barracón y nos pusimos a mirar el claro. El dosel de ramas canalizaba el agua en chorros espesos que brillaban como la luz de un láser y abrían agujeros fangosos en el suelo. Keaty estaba bajo uno de esos chorros y el paraguas cubría la parte superior de su cuerpo, lo reconocí por sus piernas oscuras y su risa ahogada. Bugs también estaba fuera, con la cabeza ladeada, recibiendo la lluvia en plena cara, y los brazos ligeramente separados del cuerpo, como si quisiera recoger el agua en las palmas de las manos.



-Se cree que es Jesucristo -masculló de pronto una voz a mis espaldas.

Me volví y vi a Jesse, un neozelandés bajito que trabajaba con Keaty en la huerta. Nunca había hablado con él, aunque estaba seguro de que era quien me había respondido la primera vez que entré en el juego de las buenas noches.

Miré de nuevo a Bugs y sonreí. Sí que había algo de Jesucristo en su pose. En su pose o en la beatífica expresión de su rostro.

-Ya me entiendes, ¿no? -añadió Jesse.

Sonreí.

-Quizás el trabajo de carpintero se le ha subido a la cabeza -terció Cassie, que también estaba junto a nosotros, y todos reímos entre dientes.

Estaba a punto de hablar cuando Jesse me dio un codazo. Sal acababa de aparecer por el otro extremo del barracón y avanzaba hacia nosotros acompañada de Gregorio, que parecía molesto.

-¿A qué se debe el retraso? -preguntó Sal al acercarse.

-¿A qué retraso te refieres? -dije al ver que nadie abría la boca.

-Hay que ir a pescar, atender la huerta...

-No hay mucho que hacer en la huerta cuando llueve, Sal -objetó Jesse, encogiéndose de hombros.

-Imagino que habrá que proteger las plantas, Jesse.

-La lluvia es buena para las plantas.

-No una como ésta.

Jesse se encogió otra vez de hombros.

-¿Y tú, Richard? ¿Qué vamos a comer con tu arroz si no sales a pescar?

-Estaba esperando a Greg.

-Aquí tienes a Greg.

-Aquí estoy -dijo Gregorio.

También aparecieron Françoise y Étienne.

-Aquí estamos todos.

Bajamos corriendo a la playa, resbalando en el barro. No sé por qué nos pusimos a correr, pues a los pocos segundos estábamos empapados y, además, nos íbamos a pasar tres horas metidos en el agua. Supongo que todos queríamos terminar la faena cuanto antes.

Mientras corríamos, pensé en el breve diálogo mantenido en la puerta del barracón. Nunca había comentado la irritación que Bugs me producía, ni siquiera con Keaty. No me parecía muy buena idea, teniendo en cuenta la reputación de que gozaba en el campamento y lo poco que podía yo argumentar en su contra; pero al recordar el modo en que Jesse y Cassie habían hablado, me pregunté si había otros que coincidieran conmigo. Aunque no habían dicho nada ofensivo, estaba claro que se reían de él, y yo no había pensado que alguien pudiera guasearse de Bugs hasta ese momento.

Lo que más me sorprendió fue el modo en que se callaron cuando vieron acercarse a Sal. De no haber sido por eso, la broma habría resultado mucho menos reveladora. Tal como habían ido las cosas, me sentí testigo de un episodio de sedición -si bien leve-en el que posiblemente estuviera incluido. Decidí que debía saber más cosas de Jesse y Cassie, aunque sólo fuera para conocerlos mejor. Si le preguntaba por ellos a Gregorio, sólo obtendría una respuesta tan diplomática como inútil. Tenía que dirigirme a Keaty o a Jed.

El mar estaba cubierto de una espesa capa de vapor de agua. Buscamos refugio bajo unas palmeras, y nos limitamos a mover la cabeza apoyados en los arpones.

-¡Vaya estupidez! -exclamó Françoise-. ¿Cómo vamos a pescar si no podemos ver los peces?

-Apenas podemos ver el agua -corroboró Étienne con un gruñido.

-Quizá si usásemos la máscara... -aventuró Gregorio, ganándose un gruñido por mi parte.

-¿Es eso lo que hacéis normalmente cuando llueve?

-Desde luego.

-Pero eso significa que sólo podrá pescar uno de nosotros. Va a llevarnos toda la vida.

-Va a llevarnos un buen rato, Richard.

-¿Y qué pasa con Moshe, las yugoslavas y los suecos? Ellos no tienen máscara.

-Intentarán pescar lo que puedan, que no será mucho... Cuando llueve de este modo se pasa mucha hambre en la playa.

-¿Y si se tira cinco días lloviendo? -soltó Françoise-, Porque puede llover cinco días seguidos, ¿no?

Gregorio se encogió de hombros y miró al cielo. Parecía que podía seguir lloviendo durante veinticuatro horas por lo menos.

-A veces se pasa mucha hambre en la playa -repitió, hundiendo aún más su arpón en la arena húmeda.

Nos quedamos en silencio, como si cada uno de nosotros esperara que fuese otro quien tomara la iniciativa respecto a la máscara. Si por mí hubiese sido, me habría pasado todo el día bajo la palmera, desentendiéndome del enorme trabajo que nos esperaba, pues poner manos a la obra significaba comprometerse a acabarla.

Pasaron cinco minutos, y al cabo de otros cinco, Étienne se echó su arpón al hombro.

—No -dije con un suspiro—. Iré yo primero.

-¿Estás seguro, Richard? Podemos echar una moneda.

-¿Tienes una moneda?

-Podemos echar la máscara -terció Étienne, sonriendo-. Si cae de frente, voy yo.

-A mí no me importa ir el primero.

-De acuerdo -dijo, dándome una palmada en el brazo-. Yo iré después.

Gregorio me pasó ia máscara, y eché a andar hacia el mar.

-Vete al fondo y mira bajo las rocas -gritó Gregorio-, Es ahí donde se esconden los peces.

Resultó más complicado de lo que había imaginado. No podía ponerme la máscara porque la bruma era demasiado densa para respirar por la boca, así que no dejaba de parpadear a fin de quitarme el agua de los ojos. Sin otra vista que unos pocos centímetros de mar borroso y respirando con dificultad, me sentí envuelto en un mundo apaciblemente peligroso.

Me detuve en la primera roca que encontré. Era una de las más pequeñas, a unos sesenta metros de la costa, y apenas la utilizábamos, porque no había sitio más que para una persona sentada; pero ahora eso poco importaba, puesto que yo era el único que andaba por allí. Al encaramarme, la mitad superior de mi cuerpo rompió la capa de bruma. Étienne estaba en la arena, protegiéndose de la lluvia con las manos. Agité mi arpón y me hizo una señal de reconocimiento. Después se fue hacia la línea de árboles.

Lo primero que tenía que hacer era encontrar una piedra que me sirviese de lastre para poder permanecer en el fondo con los pulmones llenos de aire. Me puse la máscara y me zambullí. La luz, tamizada por el cielo encapotado y la bruma, era de un grisáceo oscuro, aunque la visibilidad era buena. Sin embargo, no descubrí pez alguno, ni siquiera los diminutos que solían nadar en grandes cardúmenes alrededor de los corales.

Me tomé con mucha calma la búsqueda de la piedra, y nadé muy despacio. Si había algún pez, no era mi intención sobresaltarlo. Entonces vi una que parecía del tamaño y peso adecuados. Como no me quedaba aire en los pulmones, dejé el arpón junto a la piedra, para encontrarla sin problemas cuando volviera a sumergirme, y subí a la superficie.

De nuevo en el fondo, me encontré con unos pocos canos que llegaban a inspeccionar al intruso que merodeaba cerca de su refugio. Me senté con la piedra en el regazo y esperé a que su curiosidad los pusiera a mi alcance.

Vi al tiburón en mi tercera zambullida. Había matado ya a un cano, así que debió de ser la sangre lo que lo atrajo. No era un tiburón grande: un palmo más largo que mi pierna y más o menos

del mismo grosor, pero me llevé un susto terrible, y no supe qué hacer. A pesar de ser pequeño, era como para poner nervioso a cualquiera, pero yo no quería volver a la playa con un solo pez. Tendría que explicar por qué lo había dejado tan pronto, y eso sería embarazoso si el tiburón se dejaba ver después, ya que probablemente no se tratara más que de una cría.

Decidí regresar a la superficie y quedarme en la roca, esperando a que se marchara. Así lo hice, y pasé los minutos siguientes temblando bajo la bruma y la lluvia, acurrucado para que los demás no advirtieran que no estaba pescando. De vez en cuando escudriñaba el fondo a ver si seguía por allí. Y allí seguía, trazando lentos círculos alrededor de la roca en que yo estaba sentado, observándome -me fijé muy bien en eso- con sus ojos negros como la tinta.

El fragor de un trueno coincidió con una brillante idea. Ensarté el cano, que aún estaba en los estertores de la agonía, en la punta del arpón. Luego me puse boca abajo, con la cabeza dentro del agua y los brazos extendidos, y mantuve recto y firme el arpón. El tiburón respondió de inmediato, rompiendo su plácida trayectoria con un golpe seco de la cola, y enfiló hacia mí en un ángulo que le hubiera llevado más allá de las rocas, pero que co-rrigió de repente para abalanzarse sobre el cano.

Fue una arremetida tan rápida y amenazadora que mi sentido común se convirtió en acto reflejo y aparté instintivamente el arpón. El tiburón pasó de largo y desapareció tras un banco de coral. Diez segundos después, y tras comprobar que no reaparecía, saqué la cabeza para tomar aire.

Me maldije a mí mismo, respiré unas cuantas bocanadas y la hundí de nuevo. El tiburón regresó nadando con mayor cautela, manteniéndose cerca pero sin mostrar mucho interés. Como el cano ya estaba muerto, sacudí el arpón para incitar al escualo, que con renovado entusiasmo adoptó su ángulo de ataque, aunque esta vez tuve tiempo de tensar los brazos. Cuando él se abalanzó, lo alcancé. La punta del arpón resbaló sobre los dientes o encías antes de hundirse entre sus fauces.

Tuve entonces la estúpida idea de que bastaría con un fuerte tirón para arrastrarlo hasta las rocas, pero lo único que pasó fue que el arpón se quebró, dejándome alelado durante unos segundos antes de reaccionar y zambullirme.

El gris del agua se veía ahora entreverado de brochazos sangrientos. Casi al alcance de la mano, el tiburón se debatía tascando el astillado arpón mientras se hundía vertiginosamente hasta dar con el morro en el fondo del mar.

Al observarlo caí en la cuenta de que jamás había matado algo tan grande o que luchara con tanto ahínco por su vida. Como si me leyera el pensamiento, el tiburón se agitó con más violencia aún, hasta ocultarse en una nube de arena y flecos de algas de la que asomaban la cabeza o la cola para luego ocultarse de nuevo, como ocurre en esas peleas de cómic. La visión me infundió una alegría burlona que me hizo sonreír y tragar agua, así que regresé a la superficie para escupir y tomar aire. Después, y sin intención de acercarme al tiburón mientras durara su frenesí, me dejé flotar a la espera de que muriese.

HOLA, TÍO

No llevo un diario de viaje. Sólo una vez cometí el grandísimo error de hacerlo, y todo lo que recuerdo de aquel viaje es lo que me molesté en poner por escrito. Lo demás se esfumó de mi memoria, como si la mente se vengara por haber depositado mi confianza en el papel y la pluma. Por las mismas razones, nunca viajo con cámara fotográfica, porque entonces las vacaciones se convierten en fotos y uno se olvida de todo lo que no aparece en éstas. Aparte de eso, las fotos no me resultan muy evocadoras. Cuando hojeo los álbumes de los viejos compañeros de viaje, siempre me llama la atención lo poco que aquellas imágenes me recuerdan las experiencias que hemos vivido juntos.

Otra cosa sería que hubiera cámaras capaces de registrar los olores. Los olores son mucho más vividos que las imágenes. Cuantas veces, paseando por Londres en un día caluroso, el olor de los contenedores de basura o el asfalto caliente me ha transportado a una calle de Delhi. Del mismo modo, cuando paso por delante de una pescadería pienso inmediatamente en Antihigiénix, y en Keaty cuando huele a hierba recién cortada (me refiero a césped). Dudo que les gustara ser recordados por esa clase de cosas, sobre todo a Antihigiénix, pero así es como funciona mi memoria.

Una vez aclarado esto, ya me habría gustado que alguien me -hubiera sacado una foto surgiendo de entre la bruma con un tiburón al hombro. Menudo documento gráfico.

Aquella tarde fui el hombre del campamento. Asamos el tiburón y lo cortamos a tiras para que nadie se quedara sin probarlo, y Keaty me obligó a ponerme en pie y repetir la historia para que todos la oyeran. La primera acometida del tiburón provocó gritos ahogados, como los que suelta la gente ante un castillo de fuegos artificiales, que se convirtieron en alaridos cuando llegué al momento en que tensaba los brazos para asestar el golpe mortal. La gente no dejó de felicitarme durante el resto del día y por la noche. Jed fue el más efusivo. Se acercó a donde Françoise, Étienne, Keaty y yo estábamos fumando, y dijo:

-Buen trabajo, Richard. ¡Vaya proeza! De ahora en adelante te llamaremos Tarzán.

Keaty se desternillaba de risa, más que nada porque estaba colocado, y Jed se sentó con nosotros y todos nos pusimos de marihuana hasta el culo.

Aquello estuvo doblemente bien, porque Keaty y Jed hicieron buenas migas. Después de nuestro viaje en busca de arroz, le había comentado a Keaty lo enrollado que era Jed, de manera que algo de responsabilidad tenía en ello.

Resultó, por otro lado, que tenían algo en común, una de esas extrañas coincidencias que casi siempre pasan inadvertidas. Ambos se habían alojado hacía seis años durante la misma noche en la misma casa de huéspedes de Yogyakarta. Lo recordaron porque ésa fue la noche en que la casa de huéspedes ardió misteriosamente (o no tan misteriosamente, como luego supimos). Keaty se había metido una dosis de LSD, y los mosquitos de su habitación lo estaban volviendo loco. Como sabía que los mosquitos huyen del humo, no se le ocurrió mejor idea que encender una pequeña fogata. Su siguiente recuerdo era el de la casa de huéspedes envuelta en llamas. Jed nos contó que se había puesto a salvo saltando por una ventana del tercer piso, aunque dejándose todo el dinero, que ardió con la casa. Keaty pidió disculpas, con lo que a todos nos dio un ataque de risa.

La única nota amarga de la tarde la dio Bugs, pero hasta eso salió bien. Vino hacia nosotros cuando estábamos en medio de un nuevo ataque de risa floja, provocado esta vez por el recuerdo del momento en que Étienne había caído en la cuenta de que nos encontrábamos en una plantación de marihuana.

-Hola, tío -dijo Bugs, echando la cabeza hacia atrás para apartarse el pelo de los ojos.

No pude contestarle de inmediato porque estaba sin aliento, y cuando pude dije «¿Qué?», lo que no fue una buena respuesta. El caso es que mi intención era que sonase sincero y amistoso, pero me salió en un tono desafiante.

Si Bugs se lo tomó a mal, no lo demostró, entre otras cosas porque nunca demostraba nada.

-Sólo venía a felicitarte. Por lo del tiburón.

-Ah, ya. Gracias... Me siento... muy satisfecho. -Estaba tan colocado que me resultaba imposible encontrar las palabras adecuadas-, Nunca había pescado uno.

-A todos nos alegra lo que has hecho... El caso es que yo ya había matado uno.

-¿De veras? Qué curioso -repuse, intentando concentrarme en lo que decía-. Pues nada... Ya nos lo contarás.

-Eso, eso -intervino Keaty, tosiendo de un modo que parecía estar tragándose las carcajadas.

-En Australia -dijo Bugs, tras hacer una pausa.

-¿‘Australia? Caramba.

-Hará unos cinco años.

-¿Cinco años? ¿Tanto?... ¡Joder!

-Un tiburón tigre... Cuatro metros de largo.

Keaty fue presa de un súbito ataque de risa histérica; se la contagió a Jed, y éste a los demás.

Bugs sonrió sin ganas.

-Ya os lo contaré otro día.

-Me muero de ganas por oírlo -acerté a balbucear antes de que se fuera.

-Desde luego -terció Keaty, ahogando otro ataque de risa ante el que me fue imposible contener una carcajada.

-Dios mío, Richard -dijo Françoise un par de minutos después, sin que dejaran de correrle las lágrimas de tanto reír-, ¿Cómo se te ha ocurrido hacer ese comentario? Era todo...

-Un disparate. Lo sé. No pude evitarlo.

-No te gusta nada Bugs, ¿eh? -dijo Étienne, dándome un codazo.

-No es eso. Es que estoy colocado. Tengo la cabeza ida.

-Y una mierda, Rich -intervino Keaty con una risa sardónica.

Jed asintió con la cabeza.

-Admítelo. Fie visto el modo en que lo mirabas.

Callaron todos sin apartar los ojos de mí, esperando una respuesta.

-Está bien. Me habéis pillado -admití, encogiéndome de hombros-. Me parece un gilipollas.

Esta vez las carcajadas fueron tan grandes y prolongadas que la gente nos miró para ver qué pasaba.

Iexcl;TAXI!

-Buenas noches, chaval -dijo una voz. La de Bugs, alta y clara.

-Buenas noches, Rich -fue la inmediata respuesta, no tan fácil de identificar, aunque supuse que era la de Moshe.

Sonreí en la oscuridad. Estaba claro que Bugs se había molestado con mis risas, y que ése era su modo de recuperar... ¿qué? La autoridad o el respeto. Aquel «buenas noches, chaval» manifestaba su intención de mojarle la oreja a quien le tomara el pelo. Porque esas cosas molestan.

Al cabo de unos cuantos segundos rompí al fin el silencio diciendo, con una sonrisa aún más amplia:

—Buenas noches, Jesse.

Jesse pasó la despedida a Ella, y Ella a un carpintero australiano, y éste a una de las chicas yugoslavas, y entonces me desconecté del juego.

Despierto y escuchando el martilleo de los rayos láser sobre el tejado del barracón, comprendí que existía una pregunta que requería respuesta: ¿por qué Bugs me atacaba tanto los nervios? Porque mira que me los atacaba, aun cuando no hubiera reparado en ello hasta que Jed me obligó a admitirlo.

Quiero decir que no es que me hubiera hecho algo malo o que se hubiera dirigido a mí con modales bruscos. De hecho, casi no había hablado con él. Me refiero a mantener una conversación. Nos habíamos cruzado unas cuantas palabras relacionadas con el trabajo, para transmitirnos algún recado de Gregorio o Antihigiénix. Cosas así.

A fin de encontrar la respuesta elaboré una lista de las cosas que me molestaban de él, como su estúpido estoicismo cuando se hirió en la pierna, lo gilipollas que había estado con ocasión del episodio de la sopa o ese nombre ridículo que tenía. Eso sin olvidar lo mucho que me irritaba su carácter competitivo. Si habías visto el sol levantarse sobre Borobudor, él te decía que deberías haberlo visto al ocultarse, y si sabías de un buen sitio donde comer en Singapur, él conocía otro mejor. Y si atrapabas un tiburón con las manos...

Decidí que no le daría ocasión de contarme su experiencia con el tiburón tigre.

Pero, en cualquier caso, aquéllas no eran razones de peso. Tenía que haber algo más.

—Será un presentimiento -mascullé al volverme para dormir, aunque la respuesta no me dejara del todo satisfecho.

Me habría venido bien una visita de Mister Duck aquella noche, pues le habría dicho que me contara más cosas acerca del carácter de Bugs. Pero, desafortunadamente, Mister Duck no se presentó. Era un poco como con los taxis. Como con los taxis y los autobuses nocturnos.

UN VELO ROJO

Siguió diluviando toda aquella semana y la mitad de la siguiente, hasta que dejó de hacerlo a primeras horas de un jueves por la mañana, lo que supuso un alivio para todos, sobre todo para el equipo de pescadores. Aguantar la respiración durante un minuto sentado en el fondo del mar, viendo de vez en cuando un pez que casi siempre escapaba, era una verdadera lata. Cuando nos levantamos y vimos que el cielo volvía a ser azul, nos faltó tiempo para lanzarnos de nuevo al agua, a lo que siguió un frenesí pesquero en el que conseguimos nuestra cuota en menos de hora y media. Hecho eso, el tiempo fue lo único que nos quedó por matar.

Gregorio y Étienne se fueron a nadar a los jardines de coral, y Françoise y yo regresamos a la playa para tomar el sol, tendidos en silencio un buen rato. Yo me dedicaba a observar cuánto sudor cabía en mi ombligo antes de rebosar, mientras Françoise, tumbada de bruces, peinaba la arena con los dedos. Unos metros más allá, a la sombra de los árboles, nuestras presas chapoteaban en los cubos, lo que producía un sonido curiosamente relajante, a pesar de lo siniestro de su origen. Era la guinda del ambiente creado por el sol y la brisa marina, y lo eché de menos cuando los peces por fin murieron.

Poco después de! último chapoteo, Françoise abandonó su descanso con un airoso giro del cuerpo, que terminó con las manos en las caderas y sus piernas elegantemente recostadas a un lado, para bajarse entonces la parte superior del traje de baño hasta la cintura y extender los brazos hacia el azul del cielo. Estuvo así unos segundos antes de relajarse y descansar las manos en el regazo.

Dejé escapar un suspiro, y ella me miró.

-¿Qué te pasa? -preguntó.

-Nada -respondí, parpadeando.

-Has suspirado.

-Bueno... Es que estaba pensando... -Intenté dar con un tema oportuno: el regreso del buen tiempo, la serenidad de la laguna, la blancura de la arena-. En lo fácil que sería quedarse aquí.

-Desde luego -comentó Françoise, asintiendo con la cabeza-. Quedarse aquí para siempre... Bien fácil.

Yo también me incorporé, dejando que mi depósito de sudor se derramara por la cinturilla de los pantalones.

-¿Piensas en tu casa de vez en cuando, Françoise?

-¿Te refieres a París?

-A París, a la familia, a los amigos... A todo eso.

-Eh... No, Richard. No lo hago.

-Ya. Yo tampoco. Pero... ¿no te parece un poco raro? Quiero decir que apenas recuerdo nada de todo lo que dejé en Inglaterra, y no lo echo de menos. No he telefoneado ni escrito a mis padres desde que llegué a Tailandia. Sé lo preocupados que deben de estar, y aun así no tengo urgencia alguna al respecto. Ni siquiera se me pasó por la cabeza cuando estuvimos en Ko Pha-Ngan... ¿No te parece extraño?

-Los padres... -Françoise frunció el entrecejo como si le costara recordar la palabra-. Sí es extraño, pero...

-¿Cuándo hablaste con ellos por última vez?

-No lo sé... En el sitio aquel... Donde te conocimos.

-Khao San Road.

-Les telefoneé desde allí.

-De eso hace tres meses.

-Sí... tres meses.

Los dos nos tumbamos de nuevo en la arena ardiente. Creo que la mención de los padres nos perturbó un poco a ambos, y que ninguno de los dos quería insistir en el asunto.

Sin embargo, me pareció interesante que no fuera yo el único en experimentar el efecto amnésico de la playa. Me pregunté cuál sería el origen de éste, si tendría que ver con la playa o con la gente. Y entonces caí en la cuenta de que no sabía nada del pasado de mis compañeros, excepto de dónde venían. Me había pasado las horas muertas hablando con Keaty y lo único que sabía de su pasado era que iba a la iglesia los domingos. Pero ignoraba si tenía hermanos o hermanas, qué hacían sus padres y en qué barrio de Londres se había criado. Debíamos de tener miles de experiencias comunes, pero no nos habíamos molestado en descubrirlo.

El único tema de conversación que se imponía más allá del círculo de los acantilados eran los viajes. De eso sí que hablábamos mucho. Todavía puedo recitar la lista de países que visitaron mis amigos, lo que no es demasiado sorprendente si se considera que (aparte de nuestra edad) lo único que teníamos en común era que nos interesaba viajar. Y, de hecho, hablábamos de los viajes para no hablar de nuestros hogares.

Uno puede saber mucho de alguien a partir de los países que ha visitado y de sus lugares favoritos.

Antihigiénix, por ejemplo, guardaba sus mejores afectos para Kenia, lo que de algún modo encajaba muy bien en su temperamento taciturno. Resultaba muy fácil imaginárselo de safari y absorto en el paisaje que lo rodeaba. Keaty, más vivaz y propenso a arrebatos de entusiasmo, tenía mucho más que ver con Tailandia. Étienne, apacible y bonachón, se moría por Bután, y Sal hablaba con frecuencia de Ladaj, la provincia septentrional de India, a veces sosegada y a veces violenta. Yo sabía que mi afición por Filipinas también era elocuente: una democracia sobre el papel, con apariencia de orden y sujeta a irregulares espasmos de caos irracional. Vamos, un lugar en el que me sentía como en casa.

Entre los demás, Greg prefería el distinguido sur de India; Françoise, la hermosa Indonesia; Moshe se inclinaba por Borneo -lo que para mí tenía algo que ver con el carácter selvático del vello que le cubría el cuerpo-, y las dos yugoslavas optaban por su propio país de un modo adecuadamente nacionalista y anticonformista. En cuanto a Daffy, no es necesario decirlo, habría escogido Vietnam.

No se me escapa, desde luego, que hay cierto elemento de psicología barata en todo lo que se diga de los lugares que la gente elige para viajar y por qué. Uno puede escoger qué aspectos aceptar de un carácter nacional y de cuáles hacer caso omiso. En el caso de Keaty, escogí la vivacidad y el entusiasmo porque el cálculo y el lucro nada tenían que ver con él, del mismo modo que en el caso de Françoise decidí ignorar la dictadura y los asesinatos en masa de Timor Oriental. Como quiera que fuese, yo confiaba en el principio de mi razonamiento.

-Me voy a llevar los peces -anuncié al tiempo que me ponía en pie.

-¿Ya? -preguntó Françoise, apoyándose en los codos.

-Antihigiénix debe de estar esperándolos.

-Seguro que no.

-Bueno... pero me apetece dar un paseo. ¿Te vienes?

-¿Por dónde vas a ir?

-Pues... no lo sé. Estaba pensando llegarme hasta la cascada o dar una vuelta por la selva... Quizás encuentre la charca esa.

-No. Me parece que voy a quedarme aquí. O tal vez me vaya nadando hasta los corales.

-Bueno.

Eché a andar hacia los cubos, y al inclinarme para cogerlos me vi reflejado en el agua ensangrentada. Me detuve para estudiar mi rostro, apenas una silueta con dos ojos brillantes, y escuché los pasos de Françoise al cruzar la playa en dirección a mí. Su rostro moreno apareció sobre mi hombro y sentí su mano en la espalda.

-¿No quieres venir a los corales?

-No. -Mis dedos se cerraron alrededor de las asas de los cubos, aunque no llegué a alzarlos, pues eso me habría hecho perder el contacto con su mano-. Prefiero dar un paseo... ¿Estás segura de que no te apetece?

-Sí. -Su reflejo se encogió de hombros-. Hace demasiado calor para caminar.

No contesté, y un par de segundos después oí sus pasos cruzar de nuevo la playa. Me quedé mirándola hasta que el agua le cubrió el pecho, y luego eché a andar hacia el campamento.

NATURISMO

Mirando hacia el interior, la parte de la espesura que se extendía a la izquierda era muy familiar, porque de allí extraían la madera los carpinteros. El lugar estaba surcado de senderos; algunos conducían a la huerta de Jean y a la cascada, y otros a la playa. A la derecha, sin embargo, la selva era virgen, y ésa fue la dirección que elegí para explorar.

El único camino que se internaba en ella acababa a los cincuenta metros. En un principio se había abierto para acceder a una charca que, según Sal, podía convertirse en una buena alternativa a la cabaña de la ducha. El proyecto se abandonó cuando Cassie descubrió que los monos bebían en aquella charca, y ahora el camino sólo era frecuentado por aquellos que, como yo, no terminaban de acostumbrarse a la jarra de plástico utilizada en los servicios; a juzgar por los rastros con que me cruzaba debían de ser las tres cuartas partes del campamento. Se trataba de un sendero tan transitado que en él no crecían los hierbajos. Lo llamábamos Paso de Jaibar.

Tardé media hora en dar con la charca, que resultó ser algo decepcionante. Al avanzar a través de la maleza, me imaginaba un fresco claro donde podría bañarme mirando a los monos balancearse en los árboles. En vez de eso, me encontré con un lodazal y una nube de moscas. Moscas que mordían, debo añadir. El minuto que me quedé allí me lo pasé matando moscas y soltando tacos. Después me interné en la selva con la risa de un primate resonando en mis oídos.

Sin embargo, y a pesar de las ortigas que de vez en cuando me herían las piernas, el paseo no fue desagradable. Unas semanas de andar descalzo me habían endurecido las plantas de los pies, y se habían vuelto casi insensibles. Unos días antes me había sacado del talón una espina de medio centímetro de largo. Es probable que parte de ella hubiese quedado dentro, oculta bajo una costra de mugre, pero eso no me impidió caminar ni me causó dolor alguno.

Lo más duro del paseo fue la lentitud con que avanzaba, sorteando constantemente matorrales y macizos de bambú, y sin estar muy seguro de en qué dirección me movía, aunque no me preocupaba, pues sabía que tarde o temprano daría con la playa o con los acantilados. Debido a este exceso de confianza no hice esfuerzo alguno por recordar la ruta, y cuando una hora después di con el campo de papayas, no tenía la menor idea de por dónde había llegado hasta allí.

Lo he llamado campo de papayas a falta de otra palabra mejor, Las papayas eran de todos los tamaños y estaban distribuidas de modo desordenado, así que no se trataba de una plantación. Quizás aquel terreno fuese particularmente bueno para ellas o quizá se tratara del único donde la selva las dejaba crecer. Comoquiera que fuese, ofrecían una vista maravillosa. En su mayor parte estaban maduras, eran de color anaranjado brillante, grandes como calabazas, y el aire estaba impregnado de su fragancia.

Arranqué una de su tallo y la abrí contra el tronco de un árbol. Su carne fluorescente sabía a melón y su perfume... Si bien no tan delicioso como podría parecer, era muy bueno de todos modos. Saqué el porro que me había liado antes de salir del campamento, busqué un lugar donde sentarme, y me acomodé para ver acumularse el humo bajo las hojas de papaya.

Los monos aparecieron al cabo de un rato. Ignoro a qué especie pertenecían. Eran pequeños y marrones, con la cola larga y una extraña cara de gato. Al principio mantuvieron las distancias, sin mirarme ni acusar mi presencia, hasta que una madre mona con una cría aferrada al vientre avanzó unos pasos y me quitó de la mano un pedazo de papaya. Yo ni siquiera se lo estaba ofreciendo; de hecho, me lo reservaba para cuando terminara el canuto, pero quedó claro que ella tenía una opinión distinta de la mía respecto al destino final de la fruta. Se la sirvió como si tal cosa, y yo me quedé sin saber qué hacer, salvo mirarla azorado.

No pasó mucho tiempo sin que otro mono siguiera su ejemplo. Y después otro, y otro. Al cabo de dos minutos me quitaban las papayas de la mano sin darme tiempo casi a arrancarlas del árbol. Un zumo pegajoso me cubría de la cabeza a los pies, me lagrimeaban los ojos porque no me había dado tiempo a quitarme el canuto de la boca, y por todos lados me manoseaban unos deditos negruzcos. Cada cual recibió su ración, y yo me quedé sentado con las piernas cruzadas en medio de un mar de monos que se daban un festín. Me sentí como si fuera David Attenborough.

Logré salir de la espesura gracias al nítido sonido de la caída del agua. Lo oí a los quince minutos de abandonar el campo de papayas, y ya sólo fue cuestión de encontrar su origen.

Salí junto al árbol grabado, y me zambullí de inmediato, ansioso por quitarme el sudor y el zumo de papaya. Y fue entonces cuando descubrí que no estaba solo. Sal y Bugs se besaban desnudos en la penumbra.

«¡Mierda!», pensé, y me disponía a retirarme discretamente cuando Sal advirtió mi presencia.

-¿Richard?

-Hola, Sal. Lo siento. No os había visto.

Bugs me miró con una sonrisa necia. Me dio la impresión de que mi excusa le parecía lasciva, casi tan falta de tacto como su relajada pero franca sexualidad. La polla. Lo miré a los ojos y su sonrisa se torció en una mueca burlona, la misma con la que debió de haber comenzado.

-No seas tonto, Richard -dijo Sal, desprendiéndose de los brazos de Bugs-. ¿De dónde vienes?

-Estaba dando un paseo y me encontré con unos árboles de papaya. Después me vine por aquí.

-¿Papayas? ¿Cuántas?

-A montones.

-Deberías decírselo a Jean, Richard. A él le interesa esa clase de cosas.

-El problema -dije encogiéndome de hombros- es que dudo que sepa dar con el sitio. Resulta difícil orientarse en esa zona.

-Sólo es cuestión de práctica -señaló Bugs, componiendo su mueca burlona.

-De práctica y de brújula.

La mueca se hizo más exagerada.

-Paso tanto tiempo entre los árboles que supongo que he desarrollado... un instinto casi animal, tío. -Se echó el pelo hacia atrás con ambas manos- Mañana lo buscaré.

-Pues buena suerte. —Me volví y agregué entre dientes—: Espero que no te pierdas.

Me zambullí y nadé hasta la orilla. Sin embargo, no había conseguido escapar. Sal me llamó antes de que me alejara.

-¡Richard! Aguarda.

Volví la mirada hacia ella mientras salía de la laguna.

-¿Regresas al campamento?

-Eso pensaba hacer.

-Bien... Espera. -Se lanzó al agua y nadó como si fuera una tortuga empeñada en mantener la cabeza por encima de la superficie. Una vez que estuvo a mi lado, preguntó-: ¿Me acompañas a la huerta? Tengo algo que hacer allí y Bugs ha de ir al barracón. Me harás compañía y podremos charlar un poco.

-Bueno -respondí, asintiendo con la cabeza-. De acuerdo.

-Bien.

Sonrió y se fue a recoger su ropa.

BUENAS NOTICIAS

Sal caminaba a paso lento, deteniéndose para mirar una flor o arrancar un hierbajo del sendero, o sin razón aparente, dibujando círculos con el pie en el polvo del camino.

-Richard -comenzó-. Quiero decirte lo contentos que estamos todos de que encontrases nuestra playa secreta.

-Gracias, Sal -repuse, perfectamente consciente de que aquella conversación iba a tener muy poco de espontánea.

-¿Puedo ir al grano, Richard? Cuando aparecisteis los tres nos preocupamos un poco. Quizá comprendas por qué...

-Desde luego.

-Pero encajasteis muy bien. Os adaptasteis al espíritu que reina aquí, mejor de lo que esperábamos. No debes pensar que no te estarnos agradecidos por tu ayuda en lo del arroz, Richard, y por habernos proporcionado ese magnífico tiburón.

-Bueno -dije, intentando sonar modesto-, eso sólo fue cuestión de suerte.

-Tonterías, Richard. El tiburón fue un motivo para que todos nos sintiéramos bien, especialmente en un momento en que la moral estaba baja, como ocurre cuando hay tormenta. Todavía me siento un poco culpable por el modo en que te hablé aquella mañana, pero a veces... tengo que agarrar el toro por las astas. Yo no me considero una líder, pero...

—Todos lo entendemos así.

-Gracias, Richard.

-Además eres una líder de verdad, Sal.

-Bueno, lo soy de algún modo. Aunque no por mi gusto. -Se echó a reír-. La gente me cuenta sus problemas y yo trato de resolverlos... Mira a Keaty, por ejemplo; sé que sois amigos, de modo que imagino que estás al corriente de su problema.

-Quiere dejar de trabajar en la huerta.

-Así es, y eso supone un verdadero dolor de cabeza. No es tan fácil cambiar a la gente de un equipo a otro. Primero hay que hacerles sitio, y el equipo que se encarga de la pesca, que es al cual él quiere ir, está completo, como sabes.

-Ajá.

-Llevo meses diciéndole que no es posible. Porque el caso es que estaba a punto de incorporarse cuando llegasteis... con lo que se frustraron sus proyectos, aunque se lo tomó muy bien. Otros podrían... qué sé yo... haberse puesto en contra de vosotros.

-Seguro. Aparecen tres personas caídas del cielo y le quitan el puesto.

-Exactamente, Richard. Le quedé tan agradecida, y me puse tan contenta de que os hicierais amigos... Lo único que lamentaba era no poder resolver su situación... -Un hierbajo llamó la atención de Sal, que se puso a pelear con él hasta arrancarlo-, Pero tenía las manos atadas mientras no se produjera un hueco en el equipo de pescadores. Y ahora parece que va a haber uno a menos que...

Tragué saliva.

-Tengo la impresión de que nadie quiere ser trasladado -dije-. ¿Qué tal uno de los suecos?

-¿Uno de los suecos? -Sal intentaba contener la risa-. Sólo a punta de pistola podrías romper ese trío, y aun así te costaría trabajo. No, ésos están juntos hasta la muerte. Son los tres mosqueteros rubios.

-¿Moshe?

-Mmm... No creo que convenga trasladarlo. Es muy bueno con esas dos chicas yugoslavas.

-¿Quién, entonces? -pregunté, sin que pudiera evitar una nota de ansiedad en la voz.

-Lo lamento, Richard, pero has de ser tú. No tengo alternativa.

-Oh, no, Sal. Por favor -gemí-. Lo último que deseo en este mundo es trasladarme. Amo la pesca. Y no se me da nada mal.

-Lo sé, Richard. Sé lo bueno que eres, pero intenta ponerte en mi lugar. Keaty ha de abandonar el equipo de la huerta. No puedo separar a Françoise y a Étienne. Gregorio lleva pescando dos años, y las yugoslavas... -Sacudió la cabeza-. Bueno, no debería decírtelo, Richard, pero esas chicas no saben hacer otra cosa. Jean no las soporta y ellas no aguantarían el trabajo en el equipo de carpintería. Lamento haberlas traído aquí. Tengo debilidad por los refugiados políticos... De verdad, Richard, no me queda alternativa.

-Ya -mascullé.

-Y tampoco es que vaya a ponerte a trabajar en la huerta.

-Ah, ¿no?

-No, por Dios. ¿Cómo iba a hacerlo después de todo lo que debe de haberte contado Keaty?

Entonces se me ocurrió algo espantoso. Entre trabajar en la huerta y hacerlo con Bugs en la carpintería, prefería mil veces la férrea disciplina de Jean.

-Bueno -balbuceé, sin molestarme en disimular mi nerviosismo—, no me ha dicho tanto...

-Estoy segura de que te ha dicho lo suficiente. No necesitas ser diplomático.

-No, Sal, de verdad.

-Y, además, no importa. No vas a trabajar en la huerta.

Cerré los ojos, esperando la sentencia.

-Trabajarás con Jed.

Abrí los ojos.

-¿Con Jed?

-Sí. Necesita un compañero en sus excursiones, y me ha sugerido que seas tú.

-¡Joder! -solté, de todo corazón.

Nunca se me habría ocurrido que Jed necesitara a alguien. Aunque nos habíamos hecho amigos, aún lo tenía por un solitario.

-Ya sé que no parece la persona más adecuada para trabajar en equipo -continuó Sal como si me hubiera leído el pensamiento-. Fue una sorpresa para mí. Es probable que le causaras una buena impresión cuando lo acompañaste a buscar el arroz.

-Pero... ¿para qué necesita Jed ayuda? ¿Su tarea no es... robar hierba?

-Jed hace eso, pero también otras cosas. Ya te contará.

-De acuerdo.

-Me alegro mucho de haberlo solucionado -dijo Sal con una luminosa sonrisa-. Llevaba días buscando el modo de anunciártelo. Ahora todo lo que queda es encontrar a Keaty. ¿Quieres darle tú las buenas noticias o se las doy yo?


Date: 2015-12-11; view: 624


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