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Cuatro jugadores, cuatro palos 6 page

—Yo tampoco muy bien. Juraría que tiene que ver con el veneno. Él quiso hacer ver que murió envenenado. Sin embargo, no se puede morir bebiendo veneno de serpiente. Para que este sea letal ha de penetrar en la sangre. Su simple ingestión no es suficiente.

—Señor, el mineral del colgante que encontramos en San Juan de la Peña... ¿no dijisteis que servía para protegerse del veneno de las serpientes?

—Eso dije. La citrina. Aunque no se trate más que del amuleto de un supersticioso. Y si alguien era supersticioso, ese era tu padre. Puede que hasta fuera suyo y, de alguna manera, fuese a parar hasta allí.

—De todos modos, eligió muy bien nuestros regalos.

—Sí. Así es. Con el tuyo, nos orientó sobre sus posibles asesinos. Con el mío, sobre el modo de su presunta muerte.

—Me cuesta creer que no esté muerto.

—Pues créetelo, hijo. Me apostaría la perilla y la melena.

—¿Pensáis que el doctor Matellanes ha mentido para encubrirle?

—No, parecía un hombre cabal. Estoy seguro de que Pedro simuló su muerte a conciencia. Eso sí, por si acaso, le invitó a orujo para mermar sus facultades.

—¿Y ahora qué?

—Será mejor que nos vayamos. A este paso se nos va a hacer de noche. Ya tendremos tiempo de ordenar las ideas.

—Hay más cosas que no entiendo. Vale que no estuviera muerto. Entonces, ¿cómo salió de aquí?

—El ataúd debió abrirlo con la espada. Por eso se hizo enterrar con ella. Aunque no anduviese muy sobrado de espacio, no le debió resultar complicado arrancar los clavos. Ya viste con qué facilidad levanté la tapa.

—¿Y la losa? ¿Es posible que pudiera elevarla él solo?

—Tal vez alguien le ayudó —conjeturó el vizconde, sin excesivo convencimiento—. Mas no acierto a saber quién. A Antzara no le veo con fuerza para hacerlo y Gorane, salvo que sea una consumada actriz, me pareció sinceramente apenada el día que llegamos por lo que intuyo que no conocía los planes de su primo. Además, después de todas las molestias que se tomó ese canalla, dudo que saliese de la ermita por la puerta principal como si tal cosa, arriesgándose a que alguien le viera.

—Quizás esperara a la noche.

—Aquí debajo no se puede distinguir si es de día o de noche. Por otra parte, sin luz resulta de todo punto imposible descender este monte. Debió aguardar a que los comerciantes y trajineros se fueran. Más o menos a esta hora. Pero... —la cara de don Fernando se iluminó, al tiempo que interrumpía sus pensamientos en voz alta.

—¿Qué, señor?

—Que si fue él mismo quien encargó excavar esta cripta, quizás le diese su toque personal.

—¿Otra entrada?



—¡Ayúdame a buscar!

Sin pensárselo dos veces, el doctor Zúñiga comenzó a palpar las paredes de la cavidad, presionando cada palmo con las manos. Pelayo le imitó de inmediato. Tras unos instantes de examen minucioso, casi al unísono, empujaron una pequeña roca que se encontraba a ras del suelo. Comprobaron que no encajaba a la perfección.

—¡Esta es! —gritó Pelayo al constatar que se deslizaba.

—¡Vamos a emburriarla hacia un lado! —ordenó don Fernando.

Por un momento, la decepción se apoderó de sus rostros. Aun después de apartarla, no se atisbaba claridad alguna. No obstante, Pelayo se agachó para introducir los brazos en el agujero horadado. Casi a ciegas volvió a empujar. Una nueva piedra se movió. Esta vez sí, la tenue luz procedente del exterior se fue colando entre unas ramas estratégicamente colocadas.

—¡Por aquí salió! —exclamó el muchacho, jubiloso.

Y antes de que nadie se lo sugiriera, ya se había arrastrado para asomar fuera la cabeza.

—¿Algo reseñable? —se interesó el doctor Zúñiga.

—Es una pendiente muy escarpada —informó el fámulo—. Teníais razón. No parece que pudiera salir de noche sin despeñarse.

—Anda, sal fuera con cuidado y coloca bien la piedra para volver a tapar el hueco. Luego regresa para ayudarme a poner la lápida en su sitio.

Mientras Pelayo reptaba hacia el exterior, don Fernando utilizó de nuevo la pequeña roca para disimular el orificio cavado en la cripta. Antes de recoger el candil, se dispuso a cubrir el féretro. En ello andaba afanando, cuando le venció el peso y se le coló parte de la tapa en el interior del ataúd. Introdujo la mano con precaución para no lastimarse con alguno de los clavos. Fue entonces cuando sus dedos palparon un papel camuflado entre las sombras. Usando su índice y su anular a modo de tijera, lo extrajo. Encajó por fin la cubierta y posó sobre ella la lámpara. Sintió cierto nerviosismo al calarse los anteojos sobre la nariz para examinar mejor su hallazgo. Se trataba de un sobre, al estilo de los que se usaban en la corte francesa. No aparecía nada escrito en él. Le dio la vuelta con avidez. Se encontraba lacrado. Acercó el sello a la luz. Con rapidez identificó el león rampante de los Urtiaga. Esta vez lo rasgó sin miramientos. Había una nota. Su impaciencia le llevó a leerla casi atropelladamente.

¡Mi más sincera enhorabuena, querido sabueso! Si estás leyendo esto es que has llegado al final del juego. Jamás hubiera dudado de que fuese de otra manera. Si necesitas explicaciones, piensa un poco más y no te será muy difícil encontrarme. Y ya sabes que aún no estoy en el infierno. Si no, hasta siempre. Un fuerte abrazo. Pedro Urtiaga de la Puente.

La sonrisa del doctor Zúñiga se compuso de admiración y fastidio a partes iguales. No todos los días le tomaban el pelo de aquella manera. Por supuesto que necesitaba más explicaciones, pero no tenía ni la más remota idea de dónde podría haberse escondido ese malandrín. Además, tampoco estaba muy seguro de querer presentarse ante él y darle el placer de que se mofara por haberle obligado a jugar aquella partida sin saber que las cartas se hallaban marcadas.

La voz de Pelayo desde la ermita le arrancó de sus pensamientos.

—¡Señor! ¿Todavía estáis ahí? ¡Está oscureciendo!

—¡Voy! —le respondió, guardando las lentes y el documento en la faltriquera mientras subía la escalera.

—No creo que nadie descubra la entrada desde fuera —dijo el muchacho.

—Ni esta tampoco. Pongamos la lápida. Cuidado, no te pilles los dedos.

Una vez colocada en su sitio, volvieron a mirar la inscripción.

Pedro Urtiaga de la Puente

1634-1683

LVDI FINIS

 

—Teníais razón, señor. La apariencia de las cosas es engañosa. Pero... ¿qué le ha impulsado a preparar toda esta farsa?

—La venganza, hijo... y supongo que el dinero. Tu padre es una persona muy rencorosa... aunque también muy lista, como nos ha demostrado. Es posible que descubriera que fueron Uría y Legizamon quienes mataron a su amigo Jauregi. Tras lo ocurrido en El muslari tuerto, supuso que si estos eran asesinados, él sería el principal sospechoso. Considerando la relevancia de los linajes de ambos, sabía a ciencia cierta que difícilmente podría escapar de la horca. Y la mejor manera de no ser acusado de algo, es estar muerto. Así que simuló su muerte. Después, con total impunidad, se cobró su venganza.

—Aún no sé cómo fue capaz de hacerlo.

—Sí, es verdad. Quedan algunos interrogantes. El asunto del veneno me tiene a mal traer. Ignoro qué tipo de bebedizo pudo tomar. Mas no olvidemos que tu padre también es médico... y además de estudiar en Salamanca, lo hizo en París. Por otra parte, sé quién le habló de la naja por primera vez.

—¿Quién?

—Has de ser más cauto en tus inquietudes. No siempre se puede saber todo preguntando. Por eso existen los libros. Digamos que tuvimos un maestro común. El mejor de todos —dijo, evocando a Pablo Alonso.

A medida que oía sus propias palabras, recordó que el viejo Alonso le estaba instruyendo sobre pócimas secretas cuando fue asesinado en la aciaga Nochebuena de 1668 por aquel sicario de Nithard. Urtiaga había sido discípulo suyo antes que él. ¿Habría tenido tiempo de recibir enseñanzas que él desconocía?

—Una cosa que no está en los libros, señor: ¿por qué nos hizo venir a Balmaseda?

—La venganza de nuevo... y el rencor. No creerías que se le había olvidado con tanta facilidad aquel episodio en la taberna de El Rinconcillo de Sevilla. Nos ha usado como peones de ajedrez. Le hemos servido de sospechosos, a la par que nos ha dirigido para incriminar a Isaías Irastorza.

—Pobre ermitaño.

—Sí. Es lo que más lamento de toda esta historia. Una historia que ha escrito Pedro, casi él solo. Sabía que descubriríamos la verdad. Siempre me ha tildado de sabueso. Y, no sé por qué, he intuido ciertos celos cada vez que empleaba ese calificativo. Ahora ha querido demostrarme su ingenio.

—¿Y no teme que podamos denunciarle?

—¿Lo harás tú?

—No, señor.

—Sabe que yo tampoco. Existen demasiados vínculos del pasado. La traición no es la mejor manera de pagar una amistad, aunque esta se haya terminado.

—¿Le buscaremos?

—Supongo que no. Al fin y al cabo, todos le creen muerto. Y así debe seguir siendo.

—¿No le diremos nada a nadie?

—Nada. Ni siquiera a mi familia. Este será nuestro secreto, tuyo y mío. ¿Me das tu palabra?

—Tenéis mi palabra de honor. Pedro Urtiaga está muerto. Es más, por lo que a mí respecta, jamás ha dejado de estarlo.

—oOo—

 

Nunca los preparativos de un regreso resultaron tan tristes. Ni la caminata ni los deliciosos aromas de aquel estofado despertaron el apetito de Pelayo. De buena gana no hubiera bajado al comedor. No obstante, no quiso hacerle un desplante a don Fernando. Ante la ausencia de la anfitriona, este había sentado en la mesa a Isabel y a su padre. Ella, con ayuda de Leonor, acababa de preparar un tojunto, a base de carne de cerdo y de ternera, cocido a fuego lento con patatas, pimientos, ajos y cebollas. Sopa y guiso se sirvieron en el mismo recipiente.

—Es una cena de circunstancias. Apenas teníamos ingredientes —se disculpó el ama de llaves.

—Está riquísimo —le rebatió el vizconde, con franqueza.

Sin embargo, sus palabras únicamente hallaron el asentimiento en el rostro adusto de Germán.

Las miradas de Pelayo y Leonor se hallaban tan perdidas como ellos mismos en el bosque de sus sentimientos. Varias veces se cruzaron sin encontrarse a lo largo de la cena. Algunas frases esporádicas de don Fernando o de su ama de llaves rompían el silencio, pero no el vacío. La intermitente conversación giró en torno al ermitaño, a los naipes y a la precipitada partida de Gorane Otamendi.

Cada ademán del doctor Zúñiga, por nimio que pudiera resultar a los ojos de los demás, iluminaba la cara de Isabel. Y aquel brillo le hacía parecer más hermosa. El vizconde le sonreía, por fin consciente de la admiración que provocaba en ella.

Mientras, Leonor se debatía con la desgana y sus remordimientos. Apenas faltaban unas cucharadas de su plato. No estaba siendo justa con ese muchacho, ahora melancólico, ni consigo misma. Cuanta más tristeza intuía, más desdicha acumulaba. Su afán desesperado por proteger su conciencia sin defraudar a Dios se le antojaba inútil. Desde aquella mañana en la playa de Basigo de Baquio no había vuelto a sonreír. Lo peor de todo es que sabía que le amaba... y que Dios también lo sabía.

A don Fernando no le pasó inadvertida la situación. Mas poco podía hacer. Quizás, si las mujeres se hubieran quedado en Salamanca... Pero ya era tarde para intentar enviar al pasado los sentimientos. Y todo por este viaje que ninguno de ellos olvidaría. Un viaje nacido del capricho de Pedro Urtiaga. ¡Maldito canalla! Ignoraba por completo su paradero... ni ganas que tenía de saberlo. No le brindaría el gusto de dar rienda suelta a su sorna. Sin embargo, su fuero interno le exigía explicaciones. Y si algo le perdía al doctor Zúñiga, sin duda era su ansia de saber.

 

Capítulo IX

 


Date: 2016-03-03; view: 477


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