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Oacute;rdago al juego

 

A medida que avanzaban los días, los colores verdes se iban agotando en la paleta del paisaje. Y este no tuvo otro remedio que ir usando ocres y amarillos. Atrás habían quedado los bosques vizcaínos y la media montaña burgalesa. La berlina ya recorría el Camino Real que conducía a Valladolid, eludiendo los meandros del Pisuerga.

Un vistazo a través de la ventana fue la excusa que necesitaba el doctor Zúñiga para cambiar los planes. En lontananza, más allá del sendero polvoriento que recorría las inmensas llanuras de cereales, se divisaban elevaciones del terreno donde el verde se resistía a abandonar el panorama. Junto al verde oscuro de los pinos, otro verde más cálido emergía de la tierra para dejarse acariciar por el caprichoso sol de agosto. El verde de las hojas de las parras.

—¿Son viñedos? —preguntó Leonor, con la cabeza apoyada en el hombro de su padre.

—Así es, hija. Viñedos. Nos acercamos a los dominios del Duero.

Una hora después, cruzaban sobre los diez ojos del Puente Mayor. Aún tuvieron que atravesar el ramal meridional del río Esgueva antes de adentrarse en la otrora capital de las Españas.

La devastadora crisis que azotaba toda Castilla durante el siglo XVII fue especialmente cruel con Valladolid. Pretéritos tiempos de esplendor reducidos a despojos. Los más viejos del lugar eran niños cuando la muy noble y leal ciudad se erigía en el centro de un imperio donde no se ponía el sol. Por aquel entonces contaba con sesenta mil habitantes. Alrededor de su corte pululaban funcionarios y escribanos, pícaros y prostitutas, aristócratas y escritores, comerciantes y oportunistas... gentes que ahora se encontraban en Madrid, su eterna rival. En 1683, a orillas del Pisuerga, apenas se podían contar veinte mil almas, incluyendo clérigos y religiosos.

No quedaba ni rastro de las decenas de palacios que ocupaban casi todas las esquinas. Los que más suerte tuvieron se convirtieron en conventos. El resto, simplemente ya no existía. Los propietarios de las casas veían cómo el tiempo las deterioraba hasta echarlas abajo; incapaces de pagar los censos por las exiguas rentas obtenidas en los alquileres, las terminaban entregando a las autoridades recaudatorias.

La antaño capital del mundo, joven y hermosa, arrastraba sus heridas con más pena que gloria. Pobre y desamparada. Mermada por el hambre, la elevada mortalidad infantil, la peste y las levas. Abandonada al vaivén de las inundaciones de sus ríos.

Sin sitios específicos donde acumular los desperdicios, se arrojaban al Esgueva, estancando sus aguas y produciendo nauseabundos olores. Estas condiciones insalubres resultaban imposibles de solventar por la sencilla razón de que las arcas municipales sólo albergaban telarañas.



Únicamente el gremio de Herederos de Viñas, preocupado por la falta de control en las entradas de vino foráneo, se ocupó de adecentar la derruida muralla de la ciudad.

Una de las escasas construcciones que conservaba su decoro era la Posada del Caballo, lugar de hospedaje de nobles y comerciantes. Y hasta allí se dirigió el carruaje que conducía Germán después de cruzar la plaza de la Trinidad para adentrarse en la calle de las Campanas[51]. La posada tenía fama de tranquila, en parte gracias a su dueño, un fornido veterano de guerra amante de la paz aunque hubiese que conseguirla a tortazos. Pepe Carrascal mantenía a raya a su clientela ante cualquier atisbo de discusión, y los habituales bien sabían que no merecía la pena dar una voz más alta que otra si querían conservar íntegra su nariz. La sincera alegría que manifestó al ver entrar por la puerta a don Fernando desveló el carácter bonachón de su rostro. El hecho de que el séquito del doctor Zúñiga también hubiese pernoctado en su casa durante el viaje de ida, no fue óbice para que se fundieran en un sentido abrazo. Ambos se conocían desde niños. No en vano habían compartido juegos en la madrileña calle del Espejo, muy cerca del Alcázar Real, donde el bueno de Carrascal, a pesar de contar con un par de años menos que su amigo, ocupaba su lugar en cualquier refriega entre chiquillos que debiese solventarse con una pelea. A pesar de no verse con frecuencia, el vizconde le tenía en gran estima y aprovechaba cada paso por Valladolid para disfrutar con su campechanía.

—¡Mi buen amigo Fernando!

Carrascal salió del mostrador como alma que lleva el diablo para estrecharle entre sus brazos hasta casi espachurrarle. Al doctor Zúñiga no pareció importarle que le crujieran todos los huesos de la espalda.

—Me alegra verte de nuevo, Carras —desde siempre, el vizconde le había acortado cariñosamente su apellido.

—No más que yo a ti —respondió, lanzando una contagiosa carcajada—. ¿Vienes solo?

—No. El resto está en el corral, recogiendo el equipaje.

—Muy bien, amigo. Haré que os preparen una cena para que os chupéis los dedos. ¿Las mejores habitaciones para una noche?

—Aún no sé si va a ser una sola. A lo mejor nos quedamos algún día más. Quizás tenga un asunto que resolver por estas tierras.

—Pues ignoro lo que te traes entre manos pero me alegra que, sea lo que sea, te retenga aquí el tiempo que haga falta.

—Luego te lo cuento —susurró don Fernando, al comprobar que Isabel y Leonor entraban en la taberna.

Tres horas más tarde, doce tañidos se apoderaban del cielo vallisoletano para marcar la media noche. Los efluvios del cordero asado todavía permanecían impregnados en la piedra y la madera de las paredes. Después de concluida la cena y de que casi todo el mundo se retirara a sus aposentos, Carrascal se ocupó de desalojar a los dos últimos borrachos remolones para quedarse a solas con su amigo. Los rescoldos de las brasas ejercieron de únicos testigos de unas confidencias vertidas alrededor de una jarra de vino.

—¿Qué tal te fue por Vizcaya? —preguntó Pepe.

—Bueno. Digamos que encontré lo que buscaba —respondió el vizconde.

—No te veo muy convencido de lo que dices —le dijo el posadero con franqueza.

—Sí que lo estoy. Es sólo que no me lo esperaba.

Una de las virtudes de Carrascal era que jamás había intentado arrancar una palabra de don Fernando que este no hubiese querido pronunciar.

—Te veo preocupado. Mas no hay nada que el vino no pueda curar —afirmó, rellenándole el vaso.

—Es curioso lo que acabas de decir —sonrió el doctor—. In vino veritas.

—Esta es fácil. En el vino está la verdad —tradujo Carrascal, quien siempre se tomaba las frases en latín de su amigo como adivinanzas—. Pero no sé qué quieres decir.

—Ya sabes lo que me movió a ir a Balmaseda —comentó, apurando su bebida.

—La muerte de Urtiaga, según me contaste.

—Así es. Te voy a revelar un secreto.

—Ya sabes que tus secretos morirán conmigo —aseveró, sirviendo de nuevo.

—Lo sé. Si eres el único amigo de verdad que tengo es por la confianza que nos profesamos. Y no me eches más vino, a mí no me cabe tanto como a ti.

—Venga, hombre. No nos vemos todos los días. Además, este caldo es de los buenos.

—Eso sin contar que el mejor vino es el que se bebe con un amigo.

La chispa en los ojos de Carrascal no la alimentaba el alcohol, sino el deleite por tan grata compañía. El tabernero le miraba embelesado, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Querido Fernando —le dijo, fingiendo seriedad mientras le pasaba el brazo por encima de los hombros—. Ya sabes lo que me gustan las mujeres... pero si alguna vez se acabaran, me acordaré de ti.

—¿Te crees gracioso?

—Ja, ja, ja. Lo justo.

—Bueno, ¿quieres que te cuente el secreto o no?

—Venga, hombre. Larga ese secreto tan secreto.

—Pedro simuló su muerte para cometer dos asesinatos, según creo.

—¡Por los cuernos del demonio! ¿Y qué justificación te ha dado ese sinvergüenza?

—No he podido hablar con él. Se limitó a dejarme una nota en su ataúd.

—¿En su ataúd? ¿Abriste su ataúd?

—Tranquilo, se hallaba vacío. Tenía que cerciorarme de que no estaba muerto.

—Caramba con Urtiaga. ¿Y cómo sabía que lo harías?

—Me conoce bien. Sabe de sobra que me gusta llegar hasta el final para averiguar la verdad.

—El doctor Zúñiga siempre en pos de la verdad —bromeó Pepe—. Antes has dicho que la verdad estaba en el vino. Y seguro que no te referías a que la gente se sincera cuando ha bebido más de la cuenta.

—Esta tarde vi algunos de los viñedos que rodean la ciudad.

—No te entiendo.

—La ilusión de Pedro siempre fue elaborar su propio vino. Adora el vino.

—Y crees que puede estar escondido en alguna propiedad en el campo.

—Así es. Sin embargo, dubius sum quid faciam.

—Esa también la he pillado: dudas qué hacer.

—En efecto. No sé si dejar las cosas como están. Por una parte, no quiero darle la oportunidad de que se regocije en su burla hacia mí; pero por otra, me gustaría aclarar algunas cuestiones que aún no he resuelto.

—Tú verás. De todos modos, no te resultará fácil encontrarlo. Viñedos hay por toda Castilla. Claro que estoy convencido que si te lo propones, darás con él.

—Es un enamorado de los vinos del Duero. No sería descabellado pensar que ande por aquí cerca.

—Quizás en el gremio puedan ayudarte.

—¿En qué gremio?

—En el de los Herederos de Viñas. Agrupa a todos los propietarios de Valladolid y su tierra. Uno de los regidores del Corregimiento[52], Lucas Orejón, es también diputado del gremio, además de buen amigo. Mañana puedo acompañarte a su casa. Quizás pueda facilitarnos alguna información.

—Te lo agradezco, Carras —dijo el vizconde, bostezando abiertamente—. Ahora me voy a dormir. Llevo acumulada una señora paliza en el cuerpo.

—Nos hacemos viejos, Fernando.

—Y que lo digas, amigo.

—oOo—

 

La residencia de Lucas Orejón se encontraba a orillas del ramal septentrional del Esgueva, junto a la casa que había ocupado Cervantes en su etapa vallisoletana. Sobre las edificaciones vecinas destacaba el Hospital de la Resurrección.

Instantes después de que un criado solícito le avisara, el regidor hizo su aparición en el zaguán. Don Lucas era un hombre de cara sonrosada y afable, que mostró su franca satisfacción al ver al tabernero.

—¡Don José Carrascal! ¡Qué grata sorpresa! —le saludó, ofreciendo su mano derecha y usando la otra para palmotearle el hombro.

—Buenos días, don Lucas. Disculpad que nos presentemos a horas tan intempestivas.

—¿Intempestivas? Son más de las nueve. Yo ya hace tiempo que he desayunado —dijo mirando al caballero de negro.

—Es don Fernando de Zúñiga, vizconde del Castañar... y muy buen amigo mío —le presentó Carrascal.

—Los amigos de Pepe también lo son míos. Es un placer, don Fernando —comentó Orejón, estrechándole la mano.

—Lo mismo digo, don Lucas.

—Pero... por favor, pasad a la librería y contadme qué os trae por aquí.

Una amplia cristalera iluminaba la estancia repleta de estanterías en las que los libros descansaban cuidadosamente ordenados.

—Tenéis una librería admirable —alabó el vizconde.

—Sí. Es mi pasión —respondió ufano, dirigiéndose a uno de los anaqueles para coger un ejemplar—. Mirad este.

El doctor Zúñiga lo tomó en sus manos y sonrió.

El ingenioso hidalgo de la Mancha —leyó, entre admirado y sorprendido—. Pero este no es El Quijote auténtico, el que publicó Juan de la Cuesta en 1605.

—No lo es. El que vuestra merced menciona se titula en realidad El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y también debe de andar por ahí —confirmó el anfitrión, señalando uno de los estantes—. Abrid la primera página —le invitó.

Valladolid 1604 —leyó don Fernando.

—¿Qué os parece? —preguntó don Lucas, henchido de satisfacción.

—Ignoraba que hubiese una versión anterior —confesó el vizconde.

—Anterior y reducida. Don Miguel de Cervantes vivía en la casa de al lado cuando culminó esta obra. Se editaron unos pocos ejemplares que repartió entre sus amigos, entre ellos mi abuelo —aclaró Orejón.

—Podéis estar orgulloso —respondió el doctor Zúñiga, ocultando un ramalazo de envidia.

—Lo estoy.

—Si alguna vez queréis desprenderos de él, no dudéis en buscarme.

—Es bueno saberlo —rio el regidor—. Pero... decidme. Supongo que no habéis venido a hablar de literatura.

—No estaría mal. Sin embargo, tenéis razón. Estoy buscando a un hombre, y Pepe me comentó que quizás podíais ayudarme.

—¿De quién se trata? —preguntó, interesado.

—Es un vizcaíno que recientemente ha podido comprar algunos viñedos en la zona.

—¿No sabéis su nombre?

—No —mintió el vizconde.

—¿Cómo es que no lo sabéis? —insistió don Lucas.

—Es una larga historia que no creo que os pueda interesar —don Fernando eludió la respuesta.

El regidor dudó unos instantes en los que miró a Carrascal como esperando su aquiescencia.

—Si tenéis algún indicio, os agradecería que nos lo indicarais —rogó el tabernero.

—Félix Lezcano —contestó Orejón, rotundo y circunspecto.

—¿Félix Lezcano? —repitió el doctor Zúñiga.

—No hay muchos vizcaínos que hayan comprado viñedos durante la última semana. Os lo puedo asegurar. Sé que el otro día un tal Félix Lezcano adquirió unas tierras en el pago de Valdeátima, cerca de Valdetrigueros[53].

—¿Llegasteis a verle? —quiso saber el vizconde.

—No. No le he conocido. Aunque me han comentado que debe de poseer una interesante fortuna.

—¿Dónde está Valdetrigueros?

—A unas cinco leguas, cauce arriba del Pisuerga.

—Vuestra información me ha sido muy útil.

—Espero que ese Lezcano sea el hombre que andáis buscando.

—Es posible, don Lucas. Saldremos de dudas esta misma tarde. Ahora será mejor que nos marchemos.

—¿No queréis quedaros a echar un vistazo a mis libros?

—Os lo agradezco, mas tengo prisa. Quizás en otra ocasión.

—Como queráis. Ya sabéis dónde están. Mi casa está abierta para vuestra merced.

—Sois muy amable. ¿Nos vamos, Pepe?

—Sí. Yo también tengo que atender la taberna.

—Entonces, quedad con Dios, don Lucas.

—Id con Él.

—oOo—

 

Entre campos de trigo recién segado, las plantaciones de viñedos se vislumbraban como un oasis en un desierto. Don Fernando y Pelayo hicieron su aparición en Valdetrigueros a primera hora de la tarde. El sol dominaba el paisaje en todo su esplendor, sin que una sola nube osase enturbiar el límpido azul del cielo. El pueblo, fiel al carácter rebelde forjado por la behetría imperante durante siglos, giraba más en torno a un templo ubicado en lo alto de un cerro que al fortín feudal de unos señores a los que le costaba respetar. Estos habían construido su defensa en un ligero altozano, casi a las afueras de la localidad, como si no se hubiesen atrevido a rivalizar con la ermita de Nuestra Señora del Castillo. Por eso, curiosamente, los lugareños llamaban El Castillo a la ermita y La Fortaleza al castillo.

Las casas de adobe y piedra circundaban la colina, quizás para proteger a su Virgen... o quizás para que su Virgen las protegiera a ellas. Incluso los habitantes más pobres vivían en cuevas cavadas en el propio monte. Cuevas, casas, iglesia, montaña y ermita parecían haber sido pintadas por un único color... el color de la tierra.

Hacía calor. Las yeguas buscaron la fuente situada en una plazoleta junto a la parroquia de San Miguel Arcángel. Azabache y Zafir colmaron la sed acumulada mientras sus jinetes les acariciaban el lomo en señal de agradecimiento por su abnegado esfuerzo.

Unos niños que hasta entonces correteaban descalzos alrededor de un perro, toreándole con palos y trapos, interrumpieron su juego para acercarse a los forasteros. El vizconde se apeó de su montura.

—Hola, muchachos.

—Hola —devolvieron el saludo casi al unísono.

—Estoy buscando el pago de Valdeátima. ¿Sabéis dónde está?

—¡Allí! —respondieron todos a la vez, señalando una elevación del terreno a menos de media legua, inconfundible por el tono de sus parras.

—Estupendo. Muchas gracias. ¿Y conocéis a don Félix Lezcano?

Esta vez los mozalbetes no contestaron, limitándose a encoger los hombros y a superponer el labio inferior sobre el superior.

—Parece que lo tengan ensayado —comento Pelayo, sonriendo.

—Sí, es verdad. Bueno, habéis sido muy amables —dijo, dirigiéndose de nuevo a los chiquillos—. Tomad unos reales. Supongo que en algún sitio por aquí cerca venderán pastelillos de carne.

—¡En la tahona! —gritaron sin dar las gracias mientras se alejaban bulliciosos calle arriba, perseguidos por el perro.

Minutos más tarde, cercados por los pinos que se extendían un poco más abajo, los dos hombres se encontraban oteando el pueblo desde lo más alto de los viñedos, una vasta altiplanicie desde la que no sólo se divisaba Valdetrigueros sino toda la comarca. Durante unos instantes dejaron que su vista se deleitara con los alrededores. Desde aquel paraje se podía contemplar el valle del Pisuerga, un sinfín de campos de cereales, los Montes Torozos e incluso Valladolid.

Un par de águilas imperiales, procedentes de los bosques cercanos, se dejaban mecer por el aire sobre las interminables hileras de cepas. Su mero vuelo se bastaba para salvaguardar las bayas de pájaros y conejos. Las hojas oscilaban entre el verde y el amarillo a capricho del sol y de la suave brisa que las acunaba. Y entre ellas, protegidos en el vientre de las parras, los pequeños racimos de uvas crecían a la espera de su alumbramiento.

De pronto, a lo lejos, emergió la figura de un hombre entre la espesura. Se hallaba demasiado lejos para que don Fernando de Zúñiga alcanzara a distinguirle; no obstante, su corazón se aceleró.

—¿Es él? —le preguntó a Pelayo.

—Creo que no, señor.

—Acerquémonos.

Sus botas crepitaron cadenciosas sobre el pedregal.

—Es asombroso que pueda crecer todo esto entre tanta piedra —comentó Pelayo.

—Así debe ser —el vizconde respondió de manera escueta, con la mente en otro sitio.

Poco más tarde, un labriego afable les saludó. Tendría unos cuarenta años, pero las largas jornadas al sol habían curtido implacablemente su rostro moreno del que brotaban unos increíbles ojos que adoptaban la tonalidad de las parras. Su panza delataba su afición por el beber y el yantar. Aun así, conservaba restos de la gallardía que atesoró en sus tiempos mozos.

—Buenas tardes, señores. ¿Qué se les ofrece? Supongo que no habrán venido a por uvas. Todavía no están maduras —dijo con la sonrisa en la boca.

—Buenas tardes, buen hombre. Mi nombre es Fernando de Zúñiga, y mi acompañante es Pelayo.

—El mío es Jesús, aunque todo el mundo me dice Chupi —se presentó, dicharachero.

—Es un placer, Chupi. Estábamos disfrutando con esta maravilla. Parece mentira que haya crecido semejante vergel en medio de tanta grava.

—En este terruar sólo pueden germinar almendrales y viñedos.

—¿Es vuestro? —quiso saber el vizconde.

—¿Estas veinte aranzadas? ¡Qué más quisiera! Yo me conformo con un modesto majuelo. Eso sí, da las mejores uvas de la comarca.

—¿Y qué hacéis por aquí?

—Nací entre estas cepas. Mi abuelo las plantó para sus señores una a una. Cuatrocientas cuarenta por aranzada. Luego mi padre las cuidó, y ahora me toca a mí. No son mías, mas las mimo como si lo fueran.

—Pues es evidente que realizáis una magnífica labor.

—Gracias, señor. A ello ayudan la tierra y este clima límite. El lugar es privilegiado para el cultivo de la vid. Lo digo por las diferencias de temperatura. Mucho frío en invierno y mucho calor en verano, además de frío por la noche y calor por el día. Eso es fenomenal para el fruto. Ya lo ven, la cosecha de este año viene muy bien.

—¿A pesar de la sequía? —preguntó Pelayo.

—Por eso mismo. Ha llovido poco y no ha helado tardíamente. Ello conllevará un retraso en la vendimia, pero la calidad final se va a ver muy favorecida. Se augura buen vino.

El vizconde del Castañar desconocía los entresijos de los cultivos campestres, así que no le importó que fuese su acompañante quien mostrase el interés para no manifestar su desconocimiento.

—Será un buen vino tinto —comentó Pelayo.

—¿Vino tinto?

—Casi todas las uvas son negras, por lo que será vino tinto. Si fueran uvas blancas, se elaboraría vino blanco —respondió el muchacho, dando por hecha la evidencia.

La franca carcajada del labriego permanecería durante mucho tiempo en el baúl de las contrariedades de Pelayo.

—Tenéis razón en una cosa. La mayoría de las uvas son tempranillo, y por tanto negras. Aunque por allí —dijo, señalando al norte— hay algunas cepas de la variedad albillo, que es blanca. No obstante, el color del vino no lo da el color de la uva. De una uva tinta puede salir un vino blanco. Eso depende de lo que se tarde en separar el mosto de la madre.

—¿De la madre?

—Del hollejo, de la piel —aclaró Chupi—. Contra más tiempo esté macerando con ella en la pila, más oscuro es el vino. Lógicamente, esta circunstancia también influye en el sabor, además de otras muchas cosas como la propia variedad de la uva —el labriego se mostraba orgulloso de poder demostrar su sabiduría.

—¡Vaya! No sabía que hubiese muchas variedades de uva —confesó Pelayo.

—Cientos de ellas —confirmó el hombre, atusándose su tupida cabellera negra—. Si bien es cierto que para hacer el clarete, que es lo que se estila por aquí, sólo se suele emplear una. Aunque nosotros añadimos a la tempranillo un poco de albillo y alguna que otra más.

—Los propietarios deben estar muy contentos con vuestra merced —terció don Fernando, interesado por aquellas explicaciones pero algo impaciente por dar con Lezcano.

Ahora la comisura en los labios del labriego se cargó con un ápice de melancolía.

—A los antiguos dueños no les gustaba mucho esto. No cuidaban el proceso. Y año tras año, echaban a perder en las bodegas lo que con tanto trabajo daba la tierra.

—¿Habéis dicho antiguos dueños? ¿Queréis decir que hay un nuevo propietario? —preguntó el vizconde.

—Don Félix Lezcano. Lleva aquí cuatro días. Eso sí, ha venido con muchas ganas. Confío en que a partir de ahora podamos elaborar los mejores vinos de la zona.

—Nos gustaría hablar con él —solicitó el doctor Zúñiga—. ¿Dónde lo podemos encontrar?

—Es fácil. Apenas sale de la bodega. ¡Mirad! ¡Ahí abajo! Está entrando en ella.

Sin embargo, ni a don Fernando ni a Pelayo les dio tiempo a ver más que la espalda de un hombre introduciéndose en una puerta horadada a ras del suelo de un altozano contiguo a la antigua fortaleza.

—Habéis sido muy amable. Espero que tengáis una buena vendimia —dijo el vizconde.

—Calculo que aún queda mes y medio para que podamos recoger la uva —respondió Chupi, obsesionado por su cometido.

—Ya, pero nosotros no estaremos aquí por entonces. Quedad con Dios —se despidió el vizconde mientras él y su fámulo se montaban en sus yeguas.

—Y que vuesas mercedes vayan con Él.

—oOo—

 

Al atravesar la puerta de la bodega, penetraron de súbito en el reino de las tinieblas. El inconfundible batir de unas alas de murciélago provocó que los visitantes agacharan la cabeza instintivamente. Les recorrió por la espalda un inquietante escalofrío del que no sólo fue culpable el brutal cambio de temperatura, sino también la sensación de indefensión urdida por la oscuridad. El doctor Zúñiga dudó por un momento si desenvainar o no su espada, pero se lo pensó mejor y decidió no hacerlo.

Tras girar casi a tientas en el primer recodo, pudieron vislumbrar la ondulante claridad de una vela al final del pasillo. Allí unas escaleras conducían a un piso superior a través de un estrecho túnel de medio punto.

—Debe ser la única bodega del mundo donde hay que subir en vez de bajar —susurró don Fernando.

—Apenas se ve —comentó Pelayo en voz baja.

—Son galerías subterráneas. Es normal que haya sombras a diestro y siniestro.

—Más a siniestro que a diestro, señor. Lo que no entiendo es por qué hay tan poca luz.

—Hay restos de moho en las paredes. Esta bodega no debe andar muy sobrada de oxígeno, y las llamas lo consumen. En un espacio tan cerrado como este, el fuego acabaría con él y la gente moriría asfixiada sin darse cuenta. Dicen que lo único que se percibe es un ligero dulzor en los labios previo al desvanecimiento eterno. Se pierde la consciencia sin tener conciencia de ello. Por eso, a morir así, hay quien lo llama muerte dulce.

Muerte dulce... ¡como en el mus! —exclamó el muchacho, divertido.

—Así es, como en el mus. Demasiadas coincidencias —dijo, casi para sí, el vizconde.

Los dedos de Pelayo acariciaron las paredes. Estaban húmedas y arenosas. Al alcanzar el último peldaño, un pequeño rellano servía para que la cava se bifurcara. El eco de un mazo parecía proceder de alguno de los pasadizos.

—¡Pedro! ¿Eres tú? —gritó el doctor Zúñiga, sin atreverse a avanzar.

Ante su voz los golpes se detuvieron por un instante, aunque enseguida prosiguieron.

—¡Pedro Urtiaga! ¿Estás ahí? —volvió a preguntar.

Pero por más que insistía, sus llamadas no obtenían otra respuesta que unos porrazos en la penumbra. Poco a poco, progresó en dirección al ruido. Pelayo le seguía de cerca. Sus respiraciones sonaban cada vez más entrecortadas y el ritmo de sus corazones más acelerado. Otra vez don Fernando estuvo tentado de avanzar con la espada por delante y, de nuevo, desistió. Finalmente, llegaron a su destino.

Aprovechando uno de los ensanches de la galería subterránea, se había instalado un lagar sobre un pozo de mosto. Una antigua viga de olmo lo atravesaba de parte a parte. En uno de sus extremos, un hombre de espaldas intentaba encajar un husillo de encina en una gran piedra cilíndrica. La tenue luz de una candela dibujaba negruzcas siluetas entre los enormes bocoyes de roble.

—¿Pedro? —masculló el vizconde.

—Mi nombre es Félix —respondió el interpelado, sin darse la vuelta.

Sin embargo, su característico timbre nasal desveló de inmediato su verdadera identidad. Al oír su voz, al vizconde le invadió el desconcierto. A pesar de estar casi seguro de que Urtiaga vivía y haberse imaginado el momento de aquel reencuentro, no supo reaccionar. Ignoraba si debía alegrarse o enfadarse, si abrazarle o propinarle un puñetazo.

—Pedro Urtiaga de la Puente... ¿estás disfrutando?

—Pedro Urtiaga está muerto. Mi nombre es Félix Lezcano —afirmó, girándose con parsimonia.

—Lo que tú digas, hombre.

La particular figura del balmasedano surgió de las sombras, enfrentándoseles con las manos apoyadas en las caderas. Pelayo, con los ojos muy abiertos y la boca muy cerrada, se resguardaba de aquel espectro, prácticamente escondido tras el vizconde.

—No has tardado en encontrarme, viejo sabueso.

En contra de lo que el doctor Zúñiga esperaba, los destellos de la vela no mostraron sorna en el rostro de su amigo.

—No ha sido fácil —reconoció don Fernando.

—Pues casi has llegado antes que yo —la voz de Urtiaga sonaba cautelosa—. A tiempo de celebrar tu cumpleaños.

—¿Te acuerdas? —preguntó el vizconde, sorprendido.

—Diez de agosto. ¿Qué pasa, te extraña? Hasta donde yo sé, la buena memoria no es patrimonio exclusivo del doctor Zúñiga. ¿Cómo me has encontrado?

—Intuición aderezada de sentido común...

—... otros lo llaman suerte —completó el vizcaíno.

—No sé si partirte la cara —confesó el vizconde, tratando de no sonreír.

—¿Y si pruebas mejor a darme un abrazo?

—Maldito canalla sinvergüenza —dijo don Fernando, bajando la guardia.

—¿Eso me lo dice un presuntuoso relamido? —contestó Urtiaga, ofreciéndole los brazos.

En unos segundos a ambos se les cruzaron mil imágenes compartidas: el día en que se conocieron en casa del bachiller Criales, interminables noches de estudio en la misma mesa a la luz de una vela, las rondas de la tuna en la residencia de los Maldonado, decenas de gratos reencuentros...

Sólo Pelayo fue testigo de la reconciliación de dos viejos amigos. El muchacho presenció aquel abrazo, entre risueño y sorprendido.

—¿Y qué me dices del chico? —preguntó el vizconde.

—Que parece más hijo tuyo que mío. ¿Va siempre pegado a ti?

—¡Pedro! —le recriminó don Fernando.

—Era una chanza, hombre. He de aceptar que tiene toda la pinta de un Urtiaga. ¿Me das un abrazo, hijo?

El vizcaíno no dio lugar a que la pasividad del joven se contagiara de la frialdad de la bodega, y acercándose a él colocó su barbilla sobre los hombros para estrecharle entre sus brazos. Pelayo se dejó querer.

—Al final va a haber algo más que corcho debajo de esa piel de alcornoque —bromeó don Fernando.

—¡Vaya! Si el vizconde del Castañar, aparte de ser un sabelotodo, nos ha salido graciosillo —respondió Urtiaga, exagerando deliberadamente una risa falsa.

—¿Algo que objetar?

—Nada. Que no te pases ni un pelo, si no quieres irte por donde has venido sin saciar tu curiosidad —le amenazó de guasa su amigo.

—Vuestra merced perdone... mas no pienso irme sin que me aclares algunas cosas.

—Será mejor que lo hagamos en casa. Vivo aquí al lado. Salgamos de la bodega antes de que se apaguen las velas y tengamos que danzar pitando. Todavía no he podido arreglar las zarceras y entra poco aire. Y ya se sabe, una buena bodega ha de ser profunda, enjuta y bien ventilada. Tengo que ponerla a punto antes de la vendimia. Si no, las emanaciones por la fermentación del mosto pueden darnos un disgusto. Además, quiero presentaros ya a mi prometida.

—¿Cómo? ¿Que vas a contraer matrimonio? —inquirió el doctor Zúñiga, perplejo.

—Así es.

—No me creo que Pedro Urtiaga vaya a sentar al fin la cabeza.

El vizcaíno le miró muy serio, tratando de contener la mofa, como si fuese a revelarle la más reciente de las noticias.

—Pero, ¿cómo? ¿Aún no te has enterado? A Pedro Urtiaga lo envenenaron en Balmaseda. El pobre está enterrado en el Colisa. Quien se casa es Félix Lezcano —susurró.

—oOo—

 

A escasos pasos de la bodega se encontraba una gran casa de piedra, de una sola planta, desde la que también se podían contemplar los viñedos.

—Os presentaré a Elena, mi futura esposa —dijo Urtiaga en tono socarrón, entrando por la puerta—. ¡Elena, cariño! ¿Estás por ahí?

Pelayo y don Fernando percibieron de inmediato el aroma a azahar. La aparición de una mujer de cabellos cobrizos les hizo palidecer.

Fallacia alia aliam trudit[54] —musitó el vizconde para sí.

El vizcaíno realizó las correspondientes presentaciones.

—Querida, te presento a don Fernando de Zúñiga, buen amigo mío, y a Pelayo Urtiaga, hijo del malogrado Pedro. Señores, les presento a mi prometida Elena Osorio.

Sin embargo, ni ellos ni la muchacha fueron capaces de iniciar reverencia alguna.

—¿Qué pasa? ¿Nadie abre la boca? ¿Ya os conocíais? —preguntó Urtiaga, simulando sorpresa.

—Mentiría si dijera que echaba de menos tu carácter burlón, Pedro —le respondió el vizconde.

—Encantada, señores... pero mi prometido se llama Félix —corrigió ella, sin abandonar su porte erguido.

—Estimada Gorane, os hacía rumbo a las Indias —dijo don Fernando.

—Las Indias quedan demasiado lejos —contestó la joven—. Mas creo que me confundís. Mi nombre es Elena.

—Una simple mezcla de henna[55], limón, azúcar, aceites y supongo que café, aplicada en el pelo, no basta para cambiar una identidad —el doctor Zúñiga se resistía a entrar en el juego de los anfitriones.

—Bueno, Fernando. No te enfades —intercedió Urtiaga—. Ahora estamos solos y puedes llamarnos como te plazca. Lo que no me gustaría es que utilizaras nuestros nombres cuando hubiese cualquier otra persona delante.

—Como quieras, Félix —le respondió su amigo, provocando la hilaridad general.

—Lo mejor será que celebremos este encuentro. Como observaréis, nos estamos instalando y la casa está patas arriba. Eso sí, vino debe de haber por ahí. Podemos ir a la cocina. Todavía no tenemos servicio y estaremos más cómodos —sugirió Urtiaga.

—Ahora vino no te va a faltar —bromeó el vizconde.

—Y que lo digas. Voy a poder beber hasta criar espejuelo en el estómago —respondió, risueño—. Además, pienso elaborar el mejor vino de España. ¿Has visto mi viñedo?

—Tiene muy buena pinta.

—¡Y mejor que va a tener! Para el próximo invierno plantaré cepas nuevas. Haré que peregrinos franceses me traigan sarmiento de Borgoña. Sueño con un vino color cereza granate. Que huela a fruta y a cedro. Un vino suave, balsámico y elegante... como ella —fantaseó, señalando a Gorane con la cabeza.

Los tres hombres tomaron asiento alrededor de una mesa situada en el centro de la estancia. Después de llenarles los vasos, Gorane se acercó a Urtiaga para acariciarle la cara y se sentó con ellos. Pelayo no perdía detalle de cada uno de sus movimientos.

—¿Por dónde quieres que empiece? —quiso saber don Fernando.

—Tú eres el inquisidor —respondió Pedro.

Facilius per partes in cognitionem totius adducimur —aseveró el vizconde.

—Es más fácil entender las partes que entenderlo todo —tradujo su amigo—. De acuerdo, vamos por partes. ¿Preguntas tú o te cuento yo?

—Yo soy el inquisidor, ¿recuerdas?

—Como quieras.

—Todo empezó en aquella famosa partida de mus.

—¡Gloriosa partida de mus! —matizó Urtiaga.

—En la que os burlasteis del honor de vuestros contrincantes.

—¿Eso dicen las malas lenguas? —rio el vizcaíno.

—Esa noche te jugaste, además del honor, el dinero del barco francés.

—No vas mal.

—Ganasteis. Sin embargo, tu amigo Jauregi bien que lo pagó.

—Ellos le asesinaron vilmente —por primera vez en toda la tarde, se leyó un atisbo de tristeza en el rostro de Urtiaga.

—¿Cómo supiste que fueron ellos?

—Un sicario borracho larga más de la cuenta.

—Ya. Y decidiste iniciar tu venganza.

—Yo no lo llamaría venganza, sino defensa propia. Tras la muerte de Mikel, recibí una amenaza manuscrita. Vos seréis el próximo, rezaba. Eran ellos o yo.

—Así que te inventaste tu envenenamiento para actuar con absoluta impunidad.

—Brillante, ¿verdad?

—Supongo que te ayudaría Gorane.

—Te equivocas. Lo que sí hizo muy bien fue cumplir las indicaciones de mi testamento al pie de la letra. El funeral debía celebrarse en el Colisa, así podría escaparme sin ser visto. Aunque mi principal preocupación consistía en evitar que me rajaran para rellenarme de hierbajos... y en que me enterraran vestido, con la espada y con el anillo. Pero ella creía sinceramente que yo estaba muerto.

—Creo que nunca se lo perdonaré —medió la muchacha.

—Resultaba fundamental que pareciera real. No se podía dejar resquicio a la más mínima sospecha —se justificó Urtiaga—. Y por si las moscas, por allí andaba el doctor Zúñiga, intentando averiguar lo ocurrido. Con un amigo tan preocupado en resolver el caso, a nadie se le ocurriría pensar que mi muerte fuese una gran mentira.

—A punto estuve de pagar yo la de Legizamon.

—¡Bah! Exageras. Formaba parte del juego.

—¿En verdad le diste muerte con mi espada?

—Así es. Aquella noche yo iba acechándole a distancia. Así pude ver cómo él y sus secuaces llevaron unos barriles de aceite y brea hasta vuestra posada. Sé que os hospedabais allí porque os seguí el día anterior. En menos que canta un gallo prendieron su contenido, y el edificio ardió en un santiamén —Urtiaga hizo una pausa para servirse más vino—. Por un momento llegué a temer por vuestras vidas. Cuando bajaste me di cuenta de que no te había dado tiempo a coger tu espada. Una vez que me cercioré de que os encontrabais sanos y salvos, esperé a que el fuego se apagara y accedí al tejado desde el edificio contiguo para llevármela.

—Y le mataste con ella para implicarme —el vizconde no ocultó su enojo.

—No parece que te resulte muy divertido —respondió, sonriente—. No te pongas así. Yo sabía que la muerte de Uría te devolvería la libertad.

—¿Y si no hubieras podido matarlo? —preguntó don Fernando.

—Lo habría hecho yo —sentenció Pelayo.

—¡Vaya! ¡Si mi hijo tiene lengua! —celebró el anfitrión.

—Aunque no tan viperina como la tuya —le defendió el vizconde.

—Debo reconocer que para ser las primeras palabras que ha emitido desde nuestro encuentro, no han estado mal.

—¿Qué pinta Antzara en esta historia? —prosiguió el doctor Zúñiga.

—Eugenio, aparte de un maestro del naipe, es un buen amigo. Eso sí, sólo se enteró que estaba vivo cuando me vio. No me fue fácil pillar desprevenido a Legizamon. Por eso le ataqué cuando se me presentó la única oportunidad, a la salida de El muslari tuerto. Al girarme, tras escribir INRI en la pared, descubrí su ojo contemplándome a través de la ventana. Le rogué silencio colocándome el índice en los labios y huí. Volví antes de que amaneciera, después de que se pasara el revuelo. ¿Sabes lo que me dijo? Te estaba esperando. A mí no me asustan los fantasmas. El muy zorro... Nuestra amistad debía bastar para que muriera con el secreto. Nunca conocí a nadie más discreto. No obstante, tampoco le vinieron mal unas cuantas monedas de oro. De paso, le pedí que os dijese el domicilio de Uría y que os pusiese sobre la pista de Irastorza. Pero... ¿cómo supiste que sabía más de lo que os contó?

—Cometió una imperdonable omisión en el relato de los hechos que le hizo a Pelayo. Afirmó que el atacante, tras clavarle la espada a Legizamon, huyó a toda prisa. No realizó alusión alguna a que se entretuviera para ejecutar la pintada.

—Ja,ja,ja. Supongo que no existe el crimen perfecto, y menos si es el sabueso Zúñiga quien lo investiga.

—Salvo que el asesinado sea el asesino.

—Hombre, lo de asesino suena fatal. Digamos... matarife.

—¿Dónde está Antzara?

—Trajo a Gorane hasta aquí. A estas horas debe de andar por alguna taberna de Valladolid, bebiendo aguardiente y contando las excelencias del mus. Estoy convencido de que no tardará en regresar a su casa. Es incapaz de pasar mucho tiempo fuera de Bilbao. Al fin y al cabo, él está libre de toda sospecha.

—¿Por qué las pintadas?

—Buenas, ¿eh? Por un lado, relacionaba todas las muertes; por otro, sabía que te inducirían a devanarte los sesos.

—Muy gracioso. Lo que no lo es tanto es que tuvieras la culpa en la muerte de un inocente.

—¿Un inocente?

—El ermitaño.

—¿Ha muerto Irastorza?

—Se tiró al vacío en San Juan de la Peña huyendo de la justicia.

—Lo ignoraba —Urtiaga compuso una fingida cara de circunstancias—. De todos modos, el pobre no andaba muy cuerdo.

—También le dijiste a Antzara que les hablara de él a los alguaciles del corregidor.

—El alcalde de Bilbao era amigo de Legizamon, y yo sabía que no cesaría hasta tener un culpable. Es cierto que busqué implicar a Irastorza. En parte, por protegerte a ti también. Pero no deseaba este final para él.

—Por eso pusiste la caja de naipes bajo el altar.

—Como verás, cuidé todos los detalles.

—Ya —murmuró el doctor Zúñiga al tiempo que buscaba en su faltriquera. ¿Y qué significa esto? —preguntó, depositando el camafeo sobre la mesa.

Los rostros de Urtiaga y de Gorane no pudieron disimular su sorpresa.

—¿De dónde lo has sacado? —quiso saber el vizcaíno.

—Lo tenía Irastorza.

—¡Por todos los demonios! Debí perderlo en la ermita —dijo Urtiaga mientras lo recogía con cuidado—. Me alegra que lo hayas encontrado. Gorane me lo regaló.

—¿Cuándo se enteró ella de la verdad?

—La primera noche que pasaste en la cárcel.

—Así que fuiste tú el que la visitaste en su alcoba.

—Exacto.

—Casi soy yo la que se muere del susto. Si no me hubiera tapado la boca antes de despertarme, mis gritos se hubieran oído en la ermita del Colisa. ¡Bonita forma de pedirme matrimonio! —le recriminó Gorane, risueña.

—Al principio pensé en huir solo y no compartir mi secreto. Sin embargo, aquellas largas horas a oscuras en el féretro me incitaron a la reflexión.

—Y a sentar la cabeza —medió la joven, orgullosa.

—De repente me aterró la idea de envejecer solo. Yo intuía que ella me admiraba.

—Los hombres nunca se dan cuenta de nada —le interrumpió su prometida—. De niña, le admiraba. De mujer, la admiración se tornó en amor.

Ante los derroteros melosos por los que avanzaba la conversación, Urtiaga decidió seguir disfrutando de su felonía.

—Aún no me has alabado por cómo se fueron al otro barrio.

—¿Espadas y bastos? No creo que sea para estar satisfecho —le reprochó el vizconde—. Aunque supongo que es la primera vez que alguien se inspira en los naipes para cometer sus asesinatos.

—Más que los naipes, me inspiró el mus. Murieron a pares... y Uría acabó la partida de su vida el día treinta y uno. Esta vez no le salvó la real —el vizcaíno se carcajeó a gusto.

—Lo que me resulta increíble es que consiguieras engañar a todo el mundo —le dijo su amigo sin inmutar el gesto—. El doctor Matellanes estaba seguro de tu fallecimiento.

—Cualquiera hubiera afirmado lo mismo. La clave estuvo en el veneno que utilicé.

—¿Te envenenaste de verdad?

—¡Pues claro! Creo haberte dicho que todo debía parecer real.

—Lo cierto es que el asunto del veneno es lo que más ha llegado a enredarme. Si no hubiera sido por que me tiene intrigado la pócima, quizás ni siquiera te hubiera buscado.

—¿No intuyes qué pude tomarme? ¿Te perdiste la clase de bebedizos del viejo Alonso?

—No digas tonterías. El maestro conocía cientos de ellos, pero ninguno que simulara la muerte. Aunque también es verdad que era un apasionado de los venenos de las serpientes.

—¡Ya conoces de dónde viene mi afición!

—Usaste naja, ¿no es verdad?

—Caliente, caliente. La naja es un componente de la fórmula, pero no basta por sí sola.

—No obstante, sabes igual que yo que su veneno ingerido es inocuo. Se desnaturaliza al llegar al estómago.

—¿No oíste hablar de las vish kanyas de la India?

—No —admitió el doctor Zúñiga.

—Eran las doncellas del veneno. Su historia se remonta a más de mil años. Desde niñas se hacían morder por serpientes cada vez más venenosas. Al alcanzar la adolescencia la concentración de veneno en su saliva era letal. Y ellas ya se habían inmunizado. Las más bellas seducían a los reyes rivales. Cuando les besaban procuraban morderles en la lengua para traspasárselo. Estos morían a las pocas horas.

—No querrás decirme que te mordiste la lengua.

—En efecto.

—Pues habrá sido la única vez que lo has hecho. Nunca pudiste mantenerte callado ni debajo del agua —bromeó don Fernando.

—Eso sí ha sido gracioso —rio Urtiaga—. Esto merece otro trago —dijo, rellenando los vasos—. ¡Por cierto, no hemos brindado! ¡Feliz cumpleaños, doctor Zúñiga!

—¡A la salud de todos nosotros! —exclamó Gorane.

—¡Por la memoria de Pablo Alonso! —propuso el vizconde, chocando su copa con la de sus acompañantes.

—Que así sea —le respondieron.

—Ya ves que aproveché mi viaje a la India —afirmó don Fernando.

—Es un encantador de serpientes —interrumpió la muchacha, aparentando enfado.

—Y aprendiste mucho en él —prosiguió el vizconde, haciendo oídos sordos de la última afirmación.

—Más de lo que imaginas. En Pondicherry me hice amigo de un viejo sadhu al que salvé la vida.

—Tampoco oí hablar de los sadhus.

—Son monjes muy sabios. Tras estudiar, ser padres y peregrinos, se dedican a meditar en busca de los auténticos valores de la vida. Se les respeta tremendamente. Deben abandonar todas sus pertenencias y vivir de las limosnas.

—¿Qué pasó con ese sadhu?

—Me instruyó sobre venenos y sus antídotos.

—¿Tomaste un antídoto para tu propio veneno?

—No te impacientes, hombre. Déjame que te cuente. Te decía que me habló de los antídotos usados por algunas tribus ancestrales, como los irulas de Tamil Nadu. Así pues, cuando volví a París, no sólo tenía mucha información sino que además me llevé muchos componentes, tanto de veneno como de sus antídotos —relató Urtiaga en tanto que Gorane le miraba embelesada.

—Ni que fueras la reencarnación de García de Orta.

—¿Te refieres a ese médico judío que huyó de la Inquisición instalándose en Goa?

—Y que escribió Coloquios dos simples e drogas he cousas medicinais da India.

—Al final, la Inquisición se instaló en el virreinato de la India y terminaron quemándole, ¿no?

—Cuando lo juzgaron, ya había muerto. Únicamente, sus huesos ardieron en la hoguera. Pero, bueno, eso pasó hace más de cien años.

—Casualmente, en el bebedizo también usé uno de los componentes que él estudió.

—¿Cuál?

—Bezoar de hígado de erizo.

—¿Qué más usaste en tu fórmula? —el doctor Zúñiga se mostraba ávido de información.

—Me sobrevaloras, amigo. ¿Quién te ha dicho que fuese mía?

—Hasta ahora tampoco has dicho lo contrario.

—¿Oíste hablar de Cristophe Glaser?

—¿El científico suizo que publicó un Tratado de Química?

—Lo sabes todo, viejo sabueso. En efecto, era suizo... de Basilea. Y además de químico, fue boticario de Luis XIV. Su obsesión la constituían los venenos. Pasé largas horas con él en su laboratorio junto a la iglesia de Saint Germain, la más antigua de París. Allí intercambiamos conocimientos. Fue él quien dio con los bebedizos de la Feint Mort, como él los bautizó.

—¿Qué significa?

—Muerte fingida. Glaser me dio algunas de sus notas manuscritas antes de morir, hace más de diez años.

Las miradas de Pelayo y don Fernando se cruzaron por un instante. Sin duda, se trataba del hallazgo realizado por Isabel en el escritorio de la habitación que Gorane había ocupado durante los últimos días.

—¿Elaboraste las pócimas en Balmaseda?

—No, hombre no. Hace tiempo que las tenía. Nunca creí que las tuviera que tomar, pero ante el cariz que tomaron los acontecimientos se erigieron en la mejor solución.

—¿Vas a decirme en qué consistían?

—Te lo diré para que sacies tu curiosidad, porque eres mi amigo. Sin embargo, no pienso detallarte las cantidades empleadas.

—No pienso fingir mi muerte.

—Yo tampoco lo pensaba y... ya ves. Ahora soy Félix Lezcano.

—Vamos, suelta los ingredientes.

—El veneno llevaba un compuesto de mínimas dosis de naja, curare e hígado de pez globo con raíz de rauwolfia. ¿Y sabes lo mejor? Tanto el veneno como su antídoto hay que mezclarlo con vino.

—Será por el tanino que lleva.

—Tú lo has dicho. Mucho más complejo es el segundo bebedizo que hay que tomar dentro de las cuatro horas siguientes, aunque su efecto sea retardado. Eso proporciona una apariencia de muerte durante casi dos días. La respiración y el ritmo cardíaco se ralentizan hasta resultar imperceptibles. Dado que los músculos se paralizan, hay que tomarse el antídoto antes de que el corazón y el diafragma detengan su actividad por completo.

—¿Qué llevaba la segunda pócima? Supongo que tendría un componente de triaca.

—Pues sí, la composición incluye una triaca de más de sesenta ingredientes como el opio, el castóreo o la cebolla albarrana. Pero además se le añadió intestino cocido de ardilla voladora, ipecacuana, sangre de varano, bezoar de hígado de erizo, verege y, por supuesto, aristoloquia.

—Seguro que tenía un sabor delicioso —bromeó el vizconde.

—Con el vino todo está bueno —rio Urtiaga.

—¿Qué es el verege?

—Una pasta macerada hecha por los irulas, a base de pulpa de hojas y raíces de varias plantas. La traje de la India.

—Además de la flauta que con tanta pompa me legaste.

—No te quejarás de las pistas que os dejé —dijo en medio de una sonora carcajada.— ¿Cómo te has quedado? Por tu cara he visto que disfrutabas.

—Faltaría a la verdad si afirmase lo contrario, mas tengo una última duda. ¿Y si hubieran fallado los bebedizos?

—Entraba dentro de lo posible. De todos modos, no había mucho que perder. Yo ya era hombre muerto.

—¿Y si, después de volver a la vida, no hubieras podido escapar de tu tumba?

—También pensé en ello. A pesar de tener la salida preparada, podía haber enfermado gravemente hasta quedarme sin fuerzas para forzar el ataúd y escapar. Por eso llevaba mi anillo.

—¿Qué tenías en él?

—Uno de los componentes del veneno, extracto de hígado de pez globo. Lo usan los sacerdotes vudú en la isla de La Española[56]. Es mil veces más potente que el arsénico. Una muerte fulminante. Llegado el momento, no hubiera dudado en tomarlo.

—He de confesar que tu plan, aunque temerario, resultó brillante.

—¿Brillante? ¿Sólo brillante? ¡Fue de órdago!

El doctor Zúñiga apuró su copa y observó a su amigo. Sus ojos chisporroteaban por los efectos del vino y del orgullo. Sabía que estaba más feliz por haber logrado su admiración que por salirse con la suya. Urtiaga pareció leerle la mente y le sonrió buscando su reconocimiento. Las miradas de ambos se cruzaron, tomándose el tiempo necesario para decirse lo que las palabras no se atrevieron. Finalmente, don Fernando le devolvió la sonrisa.

Mal que le pesara, debía admitir que ese canalla se había ocupado de cuidar hasta el más mínimo detalle de aquella farsa, de manera calculada y arriesgada. Como si de una gran partida de mus se hubiese tratado, tras crear el ambiente necesario, se aventuró a jugar de farol al echar un órdago con peores naipes que sus adversarios. Y lo más gracioso es que consiguió contar las piedras justas para ganar, igual que en la última mano de El muslari tuerto. Una magistral muerte dulce, sin duda. Una muerte dulce para simular su propia muerte.

PERSONAJES HISTÓRICOS

ACTORES

 

ALFONSO DE BALMASEDA: obispo de Zamora

FRANCISCO DE CASARES: alguacil de Portugalete

GUTIERRE LASO DE LA VEGA: Corregidor del Señorío de Vizcaya

JACINTO DE PAZUENGOS: médico de Bilbao

LUCAS OREJÓN: regidor de Valladolid

MANUEL DE SOBIÑAS: síndico procurador de Bilbao

MATÍAS DE GOICOECHEA: escribano de Bilbao

MELCHOR DE TERÁN: médico de Alaejos

PEDRO DEL ANO Y DE LA PIEDRA: Teniente General del Señorío de Vizcaya

PEDRO DE ELGUERO: alcalde de Portugalete

PEDRO DE IBAIZABAL: alcalde de Bilbao

VENTURA DE ELORRIAGA: alcaide de la prisión de Bilbao

 

MENCIONADOS

 

ANTON VAN LEEUWENHOECK: inventor del microscopio moderno

ANTONIO DE LANDAIDA: cura vizcaíno

BACHILLER CRIALES: maestro salmantino

CARLOS II: rey de España

CRISTOPHE GLASER: boticario de Luis XIV

DOM PÉRIGNOM: monje benedictino

ESTEBAN ROLDÁN: escultor

FELIPE IV: rey de España, padre de Carlos II

FRANCIS DRAKE: corsario inglés

GARCÍA DE ORTA: médico portugués

IGNACIO DE LOYOLA: fundador de la Compañía de Jesús

INÉS AYALA: comadrona de la Corte

JOSÉ DE YOLDI: médico de Bilbao

JUAN DE ARANGUREN: tabernero de Bilbao

JUAN DE LA CUESTA: editor

JUAN E. PÉREZ FADRIQUE: médico y escritor

LUIS XIV: rey de Francia

MARCOS DIAGO: médico de Bilbao

MARÍA TERESA: hija de Felipe IV

MARIANA DE AUSTRIA: madre del rey Carlos II

MARTÍN SAEZ DE LA NAJA: noble bilbaíno

MIGUEL DE CERVANTES: escritor

NITHARD: primer ministro

RENÉ DESCARTES: filósofo francés

ZAMUDIO: espadero de Bilbao

CONFIDENCIAS DEL AUTOR

Cuando me surgió la idea de mi primera novela —La sangre de los crucificados—, llegué a pensar que los caprichosos avatares del destino se habían confabulado con mis musas para facilitar mi inspiración. Ahora estoy plenamente seguro.

Como el lector habrá podido imaginar, soy jugador de mus. La historia de Muerte Dulce nace en una de esas partidas en Villalpando —en un bar de su bellísima Plaza Mayor— en que se cruzaron las cartas. A primeras dadas, los cuatro participantes teníamos grandes jugadas. Como yo andaba obsesionado con la idiosincrasia de las gentes del Siglo de Oro, me imaginé qué hubiera ocurrido si una situación parecida se hubiese dado trescientos años atrás.

Lo primero que hice al llegar a casa fue buscar en Internet algunas pistas sobre los orígenes del mus. Quería saber si ya existía en la época del vizconde del Castañar. Enseguida me di cuenta de que poco se sabía sobre su nacimiento —lo cual no dejó de ser una suerte para este novelista—. Lo único cierto es que la primera referencia documental data de 1745 en el Diccionario Trilingüe Castellano, Bascuence, Latín escrito por el jesuita Manuel Larramendi. Ya entonces era un juego muy extendido por el País Vasco y Navarra. Así pues, por lógica, llevaba bastantes años jugándose.

Acababa de concluir mi primera novela. Por un lado, intentaba que mi mente descansara, olvidándose del siglo XVII; pero por otro, le daba vueltas a mi próximo trabajo literario. Tras la ardua labor investigadora y de documentación, me apetecía cambiar el tercio —y aparcar a don Fernando de Zúñiga por un tiempo— para escribir una historia contemporánea.

Pocos días después de aquella partida, mi editor me convenció de que debía continuar con la saga. Y ya se sabe lo convincente que puede llegar a ser un editor. Después de estar con él, me acerqué a la biblioteca para dar un garbeo. El caso es que, en uno de los estantes en los que los lectores dejan sus libros para que el bibliotecario los coloque en el anaquel correspondiente, me encontré con él. Aunque creo que era él el que me andaba buscando. Él se llamaba Léxico del Naipe del Sigl


Date: 2016-03-03; view: 551


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